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Mapocho de Nona Fernández:
novela híbrida entre la historia y el folletín[1]

Por Macarena Areco Morales
mareco@uc.cl

ANALES DE LITERATURA CHILENA
Año 12, Junio 2011, Número 15, 219-232





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Mapocho (2002), la primera novela de la escritora chilena Nona Fernández (1971)[2], relata el regreso a Santiago de Chile del alma en pena de una joven, la Rucia, respondiendo al llamado de su hermano, el Indio. Desde la infancia, ambos han vivido con su madre en una playa en el Mediterráneo, lugar al que han llegado luego de dejar el Chile dictatorial. El padre –Fausto–, profesor de liceo convertido en historiador oficial, quien ha permanecido en Santiago escribiendo varios tomos de una Historia de Chile y sus consiguientes reediciones, es creído muerto por sus hijos, pues su madre así se los ha dicho. Poco antes los hermanos han sido separados por ésta, para evitar un incesto, pero el Indio regresa un día borracho en un vehículo y los tres tienen un accidente automovilístico en el cual fallecen. La Rucia y el Indio malheridos, aunque en realidad muertos, consuman su amor, después de lo cual él desaparece. Poco después el joven la llama desde Chile, pidiéndole que se encuentren allá, por lo cual ella viaja, portando las cenizas de su madre, y se instala en la casa familiar semi abandonada. Errando por la ciudad se topa con el padre, quien acaba de recibir las condolencias por la muerte de sus hijos, y en dos ocasiones intenta suicidarse, pero primero el Indio y luego la Rucia se lo impiden. La novela termina cuando la joven se encuentra con su abuela, la casa familiar se derrumba y el cadáver de la protagonista navega río abajo por el Mapocho. A lo anterior se añade la narración de algunos episodios de la Historia de Chile y de relatos míticos que el padre, entonces llamado el Mago, contaba a sus hijos cuando estos eran niños.

Ganadora del Premio Municipal de Literatura en 2003, Mapocho ha generado gran interés en la crítica académica,[3] la cual ha destacado la presentación de una visión alternativa de la historia nacional escrita desde el margen. De manera adicional a este valor temático, en este artículo sostengo que su atractivo radica en la diversidad de subgéneros narrativos que se ponen en juego –principalmente melodrama, novela de enigma e histórica y secundariamente, alegoría y relato mítico– y en el recurso a transtextualidades variadas, a lo que se suma la mencionada desterritorialización –limitada, según argumentaré más adelante– de la historiografía oficial; y una cierta pluralidad y fragmentación de los tiempos, espacios, voces y tramas; todos procedimientos que permiten considerarla una novela híbrida metagenérica, a los que me referiré en lo que sigue.


El enigma de la familia

Mapocho se estructura en torno a dos enigmas, uno personal y otro social, el de la Rucia y su familia, exiliados en Europa, y el del país del cual provienen, ese “rincón que se cae del mapa” (Fernández 13). ¿Por qué han llegado hasta ahí?, ¿qué es lo que ocurrió en el pasado?, ¿qué sucedió con el padre?, son las interrogantes que debe resolver la Rucia.[4] De ahí que se trate, en primera instancia, de una suerte de investigación que emprende la protagonista para descubrir el origen de su situación, lo cual le significa viajar a Chile, donde se encuentra con los distintos involucrados, culpables y testigos, fundamentalmente su padre y su abuela, a través de los cuales va obteniendo diversos fragmentos de la historia familiar que está intentando reconstruir. Se entera entonces de “la verdad”: que su madre ha mentido, que su padre no está muerto, y de la traición de Fausto –su olvido de la literatura y su labor como historiador oficial–, y, al finalizar su periplo, gracias a la ayuda de su abuela, toma conciencia de su muerte y la asume. A esta pregunta sobre la familia subyace otra sobre la pareja que forman la Rucia con el Indio, la cual funciona como contraimagen de la pareja primordial del mito relatado por el padre –el de la mujer y el hombre pequeños que soñaban que un dios los soñaba dentro de una gran piñata de colores[5] –, pero que, a diferencia de su modelo, está condenada a la muerte, único espacio donde se puede consumar el amor incestuoso. Más allá de la moral imperante que condena el sexo entre hermanos, la respuesta sobre la causa de esta imposibilidad está dada desde el comienzo; es el destino trágico de la Rucia que se impone:

Nací maldita. Desde la concha de mi madre hasta el cajón en el que ahora descanso. Un aura de mierda me acompaña, un mojón instalado en el centro de mi cabeza, como el medio melón de los piantados, pero más hediondo, menos lírico. Nací cagada. Desde el juanete del pie hasta la última mecha desteñida que me cuelga de la nuca. Me escupieron y fui a dar al fin del mundo, al sur de todo. Un gargajo estampado en este rincón que se cae del mapa (13).

¿Qué es esto de nacer maldita? Un sentido de predestinación en el cual se muestra la lógica del melodrama, que en este caso en particular aparece relacionado con el lugar de nacimiento, el punto lejano del sur, al que la Rucia debe volver a reconstruir la historia. En tanto, el lenguaje utilizado –“concha de mi madre”, “mierda”, “hediondo”, “juanete”, “mecha”, “gargajo”–, cuya potencia expresa la rabia de la protagonista frente a ese destino infausto, opera como un volador de luces que oscurece el recurso al melodrama, aunque también, en un movimiento oscilante, como una retórica que lo deconstruye. De este modo, Mapocho aparece como una suerte de folletín escatológico, que en el lenguaje desdice el decoro propio del melodrama, pero que argumentalmente se explica por una contravención entre la fatalidad y la pasión.[6]

Junto a la idea del destino fatal, en Mapocho se encuentran otros rasgos del folletín. El más reconocible es la centralidad del amor en la trama.[7] Así, la novela es la historia de un cariño imposible que sólo logra ser consumado más allá de la vida. Este amor genera el acontecer en cuanto provoca la muerte de la familia en el exilio y el regreso del alma en pena de la Rucia a su país de origen para realizar su pesquisa. Otro aspecto relevante es la representación de un mundo dividido en dos polos[8], de lo cual son una primera muestra los títulos de sus partes: “Cabezas y ombligos”, “Diablos y muertos”, “Padres y guachos” y “La Rucia y el Indio”.[9] Extrapolando estos encabezados a conceptos más generales, aparecen algunos de los extremos irreconciliables de Mapocho: mente y cuerpo, explotadores y víctimas, traidores y abandonados, blancos e indígenas, hombres y mujeres. También existe –a esto me referiré en el siguiente apartado– una clara mentira y una evidente verdad familiar e histórica, que la protagonista debe conocer. Finalmente, se encuentran también numerosas muestras del lenguaje tópico propio de este tipo de literatura, especialmente en los diálogos, como se puede apreciar en el siguiente, con profusión de puntos suspensivos, preguntas entrecortadas, balbuceos, temblores:

Sentí que la voz se te quebraba del otro lado.
–Pensé que si me venía, que si estábamos lejos, yo…
Imaginé tus labios tiritando junto al teléfono. Tu boca taponeando una respuesta que no te atrevías a dar.
–¿Tú qué, Indio?
–Yo podría sacarte de mi cabeza de una buena vez.
Lo dijiste, sacarme de tu cabeza. Mi boca comenzó a temblar también.
–¿Y…? –pregunté–. ¿Pudiste hacerlo?
Tu garganta soportando el nudo ciego. Un nudo apretado que llevábamos hace rato.
–No tiene caso seguir haciéndole el quite a esto, Rucia. No importa donde vaya, no importa donde me esconda, imposible alejarte de mí (15-6).

Pero, si se consideran estos mismos tópicos, hay también elementos que distancian a Mapocho del folletín. En primer lugar, el léxico escatológico, del cual ya di el ejemplo del comienzo, que deconstruye el lenguaje edulcorado de la novela romántica. Tampoco se cumple el requisito –indicado por Cawelti– de que el amor termine venciendo todos los obstáculos ni el del final feliz. Por el contrario, es la historia de un amor desgraciado, en el que la única solución es la muerte (en lo cual, no obstante, podemos reconocer un tipo de folletín más sofisticado, según el mismo autor). Asimismo, lo que se da es el triunfo del mal, la traición y la destrucción del mundo, representada por la casa que se derrumba, desenlace que no se condice con el melodrama, donde lo que debe triunfar es el bien.

Es este ir y venir, esta oscilación, este uso contradictorio del folletín lo que le otorga atractivo a Mapocho, novela híbrida que, como la piñata soñada por el dios de las historias contadas por el mago, yuxtapone lengua de clichés y habla deslenguada; amor imposible y marginalidad; historia sentimental e Historia, como se explicará a continuación.


El enigma de la Historia

Con el fin de abordar el enigma colectivo que se entrelaza con el de la familia de la Rucia, la novela se aboca a narrar la Historia de Chile, tarea en la que se advierte lo ambicioso de su proyecto. Para ello se ficcionalizan algunos de sus episodios centrales: la fundación de Santiago, el cautiverio de Lautaro y la muerte de Valdivia, la construcción del primer puente sobre el Mapocho, el gobierno de Carlos Ibáñez, la matanza de homosexuales ocurrida en éste y los asesinatos cometidos durante la dictadura de Pinochet. Lo que ha generado gran interés en la crítica es que el relato toma la perspectiva de los oprimidos, de los que no han podido contar su parte de la historia.[10] Sobre esto, Cristián Opazo ha explicado que en la novela esta contra versión –que no puede tener una representación plena– aparece tarjada.[11] Pero, si leemos los ejemplos que entrega el crítico, considerando cuál es el contenido que se tacha, no aparece en ellos una versión distinta de la historia, sino solamente el comentario de Fausto –desde su perspectiva presente–, respecto a la suciedad del río –en el cual vuelve a aparecer el lenguaje escatológico– y una visión crítica de Santiago –también anacrónica– visto como copia deslavada de un original, apreciación que se ha convertido en un lugar común de la imaginación identitaria nacional.[12] Donde sí el relato toma la perspectiva de los sin voz es en la narración del rumor a través de un “dicen”,[13] sobre la pasión de Valdivia por Lautaro, la construcción del puente Cal y Canto, la matanza de los homosexuales y los asesinatos de la dictadura de Pinochet. Veamos la primera:

Dicen que Valdivia hizo girar lentamente a Lautaro y que se quedó con su espalda y melena gruesa frente a los ojos.… Dicen que le lamió la nuca y que inspiraba profundo tratando de tragarse todo su olor, todas las ideas, todos los misterios de esa cabeza. Dicen que quería comérselo. Su boca succionando el cráneo del mapuche. Sus labios balbuceando su nombre. Lautaro, decían. Sus manos comenzaron a bajar por el cuello y a apoderarse del cuerpo indígena. Sus dedos reptando por los hombros, por la espalda, tratando de capturarlo por completo, de consumirlo entero. Dicen que le tomó las piernas y que se le metió en el cuerpo como hace mucho quería hacer… Dicen que Lautaro soltó una carcajada tremenda mientras Valdivia y su culo albo se movían triunfantes, porque creía que el indio disfrutaba del juego. Adelante, atrás, como en un campo de batalla. La lanza punzándolo por la espalda, hiriéndolo, y la risa en la boca porque esa carne blanca y rolliza se sacudía gelatinosa como un sapo. Eso era Valdivia. Un sapo pálido que croaba en su nuca, que lo embetunaba con su baba de sapo, con su semen de sapo (49-51).

Además de fragmentos de lenguaje folletinesco (sus labios balbuceando su nombre, sus manos comenzaron a bajar por el cuello), yuxtapuesto a expresiones escatológicas (lo embetunaba con su baba de sapo, con su semen de sapo), se puede apreciar en esta cita que lo que explica la historia es la pasión que siente Valdivia por Lautaro. La revelación consiste entonces en exponer la anécdota amoroso-sexual que estaría detrás de las páginas de la historia oficial, en un lenguaje erotizado y libre de eufemismos. Aunque hay que considerar que si bien esta experiencia es la que da inicio a la rebelión de Lautaro, ello sólo reafirma el que las explicaciones remiten a la pasión.

Si bien en el segundo de los episodios se enfatizan los muertos que costó la construcción del puente sobre el Mapocho,[14] nuevamente la explicación tiene que ver con lo sexual: el Diablo-Corregidor está obsesionado por el deseo que siente por sus hijas y, aunque algunos dicen que lo consuma, otros afirman que la construcción fue una manera de mantenerse ocupado para no pensar en ellas: “Siguió fantaseando con sus hijas desnudas. Siguió imaginando al par de angelitos envueltos con su lengua de serpiente. Había que hacer más mérito para el Cielo. Dicen que se le puso en la cabeza la idea de un puente grueso y largo que atravesara de la ciudad a la Chimba” (83-4).

Algo similar ocurre en el apartado en el que se relata una parte de la historia del país a través de la alegoría de la casa (el capítulo tres de la tercera parte), procedimiento que permite construir un relato sintético y brillante de los años veinte.[15] La narración se centra en el gobierno de Ibáñez, la situación en que el Coronel llega al poder, su obsesión por la limpieza y la resistencia que ésta generó, además de la represión consiguiente, y se explaya en la pieza rosada de las locas, a la que un día llega el militar con su escoba y se disfraza de mujer. Allí se encuentra feliz bailando y cantando, cuando lo sorprenden sus guardias, frente a lo cual reacciona ordenando que se lleven a los homosexuales, quienes desaparecen. Como se ve otra vez la explicación es de carácter sexual: lo que motivó la matanza fue el deseo del militar de travestirse. Por último, en el relato sobre los presos de la dictadura de Pinochet, el protagonismo lo comparten una historia sexual –la de Carmina, abusada por los guardias del recinto– y la de la Liga del Barrio, que excepcionalmente no tiene ese carácter, cuyos integrantes fueron fusilados a orillas del Mapocho.

Como plantea Noé Jitrik, la novela histórica latinoamericana interroga lo ya acontecido para comprender la actualidad: “así como el romanticismo se vuelca al pasado para paliar su angustia por el presente, la novela histórica intenta, mediante respuestas que busca en el pasado, esclarecer el enigma del presente” (19). Pero, como hemos visto, Mapocho entrega explicaciones acerca de la fatalidad del destino y de la pasión. Es claro que se trata, como plantea Opazo, de un romance fundacional, que, según las ideas de Doris Sommer, enreda amor y patria, sólo que no se busca alegorizar los problemas del país en los de la pareja protagonista, sino que entender la Historia de Chile como un melodrama, armado con episodios llamativos y escandalosos, en los que se demuestra que las únicas fuerzas que finalmente operan son la fatalidad, el sexo y el amor. En esto se traduce el dar cuenta del revés de la historia, en contarla como un folletín. No encontramos entonces aquí una desterritorialización de la historia oficial o una deconstrucción[16], sino la creación de un nuevo paradigma, a partir del par marginado: ya no el español sino el indígena, ya no el heterosexual sino el homosexual, narrados como la cara verdadera de la historia, en oposición a las mentiras heredadas.

Si consideramos que la historiografía hegemónica se narra desde el poder, entregar la versión de los oprimidos es indispensable. Pero, como plantea Bhabha al “escribir la historia del pueblo” (188) es necesario enfrentarse a las pedagogías nacionales que construyen versiones plenas, unitemporales y monosignificantes de la historia. “[C]ontra esa forma de historicismo nacionalista que supone que hay un momento en que las temporalidades diferenciales de las historias culturales se coagulan en un presente inmediatamente legible” (188), se requiere del “lenguaje de la ‘inestabilidad oculta’ [Fanon] de la cultura, en que el pueblo emerge en la ambivalencia narrativa de la distinción de tiempos y sentidos” (189). En este ámbito, el discurso de la minoría “reconoce el status de la cultura nacional (y el pueblo) como un espacio contencioso performativo de la perplejidad de vivir en medio de representaciones pedagógicas de la plenitud de la vida” (194). En este discurso no se celebran ni la monumentalidad ni la totalidad ni la homogeneidad, sino que se revela “la insuperable ambivalencia que estructura el movimiento equívoco del tiempo histórico” (194). La desterritorialización de la historiografía requeriría entonces de relatos plurales yuxtapuestos, que no se integraran en formas unidimensionales. Mapocho, en cambio, construye una historia unívoca desde el lado del margen, lo cual si bien tiene el valor de relevar y poner en primer plano lo que nunca ha estado allí, “la verdad… barrida bajo la alfombra” (Fernández 181), finalmente no narra “la historia del pueblo” ni la “disyunción de tiempos y sentidos” (Bhabha 194) que necesariamente este relato implicaría, sino que una escritura limada y redondeada a través de formas cerradas como la alegoría o el melodrama.[17] De ahí que, a pesar de la hibridez, se encuentre al borde del folletín.

En esta misma línea, la pluralidad y la fragmentación de los tiempos, espacios, voces y tramas –otro de los rasgos de la novela híbrida, al que me referiré muy brevemente– tampoco se da en plenitud, pues si bien, por una parte, aparecen varios episodios históricos y personales, distintos momentos de la historia de Chile, variedad de espacios (Europa y Latinoamérica, la casa de la familia y la casa que es el país, el Barrio y el Mapocho) y diversidad de voces (la narración de la Rucia y al final la del Indio; los parlamentos de Fausto, la madre y la abuela, y sobre todo la voz colectiva del “dicen”) que aportan en este sentido; por la otra, al final todo esto se resuelve en la mencionada dualidad dicotómica y en la monofonía de una versión alternativa que no considera las complejidades de la historia.


Transtextualidad

A la diversidad de subgéneros narrativos, la desterritorialización –relativa– de la historiografía y las también limitadas fragmentación y pluralidad, se suma otro rasgo de la novela híbrida presente en Mapocho, este sí intensivamente, la transtextualidad. En relación a la más conocida de sus formas, la intertextualidad, como ha señalado Opazo, la obra reconstruye el “cuerpo escritural” de la nación, dialogando críticamente con La Araucana de Alonso de Ercilla; Martín Rivas, de Alberto Blest Gana, y La historia de Chile, de Francisco Antonio Encina, libro que podría ser considerado un hipotexto del de Fernández, al menos parcialmente. Como lo ha notado Jeftanovic, también es evidente la alusión a Pedro Páramo, cuando se revela que los personajes son almas en pena que deambulan, divagan y dialogan. Al final del libro se indica que las historias narradas por el padre se basan en leyendas latinoamericanas recopiladas por Eduardo Galeano en Memorias del fuego. Hay además alusiones al ensayo de Sonia Montecino Madres y huachos. Otra deuda relevante, que sólo mencionaré pero que merece un mayor estudio, es con la obra de Pedro Lemebel, evidente en el plano estilístico.[18] Se percibe en la amplitud de estas referencias la gran ambición de Mapocho, ahora en relación con la historia literaria del país y continental, al plantearse un trasfondo de relatos y textualidades clave en el desarrollo de ésta: el poema épico del siglo XVI fundante del imaginario nacional; “la novela de costumbres político-sociales”[19] que, en el periodo de afianzamiento republicano, relata el triunfo de la alianza burguesa en Chile a mediados del XIX[20]; y, ya en la centuria pasada, la historiografía oficial chilena y la gran literatura latinoamericana que se desarrolla en la segunda mitad, incluido el relato mítico y el ensayo identitario que le sirven de sustrato. Estas referencias también están presentes en los paratextos: por ejemplo, el ensayo de Sonia Mortecino en el título de la tercera parte, “Padres y huachos” y Memorias del fuego de Eduardo Galeano en la “Nota de la autora” al final del texto. En tanto, el epígrafe de La amortajada de María Luisa Bombal –“Había sufrido la muerte de los vivos. Ahora anhelaba la inmersión total, la segunda muerte: la muerte de los muertos”–, es indicador de la orientación de la novela: por un lado, la elección de una escritora mujer la adscribe a una tradición excentrada de nuestra literatura, a la opción por la marginalidad propia de Mapocho a la que me he referido antes y que también se expresa en la intertextualidad con Lemebel; por otro, se anticipa el hecho fundamental de la trama de que su protagonista esté muerta.

En lo relativo a la architextualidad, los referentes subgenéricos más importantes son el melodrama y el texto historiográfico, a lo que se agregan la alegoría y el relato mítico. Ya he entregado ejemplos de los tres primeros –entre ellos, el lenguaje cursi de algunos pasajes, el relato de pasajes de la Historia de Chile y la casa como símil del país–, por lo que ahora completo con sólo una muestra del último, en el que se narra la creación del mundo: “Érase una vez, hace mucho tiempo, un hombre y una mujer pequeños. La mujer y el hombre dormían tranquilos en su cama pequeña y soñaban que un dios, algo más grande que ellos, soñaba un mundo. En el sueño de la pareja, el dios soñaba con una gran piñata…” (21). Es posible percibir aquí, entremezclada con el mito, la presencia del cuento de hadas, modalidad que se relaciona con la importante dimensión fantástica de esta novela, a la que no me he referido en este artículo, pero que es factible de analizar, si se recuerda que la Rucia y el Indio son ánimas en pena.

En lo que respecta a la metaliteratura es fundamental dentro de Mapocho la reflexión crítica sobre la ficción y la historiografía, preocupación que se explicita varias veces, en lo cual el relato se hace parte de una historiografía que podríamos llamar posmoderna que las considera indistinguibles.[21] Uno de los varios ejemplos en los que se tematiza esta cuestión es el siguiente: “Fausto piensa que la Historia es literatura…. La Historia, cree él, se inventa a partir de las palabras como un verdadero acto de ilusionismo” (40). Este carácter metaficticio y metahistórico es un rasgo esencial de la novela híbrida que se manifiesta en Mapocho.

La profusión de elementos transtextuales que he analizado someramente aporta en el mismo sentido que los otros rasgos estudiados, dándole colorido y variedad a esta suerte de piñata o de novela híbrida que es Mapocho.[22]


La ideología

Tres correlatos ideológicos pueden desprenderse de esta lectura. El primero se relaciona con la explicación de lo público a través de lo privado, característica de la hegemonía ideológica neoconservadora actual que aparece reflejada en la novela. Según esta forma de pensamiento hoy predominante, las decisiones éticas personales son las que determinan las formas de vida y las que dan cuenta de cuestiones como la delincuencia y el crimen, la precariedad o el bienestar individual y social. En este sentido Richard Sennett en El declive del hombre público detecta “la confusión entre la vida privada y la pública; la gente está resolviendo en términos de sentimientos personales aquellas cuestiones públicas que sólo pueden ser correctamente formuladas a través de códigos de significado impersonal” (24). Al presentar a sus personajes como motivados por el amor y la sexualidad, Mapocho se hace eco de este modo de comprensión que pone toda la carga en la subjetividad y en la intimidad.

El segundo, derivado del anterior,[23] tiene que ver con la proliferación del discurso sobre el sexo que, como señala Foucault, lejos de ser reprimido ha sido facilitado en la modernidad:

Más que la uniforme preocupación de ocultar el sexo, más que una pudibundez general del lenguaje, lo que marca a nuestros tres últimos siglos es la variedad, la amplia dispersión de los aparatos inventados para hablar, para hacer hablar del sexo… para escuchar, registrar, transcribir y redistribuir lo que se dice. Alrededor del sexo, toda una trama de discursos variados, específicos y coercitivos…. Se trata más bien de una incitación a los discursos, regulada, polimorfa (45-6).

Mapocho, al destacar la pulsiones eróticas como móviles principales de los personajes, comparte esta obsesión por el sexo, lo cual, según el teórico francés, no es tan liberador como solemos pensar –sobre todo a partir del psicoanálisis–, sino que es más bien una estrategia represiva que construye una subjetividad restringida de acuerdo a los requerimientos del poder.

El tercero se vincula con la representación del espacio y el tiempo en la novela. Desde el paradisíaco lugar del exilio, descrito como una especie de edén natural, opuesto al “infierno desconocido” (15) del país de origen[24] y la centralidad del río Mapocho, pasando por las descripciones de Santiago[25] y del Barrio[26], hasta la alegoría del país como casa, Mapocho es una novela que se explaya y se luce en la descripción de los lugares.[27] La primacía del espacio es un primer indicador de la concepción de la historia presente en el relato; un segundo es la representación circular del tiempo: “Pero nacerán otra vez, y luego morirán. Y nunca dejarán de nacer porque la muerte es mentira” (131); “Si me escucharas, si te atrevieras a verme la cara, yo podría advertirte y así evitaríamos este juego cíclico, este cuento sin final” (18). El tiempo circular, como ya lo planteó Nietzsche, es el eterno retorno de lo idéntico. Es también, como lo ha explicado Castoriadis, una concepción de la historia como identidad: “todo ocurre como si el tiempo del hacer social, esencialmente irregular, accidentado, alterante, debiera ser siempre imaginariamente reabsorbido por una denegación del tiempo a través del eterno retorno de lo mismo… su allanamiento en la indiferencia de la diferencia simplemente cuantitativa, su anulación ante la eternidad” (339).[28] Esta figuración de la historia la vuelve una entidad hierática e inconmovible, más allá de las posibilidades de acción humana: “Todo ocurre como si la sociedad debiera negarse como sociedad, ocultar su ser… Todo ocurre como si la sociedad no pudiera reconocerse como haciéndose a sí misma… como autoinstitución” (339). Esta mirada vuelve imposible la creación y la transformación, pues sólo en la medida en que la sociedad se entiende como autocreación puede “autoinstituirse explícitamente y superar la autoperpetuación de lo instituido y mostrarse capaz de retomarlo y de transformarlo de acuerdo con sus exigencias propias y no de acuerdo con la inercia de aquel… He aquí… la cuestión de la revolución” (342). Es en la diferencia entre entender la historia como destino o como creación que depende del accionar social donde se juegan las posibilidades de transformación al servicio de las cuales debería estar una historia del margen. De ahí que no sea trivial la representación circular del tiempo en Mapocho, en la que se refleja la alineación respecto de la heteronimia social y se niega la posibilidad de acción. De ahí que la historia de una historia donde comandan el destino y las pasiones individuales sea finalmente el relato de una alienación perpetuada que niega el tiempo como creación y el advenimiento de lo nuevo.

 

 

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NOTAS

[1] Este artículo forma parte del proyecto FONDECYT Nº1100543 titulado “Cartografía de la novela chilena reciente”.
[2] La autora ha publicado además en 2000 el libro de cuentos El cielo y en 2007 su segunda novela, Av. 10 de Julio Huamachuco.
[3] Rubí Carreño, Lenka Guaquiante, Andrea Jeftanovic, Fernando Moreno y Cristián Opazo son algunos de los que han escrito sobre ella.
[4] Si en Mapocho el pasado se presenta como un misterio es debido a la práctica permanente de la mentira, entrelazada en lo público y en lo privado, en lo familiar y en lo histórico, como lo muestra la siguiente cita: “CAHUINES, PUROS CUENTOS, historias mal nacidas, enredos mal armados, simulacros, falsedades, engaños, embustes. Mentira. Cuánta mentira… En el año 1541 el conquistador Don Pedro de Valdivia escucha la voz inmaculada de la Virgen que le dice que en el Valle del Mapocho debe fundar una ciudad. Mentira. Corre el año 1972 y el intachable corregidor Zañartu inaugura el Puente Cal y Canto con el cariño de toda la población que lo aplaude feliz. Mentira… Fausto se quedó cuidando a la abuela. Mentira. Fausto se quedó trabajando. Mentira. Fausto murió contando historias en la cancha del barrio. Mentira…” (180-1).
[5] De hecho, la primera vez que el padre les relata la historia, la Rucia responde refiriéndose a ella y su hermano: “–Yo no voy a morirme, papi. Yo y el Indio vamos a vivir para siempre” (21).
[6] En la novela hay muchas otras referencias a la predestinación fatal, por ejemplo ésta: “Mala suerte. Mala pata. Nosotros la tuvimos. Nacimos con eso encima, nos plantaron así en el mundo. Meados de gato, como dicen las viejas. Ojeados. Cagados desde el primer momento, llevando el estigma de la pata coja, del que no anda bien, del que no funciona como se debe. Ni siquiera la muerte nos llegó con gracia. Mala cueva. Nosotros la tenemos” (140).
[7] Como explica John Cawelti en la fórmula del romance, cuyas protagonistas suelen ser mujeres, el acontecer se ordena en torno a una relación amorosa, a través de la cual se busca comprobar la fantasía moral de que el amor es capaz de superar todos los obstáculos. Según este autor, suele concluir en el matrimonio, aunque en los casos más sofisticados el desenlace puede ser la muerte de uno de los amantes, pero sugiriendo que la relación amorosa los ha marcado de por vida.
[8] Según Peter Brooks lo melodramático –que se expresa tanto en las producciones de la industria cultural como en la alta literatura– se caracteriza por “an intense emotional and ethical drama based on the manichaeistic struggle of good and evil…. The polarization of good and evil works toward revealing their presence and operation as real forces in the world. Their conflict suggests the need to recognize and confront evil, to combat and expect it, to purge the social order” (12-3). Complementaria a esta consideración es la de Cawelti, quien define el melodrama como una fórmula que se caracteriza por la mezcla de todas las otras fantasías (romance, aventura, enigma, historias de aliens), en el que se presenta un complejo de acciones que se desarrollan en un mundo violento y trágico, pero que, no obstante, está gobernado por el bien, el cual siempre termina triunfando.
[9] Fernando Moreno, en un artículo todavía inédito, se ha referido a esto: “La escisión del personaje –que entabla un diálogo consigo misma, con su otra parte– es uno de los tanto niveles en los cuales se manifiesta una construcción textual sostenida sobre la base de la dualidad. Compuesto por cuatro partes, todas ellas con un título que propone la presencia de la dualidad… el texto parece querer poner en evidencia, y con exceso de evidencia, una suerte de tópica dicotómica: desde los apodos con significado simbólico opuesto de los incestuosos hermanos, pasando por la confrontación de dos tiempos –el presente y el pasado–, por la exposición contrastada de dos espacios –España y Chile, esto es Europa y América– y de dos escenarios –mar y río, el Mediterráneo y el Mapocho– para llegar a la doble perspectiva narrativa –primera y tercera persona, la subjetiva y la impersonal– que conducen y modulan la fluencia y confluencia de la vida y de la muerte, la novela insiste una y otra vez, como en una inacabada corriente, en una suerte de vaivén opositivo”.
[10] Así dice Guaquiante: “Como parte de la alegoría del país, la casa es también un espacio de memoria nacional alternativa. Sus paredes se hacen cargo de todo lo que el discurso histórico dejó de lado. Los murales pintados por el Indio recrean momentos que la familia no resolvió y sucesos que no quedaron registrados por la historia nacional. Al inscribir estos fragmentos de memoria en la infraestructura de la casa se la transforma en un monumento a lo silenciado por la colectividad”.
[11] Veamos los ejemplos que cita Opazo: “En el año 1541, el conquistador español don Pedro de Valdivia pisa por primera vez el valle del Mapocho. Sube a la cima del cerro Huelén, que todavía no cargaba con el nombre de ninguna santa, y desde ahí, contemplándolo todo, decide bañarse en las aguas del río. Se saca don Pedro su yelmo, sus botas y su armadura de lata, y mete pies en la orilla del Mapocho, que en ese entonces no era el conjunto de mojones y basura que es ahora, sino más bien un torrente de agua pura, que hasta tomar se podía si es que a uno se le antojaba (43, el tachado es mío).” Y este otro: “...don Pedro [de Valdivia] funda su ciudad con el nombre de Santiago de la Nueva Extremadura. Santiago como el apóstol que cuidaba a los conquistadores, y de la Nueva Extremadura, porque qué otra cosa sería esta ciudad sino un reflejo de aquella otra donde él había nacido. Una copia, un armado hecho con los trozos sueltos que la memoria del conquistador guardaba. Un remedo donde indios visten ropas de seda y rezan a vírgenes blancas. Una fotocopia desteñida, hecha en un papel calco importado, una imitación inventada por la cabeza de Valdivia (44, el tachado es mío)”.
[12] Una muestra de ello en La secreta guerra santa de Santiago de Chile de Marco Antonio de la Parra: “La copia feliz del Edén. Desde el himno nacional todo nos condena: copiones” (24).
[13] Opazo también se refiere a ella.
[14] “Dicen que un día llegó el Diablo y… reclutó a cuanto punga y borracho se le cruzó por el camino…. Dicen que los engrilló, que los alimentó con charqui podrido, que los hizo trabajar desde antes del alba hasta que el sol se pusiera.… Dicen que muchos no soportaron y se fueron débiles por el río. Cuerpos azulosos, partieron engrillados por el Mapocho y se perdieron en sus aguas. Negros, mestizos. Nadie estaba libre de la furia del Diablo” (84).
[15] Ver nota 18.
[16] Desterritorialización en el sentido del procedimiento propio de la novela híbrida de traspaso y borramiento de límites y códigos, y deconstrucción en el de crítica a las oposiciones binarias como relaciones de poder.
[17] La compleja teorización que desarrolla Walter Benjamin en torno a la alegoría como una figuración de los restos y que es utilizada por Idelber Avelar para analizar la novela de la postdictadura no da cuenta de la alegoría, podríamos decir pedagógica, cercana al cuento infantil, que construye aquí Fernández.
[18] Compárense, por ejemplo, estos textos: “Y ocurrió en un sencillo país colgado de la cordillera con vista al ancho mar. Un país dibujado como una hilacha en el mapa; una aletargada culebra de sal que despertó un día con una matraca en la frente, escuchando bandos gangosos…” (Lemebel 11); “Dicen que Chile era una casa vieja, larga y flaca como una culebra, con un pasillo…. Dicen que olía a empanadas y chicha, que tenía una cordillera en el patio de atrás…. Dicen que las cosas funcionaban bien en la casa. Había muchas piezas, con espacio para bastante gente…” (Fernández 154). Otra muestra: “Todo un mundo de periódicos y papeles colorinches para tapar las grietas, para empapelar con guiños y besos Monroe las manchas de humedad, los dedos con sangre limpiados en la muralla, las marcas de ese rouge violento cubierto con retazos del jet set que rodeaba a la cantante” (Lemebel 34-5); “Apartadas de todo, en una pieza color rosa, cerca del baño chico, se encontraban las locas de la casa. Siempre marginadas del acontecer hogareño, las maricuecas habían asumido su rol de hermanas discriminadas y vivían lo mejor posible sin molestar a nadie. Dicen que su pieza estaba bien amononada con afiches de actrices de cine y cantantes de la época…” (Fernández 159).
[19] Como se sabe, es éste el subtítulo de Martín Rivas.
[20] Ver el artículo de Lucía Guerra y el prólogo de Jaime Concha citados en la bibliografía.
[21] Cristián Opazo aborda este aspecto: “Traducida a los términos de la historiografía posestructuralista (pienso en Hayden White), la tesis radical de Fausto indica que la obra histórica es un discurso verbal en prosa narrativa. Ante esta definición habría que precisar que la enunciación de todo discurso implica un proceso de selección: quien enuncia tiene que elegir qué elementos del paradigma deben acceder al sintagma”.
[22] Lo colorinche, junto con lo cochino (en lo cual se percibe la mencionada intertextualidad con Lemebel), son rasgos identitarios centrales en la novela: “En el fondo los chilenos siempre fueron un poco cochinos y eso de estar tan limpitos y olorositos el día entero, los ponía nerviosos… Los periodistas colgaron una bandera colorinche en la puerta de su pieza… Dicen que las banderas de colores empezaron a instalarse en distintas puertas de la casa. Los profesores pusieron la suya. Los estudiantes también… (157). Como se ve, es ésta una definición esencialista que se condice con la tendencia de la novela a la monofonía.
[23] Así dice Sennett que “La generación nacida después de la Segunda Guerra Mundial fue la que se volcó hacia lo interior cuando se sintió liberada de las represiones sexuales” (46).
[24] “Chile. El culo del mundo. Yo en nuestra casa. Viendo nuestro fogón, nuestros muebles de madera, el mar a través de los ventanales” (15).
[25] “SANTIAGO CAMBIÓ EL ROSTRO. Como una serpiente desprendiéndose del cuero usado, la ciudad se ha sacudido plazas, casonas viejas, boticas y almacenes de barrio, cines de matiné, canchas de fútbol, quioscos, calles adoquinadas” (19).
[26] “EL BARRIO VIVE… Está sepultado por construcciones, por publicidades de televisión por cable y telefonía móvil… Pero a veces, cuando la tierra se sacude en un temblor pasajero, el Barrio suspira y deja ver con claridad pedazos de carne” (189).
[27] Un espacio donde lo que prima es el derrumbe, es cierto, pero se trata de una decadencia entendida como una constante y un destino.
[28] Según Castoriadis, la historia es “alteridad radical, creación inmanente, novedad no trivial… Y sólo a partir de esta alteridad radical o creación podemos pensar verdaderamente la temporalidad y el tiempo” (297).

 

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BIBLIOGRAFÍA

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Carreño, Rubí. “Mapocho de Nona Fernández”. Memorias del nuevo siglo: jóvenes, trabajadores y artistas en la novela chilena reciente”. Santiago: Cuarto Propio, 2009.
Castoriadis, Cornelius. La institución imaginaria de la sociedad. Buenos Aires: Tusquets, 2007.
Cawelti, John. Adventure, mystery, and romance. Chicago y Londres: The University of Chicago Press, 1976.
Concha, Jaime. “Martín Rivas”. Martín Rivas. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1977.
De la Parra, Marco Antonio. La secreta guerra santa de Santiago de Chile. Santiago: Planeta, 1989.
Fernández, Nona. Mapocho. Santiago: Planeta, 2002.
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Guerra, Lucía. “De la historia y otras barbaries: La Araucana de Alonso de Ercilla y Zúñiga en el imaginario nacional de Chile”. Anales de literatura chilena 14 (2010): 13-31.
Jeftanovic, Andrea. “Mapocho de Nona Fernández: la ciudad entre la colonización y la globalización”. Chasqui 36 (2007): 73-84.
Lemebel, Pedro. Loco afán. Santiago: Lom, 1996.
Moreno, Fernando. “Nuevas revelaciones sobre el Mapocho”. Actas del Coloquio internacional Memoria de los ríos, ríos de memoria. CRLA-Archivos, Universidad de Poitiers / GRAL-IPEALT, Universidad de Toulouse. En prensa.
Opazo, Cristián. “Mapocho, de Nona Fernández: la inversión del romance nacional”. Revista Chilena de Literatura 64 (2004): 29-45.
Sennett, Richard. El declive del hombre público. Barcelona: Península, 2002.




 



 

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Mapocho de Nona Fernández: novela híbrida entre la historia y el folletín
Por Macarena Areco Morales
ANALES DE LITERATURA CHILENA Año 12, Junio 2011, Número 15, 219-232