Para el joven Neruda fue sumamente difícil
aludir al padre en sus textos. De esta dificultad da testimonio el
investigador y catedrático Hernán Loyola, recopilador de su obra
completa y uno de los más conocidos expertos en la vida y obra del
poeta chileno.
...
Por HERNAN
LOYOLA
en Revista de
Libros. Sábado 14 de junio de 2003
Es bien sabido que
don José del Carmen Reyes Morales rechazó desde temprano la propensión
literaria de su hijo Neftalí. Menos sabido, en cambio, es que la
escritura de pablo Neruda sacó provecho de ese nunca resuelto conflicto con su padre. En cierto modo el poeta creció y se
afirmó en su lucha con el feroz autoritarismo de don José del Carmen.
A través del forcejeo contra ese rechazo Neruda buscó no sólo actuar
su vocación sino también, y en medida muy importante, demostrar a don
José del Carmen que la poesía era precisamente el camino para la
realización de sus expectativas paternas. Hasta 1938 el hijo se empeñó
tenazmente en esta ambigua batalla de amor-rencor. En vano porque ese
año don José del Carmen murió sin haberse percatado de que su hijo
Neftalí (al que otros llamaban Pablo Neruda o algo así ) estaba
iniciando entonces el camino hacia el reconocimiento
mundial.
Tratemos de
entender a ese padre terrible. El niño José del carmen había sufrido a
su vez el autoritarismo patriarcal y bíblico -fundado en manías
religiosas- de su propio padre, don José Ángel Reyes Hermosilla, dueño
del modesto fundo Belén próximo a Parral. Contra tal autoritarismo
José del Carmen se rebeló asumiendo gradualmente una posición laica,
racional y pragmática, característica del progresismo decimonónico. Al
igual que su hijo Neftalí, tampoco José del Carmen conoció a su madre
Natalia Morales, que murió del parto en 1871. Don José Ängel contrajo
segundas nupcias en 1885 con Encarnación Parada. Tuvieron trece hijos,
todos bautizados con nombres del Antiguo Testamento ( Abdías, Amós,
Oseas, Joel...), salvo el último que heredó el nombre del padre. De
esos trece quizás no todos fueron de doña Encarnación, porque la
vocación bíblica de don José Ángel se manifestaba con igual energía
como autoritarismo ético-religioso hacia sus hijos y como patriarcal
concupiscencia que bien conocían las mujeres del fundo Belén y del
pueblo mismo de Parral.
En 1890 el
presidente Balmaceda inauguró los trabajos del dique de Talcahuano,
en cuya construcción participará el joven obrero
José del Carmen Reyes. Su padre, que pensaba para él un destino
agrícola, lo había dejado partir de malas ganas y no sin antes
recordarle que "en los puertos hay mucho pecado, hijo". Trabajar en
Talcahuano consintió a José del Carmen no sólo escapar a la presión
bíblica paterna sino ampliar su horizonte de contactos humanos. En la
pensión de la familia Tolrá (una señora catalana y sus hijas) trabó
amistad decisiva con Carlos Masson Reinike, norteamericano de origen y
pionero de vocación, por entonces sólo un modesto traficante de ganado
y productos agrícolas. Viajando a Parral con su joven amigo, Masson
hizo negocios con los agricultores de la zona y conoció al matrimonio
Candia Manverde, con cuya muy joven hija Micaela se casará antes de
partir hacia su destino de colono en Temuco (ciudad recién fundada que
era la obsesión del pionero). Con los nuevos esposos partirá también
Trinidad, la hija menor, niña todavía.
Entre otras
actividades, Masson instaló en Temuco una pensión o posada que faltaba
en la fresca ciudad y a la que de cuando en cuando llegaba José del
Carmen desde Talcahuano o Parral. Su proyecto de traslado a Temuco
debió ser aplazado porque la exuberancia juvenil y alguna ocasión
favorable determinaron una noche de pasión amorosa entre José del
Carmen y Trinidad, cuyas consecuencias el vientre de la muchacha no
lograba disimular algunos meses después. Rechazada la hipótesis del
matrimonio reparador, Trinidad parirá en Coipúe, villorrio no lejano
sobre el río Toltén. Al despuntar la primavera de 1895 nació Rodolfo
Reyes Candia. Transcurridos los días indispensables, Trinidad debió
regresar a la casa de los Masson en Temuco, dejando a su hijo al
cuidado de doña Ester, la partera, quien se encargó de amamantar al
recién nacido y de criarlo hasta sus once años de edad. Durante dos
lustros a Trinidad le fue vedado viajar a Coipué a ver a su hijo. La
total ausencia de sus padres, paradójicamente, favoreció una infancia
feliz para Rodolfo.
Durante esos años
José del Carmen contrajo matrimonio en Parral con Rosa Neftalí
Basoalto Opazo, maestra de escuela. Corría el otoño de 1903. Todo
parece indicar que el novio se casó muy, pero muy enamorado de esa
mujer seis años mayor, tal vez porque ella supo llenar el oscuro vacío
de una madre nunca vista. Y así fue que en Parral, pasados los meses
de rigor, el 12 de julio de 1904 nació Ricardo Eliecer Neftalí Reyes
Basoalto. Pero el parto a 39 años de su edad consumió las precarias
energías de Rosa Neftalí, ya enferma de tuberculosis que esta vez no
le dio tregua: murió el 14 de septiembre.
Abrumado por la
pérdida, José del Carmen buscó trabajo en Argentina pero terminó por
volver al dique de Talcahuano y a la pensión de las hermanas Tolrá.
Pasados otros dos años, decidió establecerse en Temuco aceptando el
implícito deber de constituir una familia con Trinidad. Tal vez porque
consciente de que su segundo matrimonio no nacía fundado sobre el
amor, quiso consolidarlo con la reunión de sus dos hijos -Rodolfo y
Neftalí- en el nuevo hogar. El autoritarismo abstracto aprendido de su
padre se hizo presente entonces, pero en variante laica, instándolo a
actuar un compulsivo proyecto racional. Seguramente con buen
propósito, pero con escasa sensibilidad y menos intuición, José del
Carmen arranco a Rodolfo de los brazos amorosos de doña Ester (y del
agreste paraíso de Coipué) para entregarlo a los brazos de quien era,
sí, su madre verdadera, sólo que psicológicamente distante por los
once años de mutilación afectiva que le habían sido
impuestos.
"Mi padre
-escribió Neruda- fue mal agricultor, mediocre obrero del dique de
Talcahuano, pero buen ferroviario". Finalmente conductor de un tren
lastrero, sus ausencias de varios días pronto dejaron de sorprender a
Trinidad. Pero algunos de esos alejamientos no eran debido a trabajo
ni a sus frecuentes visitas a la tumba de la inolvidable Rosa Neftalí.
Sólo tras su matrimonio había comprendido José del Carmen la verdadera
naturaleza e intensidad de su relación con Aurelia Tolrá, de la
pensión en Talcahuano. Los viajes del ferroviario ya no eran por
trabajo sino por pasión, hasta que Aurelia quedó encinta y tuvo que
alejarse de su familia. La criatura nació en San Rosendo el 2 de
agosto de 1907. Era una niña: Laura. En San Rosendo instaló Aurelia
una pensión en la que vivía esperando las visitas del
amante.
FRATERNA
COMPLICIDAD
Esta situación no
duró mucho. Aurelia encontró quien le ofrecía mayor seguridad afectiva
y económica mientras José del carmen, cansado de tanto vaivén y quizás apremiado
por escrúpulos bíblicos de signo paterno, retornó al compulsivo
proyecto integrador. Los amantes decidieron así, en acuerdo con
Trinidad, el traslado de Laurita a Temuco bajo una nueva identidad
legal: Laura Reyes Candia. Neftalí, que ya vivía en Temuco desde sus
dos años de edad, tendría cinco o seis cuando viajó con su padre a San
Rosendo pata traer a Laurita. Venir separada de su madre fue para la
niña una experiencia no menos atroz que la vivida por Rodolfo cuando
su padre lo alejó de doña Ester y de Coipué. Pero Laurita encontró en
la casa de Temuco un consuelo que Rodolfo no tuvo (por ser mayor): la
fraterna complicidad con Neftalí.
El proyecto
racional -y bien intencionado- de José del Carmen se cumplió así con
resultados tristes para Rodolfo y Laura, al precio de laceraciones
terribles. Para Neftalí fue en cambio afortunado, a pesar -e incluso a
causa- del autoritarismo del padre. El hijo de Rosa Neftalí fue el
único de los tres hermanos que encontró en Trinidad lo que más
necesitaba: la madre que lo protegiera del miedo: "Ah, pavoroso
invierno de las crecidas, cuando la madre y yo temblábamos en el
viento frenético" (1924). Ella, por haber interiorizado a lo largo de
once años la negación forzada de su maternidad, no pudo o no supo
compensar la pérdida sufrida por su propio hijo Rodolfo al venir
separado de doña Ester. Mucho menos pudo hacer por Laurita. Al futuro
poeta Trinidad fue capaz de entregar, en cambio, la parte más libre de
su ser, aquella zona de su condición femenina que no había sido
traumatizada por las prohibiciones. Por ello pudo y supo ser para
Neftalí la madre verdadera que el muchacho no conoció.
No sólo de los
temporales de invierno: hasta donde pudo Trinidad protegió también a
Neftalí del padre barbirrojo y brusco. Porque el niño creció en el
temor a esa figura de duros gestos y expresión airada. Y sin embargo
la ironía de los hechos hizo de José del Carmen el primero y más
importante promotor del destino de su hijo. Bastante tenía el rudo
ferroviario con que Neftalí fuera un niño enclenque, no faltaba más
que pretendiera también ser poeta. Su compulsivo y pragmático
racionalismo lo motivó a educar espartanamente al muchacho y, entre
otras medidas, comenzó de pronto a hacerlo madrugar para que subiera a
su tren lastrero, tiritando de sueño y frío, y lo acompañara en sus
incursiones de trabajo. El tren dejaba la ferrovía longitudinal y por
los ramales se adentraba en los bosques próximos a Boroa o a
Pitrufquén. Mal podía imaginar José del Carmen que fue su propio tren
lastrero quien condujo al niño Neftalí hacia el núcleo fundante de su
imaginario poético. Vale decir, hacia la selva austral. Y más tarde lo
llevará también al mar, ese otro polo de la dialéctica creadora de
Neruda. No por casualidad las memorias del poeta asociarán al
autoritarismo del padre los primeros contactos con el bosque chileno y
con el océano del sur (el pito del ferroviario controlando la duración
del baño de Laura y Neftalí).
Muchos años más
tarde, al regresar desde Oriente en 1932, Neruda atravesará un
terrible período de depresión y de esterilidad poética. Más de un año
sin viajar a Temuco, porque su padre lo había recibido muy mal (por
haber vuelto sin dinero, sin futuro y además casado). Pero hacia mayo
de 1933 don José del Carmen enfermó de cuidado y Pablo no resistió y
viajó dos veces, desde Santiago a Temuco, para confortarlo. De esos
viajes a la Frontera renació su poesía con "Barcarola" y "El Sur del
Océano", puntos de partida para la segunda Residencia en la
tierra. Una vez más José del Carmen había sido el
involuntario propulsor del destino poético de su hijo.
Para el joven
Neruda fue siempre difícil aludir al padre en sus textos. Pero en
1938, con motivo de su muerte, escribió una prosa de extraordinaria
intensidad: "La copa de sangre", íntimo arreglo de cuentas con su
progenitor. Del complejo significado y de la importancia de ese texto
para Neruda puedo dar testimonio. En cierta ocasión, estando en Isla
Negra, le pregunté al poeta por qué no había incluido en ninguno de
sus libros canónicos una prosa de tanta calidad como "La copa de
sangre". Tras un breve silencio, y sin mirarme, respondió sólo:
"Demasiado personal".
Del autor: (Este artículo intenta resumir
un aspecto inicial de mi biografía de Neruda, en preparación para
Planeta/ Seix Barral. Algunos datos y fechas aquí incluidos provienen
del libro Neruda: retrato de familia (Puerto Rico, 1996) de Bernardo
Reyes.)
La copa de
sangre
Cuando remotamente
regreso y en el extraordinario azar de los trenes, como los
antepasados sobre las cabalgaduras, me quedo sobredormido y enredado
en mis exclusivas propiedades, veo a través de lo negro de los años
cruzándolo todo como una enredadera nevada un patriótico sentimiento,
un bárbaro viento tricolor en mi investidura: pertenezco a un pedazo
de pobre tierra austral hacia la Araucanía, han venido mis actos desde
los más distantes relojes, como si aquella tierra boscosa y
perpetuamente en lluvia tuviera un secreto mío que no conozco, que no
conozco y que debo saber, y que busco, perdidamente, ciegamente,
examinando largos ríos, vegetaciones, inconcebibles montones de
madera, mares del sur, hundiéndome en la botánica y en la lluvia, sin
llegar a esa privilegiada espuma que las olas depositan y rompen, sin
llegar a ese metro de tierra especial, sin tocar mi verdadera arena.
Entonces, mientras el tren nocturno toca violentamente estaciones
madereras o carboníferas como si en medio del mar de la noche se
sacudiera contra los arrecifes, me siento disminuido y escolar, niño
en el frío de la zona sur, con el colegio en los deslindes del pueblo,
y contra el corazón los grandes, húmedos boscajes del Sur del mundo.
Entro en un patio, voy vestido de negro, tengo corbata de poeta, mis
tíos están allí todos reunidos, son todos inmensos, debajo del árbol
guitarras y cuchillos, cantos que rápidamente entrecorta el áspero
vino. Y entonces abren la garganta de un cordero palpitante, y una
copa abrasadora de sangre me llevan a la boca, entre disparos y
cantos, y me siento agonizar como el cordero, y quiero también llegar
a ser centauro, y, pálido, indeciso, perdido en medio de la desierta
infancia, levanto y bebo la copa de sangre.
Hace poco murió mi
padre, acontecimiento estrictamente laico, y sin embargo algo
religiosamente funeral ha sucedido en su tumba, y éste es el momento
de revelarlo. Algunas semanas después mi madre según el diario y
temible lenguaje fallecía también, y para que descansaran juntos
trasladamos de nicho al caballero muerto. Fuimos a mediodía con mi
hermano y algunos de los ferroviarios amigos del difunto, hicimos
abrir el nicho ya sellado y cimentado, y sacamos la urna, pero ya
llena de hongos, y sobre ella una palma con flores negras y
extinguidas: la humedad de la zona había partido el ataúd y al bajarlo
de su sitio, y sin creer lo que veía, vimos bajar de él cantidades de
agua, cantidades como interminables litros que caían de adentro de él,
de su subtancia.
Pero todo se
explica: esta agua trágica era lluvia, lluvia tal vez de un sólo día,
de una sola hora tal vez de nuestro austral invierno, y esta lluvia
había atravesado techos y balaustradas, ladrillo y otros materiales y
otros muertos hasta llegar a la tumba de mi deudo. Ahora bien, esta
agua terrible, esta agua salida de un imposible, insondable,
extraordinario escondite, para mostrarme a mí su torrencial secreto,
esta agua original y temible me advertía otra vez con su misterioso
derrame mi conexión interminable con una determinada vida, región y
muerte.
PABLO NERUDA
Temuco, probablemente agosto de
1938.
El Padre
El padre
brusco vuelve de sus
trenes: reconocimos en la
noche el pito de la
locomotora perforando la lluvia con un aullido
errante, un lamento nocturno, y
luego la puerta que temblaba: el viento en una
ráfaga entraba con mi padre y entre las dos
pisadas y presiones la
casa se sacudía, las puertas
asustadas se golpeaban con seco disparo de
pistolas, las escalas gemían y una alta
voz recriminaba, hostil, mientras la
tempestuosa sombra, la lluvia como catarata despeñada en los
techos ahogaba poco a poco el
mundo y no se oía nada más que el viento peleando con la
lluvia.
Sin embargo,
era diurno. Capitán de su tren, del alba fría, y apenas
despuntaba el vago sol, allí estaba su barba, sus
banderas verdes y rojas, listos los faroles, el carbón de la
máquina en su infierno, la Estación con los
trenes en la bruma y su deber hacia la
geografía.
El
ferroviario es marinero en tierra y en los pequeños
puertos sin marina -pueblos del bosque-
el tren corre que corre desenfrenando la
naturaleza, cumpliendo su navegación terrestre. Cuando descansa el
largo tren se juntan los amigos, entran, se abren las
puertas de mi infancia, la mesa se
sacude, al golpe de una mano ferroviaria chocan los gruesos
vasos del hermano y destella
el
fulgor de los ojos del vino.
Mi pobre
padre duro allí estaba, en el eje de la vida, la viril amistad, la
copa llena. Su vida fue una rápida milicia y entre su madrugar y
sus caminos, entre llegar para salir corriendo, un día con más lluvia
que otros días el conductor José del
Carmen Reyes subió al tren de la muerte y hasta ahora no ha
vuelto.
Memorial de Isla
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