ETAPAS
EN LA OBRA DE JOSÉ DONOSO
Por
Mauricio Wacquez
Homenaje a
José Donoso, Victorino Polo García. Editorial Cajamurcia
1998. España.
I
La muerte de un poeta sobrevive a sus premoniciones.
José Donoso auguró la suya mientras vivió. Me
lo dijo una madrugada de 1963, en Santiago, frente a la Cordillera
de los Andes: sólo la obra establece una imaginación
paralela, una referencia que niega pulsiones de las cosas vivas, aleja
y ordena la decrepitud, el deseo, el dolor y eso, eso, la muerte.
Ahora lo tenemos ante su verdad final, al cabo de la
calle. Se ha despedido de nosotros con la gentileza que lo definía,
dejando en nuestras manos un libro de conjeturas, dice él,
sobre sus mayores. Un libro que, por encima de todo, pertenece a esa
etapa final que analizaremos en esta deshilvanada visión de
su obra. Cuando se fue de España, hace dieciséis años,
me dijo: "Vuelvo allá, donde tú y yo nacimos, para
ajustar las cuentas con la vida". Habíamos pasado juntos
un último verano de fuego en Calaceite, dedicados a cosas menores,
a fruslerías, escribir, sabiendo, tal como dijimos, que abandonábamos
de alguna manera las riberas familiares y que el son de la cuerda
terminaría por ensordecernos en el fracaso de todo lo que considerábamos
precioso, enorme, incomprensible. Verdad: José Donoso respetaba
la lucidez, el ingenio, las buenas
maneras, respetaba tanto esa luz como las contradicciones demoníacas
de la sinrazón. Vivió —hoy lo sé, pero sólo
hoy— para inventar otro mundo, complemento y contrario de la duración,
inventó un mundo "para mí", con el estrépito
que hacen los dioses creando, endiosado él mismo o endemoniado.
Su vida era sin duda la vida mía, y su muerte, ahora, no sé,
es más mía aún, pues la preserva la diké
de una felicidad compartida, de un pasado que terminará ahogándonos
a ambos.
Calaceite, consternado, hizo aparecer criaturas que
creían que Donoso había muerto tiempo ha, como los héroes
que pertenecen más al dime y al direte que a la realidad de
los vecinos. Ahora, convencidos, esperan que la gran ola termine con
tanta mala memoria, con las consabidas conjeturas, y que lo que queda
de este gran capitán termine diluyéndose como un espectro
clásico entre la niebla de los olivos. Pero no nos precipitemos,
él está aquí, lo estará en cualquier gesto
de las manos ajenas que no lo tocaron, estará en la duda, en
la poesía, estará en la certidumbre del cambio, en esa
luz que lo lleva y lo levanta en su lugar invisible.
II
Sirva este obituario para acceder a otras zonas menos
elegiacas de la personalidad literaria de José Donoso. Por
ejemplo, las etapas en que pueden clasificarse sus libros: una primera
etapa, "chilena" —de 1955, año de la publicación
de Veraneo, a 1964, cuando sale de Chile y se instala, primero,
en México y luego, en Europa—. Una segunda etapa manierista,
cosmopolita, europea —que incluye tanto las Tres novelitas burguesas,
como Casa de campo y La misteriosa desaparición de
la marquesita de Loria—. Y una tercera etapa "chilena"
—tras su vuelta al país en 1980 y cuyos textos centrales son
las novelas La desesperanza, Donde van a morir los elefantes
y las memorias Conjeturas sobre la memoria de mi tribu—. Entre
estas etapas hay obras importantísimas, que juegan un papel
de bisagra, de preparación y de consagración. Entre
la primera y la segunda están El lugar sin límites
y El obsceno pájaro de la noche. Entre la segunda y
la tercera, El jardín de al lado. No caeré en
la ingenuidad ni en el ocio de intentar el comentario pormenorizado
de estas etapas. Es patente que tanto en lo que yo llamo etapas como
en las ínter-etapas hay obras capitales de Donoso: Coronación
en la primera etapa; El obsceno pájaro de la noche en
la primera ínter-etapa; Casa de campo en la segunda
etapa; El jardín de al lado en la segunda ínter-etapa,
y La desesperanza y Donde van a morir los elefantes
en la tercera etapa. Pese a lo atrevido y escolar de esta clasificación
pienso que en la vida y en la obra de Donoso se reconoce perfectamente
ese terreno algo resbaladizo en el que el peso de la experiencia incide
directamente, casi dramáticamente, en la composición
de la obra. Pero en este caso, la última etapa será
la que desvele, a mi entender, la totalidad de las anteriores; será
la vuelta a la realidad, la recuperación de un paraíso
que no por recuperado está menos perdido en la imaginería
chilena: el oscuro mundo del Chile rural, sus mitos, su lenguaje,
sus ya perdidos oficios, los esperpentos barridos por la cultura del
plástico y por la definitiva riada del progreso sin mayúscula.
Estos pormenores fueron los que finalmente lo empujaron a volver a
Chile en 1980. Una cierta perplejidad, pero, al mismo tiempo, una
hermosa energía que lo endilgaba hacia "el lado de allá",
una comezón expectante como la de los niños antes de
un viaje. El jardín de al lado, escrito en pocos meses
en 1980, lo ponía en la buena dirección. Ya se ve ahí
un deleite previo por todo lo chileno, por las hablas, por los personajes
"de aquí", que tienen significación porque
ya son algo "de allá". En fin, que esa etapa, que
comenzó en 1980, debe servir de viga maestra para entender
la totalidad de la obra de José Donoso. Porque corresponde
al esplendor de su madurez, a la culminación de una poética
que, por más etapas que tenga, ha sido siempre una gema cuyas
facetas no la recargan, sino que afinan su hora solar.
III
La primera etapa corresponde a grandes rasgos con la
década de los cincuenta. Época de reflexión,
de asombro, en la que maduraron, en medio del desgarramiento y la
ansiedad, los dos pasos más significativos de su vida: uno,
su matrimonio; el otro, la consagración definitiva a la literatura.
Ambas decisiones pertenecen a un mismo orden vital. Tal como se presenta
ante nosotros la biografía de Donoso debemos colegir que el
matrimonio y la plena dedicación literaria fueron el marco
implacable de una trayectoria espiritual que no mostró nunca,
ni muestra, desviaciones. De esta manera —y mostrarlo es en fin de
cuentas el objetivo que me he fijado al componer este texto—, la
biografía del autor deviene bibliografía,
crónica libresca, la mera cronología vital se retrasa
frente a una propedéutica más poderosa: la fantasía
animada del texto, los personajes que, de tan equívocos, no
osan existir más que a través de la indulgencia literaria.
Esta tesis, dolo-rosamente postulada toda vez que nos enfrentarnos
a un verdadero creador, llena las cavilaciones del joven Kroeger cuando
mira por la ventana hacia el interior del salón donde bailan
juntos los dos seres que ama.
Porque las elecciones de un artista se realizan entre
la vida que se le va dando y otra vida escondida en la apariencia
y surgida de su imaginación. Segunda realidad que puede apoderarse
de la primera hasta que de ésta no queden más que sorpresivos
accesos de nostalgia, rápidamente sofocados. Se trata de una
elección radical: para el artista, la vida posible es
un espejismo o una sombra como lo era para Platón. Cada amor
difícil o imposible, cada rostro, no existen sino dirigidos
por el Amor o el Rostro. Y las consecuencias diseñan el esqueleto
de lo fantástico. El Amor reemplaza al amor y el rostro se
convierte en máscara. En adelante, lo real y lo virtual serán
lo mismo, el orden ontológico y el lógico, el vivir
y el imaginar, pertenecerán al orden de la significación.
Es decir, la imposibilidad de acceder a la carne para someterla al
desencanto es una de las ventajas de la carne imaginada. Ésta
permanece fuera y no se la posee más que en lo inteligible.
Dentro de la obra.
En 1960, José Donoso ya había realizado
todo lo que prefigura la vida de un artista: la formación humanista
y universitaria, el viaje, el encuentro con una edad en la que el
tiempo se interioriza produciendo urgencias ultimistas. Pero lo importante
de ese año era la situación equívoca en la que
se encontraba. En 1957 había aparecido Coronación,
aunque aún era tiempo de desandar el camino. Pese a que esta
novela se inscribía ya como la mejor obra narrativa publicada
en Chile desde Hijo de ladrón, podría haber pasado
como un rasgo de genio de un joven diletante; éste podría
haberse detenido en su impulso y salvando la cara sin demasiados perjuicios,
haber dejado que esa novela no le impidiera una continuación
honorable. La situación equívoca era tanto más
inestable cuanto que la vocación no había endilgado
el gran camino y que, por otro lado, ya había dado sus frutos.
Porque, para los demás, Donoso era ya un escritor, es más,
el mejor escritor de su generación. La explicación de
este estado de cosas puede encontrarse diez años antes, en
Princeton, en 1949. Allí ocurrieron hechos que lo dingieron
hacia lo que su familia —de larga tradición literaria y sin
embargo contraria a la literatura tomada como oficio cuanto no como
afición— consideraba un insulto a la sensatez. En Princeton
encontró los ecos de las recientes estancias de Thomas Mann
y Hermann Broch, frecuentó a Toynbee, a Maritain, a R.P. Blackmur,
a Allen Tate, a Robert Fitzgerald y respiró en una atmósfera
que por el simple hecho de diferir de la chilena se mostraba como
estimulante. En ese medio se le dieron "a conocer las grandes
obras del arte universal con las que siempre había anhelado
tomar contacto",(1) pudo
publicar sus primeros cuentos (en inglés) y darse "cuenta
de que, para bien o para mal, era escritor". Tenía veinticuatro
años.
Es interesante observar la forma como Donoso formula
ese destino. "Se dio cuenta", es decir, descubrió
algo que ya estaba allí; el ser escritor se convierte
para él en un atributo esencial que no había visto,
como el color de su piel. Y, tanto como el color de la piel, el atributo
"ser escritor" carecía de justificaciones. Nada existía
que pudiera dar cuenta, explicar, esa decisión aparentemente
antojadiza como no fuera el íntimo convencimiento de que había
hallado en sí mismo algo portentoso: sólo él
conocía el carácter consubstancial de la literatura
en su vida. Pero le quedaba lo más importante: mostrar lo que
había encontrado. Y no puede decirse que esto representara
la parte más fácil.
Como para la mayoría de los verdaderos creadores, la literatura
para José Donoso se da como "dificultad", como problema.
Es difícil escribir. Llegar a hacerlo requiere de la conjunción
maravillosa de ciertas disposiciones que en lo cotidiano se muestran
como los peores enemigos. Aunque la dificultad mayor es la obsesión
permanente de que no se podrá escribir, es decir, de que, precisamente,
escribir es una dificultad. La década de los cincuenta
se pasará para él entre el diván del psicoanalista
y el casi siempre abortado impulso literario. En 1955 publica su primer
libro de cuentos, Veraneo, sólo para mostrar que había
escrito algo antes de los treinta años. El exitoso resultado
lo asombra antes que nada a él mismo. Porque de ninguna manera
ese libro era modelo de lo que quería hacer. El conflicto central
de su vida puede resumirse diciendo que nadie en la literatura moderna
ha envidiado tanto como él, ha deseado tanto el oficio de escribir.
El punto doloroso consistía en hacer coincidir la imagen del
escritor verdadero que él veía en sí mismo y
la correspondiente realidad mundana. Pienso que la pregunta radical
que intentaba responder a través del psicoanálisis era
de cómo podrían ordenarse los diversos estratos existenciales
para que produjeran finalmente una obra. Esos estratos eran de diversa
naturaleza. Para conformar la imagen del creador debieron existir
los suficientes "momentos malos", las "enormes frustraciones
infantiles", el "inevitable odio de sí mismo".
Todo esto da cuenta de esa cultura de la carencia que en fin de cuentas
es toda literatura y todo arte. Como en Borges, también aquí
se podría hablar del "otro Donoso", del que en lugar
de haber dirigido los impulsos vitales hacia un orden creativo hubiera
buscado la belleza física que se le negó, la plenitud
carnal que no conoció, hubiera buscado ser Humberto Peñaloza
y Jerónimo de Azcoitía.
Las relaciones de Donoso con el mundo de su infancia
y adolescencia —familia, amigos que consideraba como mejores por ser,
por ejemplo, bellos, y compañeros de generación— fueron
siempre de tipo vergonzante. La mediocridad ambiental (que no correspondía
con los modelos que un hombre sensible le exige a la realidad) determinó
en él ciertas reacciones oprobiosas que más tarde lo
llevarían a mitificar los pormenores reales (véase
Coronación). Por otra parte, y por esas razones, él
mismo estaba contaminado de vergüenza. El hacer, el ver, el anunciar,
estaban acribillados de inseguridad. Era el ámbito del defecto
y éste se le revelaba como la causa de su ostracismo; ostracismo
tanto más doloroso cuanto no lo expulsaba de su mundo, sino
que lo instalaba en el centro mismo de lo que rechazaba. De esta manera,
un movimiento bifronte —de reacción y ligadura— instauraba
las coordenadas de una meditación sobre el medio social y sobre
sí mismo. Y esto también en un doble aspecto. Es superficial
afirmar que la dialéctica de la novelística de Donoso
es antes que todo una dialéctica social. Es cierto que hay
dos entidades aparentes: la clase alta y el subproletariado marginal.
Ambos, sin embargo, son imágenes de una dualidad que pertenece
en su mayor parte al autor. El encuentro de clases es metáfora
más que crónica, es denuncia de un estado de ánimo
más que la observación sociológica de un país.
Es fácilmente visible en José Donoso la tramoya con
que se sostiene y arma su literatura. Asistido por una inteligencia
deslumbrante supo distinguir los resortes de la envidia para que éstos
no motivaran su desdén, sino que lo enfrentaran a una responsabilidad
más trascendente que un mero anecdotario. De ese examen surgiría
una primera copia o vademécum, una primera digestión
del movimiento pendular que tanto lo alejaba de sí y lo instalaba
en el mundo como lo traía de vuelta a una intimidad tempestuosa.
Pero un péndulo puede devenir y es el fiel de una balanza.
A los veinte años —en el momento en que decide romper el círculo
vicioso yo-mundo-yo yéndose de casa— poseía dos armas
de análisis: un prurito de autognosis y una tremenda pasión
por la literatura. Era en las grandes novelas donde él encontraba
confrontadas sus intuiciones. "Me marché de casa con una
maleta y una caja llena de libros." Salir o ser expulsado son
al fin de cuentas partes de un mismo fenómeno. Lo importante
es saberlo ahí, fuera, en medio de sí mismo. El que
a los veinte años se fuera de casa y enfrentara un nuevo paisaje,
no tuvo tanta significación como el hecho de encontrarse por
primera vez distanciado del centro gravitacional de su ambiente. La
construcción puramente idealista del mundo y del yo podía
haber quedado sin efecto a la vista de una realidad nueva, despojada
por el momento de la carencia y ausencia que caracterizaron sus años
de aprendizaje. Sin embargo, sabemos que partir no es sino una mejor
manera de permanecer. José Donoso vio desde allá
y con mayor claridad lo que había dejado. Vio que su sistema
eidético no funcionaba dentro de una realidad en la que era
aceptado. Había partido para hacer físico el exilio
interior y para llevar a cabo, a través de él, una de
las formas más crueles de conocimiento. "En la pampa cogí
un trabajo como pastor y escribí a mi familia para decirles
donde estaba, con algo de esperanza de que quizás me rechazarían".
La carencia y, a causa de ella, la autocompasión seguían
siendo las instancias supremas de la moral y de la estética.
Empero, ahora el fiel o el péndulo se encontraba aplomado:
el punto medio entre yo y mundo correspondía con una segunda
naturaleza en la que las intuiciones de la fantasía se trocaban
en lo real. Se le daba la espalda al mundo en virtud de que sus relaciones
resultaban perfectibles. Las cosas, meros fantasmas, constituían
la fuente de la angustia. Se necesitaba un sitio protegido, semejante
a la redoma de Este domingo, deslumbrante imagen de
la seguridad de la infancia, que ahora debía asumirse como
una segunda seguridad, adulta y deliberada, la seguridad autónoma
de la obra. La experiencia del artista no es dogmática, es
crucial como la del místico. Las relaciones de la realidad
no ofrecen alternativas verdaderas: todo acaba en el desastre. El
conocimiento y la ciencia son imposibles. Como el escéptico
y el místico, el artista vive en la encrucijada, como
un animal acechado, para quien la salida se encuentra arriba o
al lado, nunca en el mundo. El escéptico se instala en
la inseguridad pura y se realiza a través de ella; el místico
se acoge al arriba y el artista a ese al lado que es
la obra. Para todos ellos, la reflexión no lleva a ninguna
parte, los extremos se tocan como igualmente válidos y el adherir
a algo seguro no es más que un movimiento de la voluntad. Tanto
el odio familiar como un amor no correspondido son elementos multifa-céticos,
verdades dobles, que hay que reconocer y enfrentar como tales: como
todos los fenómenos, se hallan repletos de contradicciones
internas. De ahí la necesidad de asumir el mundo entero, desde
fuera, desde arriba, tanto da; asumirlo siempre desde la obra
representa entonces el único modo de ejercer una verdadera
actitud cavilosa.
Este fue el tema de la última conversación
que tuve con José Donoso antes de que él dejara Chile
en 1964. Habían pasado casi veinte años desde que abandonara
por primera vez su casa y quince desde que había decidido ser
escritor. Como dije antes, era más escritor para los demás
que para él mismo. A pesar de Veraneo y Coronación,
la gran apuesta estaba aún por probarse. "Me lanzo al
mundo, —me dijo—, y me siento viejo (tenía treinta y cinco
años) e inseguro". La aparición de las primeras
novelas de Mario Vargas Llosa, de la literatura de Cortázar
y Fuentes, acuciaban esa ansiedad hasta límites indescriptibles.
Yo ya había leído los primeros borradores del Obsceno
pájaro de la noche y pese a creer que representaban los
comienzos de un monumento temía que no pudiera terminarla precisamente
por la impaciencia de "no llegar". Tan verdadero es esto,
que recuerdo a Jóse Donoso diciéndome que si a los cuarenta
y cinco años "no se convertía en un escritor",
se suprimiría. En 1964 no se consideraba escritor. Apenas había
establecido una apuesta con el futuro. Y con mucha sabiduría
supo que esa apuesta no podría realizarla en Chile.
En aquella ocasión hablamos del universo del
artista, de la renuncia casi religiosa que era menester realizar,
del rechazo de la sensualidad como no fuera de la sensualidad imaginada.
Yo no sabía hasta qué punto esa opción era verdadera;
la minucia de nuestra conversación poseía para José
Donoso una importancia que yo era incapaz de captar, puesto que era
la descripción de su propia realidad. Acostumbrado como estaba
a la gimnasia intelectual, no supe que cuando me dijo "la obra
de arte es la única realidad, el único boquete en el
cielo nuboso", me estaba comunicando todo lo que él era,
su visión del mundo y la definitiva determinación de
vivir de acuerdo a ella.
Después de la publicación de El obsceno
pájaro de la noche escuché que alguien se extrañaba
de los contenidos mitológicos del folklore chileno que llenan
el libro. Toda la curiosidad, todo el fervor intelectual daban cuenta
del profundo conocimiento que Donoso tenía de su país,
de sus ritos ancestrales y del esfuerzo de pioneros que representa
aún "vivir en Chile". La observación de Donoso
se detiene sobre todo en los mundos que están prontos a desaparecer,
los circos rurales, los organilleros, o los que han desaparecido,
como los pueblos que arrasaron los terremotos y no volverán
a la faz de la tierra. Sea como fuere veo en la descripción
de estos temas una suerte de investigación personal, es decir,
una búsqueda del yo a través de los mil vericuetos del
paisaje que debe constituirse en sustrato de la obra. Paisaje que
se interioriza y encarna, que desemboca en lenguaje y en cosmos. Entre
texto y literatura, lo decíamos también, existe
una diferenciación formal afincada en la permisividad social
por medio de la cual el artista, en la obra de arte, puede enfrentar
sus temas, sus lacras verdaderas, sin temor a la hoguera. Es la gran
solución para un mundo en el que todavía la realidad
del comportamiento humano constituye escándalo. Aunque en los
textos conviven los miedos, la dolorosa imagen de los mundos
temidos o negados, las proyecciones de una moral y de una estética.
Conociendo la novelística de José Donoso es posible
llegar al centro del laberinto. Ese laberinto ya construido, pensado
ya, es decir, preestablecido desde un pasado de dudas y pavores:
la infancia, el país, ese laberinto que es toda poética.
El artista, al trabajar "como si", al metamorfosearse mil
veces, cree trabajar por interpósita persona, quiere hacernos
creer que trabaja desde fuera (tesis con la que el realismo ha hecho
sus peores desmanes) y no como un ciego que tantea la oscuridad de
una habitación llena de chatarra: su propia vida. Felizmente,
algo nos han enseñado los brujos de la psicología: que
Madame Bovary es Flaubert, que Donoso es el peregrino de Yumbel, el
niño abandonado y sin futuro, como no sea el futuro de un paria,
del Purgatorio de Menores, el Pound de Brunnenburg, el Lampedusa que
murió sin saber que era novelista. ¿Y por qué
no?, también el parroquiano del bar de un pueblo que languidece
en medio del polvo del Valle Central, el organillero sin defensas
ante el empuje de los medios modernos de difusión musical,
la vieja atada a un muro con una cadena que, en medio de los vapores
de su demencia, sólo le queda el instinto de la libertad y
quiere huir del infierno de la locura.
Final
La segunda etapa —de 1964 a 1980—, no contempla, paradójicamente,
El obsceno pájaro de la noche, novela clave en el desarrollo
literario de José Donoso. Es una obra lastrada —tanto como
por haber sido concebida en Chile en los últimos años
de la década de los cincuenta como por pertenecer objetivamente
a la poética chilena— con los temas de la etapa a la que pertenece
Coronación. Lo que llamo "Segunda Etapa" comienza
con Tres novelitas burguesas, escritas ya en Barcelona, en
las que pareciera que el escritor ha perdido una cierta memoria, en
las que el recuerdo de Chile se ha difuminado, muy a pesar de él,
pero en las que cualquier alusión al lenguaje y al mundo chileno
parece anacrónico, palabra que alude tanto a estar fuera de
lugar como del tiempo. ¿Pensó Donoso que podría
reciclarse en "otro escrito"? ¿Quiso ser "otro
escritor", sin amarras con el pasado ni con Chile? Puede decir
tal vez que Tres novelitas burguesas fue un divertimento catalán.
Dejémoslo así. Lo que es flagrantemente otra cosa, que
muestra la imposibilidad de Donoso para nombrar lo chileno, es el
caso de Casa de campo: precisamente cuando tiene que recurrir
a la alegoría y a un lenguaje lleno de artificios para desplegar
ante nosotros ese bellísimo friso, esa parábola sacra,
del horror chileno. Lo mismo ocurre con la Marquesita de Loria.
Si quiso hacer un homenaje a la vida, al diseño, a los objetos
y gustos del Art Déco, no dejó de hurgar con menos énfasis
en el alma humana. Ya se acercaba la década de los ochenta
y era evidente —en todo lo que decía, en lo que añoraba—
que esa etapa manierista tenía que terminar, que debía
volver. Obedece a su dios. Se instala en Santiago, en medio de una
vida que corre a raudales, que se extiende en un país derrotado,
pero espléndidamente suyo. "Por fin", parece que
dijera. Derrotado, desesperanzado, pero suyo. En el que todo, las
plantas, las calles, el olor de las plazas y mercados, las mareas,
terremotos y —lo más importante— la vesania del habla chilena
forman parte irremediable de su naturaleza. José Donoso nunca
fue realmente feliz en Europa durante los dieciséis años
que vivió fuera. Nunca. Fue un escritor sin escritura y —lo
peor— un escritor sin mundo. Pero en La desesperanza se desquita:
con un regocijo casi impúdico, lo nombra todo, lo dice todo,
lo mira todo, adorándolo. Sabemos que juzga lo que ve
y que lo juzga bien, pero no podemos dejar de sentir que lo nombra,
lo dice y lo juzga con una complacencia rayana en lo indecente. Sólo
por esto, por esta labor de nombrar lo amado, es un placer leer esta
novela. En mi opinión, todo lo demás es secundario.
No la desesperanza, que corresponde tanto —como dije antes— a la del
país cuanto a la del propio autor, sino las peripecias novelescas
urdidas para que el lector siga leyendo. La noche en el Barrio Alto,
con Judit, que incluye y culmina su venganza, no es más que
un ardid para desplegar las alas de un demonio interior que apunta
al sexo, a la pérdida de la identidad (Cf. El jardín
de al lado), a la envidia y al terror. Todos, tanto como la hermosura,
fantasmas acechantes de la escritura de José Donoso. Repito:
siendo una novela cuyo único partido es el de la moral y que
dice puntualmente lo que hay que decir sobre la situación chilena,
sería arbitrario afirmar que Donoso haya cambiado la novela
por el panfleto. Por si a alguien le queda alguna duda, le recomiendo
encarecidamente la escena de la leva u otros episodios caninos anteriores
(¡Zar! ¡Boris!), en las que aparecen los mismos
hocicos sanguinolentos, las dentelladas, los símiles de la
crueldad y la barbarie tan caros a Donoso (Cf. El lugar sin límites,
El obsceno pájaro de la noche). En mi opinión, la
escena de la leva, con Judit histérica e identificada con la
perrita de ojos inquietos, mientras Mañungo intenta defenderla,
es una de las escenas menos olvidables de la literatura del siglo
XX.
En ese largo viaje de la noche (Segunda Parte), en que
la búsqueda de la venganza de Judit queda como centro escénico
y el relato retrocede, salta y se entremezcla, el lector es informado
de otras situaciones de Judit —y también de Mañungo
en París y en Chiloé—, en las que Donoso cumple honorablemente
la tarea de la intriga novelística, por ejemplo en la peripecia
de la salida de Judit de Chile.
No creo que tales fuegos sean irrelevantes, puesto que toda pasión
literaria, en el lector, comienza con el cebo de la intriga y con
lo que la novela otorga de incertidumbre e imaginación. Pero
el hecho es que, en Donoso, existe ese falso realismo que transcurre
terso —o barroco, tanto da— y que, de pronto, desemboca sin transición
en el adefesio, en el monstruo, en una dimensión gótica
o fantástica del relato. Y esto es constante: ni cuando quiere
describir "ideológicamente" a Federico Fox, Donoso
puede presentarnos sólo a un personaje corrompido. El jerarca
muestra facetas hialinas, fantasmales, que se compadecen mal con una
literatura soi disant militante. Esto es, en fin de cuentas,
lo que hace que La desesperanza sea una obra de arte, legible
hoy y en cien años más, cuando el terror que describe
se haya borrado como todos los terrores.
El griego dice: la obligación de un mitólogo
es incorporar los componentes mortales y elevarlos a rango divino.
Sin ser una novedad constituye un motivo de satisfacción el
hecho de que Donoso no lo olvide y sea fiel a esta propedéutica.
Chile, para comenzar: Mañungo-Donoso haciendo el viaje —de
regreso—, la ceremonia de las transformaciones, el declive y la urgencia
por mitificar la olvidada realidad en la frente de un hombre inclinado
sobre un niño que recibe el soplo de lo que fue y será
siempre ese mundo perturbado. Se advierte claramente que para Donoso
existía esa urgencia: nombrar, como saboreando frutas, las
palabras que elevarían de rango las cosas nombradas, pero que,
por encima de todo, salvarían de la muerte al escritor. Ese
doble viaje del hecho literario es el que define intrínsecamente
el mito: hay una intra e intersalvación del hablante y de lo
hablado que los hace trascender a ambos: "...al enunciar su nombre,
lo había circunscrito dentro de un preciso anillo de vocablos
que definía su identidad".
Si dejamos fuera El obsceno pájaro de la noche
por haberse gestado en Chile y aún pertenece al ámbito
de "allá", José Donoso escribió magníficos
libros en España. Lo que sí es cierto es que siempre
se trató de libros, o escritos en una lengua franca o elaborados
con un lenguaje artificial, como él dice de alguno de ellos,
"operístico". Mi personal opinión es que la
literatura no se resiente en absoluto con este tipo de lenguaje, antes
bien, se enriquece. Sin embargo, ahora, con La desesperanza
y Donde van a morir los elefantes se ve cuan necesaria le era
a Jóse Donoso esa vuelta a Chile, ese nadar sin cortapisas
por el oscuro, espléndido y fracturado Sur, con sus meicas,
adivinas, conjuros y sahumerios. La Petronila, bruja que "llama",
es la contrapartida de la Peta Ponce (El obsceno pájaro
de la noche), tanto como Lopito lo es del Mudito...
Mitificar, por tanto, no es una acción impune.
Como el asesinato compromete al mitificador y al mitificado. ¿Es
La desesperanza la novela más chilena de Donoso? Por
ella navega el "Caleuche", con su arboladura de oro, con
Pablo Neruda y Matilde Urrutia a bordo como invitados de nota. Pero
el "Caleuche", ese buque fantasma que transforma el oro
en una alquimia más pura, ¿no es la carcasa espectral
de un Chile que navegaba a la deriva?
Lo cierto es que la presencia de lo mítico, la
utilización simbólica de un ámbito cultural cerrado
puede permitir que lo que es mera realidad se transforme una vez más
—como en La desesperanza— en una cadena que nos ate para siempre
a la poesía.
(1) José
Donoso, "Cronología" en Cuadernos Hispanoamericanos,
295. Enero, 1975.