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La mancha indeleble de Aniceto Hevia:
determinismo y superación en la tetralogía narrativa de Manuel Rojas

Por Pablo Fuentes Retamal
Universidad de Concepción, Chile
pfuentesr@udec.cl
http://www.revistas.unal.edu.co/


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El presente artículo propone un estudio de las catálisis o detalles de la narración en la tetralogía narrativa de Manuel Rojas, es decir, Hijo de ladrón (1951), Mejor que el vino (1958), Sombras contra el muro (1964) y La oscura vida radiante (1971). El narrador rojiano se vale de los pormenores del relato para desestabilizar las miradas deterministas que vinculan a su protagonista, Aniceto Hevia, con la criminalidad. De este modo, las catálisis constituyen estrategias discursivas que permiten a la narrativa de Rojas desembarazarse de la herencia positivista.

Palabras clave: Manuel Rojas; catálisis; detalles; descripciones; tetralogía narrativa; determinismo.

Aniceto Hevia's Indelible Stain: Determinism and Its Overcoming in Manuel Rojas' Narrative Tetralogy

The article studies the catalyzers or narrative details in Manuel Rojas' narrative tetralogy: Hijo de ladrón (1951), Mejor que el vino (1958), Sombras contra el muro (1964) and La oscura vida radiante (1971). Rojas' narrator uses the trivial details of the narration to destabilize the determinist perspective that links their protagonist, Aniceto Hevia, to criminality. Thus, the catalyzers act as discursive strategies that allow Rojas' narrative to break away from a positivistic legacy.

Keywords: Manuel Rojas; catalyzers; details; descriptions; narrative tetralogy; determinism.


A mancha indelével de Aniceto Hevia: determinismo e superação na tetralogia narrativa de Manuel Rojas

O presente artigo propõe um estudo das catálises ou detalhes da narração na tetralogia narrativa de Manuel Rojas, isto é, Hijo de ladrón (1951), Mejor que el vino (1958), Sombras contra el muro (1964) e La oscura vida radiante (1971). O narrador rojiano se vale dos pormenores do relato para desestabilizar os olhares deterministas que vinculam seu protagonista, Aniceto Hevia, com a criminalidade. Desse modo, as catálises constituem estratégias discursivas que permitem à narrativa de Rojas desvincular-se da herança positivista.

Palavras-chave: Manuel Rojas; catálise; detalhes; descrições; tetralogia narrativa; determinismo.

 

* * *

Dicen que todo está determinado y que no sucede nada que no obedezca a leyes
fijas, invariables, que provocan tales o cuales hechos […], pero es indudable que
hay un ancho margen para los acontecimientos imprevistos, una especie de puerta
de escape de lo determinado y de lo prescrito.
Manuel Rojas, Trampolín

La crítica literaria coincide al sostener que la narrativa de Manuel Rojas marca un antes y un después en las letras nacionales chilenas. El relato rojiano no solo pone en juicio la literatura de corte positivista, sino que además diseña las estrategias narrativas para que los escritores de su generación se desembaracen definitivamente del fardo criollista. En razón de ello, José Promis afirma que “todo el programa escritural rojiano se ubica, definitivamente, en la trinchera opuesta a la del naturalismo literario” (52).

Tal como ha señalado la crítica literaria, la ruptura propuesta por la narrativa de Rojas se gesta en varios frentes. Para Cedomil Goic, nada distingue más al narrador moderno y sus expectativas del futuro que la obsesión del narrador rojiano por el presente inmediato y sus simultaneidades (152). Para Camilo Marks, el cambio narrativo que sugiere Rojas se posibilita gracias a la creación de un estilo propio, original y personalísimo en el que las acciones transcurren como una marea (131). Por su parte, Silvia Donoso sostiene que las innovaciones de la prosa rojiana responden al modo cinematográfico en que se proyecta el relato, tal como si se filmasen por una cámara viva entre narrador y lector (720). No obstante las particularidades de cada perspectiva crítica, estimamos que José Miguel Varas Morel acierta al condensar tal diversidad de juicios:

Todo cambió radicalmente con Hijo de ladrón. Aquel fue un acontecimiento literario como se ha visto pocos en Chile. Los que en aquel tiempo éramos jóvenes y como tales, irreverentes, devoramos el libro y proclamamos que con él comenzaba la literatura chilena en prosa. La verdadera, la auténtica. Afirmamos que era la primera novela moderna, de “nivel internacional”, que incorporaba con legitimidad no solo la fuerza de los grandes rusos, sino, además, buena parte de las innovaciones formales del siglo XX, desde Proust hasta Faulkner, sin perder nada del contenido nacional. Todo lo anterior podía ser olvidado, dijimos, o echado a la basura. El criollismo había muerto. (14)

Las críticas apuntadas solo valoran los grandes aspectos de la narración. Únicamente José Promis se ha atrevido a sugerir que la ruptura narrativa propuesta por Manuel Rojas halla sustento en las descripciones del relato. Mientras que la novela decimonónica se vale de una ambiciosa descripción que subordina los personajes al espacio, el relato rojiano estima, en las pormenorizaciones, recursos que permiten a los personajes proyectar verdaderos contenidos de significación sobre la diégesis (Promis 55 y ss.). Las particularidades con que el narrador positivista y el narrador rojiano se hacen cargo de las descripciones son significativas, pues revelan disparidades programáticas que solo pueden abordarse mediante el estudio de las catálisis o detalles de la narración.

Recordemos que Roland Barthes distingue, en “El efecto de realidad” (1968), dos unidades en la narración: las denominadas “funciones cardinales”, que constituyen las verdaderas bisagras del relato, y las llamadas “catálisis”, que completan los espacios vacíos entre aquellas funciones primeras (179). A simple vista, pareciese que las catálisis no son más que detalles, en apariencia inútiles, que solo elevan el coste de la información narrativa; sin embargo, tales anotaciones son de gran relevancia, pues otorgan verosimilitud al relato (180).

Para demostrar la preponderancia de las catálisis, Barthes se vale de un fragmento de “Un corazón sencillo”, de Gustave Flaubert, puntualmente aquel pasaje que describe la sala de madame Aubain: “Un pequeño vestí- bulo separaba la cocina de la sala donde madame Aubain se pasaba el día entero, sentada junto a la ventana en un sillón de paja […]. Un piano viejo soportaba, bajo un barómetro, una pirámide de cajas y cartones” (citado en Barthes 186).

Aquel piano, barómetro, cajas y cartones no cumplen otra función más que señalar: “nosotros somos lo real” (Barthes 186). En síntesis, aquellos “detalles en apariencia inútiles” son aspectos de máxima consideración para la narración, pues aportan unidades de verosimilitud que denotan directamente lo real.

Michel Foucault también se ha referido a la preponderancia de los detalles. En Vigilar y castigar (1975), el filósofo francés señala que “la mecánica del poder” concibe los pormenores como una acumulación de procesos minúsculos que convergen en beneficio de un diseño mayor (143). De esta manera, para describir una microfísica es necesario fijar la mirada en detalles y minucias que, mediante un funcionamiento coherente y organizado, son capaces de aportar sentido a lo ínfimo e insignificante.

Volviendo a nuestro objeto de estudio, señalamos junto a José Promis que la narrativa de Manuel Rojas, especialmente la tetralogía protagonizada por Aniceto Hevia, clausura la literatura de corte positivista (Promis 52). De este modo, el programa escritural rojiano proyecta una “nueva forma de sensibilidad literaria que, sin liberarse completamente de la herencia naturalista, es capaz de plantear su disconformidad con los fundamentos de esta sensibilidad” (52). Entre aquellas divergencias programáticas se halla la distancia que el relato rojiano toma frente al determinismo.

Es necesario mencionar que la novela positivista se caracterizó por privilegiar, en forma casi exclusiva, “la hipótesis tainiana del determinismo del medio sobre el comportamiento humano” (Promis 33). De acuerdo a los postulados de Hipólito Taine, el hombre es resultado de tres fuerzas primordiales que lo moldean insoslayablemente: la raza, el medio y las circunstancias históricas. En Introducción a la historia de la literatura inglesa (1864), Taine sistematiza las implicancias del determinismo:

Tres fuerzas diferentes contribuyen a producir este estado moral elemental: la raza, el medio y el momento. Llamamos raza a esas disposiciones innatas y hereditarias que el hombre trae consigo a la luz, y que generalmente están unidas a diferencias evidentes en el temperamento y la estructura del cuerpo […]. Una vez comprobada así la estructura interior de una raza, debemos considerar el medio en el que ella vive. Pues el hombre no está solo en el mundo; la Naturaleza le envuelve y otros hombres le rodean […]. Existe, sin embargo, un tercer orden de causas, puesto que, con las fuerzas internas y externas, existe la obra que ambas ya han hecho juntas […]. Cuando actúan, no operan nunca sobre una tabla rasa, sino en una tabla donde ya han sido hechas señales. Según que se tome la tabla en un momento o en otro. (41-47)

De esta forma, para la novela de corte positivista, los personajes no son más que la proyección de los progenitores, el medio social y las condiciones históricas en que se desenvuelven.

Demostrar la distancia que el programa escritural rojiano mantuvo respecto del determinismo es bastante sencillo. Si, al modo de lo realizado por la crítica tradicional, solo prestamos atención a los grandes aspectos de la narración, bastará con recordar aquel pasaje de Hijo de ladrón en que su protagonista cuestiona los postulados deterministas aducidos en favor de la herencia:

Ni mis hermanos ni yo sentíamos inclinación alguna hacia la profesión de nuestro padre, […] no teníamos, tampoco, por qué ser ladrones y, de seguro, no lo seríamos. Nadie nos obligaría a ello. La idea de que los hijos de ladrones deben ser forzosamente ladrones es tan ilógica como que los hijos de médicos deben ser forzosamente médicos. (531)

Si agudizamos la vista y, al modo de anatomistas, desarticulamos el texto para enfocarnos en los pormenores de la narración, notaremos que el quiebre con la herencia positivista es bastante más complejo y profundo de lo que aparenta ser. Estudiar aquella ruptura epistemológica es el propósito que hemos trazado para el presente artículo; es decir, comprobar cómo el narrador rojiano resiste el determinismo y las limitaciones heredadas de la novelística del periodo anterior mediante el empleo de catálisis o detalles del relato.

La prosecución de tales objetivos evidenciará los esfuerzos de Aniceto Hevia por borronear y blanquear aquellos estigmas que lo acusan e incriminan de ser hijo de ladrón. Tres recursos colaboran para exorcizar al protagonista de las miradas deterministas: limpieza, trabajo y acracia.


Delito, detención y cárcel. Manchas indeleble para la estirpe Hevia

En las primeras páginas de Hijo de ladrón, en tanto Aniceto cruza la cordillera de los Andes, se dan algunos datos biográficos de la familia Hevia. El padre, José del Real y Antequera, aseguraba a su mujer e hijos que se ganaba la vida vendiendo tabacos. Una vez que Aniceto llega a la niñez, el padre informa a su prole que no es comerciante, sino ladrón.

Para los Hevia era habitual que el padre saliese por las noches; sin embargo, una de aquellas partidas se extendió más de lo usual. Para desgracia de la familia su patriarca es hallado tras las rejas:

Allí, detrás de una reja, mi madre encontró a su marido, pero no al que conociera dos días atrás, el limpio y apacible cubano José del Real y Antequera, que así decía ser y llamarse, sino al sucio y excitado español Aniceto Hevia, apodado El Gallego, famoso ladrón […]. El Gallego, sacando por entre los barrotes sus dedos manchados de amarillo, le dijo, acariciándole las manos: “No llores, Rosalía, esto no será largo, tráeme ropa y cigarrillos”. (384-385)

Con el encarcelamiento, la “apacibilidad y limpieza” de El Gallego ceden lugar a la “excitación y suciedad”. Este cambio de aspecto traza sobre cada integrante de la familia Hevia una mancha de vergüenza y deshonra que no será fácil de blanquear ni borronear.

Luego de ser puesto en libertad, El Gallego regresa a su hogar bajo una estricta vigilancia policial. Por tal razón, cuando el personaje emprende un viaje para escabullirse de la atenta mirada del guardián, su casa es allanada y su esposa e hijo menor detenidos.

Con solo doce años de edad, Aniceto es puesto en un calabozo junto a delincuentes comunes. Para entonces, el niño pugna en favor de su limpieza y buen aspecto:

Al entrar en el calabozo común, empujado por la mano de un gendarme, vi que los detenidos me miraban con extraordinaria curiosidad: no era aquel sitio adecuado para un niño de doce años, de pantalón corto aún, vestido con cierta limpieza. (391)

Es prudente contrastar la apariencia del niño Aniceto con aquellos prisioneros que han pasado buena parte de sus vidas encarcelados. El aspecto del anciano que se acerca a dialogar con Aniceto certifica que la mancha del delito ha tenido tiempo suficiente para arrebatarle todo vestigio de limpieza y pulcritud: “un individuo entrado ya en la vejez, bajo y calvo, derrotado de ropa, la barba crecida y la cara como sucia, se acercó” (391-392).

Para desgracia de Aniceto, su suerte comienza a empeorar. Tal como ocurrió a su padre, en un proceso de mimetismo carcelario, la limpieza original del protagonista cede lugar a la suciedad. Un episodio fundamental en esta homogenización penitenciaria se presenta una vez que Aniceto es trasladado a la oficina de identificación dactiloscópica. Aquel procedimiento, que Foucault habría llamado “ejercicio de la tecnología del poder sobre el cuerpo” (36), es significativo, pues la mancha “chata, informe, y de gran tamaño” que estampa el dedo de Aniceto constituye su verdadera mancha indeleble:

Me tomó [el policía] la mano derecha.
—Abra los dedos.
Cogió el pulgar e hizo correr sobre él un rodillo lleno de tinta, dejándomelo negro.
—Suelte el dedo, por favor; no haga fuerza; así.
Sobre una ficha de varias divisiones apareció, en el sitio destinado al pulgar, una mancha chata, informe, de gran tamaño. (391-392)

Los dedos de Aniceto no solo hablan del tránsito de la limpieza a la suciedad, sino que además recuerdan que el negro se ha vinculado históricamente con la criminalidad. En las primeras páginas de Vigilar y castigar, Michael Foucault detalla algunas prácticas punitivas del siglo XVIII que privilegiaron este color para vestir a los ejecutados:

Los parricidas —y los regicidas, que se asimilaban a aquellos— eran conducidos al patíbulo cubiertos con un velo negro […]. Así, para Fieschi, en noviembre de 1836: “Se le conducirá al lugar de la ejecución en camisa, descalzo, y cubierta la cabeza con un velo negro […]”. (21)

Es interesante destacar que el funcionario policial que registra las impresiones dactiloscópicas de Aniceto viste un delantal blanco:

Unos gendarmes aparecieron ante la puerta y me llamaron; salí y fui llevado, a través de largos corredores, hasta una amplia oficina, en donde fui dejado ante un señor gordo, rosado, rubio, cubierto con un delantal blanco. Me miró por encima de sus anteojos con montura dorada y procedió a filiarme, preguntándome el nombre, apellidos, domicilio, educación, nombres y apellidos de mis padres. (395)

Aquel delantal blanco constituye una barrera infranqueable que, al modo de un muro de segregación, distingue a quien cumple la ley de aquel que osa transgredirla. En palabras de Eliodoro Hernández Astudillo, el ñato Eloy (1982), de Carlos Droguett, el delantal del funcionario policial distingue a quien “asesina fuera de la ley” de aquel que lo hace “adentro de ella” (Droguett 95).

El color blanco del delantal le confiere sentido a las palabras de Luz Aurora Pimentel, en cuanto el adjetivo siempre cumple una función particularizante al anunciar las partes y atributos que singularizan el objeto nombrado (37). En este caso, la tonalidad de la prenda vestida por el carcelero explica por qué el narrador rojiano escoge el blanco para certificar la pulcritud del gendarme, en tanto que privilegia el negro para pintar los dedos de Aniceto, y así acreditar su herencia criminal.

Una vez que las huellas dactilares de Aniceto han sido registradas se procede a inspeccionar su cuerpo en búsqueda de marcas y cicatrices: “¿Tiene alguna señal particular en el cuerpo? ¿En la cara? Una cicatriz en la ceja derecha; un porrazo” (397).

Precisar huellas y marcas corporales es un viejo recurso punitivo, pues las disciplinas procuran “apoderarse del cuerpo para grabar en él las marcas del poder” (Foucault 47). La liturgia del suplicio procura trazar signos y marcas indelebles sobre los cuerpos de los condenados, de manera que el delincuente moderno, al modo del condenado del siglo XVIII, debe llevar inscritas sobre el cuerpo marcas y señales de sufrimiento (39).

Para cuando Aniceto es puesto en libertad su apariencia ha cambiado por completo. Atrás queda el niño de doce años que pretendía mantener cierta limpieza, para dar lugar a un hombre que ha peregrinado de la pulcritud al desaseo:

Era yo un raro excarcelado: en vez de irme a grandes pasos, corriendo si era posible, me quedaba frente a la puerta […], ya es suficiente ser gendarme de un edificio como aquel para que además se le plante allí un ser, macilento y mal vestido. (447)

El ñato Eloy, de Carlos Droguett, al igual que Aniceto y El Gallego, también transita por los senderos que conducen de la limpieza a la suciedad. En tanto Eloy vive con la Rosa, luce “una camisa limpia, blanca, alba, impecable” (Droguett 128); más tarde, cuando la policía lo rodea, su pulcra vestimenta se ha tornado “color mugre, esa mugre que es la pobreza, como un papel enfermo de diario de provincia” (60-61).

A medida que transcurren las acciones narrativas los binomios limpiosucio, blanco-negro, pulcro-desaseado, constituyen lo que Luz Aurora Pimentel denomina “contigüidades obligadas” (59). En otras palabras, tales oposiciones dan lugar a un microuniverso semántico en que cada lexematema propone una estructuración que interrelaciona todos los elementos que componen el relato.

El encarcelamiento no solo le arrebata a Aniceto su pulcritud original, sino que además pone término a su infancia. A pesar de las abruptas circunstancias con que culmina su niñez, Aniceto se da tiempo para rememorar algunos episodios de sus primeros años de vida. Mediante extensos raccontos, el protagonista destaca los esfuerzos de su padre por mantener lejos del hogar la suciedad inherente a su oficio de ladrón: “mi infancia no fue desagradable […]. La casa estaba siempre limpia […], no conocí el hambre y la suciedad sino cuando me encontré, sin las manos de mis padres, entregado a las mías propias” (521).

Irónicamente, Aniceto se pregunta qué habrían pensado sus compañeros de clases si se enterasen de que El Gallego era ladrón. Aquellas reflexiones no son más que conjeturas, pues la apariencia de Aniceto durante la infancia no se condice con el oficio de su padre: “ignoro qué cara habrían puesto […]; de extrañeza, seguramente, pues nada en mis ropas ni en mi conducta ni en mis rasgos indicaba que fuese hijo de una persona socialmente no respetable” (521).

Más tarde, las acciones narrativas se trasladan a la ciudad de Valparaíso, específicamente a las manifestaciones de protesta por el alza del viaje en tranvía.[1] La interacción con aquellos modelos de espacialidad cuyos referentes se vinculan con lugares del mundo real constituye lo que Jonathan Culler denomina contrato de inteligibilidad, es decir, una relación intersemiótica en la que el texto cobra sentido en la medida en que el universo diegético entra en relación significante con el mundo real (citado en Pimentel 9). Por consiguiente, la incorporación de aquella ciudad a la diégesis constituye un recurso narrativo que crea la ilusión de realidad, asegurando puntos de anclaje que dan verosimilitud a la narración (Pimentel 38).

Aniceto es nuevamente encarcelado en la ciudad puerto. Sin pruebas que lo incriminen, se le acusa de aprovechar los disturbios para robar una joyería. Tales acusaciones bastan para que el protagonista sea privado de libertad y puesto a disposición de un juez.

En compañía de otros prisioneros, Aniceto es trasladado desde la comisaría hasta los juzgados. El recorrido se realiza a pie por las calles, de manera que los ciudadanos se hacen testigos del correcto funcionamiento de la ley:

Ya amarrados, nos hicieron avanzar por el zaguán, abrieron la puerta y salieron a la calle, de a dos, como escolares que van a dar un paseo, los gendarmes en la orilla de la fila, sin sables y sin carabinas, pero con revólver al cinto. Éramos más o menos cincuenta hombres, divididos, amarrados, mejor dicho, de dos a dos. Se veía poca gente en las calles y la que encontrábamos nos miraba con curiosidad y sin interés: éramos un espectáculo. Muchos no sabíamos qué hacer con nuestros ojos y algunos mirábamos fijamente el suelo; otros devolvíamos con rapidez la mirada de los transeúntes, que nos miraban, por el contrario, con largueza. Sentíamos, de pronto, una especie de orgullo y nos erguíamos y mirábamos con desdén, procurando aparentar que éramos seres peligrosos. (500)

Siguiendo a Michel Foucault en Vigilar y castigar, el transito de los prisioneros por las calles pretende que los ciudadanos no solo sepan de la maquinaria legal, sino que además sean partícipes de su correcto funcionamiento: “es preciso que [el pueblo] se atemorice; pero también […] debe ser el testigo, como el fiador del castigo, porque debe hasta cierto punto tomar parte en él” (63). En relación con las palabras de Foucault, Francisco Tirado y Martín Mora señalan que el poder libera las cosas en el campo de la visión, pues uno de los requerimientos de las disciplinas es la exposición: “el poder es un poder que exhibe, que opera liberando las cosas en el terreno de la visión, exponiéndolas ante la mirada, sustrayéndolas al secreto y la oscuridad para arrojarlas a la luz” (19).

Si atendemos la pormenorización de los juzgados descritos en Hijo de ladrón, es indispensable prestar atención a los operadores tonales:

Entramos en una calle de edificios altos y de color ocre.

[…]

Nuestro destino era la Sección de Detenidos, edificio macizo y de color sucio, donde funcionaban, además, y seguramente para comodidad de los detenidos, los juzgados; de ellos se pasaba a los calabozos: unos pasos y listo. (500)

En la descripción de los juzgados se privilegia el ocre, tonalidad característica de los minerales terrosos, y el “color sucio”. Ambos matices cumplen el propósito de subrayar el descuido y desaseo que el narrador rojiano ha sugerido para los valores afines a la criminalidad.

Esta redundancia sémica que vincula suciedad con crimen y limpieza con justicia establece “una base clasemática jerarquizada que permite una lectura uniforme del discurso” (Pimentel 93). La permanencia de una misma nomenclatura léxico-semántica constituye lo que Philippe Hamon denomina pantónimo, es decir, la permanencia de una nomenclatura léxico-semántica que asegura, por su memorización permanente, la legibilidad del texto (citado en Pimentel 25).

Si, al modo de anatomistas, desarticulamos el texto para fijar la atención en los pormenores de la narración, notaremos que la descripción paratáctica de la sección de detenidos evidencia aspectos característicos de la sociedad disciplinaria. Uno de estos aspectos es el afán por la escritura, el registro y la clasificación:

Trepamos unas escaleras y circulamos por pasillos llenos de pequeñas oficinas, cuchitriles de secretarios, receptores, copistas, telefonistas, archiveros, gendarmes, todas amobladas con lo estrictamente necesario: una mesa, una silla, otra mesa, otra silla, un calendario, otro calendario, números negros, números rojos, salivaderas, tinteros, muchos tinteros, más tinteros, tinteros aquí, tinteros allá; la justicia necesita muchos tinteros. (501)

Secretarios, receptores, copistas, telefonistas, y archiveros; premunidos de oficinas, calendarios, y tinteros, no pretenden más que hacer del poder de la escritura una pieza esencial en los engranajes de la sociedad disciplinaria (Foucault 193-194).

La descripción del escritorio ocupado por el juez comprueba que las catálisis no solo construyen efectos de realidad, como decía Barthes, sino que además comprobamos, junto a Foucault, que tras los pormenores del relato se esconde y anida el poder:

—Que pasen los detenidos.
Nos hicieron entrar en fila. El juez estaba sentado detrás de un escritorio situado sobre una tarima cubierta por un género felpudo de color rojo obscuro; tenía los codos afirmados sobre el escritorio y la cabeza reposaba sobre las manos, juntas bajo el mentón. (503)

El operador tonal “rojo obscuro” que decora el escritorio del juez parece tener similitud con el púrpura. De ser correcta está asociación cromática, este matiz, que va entre el rojo y el azul, desde la antigüedad ha sido símbolo de autoridad y dominio. Por esta razón, en el Imperio mesopotámico el púrpura estaba reservado exclusivamente para la gente rica y refinada, y por ello los reyes asirios “citan en sus anales la exigencia de este producto entre los más estimados tributos, al lado del oro, la plata y el estaño” (Fernández Uriel 32-33).

La escena descrita se completa con las características corporalidades del juez y los funcionarios que lo secundan. Cumpliendo con la nomenclatura léxico-semántica propuesta por el pantónimo, el narrador rojiano asocia la limpieza con los representantes de la ley, en tanto que la enfermedad y la tos son vinculadas con los detenidos:

El juez llegó por fin: un señor de edad mediana, muy limpio, delgado, un poco calvo y cargado de espaldas, que nos miró de reojo en tanto abrían la puerta; éramos su primer trabajo del día. Nos removimos en los asientos, suspiramos, tosimos, y los gendarmes se pusieron de pie. Tras el juez entraron tres o cuatro personas, empleados, seguramente, limpios. (503)

Las características corporales de los detenidos se condicen con las disposiciones trazadas por el pantónimo narrativo para la criminalidad. En razón de ello el narrador rojiano subraya la negritud de manos y ojos del violador, para así destacar la gravedad de su delito:

Era un hombre más bien gordo, de regular estatura y moreno […]. Sus manos morenas y gordas no parecían manos de obrero. Su delito era amoroso: había violado a una chica […], de dieciséis años y en su propia casa. —Lo malo es que soy casado— dijo, mirándome con sus ojos obscuros […]. (518)

Aniceto es condenado al pago de una multa o, en su defecto, a cinco días de cárcel. Sin dinero en los bolsillos ni nadie que lo socorra, el protagonista cumple sentencia tras las rejas. Durante la condena, Hevia comparte celda con un contrabandista de cigarrillos y whiskies. Este episodio es fundamental en el estudio de las catálisis, pues contribuye a demostrar que los pormenores del relato están repletos de significación y sentido:

Era un hombre de treinta a cuarenta años, moreno, esbelto, todo rapado, muy menudo, vestido con un traje de color azul bien tenido; llevaba cuello, corbata y chaleco y su sombrero panamá no mostraba ni una sola mancha […]. Con una pierna sobre la otra, mostraba unos preciosos y transparentes calcetines de seda […], echó mano al bolsillo izquierdo del chaleco y sacó de él algo que miró primero y que en seguida mostró: un reloj de oro. (512)

Es interesante destacar que, a pesar de su condición delictiva, el traje del contrabandista luce impecable y sin ninguna mancha que le reste pulcritud. Del mismo modo, es importante atender a los operadores tonales de sus vestimentas. El color azul del traje cobra sentido al considerar las mercancías ofrecidas por el sujeto: cigarrillos y whiskies. Debido al alto valor monetario de ambos productos, estos solo pueden ser pretendidos por las clases más adineradas, es decir, la burguesía.

La vinculación del contrabandista con la clase burguesa explica por qué el narrador ha coloreado su traje de azul. Recordemos que esta tonalidad ha sido empleada por las clases acomodadas para distinguir su ideario político; por ejemplo, en el siglo XVII los Tories [2] utilizaron el azul para diferenciarse en el espectro político británico. Más tarde, en el siglo XX, la División Azul[3] se vale del mismo matiz para representar su ideario político, al igual que el Partido Demócrata en los Estados Unidos. En lo que respecta a nuestra narrativa latinoamericana, podemos aludir a un pasaje de la novela Amalia (1851), de José Mármol, donde el azul decora la habitación de su acaudalada protagonista:

Toda la alcoba estaba tapizada con papel aterciopelado […], matizado con estambres dorados, que representaban caprichos de luz entre nubes ligeramente azuladas […]. Al otro lado de la cama se hallaba una otomana cubierta de terciopelo azul […]. A los pies de la cama se veía un gran sillón, forrado en terciopelo del mismo color. (18-19)

El análisis de las vestimentas del contrabandista demuestra que Michel Foucault se encontraba en lo cierto al sostener que el poder hace presa en detalles. Efectivamente, el poder se vale de técnicas minuciosas e ínfimas para fabricar cuerpos sometidos y ejercitados, es decir, a fin de cuentas, cuerpos dóciles.

El narrador rojiano no da lugar a excepciones pues, siendo fiel a la nomenclatura léxico-semántica que ha sugerido, estima conveniente poner fin a la limpieza y pulcritud del contrabandista. En este proceso, son los propios compañeros de celda quienes se encargan de someter al traficante a una breve, pero intensa, homogeneización carcelaria:

Los muchachos que estaban cerca de la reja avanzaron de frente y los que se habían corrido hacia la derecha y hacia la izquierda se aproximaron a la orilla de la tarima: el lazo se cerraba. De pronto el individuo fue echado violentamente hacia atrás y lanzó una especie de gruñido animal, al tiempo que levantaba las piernas y pataleaba con angustia, ahogándose. Ocho o diez muchachos se le echaron encima, lo inmovilizaron un segundo y después de este segundo se vio que el hombre era levantado y giraba en el aire, como un muñeco […]. Cayó al suelo como un saco, perdida toda su preciosa compostura, despeinado, sin sombrero, el chaleco abierto, jadeante y mareado… (513)

Al desarticular el texto rojiano se halla sentido a la pormenorización de la vestimentas de Aniceto una vez que ha cumplido la condena impuesta por el juez: “al ser dado de alta y puesto en libertad, salvado de la muerte y de la justicia, la ropa, arrugada y manchada de pintura, colgaba de mí como de un clavo” (522).

Sin un rumbo que seguir, Aniceto deambula por las calles porteñas hasta la caleta El Membrillo.[4] En este pequeño desembarcadero, Aniceto conoce nuevos compañeros: Alfonso Echeverría, apodado “El Filósofo”, y Cristián. Ambos sujetos invitan al protagonista a recoger desperdicios metálicos botados por las olas sobre la playa. Aunque la venta de desechos no otorga ganancias suculentas, al menos permite conseguir un plato de comida caliente y una cama en que dormir.

Aniceto, El Filósofo y Cristián comparten una pequeña pieza en un conventillo. De acuerdo con protagonista, aquellos refugios populares albergan un heterogéneo segmento proletario: “en los conventillos se acostumbra uno a vivir al lado de la gente más extraordinaria: ladrones, policías, trabajadores, mendigos, asaltantes, comerciantes, de todo” (568).

El pantónimo narrativo estudiado explica, desde una perspectiva netamente literaria, la escasez de servicios higiénicos en el inmueble popular. Dado que muchos de sus inquilinos son ladrones, mendigos y asaltantes, a fin de cuentas, sujetos afines a la criminalidad, el narrador rojiano no puede más que vincular sus existencias a la suciedad y el desaseo. Por tales motivos, solo un grifo de agua abastece a toda la comunidad:

Debía uno lavarse en una llave que dejaba escapar durante el día y la noche un delgado y fuerte chorro.

[…]

Desde muy temprano había oído cómo la gente se lavaba allí, gargarizando, sonándose con violencia y sin más ayuda que la natural, tosiendo, escupiendo, lanzando exclamaciones y profiriendo blasfemias cada vez que el jabón, que no había dónde dejar, caía sobre los fideos, los pelos y los hollejos. (568)

En sus primeros relatos, Manuel Rojas ya había dado cuenta de las carencias higiénicas en los conventillos. En “El delincuente” (1929) [5] se describe un inmueble proletario similar al pormenorizado en Hijo de ladrón, cuyos inquilinos van “desde mendigos y ladrones hasta policías y obreros […] que no trabajan en nada” (170). Aquel edificio popular cuenta con un grifo para abastecer de agua a todos los moradores: “en el centro hay una llave de agua y una pileta que sirve de lavadero. Alrededor de este último patio están las piezas de los inquilinos, unas cuarenta, metidas en un corredor” (170).

Dado que El Filósofo y Cristián son personajes afines al delito, no pueden más que solidarizarse con sus vecinos, manteniendo una precaria higiene personal:

—¡Para qué le cuento lo que cuesta lavarse aquí en invierno! —exclamó El Filósofo, que se jabonaba con timidez el pescuezo—. Le damos, de pasada, una mirada a la llave y pensamos en el jabón, y hasta el otro día, en que le echamos otro mirotón. ¿No es cierto Cristián? Tú tampoco eres un tiburón para el agua. (558-559)

El escritor José Santos González Vera, quien por más de seis décadas entabló una cercana amistad con Manuel Rojas, [6] también se refirió a las carencias higiénicas en las habitaciones populares. En El conventillo (1918) se describe la suciedad de estos inmuebles, destacando manchas, suciedad y hacinamiento:

Al lado de cada puerta, en braseros y cocinitas portátiles, se calientan tarros con lavaza, tiestos con puchero y teteras con agua. Pegado a las paredes asciende el humo, las manchas de hollín que por sobre los tejados forman una vaga nube gris. (González Vera 21)

Hasta esta parte se ha demostrado cómo Aniceto Hevia es vinculado al mundo del crimen en razón de la herencia paterna. Por consiguiente, siguiendo los parámetros léxico-sémicos trazados por el pantónimo narrativo, la apariencia del protagonista transita desde la limpieza hasta la suciedad. No obstante, en los episodios finales de Hijo de ladrón, el protagonista procura mantener cierta distancia respecto de la criminalidad. De este modo, los fundamentos deterministas, propios de la novela decimonónica, comienzan a ser cuestionados y desestabilizados.

Alfonso Echeverría, más conocido por su apodo “El Filósofo”, es fundamental en este quiebre con las miradas deterministas. Este personaje esboza fuertes críticas al sistema capitalista, al introducir consignas de libertad, justicia e igualdad social en el relato:

—Usted, de seguro, no tendrá dónde dormir —dijo Echeverría—, se viene con nosotros.
Protesté, afirmando que podía ir a dormir a un albergue.
—No; véngase con nosotros —insistió—. ¿Para qué gastar dinero? Por lo demás, creo que no le ha quedado ni un centavo. ¿No le dije? Se trabaja un día para vivir exactamente un día. El capitalismo es muy previsor. (559)

Fiel a sus ideas de redención proletaria, El Filósofo presenta a Aniceto a don José, un anarquista de origen español que compra los desperdicios recogidos por el trío de amigos en la caleta El Membrillo. A pesar de que el ácrata desconoce el valor monetario de los escombros, paga diariamente por los desechos que llevan hasta su tienda de cambalache:

—Es español y en su juventud fue obrero anarquista […]; seguía siéndolo cuando llegó a Chile. Me lo presentó un amigo, anarquista también […]. José se llama, don Pepe. Aquella vez, después de comer y tomar unas copas, empezó a cantar y a bailar jotas; después se puso dramático y quería destrozar cuanto encontraba: “destruir es crear”, decía. (547)

A primera vista, pareciese que el refrán de don Pepe no es más que un relleno irrelevante en la narración. Sin embargo, al agudizar la vista notamos que tal adagio proviene de las reflexiones de Mijaíl Bakunin, el “anarquista más influyente en la historia del pensamiento social y político occidental” (Velasco 246). El refrán citado corresponde al Manifiesto filosófico del utopismo revolucionario, escrito por Bakunin durante la juventud. En dicho texto, el ácrata sostiene: “die Lust der Zerstörung ist auch eine schaffende Lust[7] (citado en Frank 295). Lo que propone Bakunin es que “para crear o construir un nuevo mundo, es preciso destruir primero el viejo […], por ello, la tarea de destrucción es parte integral de su labor creadora” (Frank 295).

El distanciamiento respecto del determinismo no solo incumbe a Aniceto, sino que también vale para Cristián. Recordemos que este viste “una camisa rasgada como una herramienta” (558). Más tarde, en tanto El Filósofo y Aniceto se dedican a la lectura, Cristián zurce su camisa con el propósito de borronear aquella suciedad y descuido que lo atan a la criminalidad:

[…] mientras Cristián, con aguja e hilo en una mano y su camisa en la otra, intentaba remendarla a la luz de un cabo de vela, y El Filósofo, sentado junto a él, leía un trozo de diario viejo […], yo [Aniceto] con la cabeza afirmada en una mano procuraba adivinar lo que se decía en las páginas de una revista. (566)

Los esfuerzos de Cristián por remendar sus vestimentas son significativos. Por ello, cuando una vecina golpea la puerta solicitando ayuda, el personaje ignora aquellas peticiones de socorro para mantener la atención en la costura:

—¿Qué pasa señora? —preguntó Echeverría, con igual dulzura, irguiéndose—. La mujer respondió, afligida:
—Venga a ayudarme a levantar a este borracho; no lo puedo mover.
Mi amigo dejó a un lado el trozo de diario y salió hacia el patio. Creí que Cristián lo acompañaría, pero Cristián no hizo movimiento alguno; todo su interés estaba concentrado en los restos de su camisa; siguió cosiendo. (567)

Al igual que Cristián, Aniceto también hace lo propio para romper con las miradas deterministas que lo vinculan con la criminalidad. Para ello, el protagonista de la tetralogía rojiana no solo evidencia afinidad con el trabajo, sino que además muestra predilección por la pulcritud y las tonalidades afines a la limpieza:

[Aniceto] también tenía deseos de pintar, pero no una muralla sino una ventana, una ventana amplia, no de azul sino de blanco: la aceitaría primero, le daría después una o dos manos de fijación, la enmasillaría, la lijaría hasta que la palma de la mano no advirtiera en la madera ni la más pequeña aspereza y finalmente extendería sobre ella una, dos, tres capas de albayalde. (591-592)

Desde la perspectiva ácrata, la propensión de Aniceto por el trabajo es relevante. Siguiendo la óptica bakunista, que el relato parece privilegiar, el trabajo es el medio propicio para conseguir la redención proletaria. Por ello, Mijaíl Bakunin estima que los hombres de trabajo, “hijos de sus propias obras”, constituyen el verdadero sujeto revolucionario: “el proletariado […], el único conservado intacto en medio de la corrupción y el embrutecimiento general, gracias a la inteligencia y a la moralidad reales, que son inherentes al trabajo” (citado en Velasco 197).

Las tonalidades con que Aniceto pretende decorar la ventana son interesantes para el estudio de las catálisis. El operador tonal blanco cubierto con “tres capas de albayalde” evidencia la predilección del protagonista por aquellos matices que Étienne Souriau ha vinculado con la —pureza, limpieza e inocencia— (198). De acuerdo con los parámetros de reflexión de la nomenclatura léxico-semántica propuesta por el pantónimo, la predilección de Aniceto por las tonalidades claras puede estimarse como un indicio de pulcritud y limpieza. Mediante este recurso narrativo, el protagonista desestabiliza, en parte, aquellas miradas deterministas que lo vinculan al mundo del delito, en razón de la herencia paterna. De proyectar aquellos intereses sobre las novelas restantes de la tetralogía rojiana, es decir, Mejor que el vino, Sombras contra el muro y La oscura vida radiante nos encargaremos a continuación.

Limpieza, trabajo y acracia: formas de resistencia al determinismo

Si privilegiamos la sucesión cronológica de las acciones narrativas sobre la ordenación de las novelas según su fecha de publicación, en primer orden, debemos revisar Sombras contra el muro, luego Mejor que el vino [8] y, posteriormente, La oscura vida radiante.

En las primeras páginas de Sombras contra el muro, se señala a Aniceto como un adolescente que comienza a explorar su sexualidad. Aunque se invita al protagonista a pasar tiempo en compañía de prostitutas, el personaje rechaza tales convites en privilegio de su limpieza e higiene:

Los dos compañeros estaban acostados con una misma dama. Parecía un poco ebria y tan pronto reía como discutía con alguno de los hombres […]. Los compañeros estaban también un poco borrachos […]. Él [Aniceto] se levantó muy temprano. Se mojó la cara y se fue. (638)
—[…] el Chambeco […] se trasladó a la cama del italiano, llevando a la negrita, por supuesto, apenas el camarada abandonó el cuarto—, Aniceto, procurando no mirar hacia la cama, se levantó, se vistió y se fue, luego de refrescar su cara con una manotada de agua. (639)

Es importante destacar que Aniceto no abandona la habitación sin antes darse un manotazo de agua fresca en el rostro. Este recurso distingue al protagonista de aquellos personajes proclives al divertimento con prostitutas. Esta situación se extiende a Mejor que el vino, cuando Aniceto acude a un lupanar en compañía de amigos. En tal ocasión el narrador califica a su protagonista de “maniaco de la asepsia”, pues porta y distribuye preservativos entre los clientes del prostíbulo:

La mujer, quizá para ganar tiempo, le exigió preservativo. El hombre puso cara de asombro. No tenía. ¿Quién va a llevar preservativo a una casa de prostitución? Únicamente los maniacos de la asepsia.
[…]
—Oye —le dijo—: ¿tienes un preservativo que me prestes?
[…]
Aniceto buscó en sus bolsillos y le alargó uno.
—Toma. Que te aproveche. (902)

Aniceto no simpatiza con prostitutas, ya que todos los lunes observa cómo las mujeres desfilan rumbo al hospital para hacerse examinar y prevenir posibles enfermedades:

De los numerosos burdeles de San Pablo, mujeres en general ordinarias, gordas, morenas, algunas con el rostro estragado por el alcohol […], salían y desfilaban en dirección a una clínica médica municipal en donde eran sometidas a revisión por un grupo de médicos que determinaban, concluido el examen, cuáles podrían ejercer y cuáles deberían abstenerse de ello. (710)

La poca estima de Aniceto por las trabajadoras sexuales no solo encuentra justificaciones de carácter sanitario, sino que además halla sentido en el pensamiento ácrata. Recordemos que para entonces Aniceto se declara militante anarquista, por lo que no es de extrañar que tal displicencia encuentre respuestas en Dios y el estado (1871), de Mijaíl Bakunin. En aquella reflexión, el teórico estima que el libertinaje del cuerpo es un arma empleada por la clase burguesa para adormecer al proletariado. Para salir de este aletargamiento, existen tres caminos posibles: dos ilusorios y el tercero, real. “Los dos primeros son el burdel y la iglesia […]. El tercero es la revolución social” (Bakunin 109).

En razón de lo anterior, el zapatero Pinto, quien comparte los postulados libertarios de Bakunin, pregunta a sus compañeros:

¿Por qué crees que la Iglesia y la burguesía crean instituciones de beneficencia y de caridad? para sujetar a esa gente en donde está, porque esa gente se siente tan terriblemente hundida […], que cualquier ayuda […] constituye una felicidad. (Sombras contra el muro 618)

En Sombras contra el muro, Aniceto Hevia asume un fuerte compromiso libertario. Por consiguiente, no es de extrañar que el protagonista forje amistad con aquellos personajes que comparten sus pretensiones de redención social. En este proceso, Aniceto entabla amistad con Voltaire, [9] un anarquista partidario de la acción directa, [10] que lo invita a participar en la colocación y detonación de bombas:

—¿Gelinita?
[…]
—¿Qué piensan hacer con ella? Voltaire sonrió.
—¿No crees que sería bueno hacer estallar unas bombitas?
[…]
—¿Y sabes hacer bombas?
—No. Pero me van a enseñar. Ya tengo algo. Mira. Voltaire le mostró unos papeles arrugados y sucios, escritos a máquina, en donde se explicaba, con algunos dibujos, cómo preparar bombas que estallan al chocar con algo duro, bombas de tiempo, que se combinan con un reloj, y bombas de mecha. (710)

Aniceto, tal vez alertado por los atributos “sucio y arrugado”, se niega a participar en la colocación de bombas. Aquella es una buena elección, pues de acuerdo al pantónimo propuesto por el relato aquellos indicios solo pueden vincularse al delito y la criminalidad.

La amistad de Voltaire trae consecuencias para Aniceto. Tras la detonación de bombas se ordena a la policía investigar y apresar a los responsables. Por consiguiente, todo militante anarquista se vuelve sospechoso. Aquella presunción hará que Aniceto abandone rápidamente la peluquería del compañero Teodoro. En tanto, la policía se dispone a allanar el local en búsqueda de huellas e indicios que conduzcan hasta los responsables de las detonaciones:

—Un momento, caballeros —dijo uno de ellos, avanzando.
[…]
—Bueno, pues, ustedes saben... Anoche estalló otra bombita y, claro, los mandamases se ponen nerviosos; el ministro llamó al jefe y le dijo: “¿Qué pasa, Eugenio? ¿No hay pacos ni agentes en Santiago?” Y uno, ¿qué va hacer? Donde manda capitán…
Tenía un gran anillo de oro, que hacía juego con el diente, en el dedo índice de la mano que estiró; tal vez la estiró para que la vieran: lucía una piedra color azul oscuro. (731)

La mano estirada del agente y el anillo azul oscuro que decora su dedo índice no son detalles irrelevantes, sino que, por el contrario, como ya hemos dicho, aquellas catálisis están repletas de significación y sentido.

El dedo índice constituye el indicador por excelencia. Por ello, se le llama dedo ordenante, pues cuando señala lleva inscrito un mandato. Aquel mando que le confiere la ley es el que pretende evidenciar el funcionario policial. El operador tonal azul oscuro que decora el anillo del guardián es un pormenor que adquiere significación al entender la labor policial como una extensión de los intereses del ministro y la clase gobernante.

Una vez allanada la peluquería, Aniceto se escabulle de la mirada policial. Es interesante precisar que, en su intento de fuga, el protagonista emprende rumbo a la derecha, tal como si quisiese renegar con sus pasos la identificación con la izquierda política. La negación de su identidad solo provoca vergüenza en Aniceto:

Aniceto salió a la acera, miró hacia la izquierda y hacia la derecha, por si acaso había más agentes, no vio más y decidió ir hacia la derecha.
[…]
Sí, se había escapado. En la esquina torció de nuevo hacia la derecha y en vista de que tampoco allí había agentes corrió hasta la otra calle, por si acaso el hombre del diente de oro o alguno de sus compañeros reaccionaba.
[…]
Aniceto sintió vergüenza. (731-732)

De nada sirve al protagonista abjurar de su militancia ácrata, pues en plena calle San Pablo un policía le arresta. Aunque los cargos imputados no son más que su condición política, esta detención es un retroceso en las pretensiones de Aniceto por romper con los fundamentos deterministas.

Pareciese que la policía toma más resguardos con los disidentes políticos que con los delincuentes comunes, ya que en esta ocasión no solo registran y manchan de negro los dedos de Aniceto, sino que además hacen lo propio con la planta de sus pies:

Le toman las impresiones digitales y no contentos con eso le hacen imprimir en una hoja toda una mano y en otra todo un pie: queda sucio y siente que le da lo mismo ser lo que es, que parecer lo que no es; ha salido de nuevo degradado y piensa, al salir hacia la calle, que no debería existir nada ni ningún hecho que rebaje o haga sentirse rebajado a un ser humano. (736-737)

Tal vez esta práctica punitiva permita a la policía ir más aprisa tras los pasos de quienes, en palabras de Homi K. Bhabha, ejercen su derecho a “significar desde la periferia del poder” (19).

Aunque esta detención implica un repliegue en las aspiraciones de Aniceto, hallamos diferencias considerables entre esta detención y las anteriores. En esta ocasión, el protagonista está consciente de que los motivos de su arresto son de orden político, por lo que durante el registro grafológico reproduce algunas consignas libertarias: “le hacen escribir unas líneas y Aniceto […] escribe un párrafo en el que intenta reproducir frases o pensamientos que ha leído en alguna parte” (736).

El narrador de Sombras contra el muro no olvida que ha sugerido un pantónimo narrativo cuya nomenclatura léxico-semántica vincula la suciedad y el desaseo con la criminalidad, y la pulcritud y la limpieza con la legalidad. Este recurso de producción textual se aprecia una vez que la policía frustra el robo perpetrado por Miguel Briones. Para este personaje, el tránsito de la limpieza a la suciedad se estima al considerar su descripción inicial:

Es soltero y con toda seguridad un asceta sexual y moral: nunca anda con mujeres y siempre se conduce de modo muy correcto con las compañeritas, lo que las contraría, pues quisieran que no lo fuese tanto: es un gran partido, con su empleo, su conducta sobria, su limpieza, su suave tacto. Algunas veces, cuando sale de la tienda con su escala, una escala que se parece un poco a él, limpia, brillante, engrasadita, una escala de tijera, su aspecto, su overol, su peinado, su mirada, sus zapatos, todo es tan limpio, tan correcto, tan planchado, que llama la atención. (717)

Una semana más tarde, cuando Briones ha perpetrado un robo a mano armada, su apariencia incólume cede lugar al desaseo y la suciedad: “casi todo aquello se ha perdido. Es ahora un ser atropellado, un poco en desorden, habla muy ligero y su corbata y su peinado lucen mucho menos que antes; su planchado parece perdido” (717).

Afortunadamente, no todos los ácratas representados en Sombras contra el muro muestran afinidad por el delito. Por ejemplo, René aspira a que los anarquistas mantengan “una línea pura, casi quería que fuesen honrados […], por lo menos, conservar cierta conducta” (665). Obviamente aquella disposición se condice con las tonalidades de las prendas que viste este personaje: “cubierto el tronco con una blusa blanca, hecha del género con que se hacen los sacos harineros” (664).

A su vez Alberto, al igual que Aniceto, estima que el trabajo, la limpieza y la acracia son recursos suficientes para desestabilizar las miradas deterministas que argumentan en favor de la herencia: “no quiere ser nada ni tener muchas cosas, solo ropa limpia, comida, un carruaje que pintar y una mujer, pero quiere, sí, que el hombre, sobre todo el hombre proletario, salga de su condición” (612).

En Mejor que el vino, Aniceto presenta una afición aún mayor por la limpieza. En esta ocasión tal predisposición se traslada hasta al ámbito amoroso. Para entonces, el protagonista ha entrado en la adultez, y con ello surgen nuevas preocupaciones: “luchar por una mujer, vivir la experiencia amorosa” (774).

La búsqueda de lo femenino conduce a Aniceto a algunos prostíbulos. En estos lupanares sus necesidades amorosas no son satisfechas pues, al abandonar tales espacios, el protagonista se siente sucio, “como si hubiese ensuciado a alguien y ambos tuvieran que lavarse para desprenderse de la mugre que se habían obsequiado por un módica suma de dinero” (767).

En parte, los responsables de la escasa higiene prostibularia son los propios clientes, pues muchos de los que visitan estos lugares son sujetos afines a la criminalidad. Por lo tanto, arrastran consigo la suciedad inherente a sus oficios:

Los lupanares que Aniceto había frecuentado […] eran sitios donde van a buscar esparcimiento sexual o diversión los rateros, los policías de franco, los barrenderos o basureros municipales, los trabajadores de los mataderos, gente que no se fija ni poco ni mucho en la higiene propia ni en la ajena y que son recibidos por mujeres que tampoco han sido alumnas de la Escuela de Salubridad. (769)

La disconformidad de Aniceto con la higiene prostibularia se evidencia una vez que intima con prostitutas. Tras la fallida incursión amorosa, el protagonista resulta indigestado y mal agestado: “fue al excusado y vomitó. Al volver a la pieza, la mujer dormía. Recogió sus ropas, se vistió y se fue, helado, mojado, sucio y con varios pesos menos en el bolsillo. El estómago le sonaba” (767).

A diferencia de lo narrado en las novelas anteriores, Mejor que el vino extiende el interés por la higiene más allá de las pretensiones particulares de Aniceto para apuntar hacia políticas gubernamentales. Por tal razón, el narrador rojiano estima prudente que la clase dirigente padezca los malestares y picores de la sarna, pues así los gobernantes adquirirían conciencia de las necesidades con que lidia la clase obrera:

¿Nunca has tenido sarna? ¡Qué lástima! Si eres patriota deberías tenerla alguna vez; es una enfermedad nacional. Todo el mundo, por lo demás, debería tenerla, aunque solo fuera una vez, y en especial los gobernantes. Así sabrían lo que es bueno; hablarían menos de la patria y de su destino glorioso y se preocuparían más de ayudar al pueblo a librarse de la mugre. (769)

Michel Foucault sostiene que algunos dirigentes han tenido conciencia de las implicancias de la limpieza; por ejemplo, los reglamentos de alojamientos obreros de mediados del siglo pasado evidencian tal preocupación:

La limpieza está a la orden del día. Es el alma del reglamento. Algunas disposiciones severas contra los escandalosos, los borrachos, los desórdenes de toda índole. […] Se otorgan primas al orden y limpieza de los alojamientos, a la buena conducta, a los rasgos de abnegación. (Foucault 305)

Aniceto extiende su interés por la higiene hasta el ámbito laboral. Por ello, ofrece sus servicios de pintor en cada vivienda que muestra indicios de suciedad. Para entonces, el protagonista rojiano no solo ansía borronear sus manchas incriminatorias, sino que además aspira a que todo el proletariado salga de su condición:

—¿No necesita un pintor?
La impresión era de asombro.
—¿Pintor? ¿Para qué?
De seguro creía que todo estaba flamante en la casa. El hombre decía, con tono pesimista, como quien habla de las miserias de este mundo: —Estas murallas están muy sucias. Mire esta puerta: toda descascarada. Ya no tiene color. (Mejor que el vino 783)

En tanto Aniceto desarrolla sus labores de pintor, entabla amistad con Francisco Cabrera. La afinidad entre ambos personajes se explica al estimar los intereses compartidos, pues Cabrera también muestra inclinación por la limpieza y el trabajo:

Francisco no tenía vicios ni manía; era limpio de cuerpo; se bañaba cada vez que podía, y lo podía a menudo, en invierno y en verano, en agua fría, y tenía orgullo de ello […]. [I]nvitaba a Aniceto a salir de la ciudad, hacia su margen poniente, en donde, entre pequeños cerros, corrían algunos canales de agua de riego, en los que se bañaban. (789)

En concordancia con el pantónimo propuesto por el narrador rojiano, los componentes tonales de la cama que Aniceto comparte con Virginia, su pareja, son bastante significativos:

El cabello, tan negro como los ojos, desparramaba sobre la almohada, blanquísima, sus largas ondulaciones. Tenía los brazos debajo de la ropa y bajo el doblez de las sábanas, blanquísimas también, resaltaban los hombros, morenos, redondos y perfectos. (810)

Las sábanas blancas están repletas de significación y sentido, pues certifican los esfuerzos de Aniceto por romper con la herencia criminal que arrastra desde la niñez. De este modo, las sábanas blancas constituyen una garantía de los esfuerzos de Aniceto por resquebrajar los planteamientos deterministas.

El armario de Aniceto constituye un respaldo que atestigua los esfuerzos del personaje por desestabilizar los postulados deterministas. Recordemos que, en Hijo de ladrón, las vestimentas de Hevia eran bastante humildes. De hecho, al cruzar la cordillera un viajero le facilita calzado: “las alpargatas me quedaban un poco chicas, pero no me molestaban” (413). La misma situación se repite en Sombras contra el muro, donde se muestra a Aniceto con “ropa cayéndose, […] y los zapatos con igual textura” (743). Esta situación se revierte en Mejor que el vino, pues el protagonista ostenta un armario repleto de prendas blancas: “Compró a Aniceto cortes de seda para camisas y le obligó a hacerse ropa o comprarla. Aniceto obedeció, y así en breve tiempo Virginia llenó de ropa blanca e interior los pocos cajones que tenían” (826).

Es necesario prestar atención a los operadores tonales de sábanas y ropas. Mientras que las primeras son “blanquísimas”, las segundas son de “seda blanca”. Atrás queda el blanco entendido como una mera pretensión, para constituirse en un referente real. El color blanco es un recurso que desestabiliza los postulados deterministas, ya que aquellas manchas oscuras que incriminan al protagonista han comenzado a borrarse.

Algunos personajes femeninos de Mejor que el vino también reconocen los esfuerzos de Aniceto por romper con el legado criminal que le ha heredado su padre. Por ejemplo, Cecilia desestima aquellos comentarios que vinculan a su pretendiente con el delito, argumentando que en él solo halló finura y limpieza: “es un hombre rudo, salido del pueblo, y creo que ha sido de todo, quién sabe si hasta ladrón, sin embargo, es limpio y fino” (882).

En La oscura vida radiante se describe a Aniceto bastante comprometido con el quehacer ácrata. Este vínculo se aprecia una vez que el protagonista, ayudado por don Juan [11] entra en el hospital psiquiátrico para realizar labores de aseo, y además colaborar en la fuga del compañero Briones (quien fuese encarcelado en Sombras contra el muro tras cometer un asaltado a mano armada).

En el sanatorio psiquiátrico, Aniceto conoce la peor clase de delincuentes, no por la gravedad de sus delitos, sino por el abandono en que se encuentran los internos. Por estas razones, el protagonista estima que tales calabozos se asemejan a verdaderos basureros humanos:

Hasta ese momento aquel lugar le parecía algo así como un basural humano para restos y desechos que nadie quiere, ni las familias, residuos de personas, de personalidades, peor que en una cárcel o presidio, donde también hay restos, residuos, desechos, con la diferencia de que en el presidio o en la cárcel esos residuos y desechos conservan su unidad. (172)

A partir del panorama descrito, no es de extrañar que las características corporales de los reos no hablen más que de mugre y suciedad: “un hombre muy feo, con cara de mono, enclenque, descalzo, los pies llenos de costras de piñén, patas piñinientas” (177).[12]

La suciedad ha tenido tiempo suficiente para adueñarse de cada rincón del recinto psiquiátrico. Por consiguiente, el trabajo del aseador es una tarea imposible. En razón de aquella imposibilidad, un compañero de labores aconseja a Aniceto: “este trabajo no cunde, es como machacar fierro en frío. […] Y le voy a decir: no se quede aquí, váyase apenas pueda, es joven y encontrará trabajo en otra parte. Váyase” (172-173).

En sus intentos por resistir la suciedad, Aniceto se vale de un singular recurso: “un delantal blanco”. Al modo del funcionario policial que registró sus huellas dactilares en Hijo de ladrón, el protagonista adopta esta estrategia del poder para salvaguardar sus pretensiones de redención: “con ese delantal y ese escobillón y lo demás, puedes entrar hasta a La Moneda; [13] di que vienes a recoger o a sacar basura […]. Y se fue, con su brillante delantal” (170-171).

El “brillante delantal” que viste Aniceto testimonia sus esfuerzos por romper con el legado criminal que le ha heredado El Gallego. La descripción de esta prenda certifica la validez de las palabras de Luz Aurora Pimentel, en tanto el adjetivo (“brillante”) cumple una función particularizante respecto del nombre (“delantal”), al anunciar las partes y atributos que particularizan al objeto descrito (37).

Este “brillante delantal” es significativo en el estudio de las catálisis de la narración. Aquella prenda constituye una estrategia que permite al personaje resistir los embates y efectos del poder. En palabras del historiador Maximiliano Salinas, este recurso sería una suerte de “contracultura […] que rebasa o rechaza la cultura oficial, no a través de ideologías o discursos culturales organizados, sino que a través de actos o actitudes” (citado en Jara s.p.).

El delantal, entendido como una estrategia de redención, no es algo nuevo en la narrativa rojiana. En El bonete maulino (1943), su protagonista, don Leiva, se atavía con la misma prenda para dejar en el olvido una juventud de dispendio y borracheras:

Poco a poco fue retrayéndose y, con gran extrañeza de todos sus compinches, se enamoró […] y acusaba un franco cambio en su vida. Se casó. Y al día siguiente de su boda, que fue celebrada casi en silencio, se levantó temprano, barrió su tallercito, arregló sus útiles de trabajo, se puso un delantal limpio, se sentó en el pisito delante de su banca […] y la casa y la calle en que vivía se llenaron de martillazos claros, alegres, rítmicos, que indicaban una voluntad y una decisión… Don Leiva trabajaba. (234)

El delantal de Aniceto constituye una barrera infranqueable que distingue a quienes han trasgredido la ley, respecto de aquel que se esmera por poner en entredicho los juicios deterministas.

La distribución espacial del sector penitenciario del psiquiátrico es peculiar. Mientras que las celdas de los presos políticos, por ejemplo la del militante anarquista Miguel Briones, se ubican a la izquierda del edificio, las salas que albergan a los gendarmes se encuentran en el flanco derecho. A primera vista, pareciese que esta distribución espacial solo eleva el coste de la información narrativa, sin embargo, estimamos en ella una alegoría del ordenamiento visual del espectro político:

En la celda de la izquierda vio a Miguel, una celda unipersonal, como de castigo o de incomunicación, seguramente para los peligrosos o difíciles: sentado en su camastro, leía un libro, moviendo los labios. (179)
A la derecha estaban las piezas de los gendarmes, dormitorio y comedor. (184)

En las páginas finales de La oscura vida radiante, se señala que Aniceto entabla una fuerte amistad con Sergio.[14] En relación a la vida amical de ambos personajes el narrador presenta el siguiente diálogo:

—Usted, como es un pequeño burgués —replicó el linotipista [Aniceto]—, está bien dormido y bien desayunado, pero yo, que soy un proletario y que trabajé hasta las dos y media de la mañana, tengo hambre, porque ni siquiera he desayunado, y, además, debo levantarme, lavarme, vestirme, etc. ¿Comprende, hermano Sergio? (377)

El fragmento citado es interesante, ya que condensa los tres recursos que ha empleado Aniceto Hevia para desestabilizar las miradas deterministas: en primer orden, su militancia ácrata que subraya la idea de pertenencia al proletariado; en segundo lugar, la preponderancia del trabajo, pues el protagonista destaca que ha desarrollado labores de linotipista hasta altas horas de la madrugada, y, finalmente, la preponderancia de la higiene, en cuanto el protagonista subraya que esta actividad constituye una de sus primeras rutinas del día.


A modo de conclusión

Se han señalado las pretensiones del narrador de Rojas por terminar con los privilegios concedidos por la narrativa decimonónica a la hipótesis tainiana del determinismo del medio sobre el comportamiento humano. Para concluir con el legado positivista, el narrador rojiano se vale de las catálisis de la narración pues, a fin de cuentas, son los pormenores del relato los que ponen en entredicho los postulados que argumentan en favor de la raza, el medio y las circunstancias históricas.

La primera detención de Aniceto ocurre a propósito de los delitos de su padre. Aunque el personaje es un niño de tan solo doce años, se lo encarcela para registrar sus huellas dactilares. En este proceso punitivo, la policía mancha los dedos de Aniceto con tinta negra. A partir de entonces, aquella tacha dactilar constituye una señal incriminatoria que el personaje procurará blanquear durante toda la vida.

Para conseguir exorcizar a su protagonista, el narrador rojiano se vale de tres recursos: limpieza, trabajo y acracia.

La limpieza es fundamental en la redención de Aniceto pues, tras ver sus dedos manchados de negro, el personaje proyecta cada una de sus acciones en beneficio del blanqueamiento de su cuerpo, ropas y conducta. En cuanto a su cuerpo, Aniceto se esmera por mantener un adecuado aseo, aunque las condiciones higiénicas en los conventillos y habitaciones populares no son las óptimas.

Al transcurrir las acciones narrativas, vemos que Aniceto privilegia prendas y vestidos cuyas tonalidades muestren afinidad con la limpieza. Esta predilección se extiende en Mejor que el vino a las prendas del dormitorio, específicamente a las sabanas que el protagonista comparte con su mujer.

Es interesante destacar que, en La oscura vida radiante, Aniceto, en tanto desarrolla labores de aseo en el sector penitenciario del psiquiátrico, viste un delantal blanco. Este recurso permite distinguir a quien ansía romper con las miradas deterministas, respecto de aquellos personajes que efectivamente han trasgredido la ley. Este procedimiento ya fue empleado con anterioridad en Hijo de ladrón por aquel policía que registró las impresiones dactilográficas de Aniceto, de manera que el protagonista adopta esta estrategia del poder para hacer valer sus pretensiones de redención.

La predilección de Aniceto por la limpieza se refuerza mediante la propensión al trabajo. Esta inclinación conduce al protagonista a desarrollar diversas labores: carpintería, aseo, recolección de escombros, linotipia, etcétera. La preferencia de Aniceto por el trabajo encuentra respuesta en su militancia ácrata, pues para el anarquismo solo la clase obrera ha de mantenerse intacta en medio de la corrupción y el embrutecimiento general, gracias a la inteligencia y moralidad inherentes al trabajo.

La acracia es un aspecto relevante en la novelística de Manuel Rojas, pues hallamos que los postulados libertarios atraviesan toda su escritura. En relación a aquellas premisas, justificamos las desavenencias de Aniceto con prostitutas y burdeles, pues el anarquismo estima que el libertinaje del cuerpo es un arma empleada por la clase burguesa para adormecer el proletariado y así retardar la revolución social.

Finalmente, es interesante reconocer que mediante las catálisis el narrador rojiano no solo pone en jaque los postulados deterministas, sino que además, fija puntos de anclaje que articulan coherentemente las cuatro novelas estudiadas. De esta manera, los pormenores del relato establecen articulaciones profundas que se sitúan más allá de lo meramente temático, dando lugar a vinculaciones a nivel simbólico e ideológico.

 

 

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Notas

[1] Las manifestaciones relatadas en Hijo de ladrón se condicen con los sucesos ocurridos durante La huelga de los tranvías. Aquella irrupción popular ocurrió en Santiago a fines del mes de abril en 1888. Se exigía a la Empresa del Ferrocarril Urbano cumplir con la construcción de líneas férreas y, además, reducir a dos centavos y medio el valor del boleto (véase Grez Toso).

[2] Tories es el nombre empleado para denominar a los militantes y simpatizantes del Partido Conservador Británico.

[3] La División Azul fue una fracción del ejército alemán conformada por voluntarios españoles que sirvieron al Tercer Reich en el Frente Oriental contra la Unión Soviética.

[4] Caleta El Membrillo es un terminal de pesca y fondeadero de embarcaciones ubicado al suroeste de Valparaíso, puntualmente a los pies del Parque Alejo Barrios. De acuerdo con Luz Aurora Pimentel, la incorporación de este desembarcadero constituye un referente global imaginario que entabla una relación significante con el mundo real (30).

[5] En 1929, la Universidad de Concepción distingue a Manuel Rojas con el Premio Atenea en reconocimiento a su cuento “El delincuente”.

[6] Julianne Clark, la tercera esposa de Manuel Rojas, señala en sus memorias que una profunda amistad vinculó a González Vera con el autor de Hijo de ladrón: “los unía una amistad de todos esos años en que se habían casado y habían visto nacer y crecer sus hijos. Además de su experiencia familiar, compartían un sentido del humor irónico, un inmenso cariño, la pasión por las letras y una postura política que no permitía claudicaciones” (83).

[7] La alegría de la destrucción es también una alegría creadora.

[8] Aunque Sombras contra el muro es la tercera entrega de las vicisitudes de Aniceto, en palabras de Darío Cortés, la novela “reconstruye la segunda etapa en la trayectoria de Aniceto Hevia […] cubre la época de su adolescencia, desde los diecisiete a los veinticinco años de edad” (133). En tanto, Mejor que el vino hace lo propio desde “los veinticinco a los cuarenta años de edad” (126).

[9] Siguiendo las investigaciones historiográficas de Sergio Grez Toso, tal personaje se condice con el joven Voltaire Argandoña, quien llegó a tener una destacada figuración en el ambiente ácrata de comienzos del siglo XX.

[10] La acción directa supone la lucha inmediata de las fuerzas en pugna con el propósito revolucionario de destruir el Estado e imponer una sociedad más justa y libre. La acción directa engloba varias tácticas: a) la acción propagandística destinada a captar a los trabajadores a través de la prensa; b) la acción violenta, como el sabotaje; c) la huelga general revolucionaria que deriva en una insurrección en la que los hechos de violencia son inherentes (Suriano 278-279).

[11] Tal personaje corresponde a la ficcionalización del médico Juan Gandulfo.

[12] Según el diccionario de la Real Academia Española, “Piñén” es una voz coloquial utilizada en Chile para hacer referencia a la “mugre adherida al cuerpo por desaseo prolongado”. Véase la versión en línea del diccionario en www.rae.es

[13] La Moneda es el nombre con que se designa a la casa de gobierno en Chile.

[14] Tal personaje corresponde a la ficcionalización del médico y poeta Sergio Atria.

 

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Obras citadas

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Sobre el autor
Pablo Fuentes Retamal es profesor de Castellano de la Universidad de Santiago de Chile. Es Licenciado en Educación y Magister en Literatura Latinoamericana y Chilena de esta misma casa de estudios. Actualmente es candidato a Doctor en Literatura Latinoamericana de la Universidad de Concepción. Sus investigaciones se vinculan a las literaturas y culturas populares, especialmente con la narrativa de Manuel Rojas, en su vertiente ácrata. También ha estudiado el componente libertario en la narrativa de González Vera y la dramaturgia de Víctor Domingo Silva. En esta misma revista ha publicado el artículo “Sombras contra el muro de Manuel Rojas: tras la preservación y vindicación del acervo cultural ácrata de comienzos del siglo XX”, en el volumen 14, número 2.

Sobre el artículo
Este artículo es parte de la tesis doctoral “Detalles que parecen no tener importancia: un análisis del pormenor en la tetralogía narrativa de Manuel Rojas”. Forma parte de las actividades de investigación del proyecto Fondecyt Regular N.° 1121091 “De la ‘catálisis’ a la resistencia: una anatomía del detalle disciplinario en la narrativa latinoamericana de los siglos XIX y XX”.



 



 

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La mancha indeleble de Aniceto Hevia:
determinismo y superación en la tetralogía narrativa de Manuel Rojas.
Por Pablo Fuentes Retamal
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