Por ARIEL
DORFMAN
en El
País - Madrid - 27/09/03
Aquel 26 de
septiembre de 1973 en que enterraron a Pablo Neruda vivía yo en
Santiago de Chile, a sólo escasos kilómetros del cementerio General, y
nada hubiera sido más fácil para mí que caminar hasta el otro lado de
la ciudad para acompañar al gran poeta en su último
viaje hacia la tierra. En efecto, no me hubiera costado casi nada
unirme a los hombres y las mujeres que coreaban su nombre, podría
haber cantado yo también ese nombre frente a su ataúd, podría haberme
despedido de él. Pero no lo hice: no caminé esos kilómetros, no repetí
su nombre frente al sarcófago, no asistí al funeral del hombre que,
más que cualquier otro autor vivo o muerto, me había iniciado en el
amor a Chile y al idioma castellano.
Es una de las
pocas cosas en la vida de que me arrepiento.
Cuando había
llegado a Chile en 1954 desde los Estados Unidos -un joven de doce
años, nacido en Argentina y que, sin embargo, sólo pobremente
balbuceaba un par de palabras en mi idioma nativo- no había oído
hablar de Neruda ni menos hubiera podido recitar uno de sus versos.
Durante la década venidera, sin embargo, en la medida de que Chile y
sus sílabas me fueron seduciendo, Neruda iba a infiltrarse gota a gota
en mi existencia hasta que finalmente me tomó el corazón por
asalto.
Mi primer
encuentro con Neruda, si no recuerdo mal, fue a la edad de catorce.
Ardiendo por una distante y voluptuosa adolescente varios años mayor,
recibí el consejo de un compañero de colegio de que yo buscara medios
de susurrarle -si es que la fortuna me deparara tal cercanía- algunas
palabras selectas al oído de la esquiva bella: "Puedo escribir los
versos más tristes esta noche", y ella de inmediato, insistía mi
sibilino asesor, caería en mis brazos, pronta a entregar esos labios
lujuriosos y ariscos.
Hice el intento, pero mi interpretación
debe haber sido tan deplorable como mi acento, puesto que respondió:
"¡Neruda! Veinte poemas de amor. Eres el quinto aprendiz de
poeta que me lo enuncia en un mes. ¿Por qué no te aprendes mejor
Una canción desesperada?". Yo era tan ignorante que ni siquiera
sabía que, además de cancelar mis ilusiones con un epitafio
metafórico, ella se estaba refiriendo a otro poema de Neruda de la
misma colección. Lo que sí quedó claro era que si pretendía conquistar
a las damas era imprescindible que me sumergiera en el repertorio
nerudiano con más seriedad, lo que hice buceando en Los versos del
Capitán, esa obra anónima que el poeta todavía no había reconocido
como suya, pero que transparentaba su particular genio en cada una de
sus eróticas estrofas.
En los años que
siguieron, Neruda iba a ser mi guía a lo largo del camino interminable
de mi búsqueda de expresión emocional, intelectual, literaria, el
acompañante de mi perpetua re-invención. Vasto e inagotable, siempre
estaba Neruda al alcance de mi lengua, pronto a descifrar un mundo
hostil y misterioso, infinitamente disponible para cada inquietud y
cada apetencia.
Cuando necesitaba
entenderme con el torbellino existencial de mi vida, sumergirme en el
terror de mi propia extinción, mi añoranza de alguna ardua
resurrección, cuando se trataba de explorar las fronteras fluctuantes
que separan y comunican los sueños y las pesadillas y el caos oceánico
de lo cotidiano, ahí estaba Residencia en la Tierra. Y cuando
había que ir nombrando a la América Nuestra ahí se extendía el
Canto General, los pájaros y los ríos, las montañas y las
piedras, así como el sube a nacer conmigo, hermano, de las Alturas
de Machu Picchu, toda la furiosa historia de la América Latina
recobrada, los millones de vidas perdidas de los pobres de hoy y ayer,
desposeídos de todo menos de su dignidad. Y cuando era cosa de
contemplar mis propios pies, de discernir las palabras para articular
lo que significaba bañarse en el mar helado y volcánico que Neruda
también amaba, cuando había que sondear los enigmas de la alcachofa y
las lagartijas y el color azul, era Neruda en sus Odas
elementales, siempre Neruda, el que entreabría las ventanas
coloquiales del lenguaje una y otra y otra vez, como un amigo furtivo
que me murmuraba en el corazón las maravillas del mundo y que se
maravillaba también de que ese mundo no pudiera pertenecer a sus
habitantes de la manera pródiga con que pertenecía a sus poetas. La
política, el caldillo de congrio, los callejones con y sin salida, los
relojes y los campanarios, los héroes y los burdeles y los mineros,
los dictadores y los pezones y los zapatos y las manos, las manos, las
manos -todo lo que uno quisiera saber de la vida en su abundancia
infinita-, ahí estaba Neruda, ahí había llegado siempre antes Neruda,
con su exceso y su libertinaje de palabras, la mayoría de ellas -pero
no todas, por cierto-
asomándose a la perfección.
Y ahora estaba
muerto el artífice de mi mirada y yo iba a faltar a su
funeral.
Había muerto
Neruda de cáncer, pero también de tristeza; la angustia que le
ocasionó el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, la amargura
que trajo la muerte de Salvador Allende y de tantos otros
amigos y compatriotas apresados, torturados, fusilados, la devastación
de los ideales de justicia social y soberanía económica por los que
Neruda, comunista de cepa, había luchado gran parte de su vida, toda
esa congoja acumulada terminó liquidándolo. Un clima de miedo -el
mismo miedo que Neruda había descrito en sus versos fugitivos, la
sangre que había denunciado en las calles de la España republicana-
ahora estaba descendiendo sobre su propio Chile pacífico, invadiendo y
silenciando a cada habitante de la esperanza. Fue ese miedo el que me
impedía concurrir al sepelio de Neruda. Estaba ya en la clandestindad,
intentando salir vivo del país, y me decía a mí mismo con rabia que lo
más estúpido que podía hacer sería acudir a un funeral colmado de
soldados y espías.
Miles de otros
chilenos, tal vez más desesperados que yo, seguramente más imprudentes
y definitivamente más indomables, decidieron desafiar a las
autoridades y enfrentar el espectro de su propio pánico. Desde todo
Santiago convergieron sobre el cementerio General, uno a uno, aquel
día de septiembre. Amigos míos me contaron después que al principio la
multitud se hallaba muda y desolada y de repente una voz había
germinado desde las profundidades de la muchedumbre oscura y había
gritado "¡Compañero Pablo Neruda!". Y centenares de voces tronaron la
respuesta, "¡Presente!". Y las tropas que vigilaban no habían sabido
cómo reaccionar a este homenaje al más gran poeta de Chile, al
escritor más popular de la América Latina, una de las voces más
magníficas del siglo veinte o de cualquier otro siglo. Y entonces el
mismo barítono había vuelto a brotar -era el gran novelista patagónico
Francisco Coloane, un gigante de inmensas manos y larga barba blanca-
y ahora rugió otro nombre: "¡Compañero Salvador Allende!", exigiendo
la presencia y el reconocimiento del presidente muerto que había sido
enterrado dos semanas antes en forma secreta y anónima, y de nuevo
"¡Presente!", el grito de combate de aquellos que no habían podido
llorar todavía en forma pública el saqueo de sus sueños de una
revolución libertaria y que iban a tener que llorar un dolor aún más
vasto en los diecisiete años de dictadura que los
aguardaba.
Neruda debe haber
sonreído del otro lado de la muerte. Él creía, más que nada, en el
cuerpo -sus jugos, huesos, genitales, sus pelos y piel y tobillos- y
tiene que haber sido una reivindicación de su visión darse cuenta de
que su cuerpo aparentemente difunto se estaba convirtiendo en la mecha
que iba a encender la resistencia chilena a Pinochet, que esta
afluencia funeraria terminó siendo el primer intento de parte del
pueblo que Neruda había cantado en sus poemas para rescatar los
espacios públicos prohibidos. Y simbólico que este reto inicial a las
fuerzas de la extinción y del autoritarismo surgiera desde la
despedida popular a un labrador de las palabras que había proclamado
él mismo que los poetas no eran dioses, sino que más bien panaderos o
carpinteros, enmarañados en la vida cotidiana de los hombres y mujeres
comunes, y compartiendo su destino.
Sí, era apropiado
que fueran esos hombres y esas mujeres quienes, como yo, habían sido
nutridos a lo largo de su existencia por las baladas de Pablo, de
alguna manera justo que fueran ellos los primeros en informarle al
mundo que su bardo no los había abandonado, los primeros en jurar que
lo mantendrían con vida meramente recordando la caliente sombra de sus
palabras cuando hacían el amor y cuando bebían un buen tinto y cuando
respiraban la luz deslumbrante del mar, perpetuarlo cuando sentían la
melancolía del crepúsculo y la esperanza del amanecer y el ultraje de
la explotación, yo creo que Neruda hubiese querido que su último acto
en esta tierra se convirtiera en el preludio o quizás la anticipación
de algo infinitamente mejor, la profecía de aquel día en que el
planeta fuera digno de los poemas que él nos ofreció con tanta
generosidad y que todavía resuenan y perduran más allá de nuestra
muerte y de su propia muerte insignificante y transitoria.