...todas las Playas del Planeta de Mauricio Torres Paredes
Comentario desde una orilla respecto
de la contaminación de los mares
Por Pol Vareda
El paseo por la orilla de cualquier playa nos remite,
casi instantáneamente, a un espacio inmenso, a un lugar donde la frontera aparece en el
horizonte y donde las huellas en la arena son marcas delebles que el viento y las aguas
se encargan de desaparecer.
Esa sensación de inmensidad puede, en algunas ocasiones, desencadenar variadas impresiones.
En lo personal me acarrea sentimientos marineros de aventura, curiosidad por explorar aquellos
límites que se interponen entre mi ansia y la distancia que se proyecta ante mis sentidos,
deseos de traspasar la intemperie marina con la finalidad de internarse en la incertidumbre.
Habitualmente es el mismo sonido de la playa, de las olas que revientan en la orilla,
el que me despierta de mi ensueño, casi siempre un poco mareado por el vértigo de tal
proyección.
Sin embargo, así como el mar nos transporta y nos proyecta, también nos aleja y nos
consume. Nos nihilisa. Nos convierte en parte de su tonada globalizante, la que es capaz
de transformar al individuo en una infinitesimal parte de su todo, tal como ha hecho
con todas las montañas que ha transformado en arena de su orilla y de su fondo.
Es tarde ya, cuando nos damos cuenta que la calidez de su arena no es más que una
trampa movediza que juega a diluirnos la identidad. Buscamos, entonces, en medio
del océano, la tabla de salvamento que nos rescate del ahogamiento y al aferrarnos
a ella llegamos a convertirnos en náufragos, solitarios a la deriva, zarrapastrosos de
miradas extraviadas e inquisidoras, llevados por la corriente hasta nuevas orillas,
hacia otras playas.
El mundo está lleno de playas. Y en definitiva, es posible llegar a ellas de diferentes
formas. Pero sólo después de conocer la posición de naufrago se puede, realmente, llegar
a ser un explorador. Por que en estricto rigor quien no arriesga en el viaje no puede
llamarse sino turista.
Ya en el prologo del libro "TODAS LAS PLAYAS DEL PLANETA", Mauricio Torres Paredes nos
dispone a desencadenar el naufragio. Para ello involucra la complicidad de Chesterton.
"Ningún hombre se vio nacer" declara, "lo único que un hombre no puede explorar,
por aventurero que sea, es su propia existencia, lo único que un hombre no puede llegar
nunca a conocer, por sabio que sea, es su propio nombre. Es más fácil comprender
el ego; es más fácil, incluso, saber donde está uno que saber quien es uno"
Lo anterior es una clara invitación a pasar por la aduana, para declarar lo esencial
del viaje; y es que para comenzar a conocerse hay que comenzar a desmaquillar el ego,
para lanzarse más allá del inicio inconciente de nuestra travesía. Esto es complejo,
muy difícil de mensurar, es por ello que Valery le escuda, diciendo "Lo más profundo
del hombre es su piel", pues quizás hay viajes tan absurdos, que tal vez no valga la
pena realizarlos. Y sólo digo tal vez, pues toda la escenografía nos devuelve el
reflejo de nuestra mirada. Porque tanto el absurdo como el riesgo parecen estar
en el cotidiano de quien se anima a verlos. Vivir es aceptar el desafío de las olas,
es reconocer que algo se apuesta en ello, es el ser o no ser de Shakespeare, el ser
y la nada de Sastre. Después de todo o nada, no se corta una rosa sin perturbar a
una estrella.
Una vez que se ha pasado por la aduana, con una actitud de regocijo, más placentera,
el viaje puede no resultar tan agotador ni tortuoso. Es bien sabido que el mar es
mayormente visitado en verano, como una estación de descanso. Salvo contadas
excepciones nadie va a una playa para ahogarse en ella. Lo usual es ir jugar,
a cultivar el ego, a ocultar el cuerpo con traje de baño, a buscar romance, a pedir
aplausos, hasta que los veraneantes adquieren nuevos y peores hábitos, según nos
aclara Mauricio. Un ego bronceado puede ser tanto o más insoportable que un ego
farandulerizado. Aún más, el fortalecimiento del ego puede ser tal, que el conjunto
de veraneantes, tanto hombres como mujeres, pueden declararse vencedores sobre el
espacio que les rodea, aunque no logren percibir la orfandad y la esclavitud que el
tiempo les impone. Y así, cuando el pequeño espacio de la costa marina ha sido depredado,
es hora de volver a la ciudad, al adulador sonido de la publicidad y al asfixiante
océano mecánico que lo constituye.
Dicen que el aire marino es capaz de recargar las baterías de cualquier veraneante.
Incluso es capaz de transformar la ciudad en lugar de veraneo. La comodidad del equipamiento
inmobiliario deja fuera la intemperie, intemperie que es el lugar donde habita el riesgo
y sus pequeños demonios. "Un niño muerto golpea a mi puerta... has que parezca como si hubiese
sido un accidente" sin necesidad de renunciar a ser catalogado como "buena gente",
"dentro de lo que permite su religión, ah y su falso plan de salud"
Así, ya nadie puede quejarse de la vida. El turismo se vuelve urbano, un plan de transporte,
una repetición de frecuencias que puede escucharse o viajarse una y otra vez, dejando
en el recuerdo esa sensación deja vouz que algo incomoda, aunque no tanto.
De vez en cuando el recuerdo de la playa nos refresca, reanima, y esto es necesario,
pues no hay ser urbano capaz de exorcizar el avance de la pavimentación. Los paisajes
de la ciudad son tan parecidos, tan homologados a lo sistémico. El recuerdo de la Playa,
en cambio, tiene eso otro que deconstruye, que disuelve el pavimento y lo transforma
en fogata junto al mar, donde la pilsener es el combustible de la conversación y de
las historias que se cuentan, donde los fantasmas vuelven a aparecer sin temor a ser
atropellados por la razón comercial o el cine hollywoodense. El recuerdo de la playa
es algo así como el espacio del bar que nos señala Enrique Simms, ese lugar salvaje
que nos refugia del dominio del mercado y el formalismo de la ciudad. Es una propuesta
de rebeldía, una invitación a la liberación, al rocanroll. También es una convocatoria
para cuidar los oasis, porque las playas también se contaminan, al igual que los sueños
o la vida misma. Le cabe a cada uno hacerse cargo de los residuos que genera y de cuidar
las señaléticas para que otros puedan acceder a estos lugares privilegiados: la isla
Tortuga, Pelotillehue, el Jardín de la Magia y la Lokura, entre otros.
Los mares se encuentran contaminados, también lo están las calles, los sitios urbanos,
los espacios públicos de las ciudades, los canales de comunicación, el lenguaje,
la ética, la moral, la conciencia, incluso, la memoria. Ahora bien, esto no significa
que no tengamos paisajes que proteger. En medio de la urbe aún tenemos Parque
O´Higgins, como señala Mauricio Torres Paredes, tal como tenemos bares o el banco de
cualquier plaza para estirar los huesos y destapar la botella que diluirá el hastío y nos
acercará a nuestra patria marina. Porque se puede hacer patria en el mar. Sí, se puede.
Sólo hay que animarse.