Por Ricardo Lagos Escobar
Presidente de Chile
Neruda es uno de
nuestros poetas principales. Principal por el lugar que ocupa en las
letras del mundo, pero además porque su obra es fundamento y esencia
de Chile. Es componente indiscutido de nuestra nacionalidad,
referencia obligada y feliz cada vez que buscamos la mejor respuesta
para saber quiénes somos, de dónde venimos, cuál dirección debemos
tomar para seguir construyendo esta orgullosa Residencia en la Tierra
que se llama Chile.
En Isla Negra, junto a su inmensidad
oceánica, recordamos los treinta años de su muerte, pero también es el
momento de echar a andar los festejos por su nacimiento, cuyo
centenario se cumplirá en julio de 2004. Rendimos un homenaje a
Neruda, al poeta, al político, al orador, al memorioso, al que
reinventó la historia de América en el Canto General y al que en sus
Odas rescató la vida y los objetos cotidianos. Al poeta del amor, al
poeta de la memoria.
Sin lugar a dudas, Neruda fue fecundo.
Fecundo de letras, fecundo de viajes, fecundo de amigos, fecundo de
amor, fecundo de poesía. Porque hay tantos Nerudas: el joven de los
Veinte Poemas de Amor, el surrealista de Residencia en la Tierra, el
comprometido de Las uvas y el viento, el clásico de los Cien Sonetos
de Amor, el amante de Los Versos del Capitán, el reflexivo del
Memorial de Isla Negra. Todos esos Nerudas se nutren del tesoro de la
lengua castellana y de sus tradiciones literarias. “Quiero que amen
como yo amé a Manrique, a Góngora, a Garcilaso, a Quevedo”, escribió
también Neruda, mostrando con claridad sus raíces, las fuentes
profundas de donde emana una poesía que es tan hondamente chilena. Una
poesía de océanos y lluvias, de aves marinas, de caracolas, de
volcanes.
Uno es siempre más que uno. Neruda también. Está el
hombre, está el artista, está el diplomático, está el político, y en
cada uno de esos planos un grande como él se halla también sujeto al
examen y al juicio de los demás. Quizás si la poesía lo hizo inmortal,
la política lo hizo mortal. A 30 años de su partida, cualquiera que
sea el juicio que pueda darse en cada uno de esos planos nadie dejará
de sentir su espíritu agitado de una manera dichosa. Con cierto
orgullo que a cada uno de nosotros, hijos de esta tierra, nos produce
Neftalí Reyes Basoalto, su nombre al nacer, hijo de ferrocarrilero del
sur.
¿Por qué hablo de Neftalí Reyes? Es como hablar de Lucila
Godoy, en vez de Gabriela Mistral. Ella, Neruda y Claudio Arrau
consiguieron emerger tenazmente, desde espacios muy modestos, y
alcanzar luego el desarrollo artístico y la fama que tuvieron.
¿Podrían haberlo hecho, me pregunto, si a sus talentos indiscutibles
no se hubieran sumado decisiones y acciones públicas de un Estado que
los encontró y les permitió encumbrarse? ¿Tenemos hoy día la capacidad
de mirar en la sociedad que estamos construyendo, para asegurarnos de
que los Neftalí, Lucila y Claudio del siglo XXI, llegarán a ser lo que
fueron Neruda, Mistral o Arrau en el siglo XX?
Permítanme, como
Presidente, llamar la atención a esto. Creo que es esencial para el
país que queremos, saber encontrar el talento artístico y potenciarlo
para todos los hijos de esta tierra, y asegurarnos de tener políticas
públicas que garanticen aquello. Neruda lo dice cuando agradece el
Premio Nobel y reconoce emocionado que en el curso de su vida ha
encontrado en alguna parte la ayuda necesaria, esa ayuda –empleando
sus propias palabras– por la cual se evite que los pobres poetas
“barrenen un agujero negro y se vayan sumergiendo en el luto de un
pozo solitario”.
Por eso vale la pena recordar aquí las
palabras de Neruda en la ceremonia del Nobel, palabras que dirigió no
sólo a los poetas, sino a los trabajadores y a toda la gente de buena
voluntad. Las tomó de Rimbaud y son toda una profecía, cuando nos dice
que “sólo con una ardiente paciencia podremos conquistar la espléndida
ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los seres humanos”.
Francisco Velasco, médico, amigo de Neruda, con quien adquirió La
Sebastiana, la casa que ambos habitaron en Valparaíso, cuenta que
Neruda, agnóstico como era, no creía en la vida eterna. A ratos
admitía la posibilidad de la reencarnación. “¿Y en qué te gustaría
reencarnarte?”, le preguntó Velasco. La respuesta del poeta fue
inmediata: “En un águila”. Pues bien, algunas semanas después de la
muerte del poeta, nadie sabe cómo, en una escena garciamarqueana,
entró en La Sebastiana un águila, desde donde voló luego de que el
propio doctor Velasco, alertado por los vecinos, ingresara y abriera
alguna de sus ventanas. En conocimiento de tan extraño suceso, una vez
superado el alboroto, Matilde Urrutia, su viuda, certificó sin ningún
género de dudas: “Era Pablo”.
Como Presidente de Chile, me
gusta imaginar que Pablo transformado en águila nos ayuda a tener una
visión más amplia, más aguda, más perspicaz. Con ojo de águila
sobrevuela éste su país querido, vigilando nuestros pasos, protegiendo
nuestro camino, bajo el manto amplio de sus alas. Y me gusta creer que
flecha y flor es el pájaro de su vuelo.
Como Presidente me
gusta sentir al país como ese cometa marino, como ese largo pétalo de
mar, vino y nieve al que Neruda cantaba con estas mismas bellas
palabras. Decía él en Las uvas y el viento: “Creo que nos juntaremos
en la altura, creo que bajo la tierra nada nos espera, pero sobre la
tierra vamos juntos, nuestra unidad está sobre la tierra”.