ESTAS
CAYENDO
Recuerdas aquellos caracoles tornasolados que disponías en
filas geométricas que el sol iba desperezando, desordenando, esos
obstinados seres encerrados en sus caparazones espirales, aguardando
el momento precisa para emerger desde la obscuridad, desplegar
sus filamentos sensibles, antenas, ojos que tactan la tierra
-caracol, caracol, saca tus cachitos al sol-. Más arriba los
geranios, los floripondios gigantes ante tus iris infantiles, tus
pupilas inundadas de verdes, de rojos, de amarillos; las manos
ordenando los bicharracos que se animan con el calorcito y van en
busca de los tallos, de las hojas tiernas. Entonces tu mente salta a
otros recuerdos, subes por entre cerros cubiertos de pinos y
eucaliptus, Los pies haciendo crujir las agujas del suelo y las hojas
lanceoladas y fragantes, las ramas en lo alto rozándose, frotándose,
llevando a tu oído sonidos inquietantes por donde se deslizan las
imágenes de los ogros, las hechiceras, los gnomos de los cuentos, vas
de la mano de alguien que puede ser tu hermana, pero el rostro de ella
está cubierto por una especie de neblina que te impide reconocerla; de
pronto el bosque se rompe y aparece una duna interminable, atrás el
mar se materializa, llenando tus ojos hasta la saciedad con su
extensión inmensa. Muy arriba un alcatraz flota estático en el viento
con las alas desplegadas. Un lobo marino retoza cerca de las toninas
que observas fascinado. Todo se esfuma y estas en la básica con tu
overoll beige inclinado en el escritorio desde donde te vigila el
orificio destinado a un tintero extinguido por donde arrojas la goma
que recuperas por abajo, entre los cuadernos se deslizan tus dedos,
una y otra vez repites la misma operación mientras la maestra habla de
esto y lo otro. Estás cayendo, estás cayendo. Sujetas torpemente con
unos chinches opacos el editorial del Diario Mural sobre la
superficie de corcho mil veces pinchada por tus manos; tu caligrafía
se deja a duras penas entender, hablas ahí de las pruebas nucleares de
los franceses en el atolón de Mururoa, la nube radioactiva cerniéndose
sobre el continente con su carga de peligros genéticos; más allá unos
recortes de diario sobre lo mismo, una composición también tuya sobre
el día de los trabajadores "la matanza de obreros en Chicago fue un
crimen puesto que ellos solamente buscaban un poco de justicia
elemental, un poco de pan para sus hijos", esa frase que te salió de
no sé dónde junto a más de una lágrima, ese nudo en la garganta que te
ha perseguido siempre que algo no te gusta y hiere tu alma allá por el
fondo, ése que nunca alcanza a verse. El mismo nudo que se te hizo
cuando dramatizabas ante el curso el final del cuento "Lucero", de
Oscar Castro, ese instante en que el arriero -empujado por las
circunstancias- debe lanzar su caballo, que es su amigo, su compañero;
Rubén Olmos envía a la bestia de un solo empellón inmenso al abismo y
se te quiebra la voz y los ojos se te nublan en tanto la sala de
clases se ha convertido en un bloque de silencio donde casi nadie
respira siquiera, mientras tu vuelves a tu puesto con los ojos medio
cerrados para contener esa agua en el límite de los párpados, no ves
los ojos enrojecidos de tus compañeros que te palmotean la espalda a
la salida. Estás cayendo y oyes el burlitzer de la fuente de soda a la
entrada del Liceo: Santana, Favio, Piero, The Beatles; estás tan
apegado al cuerpo de una adolescente demasiado pintada, con un perfume
que puedes sentir mejor si inclinas tu rostro sobre el hombro de ella,
la aprietas con suavidad, ella te mira tierna a los ojos, sonriendo,
la invitas al patio, algún compañero te hace una señal con la mano
empuñada y el pulgar hacia arriba, sientes que te sonrojas, por suerte
la penumbra te salva, pero el corazón salta enloquecido ante la
inminencia del beso que viene, los labios que se desatan en mensajes
húmedos en mordeduras sutiles que ella -sin duda más experta- va
enseñándote a ti que nunca antes has besado a nadie y ya ni puedes
escuchar los acordes de "Let It Be" porque la tibieza de una lengua te
recorre labios, paladar, dientes, porque ella te abraza fuerte, fuerte
y ya nada, nada importa lo que ocurre fuera de los dos. Caes y llevas
puesto un pañuelo que cubre la mitad de tu rostro, sal bajo los ojos y
alrededor de la boca, succionas un limón para amortiguar el efecto de
los gases lacrimógenos; las bombas caen por todas partes del liceo
tomado, arrojas piedras casi a ciegas desde el techo del tercer piso,
al lado de tus compañeros estas combatiendo, con rabia tremenda, la
rabia que te hace arder cuando recuerdas el callejón oscuro que te
obligaron a cruzar en la micro de los carabineros, aún sientes los
puñetazos y las patadas bestiales del Grupo Móvil sobre tus pocos
años; entonces ya no sientes el ardor en los ojos ni el gas que te
ahoga y arrojas con furia las piedras que vuelan hacia el blanco.
¡Ganaste, ganaste, compañero! gritas solo en tu pieza al escuchar los
escrutinios finales, solo, porque estás agripado en cama y tus padres
y hermanos estarán celebrando en otra parte sin ver las lágrimas que
salen ahora de tus ojos sin vergüenza, ríes y lloras enloquecido de
alegría. Caes, vas cayendo. Los tanques se desplazan por la
ciudad con su lenguaje de fuego y muerte. Los aviones de guerra
bombardean el palacio presidencial. Tú, junto a los demás, esperando
en un sótano las armas y los soldados patriotas que nunca llegaron;
tuviste que irte finalmente, comenzar el peregrinaje por cien calles
esos días llenos de pólvora en que no podías regresar a tu casa, en
que no supiste nada de tu familia, esos días que se llevaron tantos
amigos, ese amigohermanocompañero que se fue entre tus brazos, ese
poema que empezarías a escribir desde ese mismo momento, esos versos
por los cuales más de alguien te dijo "deberías dedicar más tiempo a
escribir", pero tu no, dale con que es más importante la libertad que
un millón de poemas, por hermosos que estos fuesen. Vas cayendo y está
Cristina frente a ti, Cristina con su mirada llena de dulzura.
Cristina acurrucándote como a un niño cuando te viene la pena y te
besa los ojos cerrados y te hace cariño en el cabello. Cristina que te
muerde los labios, que te deja marcas en el cuello, en los hombros
después de hacer el amor, que se desnuda con esa ternura enorme que se
trasluce en todos sus movimientos tan únicos, tan suyos. Cristina y
ese salvajismo de ambos que va creciendo hasta quedarse quietitos,
extenuados, aún besándose, queriéndose más que antes. Caes, hermano, y
puedes ver las copias a mimeógrafo que van saltando en cada vuelta
del rodillo, tus manos escribiendo las paredes de la ciudad, tu
voz (que no parece la tuya) en el centro de un mitín callejero. Caes,
hermano, y aún no hace un minuto que alguien gritaba: "Cuidado,
cuidado, que andan agentes de civil!" No hace un minuto que estabas en
la barricada junto a otros cantando, con el rostro iluminado por las
llamas ondulantes, feliz de estar ahí, peleando con tu gente. No hace
nada casi que se sintieron los estampidos y comenzaste esta caída
lenta lenta lenta lenta donde recuerdas tantas cosas y no sabes por
qué, sólo sabes que estás cayendo, no tienes por qué saber la razón de
estos recuerdos, compañero, estás cayendo, compañero, sólo eso,
cayendo.