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El archivo de la verdad en tres novelas chilenas recientes (2002-2011)

Por Mónica Ríos
Latin American Literary Review  (Pittsburgh, USA, 2014), volumen 42, número 84.


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Al internarse por la primera planta del edificio de la Biblioteca Nacional de Chile uno se encuentra con un juego arquitectónico turbador y ambicioso: en medio de la construcción neoclásica se levanta un cubo de vidrio que separa el espacio utilizado como pasillo y lugar de exhibición de un espacio de lectura con computadores. [1] En aquel vidrio, estratégicamente situado en el salón llamado “Los Fundadores”, se exhiben los nombres de escritores que conforman la historia literaria chilena. En aquella constelación de nombres se observa una negociación conceptual sobre los límites de lo literario en relación con la memoria colectiva, la historia literaria chilena y el documento, cuya genealogía se encuentra en los ideales republicanos. La Biblioteca Nacional de Chile se instituyó en 1813 y absorbió los legajos del poder eclesiástico –principalmente católicos jesuitas–, de la oligarquía civil –que donó libros y otro tipo de publicaciones– y del poder judicial, cuyas hojas provenientes de las cortes de justicia llenaron la sección de manuscritos. La Biblioteca Nacional era el repositorio de textos escritos como correlato fundacional de la nación; junto con absorber papeles, los documentos fueron reclasificados como ley, prensa o literatura para modelar nociones de pertenencia a una nación en vías de formarse. Cien años después estos registros fueron segmentados bajo nuevas nociones de autonomía: los documentos relacionados con literatura y prensa quedaron en la Biblioteca, mientras los documentos legales y de corte histórico conformaron el Archivo Nacional. La Biblioteca y el Archivo no solo comparten un pasado común; alojados en el mismo edificio, siguen conectados por pasillos subterráneos y por usuarios que se pasean de uno a otro depósito indistintamente, provocando como antaño conexiones entre la imaginación literaria y los hechos históricos.

Doscientos años después de la fundación de la Biblioteca esos pasajes persisten en la representación del autor como monumento. Tras el terremoto que en marzo de 2010 afectó el sur y el centro del país la Biblioteca Nacional estuvo cerrada por daños a su estructura, pero el grueso vidrio permaneció intacto. Tal vez como nunca antes cuando se reabrió la Biblioteca se pudo observar el corte generacional que separa la elección de los poetas y narradores que integran el monumento. El criterio no es explícito: no se trata de la cantidad de libros que integra la obra de cada quién, ni de si acaso circulan en unas u otras librerías; tampoco si tienen dosieres de prensa en la sección de Referencias Críticas de la misma Biblioteca. El emplazamiento del vidrio en el salón “Los Fundadores” provoca varias preguntas: ¿qué nombres se convierten en carne de monumento y cuáles no? ¿Qué procesos influyen en que la función del autor lo convierta, finalmente, en miembro de la memoria colectiva nacional?

Puede argumentarse que en ese emplazamiento la literatura y la historia vuelven a encontrarse, al establecer el archivo y sus políticas materiales de inclusión y exclusión como punto de encuentro. Para inscribirse en los anaqueles y archivos de la Biblioteca el nombre del autor debe realizar ciertas acciones sobre su obra: su escritura debe repetir y adscribir a la distribución de los documentos –a la lógica de esa distribución– de manera tal que con cada actualización del archivo literario se vuelva a nombrar el modelo de distribución y clasificación por el cual se forma el archivo histórico. Dicho de otro modo, cada vez que un autor negocia su entrada en el archivo literario chileno lo hace repitiendo lo que Jacques Derrida ha llamado “la violencia ontológica y nomológica del archivo” (1 y 7), es decir, reanudando los mecanismos de su origen, las reglas de pertenencia y las formas excluyentes al archivo, la literatura y la nación. Estas interacciones garantizan la entrada del autor y su obra en el archivo como monumento, pero vuelven a hacer desaparecer –bajo el signo de la complacencia– distintas formas de ciudadanía y de autoría que el sistema literario ha preferido suprimir sistemáticamente.

Para los autores chilenos de comienzos del siglo XXI estas exigencias del sistema literario nacional se relacionan con el pasado reciente: la dictadura de Pinochet –durante la cual muchos de ellos crecieron– y sus efectos en la reconstitución de la democracia en el periodo de la Postdictadura. Las tres novelas que acá analizo, Formas de volver a casa de Alejandro Zambra (2011), Mapocho de Nona Fernández (2002), y Bagual de Felipe Becerra (2008), trabajan con documentos y discursos que, si bien fueron creados durante la década de 1980 por archivos alternativos, durante la década de 1990 fueron reclasificados en un espectro oficial de posibilidades enunciativas que marca su inclusión en el campo disciplinario de la literatura chilena. En otras palabras, la segmentación espacio-temporal de la historia en la red burocrática de la Posdictadura produjo principios de conocimiento y de uso sobre la historia reciente que fueron reconsiderados para formar la constelación de la verdad histórica con miras a la reconciliación. Las tres novelas que acá abordo dialogan con las posibilidades de enunciar la verdad histórica, de modo tal que las distintas estrategias retóricas que adoptan desde los textos seminales de la década de 1990 garantizan o frenan su entrada al archivo literario.


Un archivo para la verdad

En el año 1983 la Secretaría Nacional de la Mujer de Chile abre el número 84 de su publicación mensual oficial, titulada Amiga, con un artículo sobre la celebración del Día Nacional de la Mujer Chilena. Para conmemorar “el cacerolazo”, evento en el que un grupo de mujeres salió a la calle golpeando ollas y llamando a la intervención militar durante la última etapa del gobierno socialista de Salvador Allende en 1973, el artículo reafirma el rol de la mujer en “[abrir] la puerta definitiva para que nuestra Patria venciera al marxismo” (2). [2] Ese mismo año se rearticula el Movimiento Pro-Emancipación de la Mujer Chilena, conocido como MEMCH 83, que coordina movimientos de base como Acción Femenina, Mujeres de Chile (MUDECHI), Comité de Defensa de los Derechos de la Mujer (CODEM), diversas asociaciones de trabajadoras de casas particulares, trabajadoras del norte del país, asociaciones de campesinas, uniones populares y frentes radicales de mujeres. [3] Los ejes de acción de estos grupos eran los talleres, la creación de espacios de encuentros y de ollas comunes, así como boletines sobre pensamiento feminista donde se pide libertad para presas políticas y se denuncian asesinatos, entre muchos otros discursos asociados con los derechos humanos y de las mujeres. Al interior del MEMCH 83 se produjo un singular encuentro entre aquellos movimientos radicales y el trabajo de cientistas sociales que funcionaban en el Círculo de Estudios de la Mujer, y posteriormente en La Casa de la Mujer La Morada y el Centro de Estudios de la Mujer (CEM). Tales espacios fueron el lugar de encuentro de figuras destacadas como la feminista Julieta Kirkwood, la antropóloga Sonia Montecinos, la novelista Diamela Eltit, la escritora Mercedes Valdivieso, la crítica Nelly Richards y la ensayista Raquel Olea, entre otras. El diálogo entre disciplinas produjo una serie de documentos que circulaban en circuitos alternativos a las versiones oficiales del Estado, y se amplificaban con el paso de mano en mano a través de organizaciones con vínculos internacionales.

Así como sucedió desde los círculos de intelectuales y activistas mujeres con la intervención sobre la imagen de la amiga, el archivo oficial relacionado con la violencia del Estado chileno entre los años 1973 y 1990 –que acuñaba palabras como “extremista” y “marxista”– convivió con otros registros de los enfrentamientos entre movimientos sociales y el régimen militar. Es el caso del archivo de la artista Luz Donoso, cuya acumulación de fotografías, recortes de diarios, pancartas de manifestaciones y documentos sonoros produjo trabajos como Huincha sin fin, donde destaca una voz colectiva que promueve una interpretación alternativa desde el punto de vista de los mártires. Otros casos de archivos paralelos a los oficiales de la Dictadura son el catastro de torturas que Raúl Zurita elabora en su poemario Purgatorio, las performances de Carlos Leppe, las intervenciones en el espacio público de Lotty Rosenfeld y la obra literaria de Diamela Eltit, cuya labor de ampliación del repertorio de discursos en la novela chilena produjo un lenguaje elíptico tan reconocible hoy como el archivo monológico del régimen. En forma paralela, organizaciones como la Vicaría de la Solidaridad, las Agrupaciones de Familiares y la Comisión Chilena de Derechos Humanos –entre otras asociadas a partidos y sindicatos, juntas vecinales, organizaciones cristianas e instituciones internacionales– se convirtieron en repositorios donde los ciudadanos acudían a denunciar casos de violencia de estado.

Tal como el Servicio Nacional de la Mujer (SERNAM), creado durante 1991 ya en democracia, recogió las prácticas que habían desplegado las investigadoras del CEM, y las separó del trabajo literario y los movimientos sociales con el objetivo de producir un nuevo pacto nacional, el primer gobierno democrático postdictatorial recolectó los archivos alternativos sobre derechos humanos para cumplir con los requerimientos de la “conciencia moral de la Nación” (Decreto Supremo Nº 335, incluido en Comisión XVIII). La creación de la Comisión de Verdad y Reconciliación respondía al objetivo de “contribuir al esclarecimiento global de la verdad sobre las más graves violaciones a los derechos humanos [...] con el fin de colaborar a la reconciliación de todos los chilenos” (XIX). Para conseguirlo, como afirman las primera secciones del Informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación, también conocido como Informe Rettig, el trabajo se basó en recoger datos y documentos de los archivos oficiales de la Dictadura y de los archivos alternativos, agregando, además, entrevistas y testimonios, lo cual les permitió definir 3.400 casos que entraban dentro de sus competencias legales.

En los nueve meses en que actuó la Comisión de Verdad y Reconciliación se llevó a cabo un trabajo colectivo que excedió con creces el simple traslado de documentos y registros de un lugar a otro. Tal como explican Geoffrey Bowker y Susan Leigh Star, el acto de clasificar es una segmentación espacio-temporal del mundo, un sistema que crea procedimientos burocráticos y principios de conocimiento que, si bien operan en la invisibilidad, conllevan implicancias éticas por cuanto definen la interacción humana, las prácticas sociales y la distribución material en términos de inclusión o exclusión (10). De manera análoga, el archivo que se crea para alojar documentos no es solamente un espacio físico donde acumular registros rescatados. Para Michel Foucault, en La arqueología del conocimiento, el archivo es un sistema que gobierna la aparición de los enunciados como eventos y que los agrupa bajo ciertas regularidades (128-9). Desde tales puntos de vista el archivo semejaría a una red que define los modos en que se forman y ocurren los enunciados, así como las posibilidades de su transformación, y entre sus efectos estaría delimitar lo que podemos decir de lo que ya no está permitido, qué cae dentro y qué fuera de una práctica discursiva –como la historia, la literatura o la verdad–; también indica las fisuras mediante las cuales los excluidos amenazan la aparente naturalidad de las formaciones discursivas.

Con su acción de archivar las atrocidades ocurridas durante la dictadura de Pinochet, la Comisión de Verdad y Reconciliación fabricó un sistema a través del cual poder enunciar “no sólo la verdad relativa a los hechos violatorios de los Derechos Humanos, [sino también hablar] de una verdad global acerca de lo ocurrido” (Comisión 9). Además del listado específico de casos, el archivo de esta Comisión formula un marco político para interpretar la situación del país desde antes de 1973 hasta 1990; al detalle pormenorizado de la forma en que se llevó a cabo la violencia se le suman definiciones conceptuales para comprender esos hechos más el relato de las reacciones que existieron en la sociedad chilena al respecto. Tal vez lo primero que llama la atención en las dos ediciones del Informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación es la simultaneidad de los registros discursivos de carácter legal, histórico y de tono objetivo de las ciencias sociales con un registro afectivo y el detalle de síntomas físicos –“dolor”, “hirió”, “anhelo”, “fatigosos”, “angustia”, “preocupación”, “sacrificio”, “agrado” (Comisión XIV-XVII)– que se urden en un discurso de responsabilidad moral. Se deja así establecido el espacio de las competencias, además de los atributos y responsabilidades de la Comisión, decretadas directamente por el Presidente de la República. Lo moral –en ausencia de las atribuciones legales– se establece como centro, marco interpretativo y límite para una profusión de otros discursos y formas retóricas. De estos últimos me interesa describir tres para el análisis de las novelas que aquí me ocuparán:


La voz colectiva

El texto del Informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación intenta aunar bajo una sola voz las diversas posiciones de sus ocho integrantes. [4] Ya en el “Exordio” se advierte que “Nadie podrá sostener que hemos inclinado nuestra ponderación en función de prejuicios o banderías. En todas nuestras decisiones hubo consenso alentador” (XV). La idea del consenso es central para comprender la labor de la Comisión, por cuanto la tercera persona plural que encarna a los miembros de la Comisión, y presumiblemente a sus trabajadores asalariados, intenta representar una voz nacional: “la Comisión entendió desde un comienzo que la verdad que debía establecer tenía un fin preciso y determinado: colaborar a la reconciliación de todos los chilenos” (10). Parte de aquella estrategia es la de “escuchar la opinión de los principales actores de la vida nacional y especialmente de los más interesados en el tema” (10), cuyo largo listado de los organismos consultados se repite en varias ocasiones a lo largo del Informe, así como la concordancia de sus acciones con respecto a la “opinión internacional” (11). La “verdad global” (9) está integrada por documentos y archivos –escritos, fotográficos y orales– de múltiples organismos, actores e instituciones, más una serie de representantes de diferentes áreas profesionales y políticas. El resultado es un registro de consenso materializado en una tercera persona plural que legitimó la resemantización de la palabra verdad, para oponerla así al sentido unívoco y oscuro que le había dado con anterioridad el pensamiento autoritario. [5]


El mapa de la muerte

Frente a la abrumadora cantidad de casos y a su registro frío y experto –“sereno e imparcial”, en palabras de la Comisión (XV)– contrasta la absoluta ausencia de mención alguna a los culpables en el Informe. Efectivamente de entrada el texto afirma que esa identificación no forma parte de sus competencias: “se prohibió expresamente a la Comisión pronunciarse sobre la responsabilidad que, con arreglo a las leyes, pudiere caber a personas individuales por los hechos que investigara” (2). Y más adelante, en referencia al proceso con que se editaron los testimonios: “la Comisión recibió información sobre la identidad de agentes del Estado, uniformados o civiles, de personas al servicio de éstos, así como miembros de partidos políticos o grupos armados opuestos al gobierno militar, todos los cuales habrían participado en uno o más de los hechos que examinó. La Comisión no ha incluido dichos nombres en este informe” (24). Podría argumentarse que este efecto abrumador es central para los objetivos del Informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación, por cuanto en la medida que el texto presenta páginas y páginas con sumarios de casos para individualizar, ubicar y catalogar a las víctimas, la identificación de los culpables se diluye en una serie de instituciones del Estado y organismos civiles que producen un verdadero clima de sospecha y dispersan la responsabilidad entre la sociedad. El relato del Informe ubica a la muerte en cada punto del mapa: localidad por localidad, región por región, la lista de hechos vinculados a más de tres mil casos de violencia política presenta un trazado cartográfico que consigue otorgarle un carácter ominoso al campo y a las ciudades: los culpables se encarnan en cada una de esas esquinas, los muertos plagan cada rincón. [6] Dos cartografías se superponen en este relato de la verdad: un mapa donde las personas visibles –los cuerpos que se pueden contar– caminan sobre otro mapa donde están los violadores de los derechos humanos y los cuerpos de sus víctimas.


La centralidad del testimonio

En el prefacio a Remnants of Auschwitz Giorgio Agamben afirma lo siguiente: aunque desde una perspectiva histórica podemos acceder a los detalles de la exterminación cometidos por el régimen Nazi, “they remain singularly opaque when we truly seek to understand them” (12). El filósofo indica que la aporía que recorre los testimonios sobre esas atrocidades es análoga a la aporía del conocimiento histórico: aquello que para los sobrevivientes parece la única verdad es, para quienes leen, inimaginable e intraducible, produciendo “a non-coincidence between facts and truths, between verification and comprehension” (12). En el capítulo “The Archive and Testimony” de ese libro, Agamben comenta las omisiones en que habría incurrido Foucault –en su publicación referida más arriba– al describir el sujeto de las enunciaciones como “a nonexistence in whose emptiness the unending outpouring of language uninterruptudly continues” (Foucault citado en Agamben 140), puesto que si se indagara sobre el cuerpo que efectivamente ocupa el lugar del sujeto, ¿cómo podría ese cuerpo dar testimonio del proceso de su propia desubjectivación? (142). Para responder a esta omisión Agamben opone el concepto de archivo –que designa el sistema de relaciones entre lo dicho y lo enunciable– al testimonio: aquellos enunciados cuya posibilidad de existencia es contingente, y donde la existencia del cuerpo que estuvo en el lugar de las atrocidades es la cuestión decisiva.

La pregunta es qué sucede cuando estos dos conceptos en cierta medida opuestos se unen, como sucedió en el Informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación. En este texto las distintas voces testimoniales son filtradas y resumidas en un mismo formato experto: primero se identifica a las víctimas por su nombre, edad y ocupación; luego se presentan los hechos de su último avistamiento; finalmente se da una resolución respecto a esos hechos. El resultado es un efecto de alarmante realidad burocrática, que sin embargo dota a este proceso de reconciliación de un sentido de verdad indiscutible, por estar basado en las palabras de aquellos que sí estuvieron ahí. Sugerentemente el proceso llevado a cabo por la Comisión sobre los testimonios –ofrecerles la oportunidad de hablar para inmediatamente integrarlos a un proceso de edición– es reflejo de la construcción del consenso en los gobiernos de la Postdictadura chilena.

El testimonio de una generación. Formas de volver a casa

Durante la década de 1990 la narrativa chilena integró el registro del testimonio mediante el uso de la primera persona singular, o bien a través de la identificación del narrador con la consciencia del protagonista. Ese es uno de los rasgos formales comunes que definió la invención, por parte de editoriales comerciales transnacionales, del término Nueva Narrativa Chilena. Parte del pacto de verosimilitud de esas novelas consistía en el discurso de personajes que garantizaban una historia singular y única por el hecho de haber estado ahí, de haber experimentado en su propia piel las situaciones narradas. Era esta una manera de llevar a la luz pública la intimidad de personajes cuyas realidades habían estado desplazadas durante la década de 1980. Así por ejemplo Nosotras que nos queremos tanto, la novela de Marcela Serrano que se publicó el mismo año que el Informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación y de la creación del SERNAM –1991–, narra las historias de cuatro mujeres cuyas vivencias sentimentales, profesionales y en torno a la enfermedad se traman en un encuentro en un locus amoenus –frente a un lago. Sus voces se ocupan de revelar la vida de los conflictos íntimos de las mujeres durante la década anterior. La misma ansiedad por hacer un catastro de las emociones y sentimientos construye la voz narrativa del protagonista de Mala onda, de Alberto Fuguet, a quien su ennui vital lo insta a buscar experiencias extremas para un joven de clase alta chilena de ese tiempo, como mudarse a un hotel en el centro cívico urbano y usar el transporte público para pisar los márgenes poblacionales de la ciudad. Por su parte el protagonista de Oír su voz, la novela que Arturo Fontaine publicó en 1992, es un testigo que se pasea por los diferentes ámbitos de la clase dirigente durante los años 80, y así narra las transas de estos hombres para llevarse un pedazo del pastel de la instalación del orden económico neoliberal: su discurso es el de la creación de un modelo de ciudadanía neoliberal intrínsecamente marcado por una masculinidad homosocial.

Las tres novelas recién nombradas ubican el centro de sus relatos en la década de 1980. El año 2011 Formas de volver a casa, de Alejandro Zambra, ubica al niño protagonista de su primera parte en el terremoto de 1985, un hito en la memoria de esos años. El relato en primera persona del niño plantea una posibilidad de revisar las pugnas políticas en la familia y en los vecindarios, que se desarrollaban a través del rumor, el pelambre y sobre todo de la inacción frente a las persecuciones. En la anécdota de la novela el protagonista, a pesar de querer presentarse como una conciencia especialmente inteligente, confunde las razones por las cuales una joven vecina le pide que espíe a su padre: mientras en el niño se desarrolla la trama del deseo, el objetivo de la preadolescente es cuidar y saber más sobre el peligro que enfrenta su papá por sus afiliaciones políticas. El relato del niño se complementa con el diario del adulto, quien nos relata la ruptura sentimental y el establecimiento de una nueva relación con la antigua vecina. La novela no trata solamente de una búsqueda de resolución para los hechos del pasado, sino también es un intento reflexivo sobre cómo escribir una novela sobre la culpa por las omisiones de la propia familia que revela filiaciones derechistas durante la Dictadura. A la vez, consuma su deseo por la vecina y rectifica su experiencia como niño a partir de lo que realmente estaba sucediendo en su entorno durante 1985. La rectificación del registro testimonial en Formas de volver a casa se realiza mediante la estrategia narrativa de la autoficción: al presentarse como un diario de escritura, el relato del presente se concentra en las vacilaciones creativas sobre la novela que el narrador está escribiendo, los tipos de alcohol que bebe, los capítulos de libros que deja inconclusos y las conversaciones que sostiene con amigos, cuyos nombres pueden reconocerse en las tapas de libros publicados recientemente en Chile. Esto último propone un proceso de construcción del narrador dentro de la novela como una extensión del autor fuera de ella. Esta estrategia que el autor escoge para integrarse al mundo ficticio lo dota de la retórica autorizada por el archivo del testimonio de la década de 1990, para conferirle a su voz una autoridad literaria. Tal como sucedió en el proceso de formación de archivo de la Comisión de Verdad y Reconciliación, en Formas de volver a casa la inscripción de lo que el narrador vio con sus propios ojos sirve para legitimar y revestir de importancia no solo el relato melodramático de la novela, sino también para concederle a su voz autorial –desde ya privilegiada como sujeto letrado– la autoridad de escribir la verdad de una generación.

Los muertos cruzan el mapa. Mapocho

La figura de la ciudad sitiada durante la década de 1980 ocupó buena parte de las obras que constituyeron lo que Nelly Richards llamó “La escena de avanzada”. Durante la década de 1990, mientras la comercial Nueva Narrativa Chilena se ocupaba de la intimidad de sujetos en proceso de reacomodarse al orden neoliberal, la producción poética más relevante buscaba la enunciación de los bajos fondos, delatando a través de textos concisos, fragmentados y formalmente atrevidos la necesidad de abrir categorías impuestas por las voces monopolizadoras del discurso público. Entre otros, el poemario Dame tu sucio amor, de Malú Urriola, retrata la sordidez de las calles, los interiores de departamentos, bares y otros espacios semipúblicos donde circulan cuerpos heridos, sexualidades divergentes y una sociabilidad vulnerable, así como Metales pesados, de Yanko González, trabaja parodiando el oído del etnógrafo en su intención de apropiarse de hablas de comunidades sociales extremas, marginadas de la transa neoliberal. Este interés por resemantizar las coordenadas espaciales de los centros urbanos chilenos cruzó distintos estratos literarios durante el período. El novelista Carlos Franz lo hizo en su novela Santiago cero, publicada en 1988, y luego expandió ese intento en un ensayo sobre la ciudad de Santiago. Ese ensayo, titulado La muralla enterrada, analiza el retrato de los diferentes barrios en decenas de novelas connacionales. Si bien la imagen central de esas páginas es el caudal del río Mapocho, su objetivo declarado es el descubrimiento de una identidad urbana enterrada y sin embargo accesible a través de un trazado cartográfico y literario: su tesis sobre el fundamento de la vida urbana chilena por medio de la división entre el centro histórico de la ciudad y el barrio popular La Chimba finalmente fue leído como el intento de, en palabras de Rodrigo Cánovas, “mostrarnos una imagen compleja de la realidad” (301).

Ya desde su título Mapocho, la novela de Nona Fernández de 2002, se ubica en diálogo con esa tradición: desde Justo Abel Rosales y sus libros sobre la Cañadilla y el puente Cal y Canto hasta José Donoso, con su visión sobre La Chimba en El obsceno pájaro de la noche, desde Alfredo Gómez Morel y su novela El río hasta los archivos coloniales sobre el sistema fluvial santiaguino. Sin embargo, a diferencia de esta tradición archivística masculina, Fernández construye su relato desde la Rucia, personaje mujer sin otro nombre que este apodo racializado, con lo cual desestructura de entrada el modelo de la ciudadanía masculina republicana. En vez de presentar una ciudad cifrada en trabajos literarios canónicos y misterios por descubrir, como lo hizo Franz, Fernández presenta Santiago desde una dimensión mítica de la historia, cuyas calles, ríos, plazas y callejones están plagados de muerte, suciedad, desintegración y un constante movimiento de fuga de lo sagrado. Así empieza esta novela:

Nací maldita. Desde la concha de mi madre hasta el cajón en el que ahora descanso. Un aura de mierda me acompaña, un mojón instalado en el centro de mi cabeza, como el medio melón de los piantaos, pero más hediondo, menos lírico. Nací cagada. Desde el juanete del pie hasta la última mecha desteñida que me cuelga de la nuca. Me escupieron y fui a dar al fin del mundo, al sur de todo. Un gargajo estampado en este rincón que se cae del mapa. Ahora mi cuerpo flota sobre el oleaje del Mapocho, mi cajón navega entre aguas sucias haciéndole el quite a los neumáticos, a las ramas, avanza lentamente cruzando la ciudad completa. Voy cuesta abajo. El recorrido es largo y serpenteante. Viajo por un río moreno. Una hebra mugrienta que me lleva con calma, me acuna amorosa y me invita a que duerma y me entregue por completo a su trayecto fecal (11).

Con el avance de sus páginas y el trabajo con la impureza, [7] la narración va de a poco estableciendo hitos de una ciudad en relación al cuerpo del personaje la Rucia –por ejemplo la analogía entre Santiago como “ombligo del mundo” y la importancia del ombligo en el vientre de la Rucia para la relación incestuosa entre ella y su hermano, el Indio–, de manera tal que sus paseos por la ciudad son tanto el reconocimiento de una memoria colectiva como examen sobre su condición. En otras palabras, a medida que la Rucia se va encontrando con diferentes personajes de la historia de Chile que recorren la ciudad como almas en pena, se revela que ella también está muerta.

La anécdota de la novela nos presenta a la Rucia volviendo a Santiago después de años de ausencia. La madre había dejado la ciudad en compañía de sus hijos luego de un hecho aterrador que involucraba al padre. Después de que la madre muere y el Indio decide volver a Santiago, la Rucia sigue sus pasos de vuelta a la casa de infancia, ubicada al otro lado del río Mapocho. Durante los primeros capítulos el discurso de la Rucia dibuja una cartografía de la ciudad al describir su desplazamiento; cuando finalmente llega a la casa de infancia el recorrido por los pasillos y el atisbo de las puertas cerradas funcionan como una promesa de lo que va a encontrar. A medida que la protagonista y su padre Fausto se reconocen, la novela también hace explícito que éste no ha sido asesinado en las persecuciones políticas, sino que había estado involucrado en algo que resulta mucho peor: colaborar al poner su pluma al servicio de la Dictadura para escribir una historia a la medida de los intereses represivos del régimen.

Los capítulos que Fausto no ha incluido en los varios tomos de esa historia oficial que ocupan las estanterías están intercalados en la novela; se trata de episodios que reinterpretan libremente la historia oficial de Santiago desde su fundación hasta los asesinatos de los agentes de Pinochet. El primero de ellos cuenta la primera matanza en Santiago, tras la fundación de la ciudad por parte de los españoles; expone que después de un encuentro sexual entre el toqui Lautaro y el capitán general español Pedro de Valdivia, el mapuche adquirió un conocimiento único: que el cuerpo de los conquistadores era de la misma carne blanda y penetrable que su gente. Ese deseo prohibido entre españoles e indios tuvo como consecuencia la decapitación de Valdivia, de los españoles que lo acompañaban y de los mapuches en Santiago, matanzas que en la lógica de la novela fundan la ciudad de Santiago. [8] Los episodios autocensurados por el personaje Fausto continúan cruzando la novela: las muertes en la construcción del puente Cal y Canto, como en el derrumbe de ese mismo puente, y también durante la primera dictadura, la de Ibáñez. En cada uno de esos momentos los cuerpos de los indígenas, trabajadores, travestis y opositores fueron lanzados al río Mapocho u obligados por siempre a pulular a su alrededor. El último episodio histórico que se narra vuelve sobre el vecindario de la infancia de la Rucia durante los 80: cuando se sitió la cancha de fútbol y los militares prendieron fuego a todos los vecinos, después de días de tortura y aprisionamiento. Este es el punto de inflexión en la historia, el momento desde el cual se relee la totalidad de la historia de Santiago desde los días de su fundación, cuando se explicita que cada uno de los personajes que han venido al encuentro de la Rucia y de Fausto son víctimas de la historia de Chile, que culmina en la dictadura de Pinochet. En la misma genealogía de quienes inauguran en 1991 una nueva narración de la ciudad con el Informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación y la narrativa de esa misma época, la ciudad de Santiago se transforma en una cartografía de la muerte, cuyos habitantes no saben que se encuentran con los muertos en cada esquina, y sin saber que ellos mismos lo son. Mediante esta cartografía superpuesta e invisible, Mapocho de Nona Fernández no sólo se concentra en describir la violencia de Estado, sino de hablar desde el discurso de los cadáveres, para decir así que los muertos nunca encontrarán descanso mientras no se les reconozca explícitamente su muerte violenta a manos de culpables.


La desaparición del realismo en la voz colectiva. Bagual

Gran parte del misterio que cruza Bagual (2008), la novela de Felipe Becerra, es quién es ese nosotros que habla con tono infantil y modismos del lumpen; quiénes son esos sujetos de registro emocional y que sin embargo se arrogan la tarea de contar todos juntos la anécdota de la protagonista Rocío y de paso no contar la suya propia. Esta voz colectiva ubica la historia de Rocío y de su esposo el teniente Carlos Molina durante la década de 1980 en un pequeño pueblo del norte de Chile, Huara, justo allí donde la nación chilena se diluye ostensiblemente hasta casi desaparecer, en un territorio de clima muy seco y tanta presencia de sal en la atmósfera que hasta el día de hoy se encuentran ahí momias, empampados y cadáveres que dejaron guerras y dictaduras. [9]

Las voces de Bagual cuentan que después de abandonar la escuela de medicina en Valparaíso la protagonista sigue a su esposo al puesto policial en Huara, donde ha sido asignado. Sí sabemos que estas voces se entrecruzan con la vida de Rocío en la universidad, y que en uno de sus subterráneos la comienzan a habitar. El episodio en cuestión narra el momento en que las cabezas humanas que los alumnos habían estado estudiando desaparecieron, y que debieron ser buscadas en el subsuelo del edificio de Medicina para rescatarlas de las piscinas de formol; los alumnos convierten el problema en un juego y terminan lanzándose las cabezas de un lado a otro, drogados por los químicos, mientras Rocío observa esta escena desde una esquina y adquiere consciencia de la perversidad con que la disciplina médica se distancia del peso real de los cuerpos humanos. Ese reconocimiento pronto se convierte en pesadilla y pérdida de la cordura, porque la protagonista atisba la posibilidad de que su trabajo esté ligado a la desaparición de personas por parte de la dictadura. En ese momento las voces ligadas a esas cabezas sin cuerpo impregnan a Rocío, y durante la novela van transmutando en hijos, demonios, momias indígenas, sombras, reptiles e imaginaciones; además operan sobre lo material, listas para llevar a Rocío de regreso al subterráneo universitario. Aun cuando haya escapado a miles de kilómetros hacia el norte las voces acompañan a la protagonista, y cargan al desierto que se despliega hacia los cuatro costados de una constante ominosidad.

La presencia del policía como esposo de Rocío es un índice para interpretar esa amenaza constante, que unifica territorios lejanos en la subjetividad de la protagonista: la nación chilena existe sólo por imposición armada, aun cuando el ingenuo teniente Carlos Molina no ejerza explícitamente ese discurso. En varias oportunidades se describe la presencia del retén policial de Carabineros como un espacio fuera de lugar, acechado por algo que siempre escapa a su lógica: en el horizonte una nube negra con forma de insecto parece avanzar lentamente hacia la localidad de Huara. Tales fuerzas inmateriales contrastan con la fiesta que los protagonistas organizan para celebrar con la comunidad el aniversario oficial de la Independencia y comienzo de la República de Chile, el 18 de septiembre. Los únicos que disfrutan de la fiesta –y de la Independencia de Chile– son los uniformados, que bailan y se emborrachan en la pista de baile bajo unas improvisadas ramadas. El resto de la comunidad de Huara no baila cueca –el baile oficial– ni toma la chicha –la bebida alcohólica más barata y popular– ni saluda a la bandera de Chile. Ante la total indiferencia de los habitantes de la localidad los símbolos nacionales se despliegan como pura imposición. Incluso la protagonista Rocío ha perdido interés en la festividad, a pesar de los esfuerzos de su esposo para incentivarla; en vez, ella decide internarse en los misterios que acechan el territorio, de manera que la imaginación indígena –históricamente bárbara, indeseable, mítica o inexistente para el archivo republicano– impone su realidad ante los uniformes y las armas. Ese misterio acechante en esta novela se cifra en los baguales, perros salvajes que se esconden detrás de montones de salitre. A pesar de que el encuentro entre la vulnerable protagonista y las enigmáticas fuerzas se han presagiado a lo largo de toda la novela, cuando finalmente Rocío se interna en las cavernas subterráneas no se muestra lo que ahí hay, no se define la naturaleza de las voces que se engrifan cuando ella acepta masticar el corazón brillante de una momia ofrecido por un niño. En su desenlace no explícito Bagual opta por la lógica de la alucinación, de la hipnosis, por una apuesta estética que se aparta del realismo. La sucesión de imágenes que a continuación se suceden en la novela exploran una simultaneidad de mundos –imaginados, espirituales, síquicos y metaliterarios– sin intención de dar un final a la narración, de cumplir las expectativas o de producir una satisfacción y un descanso al lector.

Bagual acude a una formulación retórica de la voz colectiva en sentido opuesto a la que promueve el Informe de la Comisión Verdad y Reconciliación: si el texto oficial de 1991 buscó integrar las voces autorizadas a su relato de una verdad para todos los chilenos, que volvería a situarlos bajo un mismo referente interpretativo desde donde comenzar de nuevo y recomponer el proyecto nacional, las voces de Bagual se dispersan en una multitud, se relamen en la mezcla, apuntan a la difusión identitaria. Así en las últimas páginas de la novela los personajes humanos sostienen diálogos con animales y con objetos, luego se internan en sus estados psíquicos como si eso fuera la realidad palpable para finalmente descubrir en ellos mismos los habitáculos de los misterios que atraviesan la narración; de esta manera todos los personajes y voces se experimentan como multitud y superposición de cuerpos, hablas y territorios. En lugar de un cierre y la propuesta de un discurso conciliatorio para la colectividad, el final de la novela de Felipe Becerra se experimenta como una voz que, ya sin espacio donde habitar, se multiplica y se apaga junto con la desaparición del cuerpo del personaje.


Los caminos del archivo realista

Las retóricas del archivo creado a principios de la década de 1990 tuvieron una productividad discursiva que dotó a la nación de una nueva condición de realidad desde donde hablar sobre el pasado histórico. Como verdad consensuada, reformuló gestos, modos y giros retóricos mediante los cuales sujetos letrados provenientes de la capital podrían echar mano para enunciar la totalidad de las experiencias, conformando así la base para un realismo histórico que operó exitosamente hasta 2011, cuando el sistema político chileno, neoliberal, conciliatorio y elitista hizo crisis por la irrupción masiva de protestas sociales que reclamaban explícitamente un profundo cambio a la institucionalidad nacional chilena. No se puede olvidar que la plétora de discursos legitimadores del Informe Rettig, así como de las acciones de la Comisión, basados en la formulación de un discurso por medio del cual la voz de algunos representaría la voz de toda una nación, tuvo como objetivo reparar las consecuencias de la violencia de Estado, en la tradición de otras Comisiones de Verdad posteriores a crisis autoritarias. [10] Sin embargo, en el desplazamiento de esta fórmula hacia otras disciplinas, el procedimiento retórico se convirtió en un mecanismo efectivo de los poderes políticos y literarios para encumbrar algunas voces sobre otras. Esta es la naturaleza del archivo, claro está: constituir una constelación –la metáfora es de Foucault (129)– donde los nombres que repitan el origen y el orden según el cual se construye el archivo brillen más fuerte que aquellos que sospechan. Desde ese punto de vista en Formas de volver a casa el realismo como función asociada a la autoridad del autor, así como los usos directos de los documentos del archivo en Mapocho, son las disposiciones que mejor garantizan la unión entre literatura e historia en que basan su funcionamiento las letras nacionales. En contraste, novelas como Bagual –es necesario recalcar que hay muchas otras– manifiestan que el solo contacto con otras fuentes hace evidente la oposición entre el sujeto que se adecúa a la retórica del ciudadano modelo y el que explora otras tradiciones culturales, para exponer la colusión del mercado del espectáculo con la producción artística y las escrituras nacionales.


 

Notas

[1] El edificio donde está actualmente la Biblioteca Nacional fue construido como uno de los proyectos de conmemoración del Centenario de Chile. Su construcción se llevó a cabo entre 1913 y 1925, año en que se trasladaron los documentos acumulados sistemáticamente desde 1813, cuando se proclamó la ley que creó la institución.
[2] Los números de Amiga se pueden encontrar en la colección de efímeras de la Biblioteca de Princeton, junto a otras publicaciones –boletines, folletos y otro tipo de material– a las que me refiero a continuación.
[3] El Movimiento Pro-Emancipación de las Mujeres de Chile fue creado en 1935, y duró hasta 1953. Su logro principal fue conseguir el voto femenino. En 1983, como protesta contra la Dictadura, se crea el MEMCH 83.
[4] El listado de los integrantes de la Comisión de Verdad y Reconciliación chilena está en el Decreto (Comisión XIX), y se observa una gama de intereses políticos en su elección. Sobre el uso de la tercera persona escriben Teresa Oteíza y Claudio Pinner en su artículo “La temporalidad, recurso estratégico en documentos oficiales de derechos humanos en Chile.”
[5] Tal como definió “pensamiento autoritario” Marilena Chauí: “the very manner of manipulating facts or of securing itself with a theory that signals the need to subject itself in order to then effectively subject [...]. [Authoritarian thought] fears the new and the unknown and it endeavors to displace them to the border of the already known” (145). Cabe señalar que ese consenso es claramente parcial, y así lo registra el mismo Informe. Sólo un ejemplo: en el capítulo “Fase final de la polarización y de la crisis”, que explica las razones contingentes inmediatas que provocaron el Golpe Militar, se encuentran distintas versiones sobre la crisis económica a finales del gobierno de la Unidad Popular y las presiones sobre Allende y sus ministros (30; ver los puntos b, c y d). La pregunta “¿Era verdaderamente así?” (31) que cierra ese apartado pareciera recalcar que no hay acuerdo en las discusiones de un grupo de personas que se impuso representar todo el espectro político de la década, lo que implicó integrar también a un ex ministro de la dictadura.
[6] “En Valdivia se tienen copias de sentencias dictadas por 7 Consejos de Guerra que sometieron a proceso a 19 inculpados” (Comisión 82); “En Valparaíso, la Armada utilizó buques como lugares de detención” (97) y “Con posterioridad se inauguraron nuevos campamentos de prisioneros (Ritoque, Puchuncaví)” (98); “Sería imposible resumir aquí todos los lugares de tortura que hubo en el país” (99). En el relato de casos, siempre se ubica el lugar donde la persona fue vista por última vez con vida, o el lugar donde se encontró su cuerpo, si es que fue hallado: “El cuerpo de la afectada fue remitido al Instituto Médico Legal por el Hospital Barros Luco, con la indicación de haber fallecido en la calle Gran Avenida”; “[el cuerpo] fue encontrado en Las Barrancas” (124). Y así se multiplican: “Lo Sierra con Lo Espejo”, “Callejón Lo Ovalle en la Población Santa Adriana”, “el centro de Santiago”, “calle Ñuble Nº 1034”, “Las Condes”, “Av. Independencia”, etcétera.
[7] Pues resuenan aquí las ideas que Mary Douglas trabajó en Purity and Danger. An Analysis of Concepts of Pollution and Taboo, y que fueron reelaboradas en la teoría de lo abyecto de Julia Kristeva.
[8] Aunque no lo trato aquí, dejo constatado que esta reinterpretación se dirige también al deseo incestuoso entre los hermanos de la novela, la Rucia y el Indio.
[9] Tal como lo expone el documental Nostalgia de la luz, de Patricio Guzmán, estrenado en 2010.
[10] Para un análisis detallado de esa tradición y algunas críticas, ver el artículo de Sandrine Lefranc, “Las políticas del perdón y de la reconciliación. Los gobiernos democráticos y el ajuste de cuentas con el legado del autoritarismo.”


Bibliografía

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- Zambra, Alejandro. Formas de volver a casa. Barcelona: Anagrama, 2011. Impreso.





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El archivo de la verdad en tres novelas chilenas recientes (2002-2011)
Por Mónica Ríos
Latin American Literary Review (Pittsburgh, USA, 2014), volumen 42, número 84.