RESUMEN
El trabajo intenta rastrear
algunas representaciones de los mitos fundacionales y culturales de
la poesía chilena moderna y contemporánea, a partir
de los conceptos de nación, identidad y modernidad. Para ello,
se focaliza en una revisión de textos poéticos desde
los albores de la Independencia hasta la época actual, considerando
tanto el mito en su versión de estereotipo cultural como en
su carácter de afirmación de valores y de rearticulación
social.
Palabras claves: Poesía,
nación, identidad, modernidad.
ABSTRACT
This
paper intends to seek out representations of some of the foundational
and cultural myths of modern and contemporary Chilean poetry taking
as a starting point the concepts of nation, identity and modernity.
In order to do so, we will focus on a revision of poetic texts starting
from the dawn of Independence up through the present time, taking
into account not only the myth in its stereotypical cultural version
but also in its character as a reaffirmation of values and social
re-articulation.
Keywords:
Poetry, nation, identity, modernity.
En "La agricultura de la zona tórrida", de Andrés
Bello, uno de los poemas fundacionales
de la República, al alabar los frutos americanos y la práctica
agrícola, el poeta jurisconsulto hacía un fervoroso
llamado a cultivar la tierra y a nutrir la familia y los estados.
En forma ejemplar, apostrofaba a "las jóvenes naciones"
a honrar el campo y la vida simple del labrador, porque eso los llevaría
a morar en la libertad, tener como templo la ley y frenar la ambición.
Terminaba su exordio personificando una posteridad que aclamaría
a los patriotas criollos, vencedores del león de España
en Maipo, Junín y Apurima (1).
Como sabemos, la preocupación por la conformación de
las naciones y el problema de la identidad y de la cultura americana
y nacional se instala no sólo en la simbología neoclásica
inaugural del continente, sino que también va a permear las
contradictorias luchas de los latinoamericanos durante todo el siglo
XIX y buena parte del XX atravesando las representaciones y simbologías
de su literatura. Durante las fases de las producciones románticas,
modernistas y naturalistas, tanto los discursos directamente ideológicos
como los literarios abogan por una identidad nacional, algunos en
tono menos bucólico que Bello (no hay que olvidar sus diatribas
antimapuche escritas curiosamente en El Araucano), pero igualmente
concentrados en la tarea común. Especialmente en la poesía
modernista-naturalista, poetas como Antonio
Bórquez Solar, Diego Dublé Urrutia, Carlos
Pezoa Véliz o Víctor Domingo Silva se instalan
en un discurso crítico que renueva (o promueve) un pathos fundacional
desde una visión que contradice a la mayoría de los
pensadores de la época y sus discursos públicos plagados
de conservadurismo y mitologías esencialistas, incluso en los
casos más liberales. Piénsese por ejemplo en Diego
Barros Arana criticando la idealización del indígena
en La Araucana y agregando que son bárbaros, insensibles,
ociosos, borrachos, caníbales, inmorales y sin intelecto. O
en Nicolás Palacios que defendía a los ‘araucanos’
(?), pero excluía a los pehuenches, patagones y huilliches,
especialmente a estos últimos, que provendrían de una
casta matriarcal típica, con todos los estigmas morales correspondientes.
Además, su planteamiento en contra de los negros y las razas
latinas era reconocido. En una posición cercana estuvieron
Tancredo Pinochet, Francisco Encina, Jaime Eyzaguirre,
Benjamín Subercaseaux, posiciones que, con matices más
o menos, aún sostienen conspicuos historiadores como Pedro
Morandé, Osvaldo Lira o Gonzalo Vial (2).
En un principio fue el mito. Como narración homérica,
como ficción en el Platón del mito de la caverna, como
explicaciones primitivas del orden natural, como mitopoiesis o creación
consciente, desde donde extrae su material la literatura para crear
una especie de mitología ‘privada’. El mito refuerza una tradición
porque su cristalización esencializadora tiende a congelar
la historia y de allí las definiciones que la entroncan con
el control social, con el fetichismo de la ideología, con los
rituales vacíos y los estereotipos. Pero también ha
sido conceptualizado como una forma atenuada de intelectualidad, una
forma autónoma de pensamiento y vida, un relato fabuloso o
semihistórico que ratifica los orígenes y consolida
la conciencia simbólica de una sociedad humana.
Mircea Eliade (3) se refería
a los mitos vivientes que dan significado y valor a la vida y especialmente
los mitos cosmogónicos que relataban el tiempo fabuloso de
los comienzos de una cultura, una sociedad o un grupo humano y también
a los mitos del origen de la muerte. Son los mitos fundacionales generales
que encontramos en toda cosmovisión humana, especialmente a
través de la historia de las religiones. En este sentido y
desde un punto de vista sociológico, el mito fundacional es
también un mito cultural, ya que pertenece al conjunto de realidades
simbólicas, valóricas y normativas que generan los estilos
de vida y los modelos de relaciones interpersonales y sociales. Ningún
mito surge fuera de la práctica social y la decantación
de la tradición es un resultado de lo mismo. Levi-Strauss
señalaba que el mito forma una estructura permanente que se
refiere a todo el tiempo, pero que tiene infinidad de variantes (4).
El mito desde su punto de vista, es un instrumento lógico que
formaliza un modo de pensamiento que no es distinto en lo fundamental
del pensamiento racional y que se reactualiza a través de ritos,
cultos, juegos y ceremonias, como ocurre en las prácticas religiosas,
militares, políticas o culturales en su forma específica.
Leszek Kolakowski (5) critica a Carl Jung y a Mircea
Eliade por pretender demostrar que mitos particulares sean concreciones
espaciales y temporales del mito arquetípico común.
Para él, es muy difícil poder definirlo ya que el mito
sólo aparece en la práctica social y las hipótesis
de Eliade ya serían parte de una conciencia mítica.
A su juicio, el mito plantea el problema de la trascendencia. Frente
a lo pasajero de la historia aparece la forma mítica del tiempo,
que ve en el pasar de las cosas no sólo la transformación
sino también la acumulación: que los hechos se
hagan valores. En lo pasajero crece y permanece algo no pasajero,
en la variabilidad de los sucesos se acumula algo que resiste a la
ruina. La superación de la temporalidad se haría efectiva
en los mitos, en donde lo pasado (aquí se entronca con la tradición)
es capaz de sobrevivir en su parte no empírica y valorativa:
hace frente al tiempo. La conciencia mítica es un acto de afirmar
los valores. El mito no se deja convertir en estructura racionalizada.
Por eso aparece en la literatura y especialmente en la poesía,
donde a través de reinterpretaciones y elaboraciones se interpreta
la pluralidad de su campo semántico.
Tal como veíamos en el fragmento del poema de Andrés
Bello, el mito fundacional es el mito que por autonomasia fija
el centro de una cultura nacional y está estrechamente ligado
a las representaciones de la identidad (nacional, continental, occidental),
de la nación y del Estado. Identidad y nación son casi
elementos consubstanciales en el sentido que promueven la construcción
e integración cultural de un grupo social. En estos conceptos
se manifiesta una dimensión valórica (la del mito) que
existe antes del Estado y del sistema económico que lo sustenta,
conformando un espacio, un territorio, una memoria colectiva y un
sentido de comunidad, que precede al establecimiento de la institucionalidad
del discurso público. En Chile una vez que se ha conformado
el Estado-Nación, los elementos del mito fundacional se desarrollan
a partir de una identidad que se construye desde lo público
y con los grupos sociales dominantes (económicos y políticos),
por medio de una institucionalidad cultural establecida, léase
educación, religión, mundo militar, estado, medios de
comunicación, etc.). Esta versión pública de
identidad cultural, tal como señala Jorge Larraín,
es reduccionista e ideológica, porque se construye desde lo
blanco, lo occidental, lo religioso, lo patriótico o lo rural,
excluyendo todo lo demás: etnias, mujeres, negros, pobres,
subalternos, grupos locales, etc. Si bien el desarrollo de una identidad
nacional durante la creación de la república pudo constituir
un paso importante como resistencia al poder extranjero, provocó
al mismo tiempo una política de exclusión al interior
de los grupos nacionales. De allí que la construcción
identitaria sea un campo de luchas, donde el discurso literario que
se funda en la lectura de la diversidad de los modos de vida privada
y social establece una reconversión de los mitos culturales
públicos y juega un papel relevante en la desmitificación
de su esencialismo trascendental.
Al respecto citamos un ejemplo ampliamente conocido de este esencialismo
trascendental. La narrativa de la nación se representa como
un mito cultural específicamente fundacional, en cuyos orígenes
se sitúa la identidad del Ejército de Chile. De acuerdo
con la Historia del Ejército de Chile, publicada por
el Estado Mayor en 1985, el ejército es más antiguo
que la nación y provendría de los inicios de la ‘raza
chilena’. Allí se señala que hay un proceso de unidad
racial de criollos y mestizos que heredan "las notables virtudes
militares del araucano y del soldado español". Hernán
Vidal(6) ha comparado el mito narrado
con los procesos de la alquimia, por el uso de las palabras amalgama
y crisol, que provienen de esta tradición mística y
a través de un proceso parecido: al ennegrecimiento caótico,
estado inicial de la materia prima, le sigue la unión mística
de los opuestos femeninos y masculinos, que da como resultado el emblanquecimiento
de la materia, dentro de un crisol que es un vaso hermético
en forma de matriz. En la historia citada se señala que en
el proceso de mestizaje los indígenas disminuyen como producto
de la guerra, el hambre y las epidemias, mientras los encomenderos
mezclaron su sangre con la de jóvenes indígenas y mestizas,
"lo que produjo un tipo de mestizo muy blanqueado, muy cargado
de sangre blanca europea... Ellos heredaron las notables virtudes
militares del araucano y del soldado español" (7).
En este texto, los mapuches son descritos como un pueblo de atrasada
civilización aunque de desarrollada inteligencia y con un perfecto
dominio de los cuerpos, lo que facilita la inhibición al dolor
y al cansancio. Desde el punto de vista del mito fundacional, es importante
la relación que se establece entre lo militar y lo sagrado,
lo que se manifiesta en el poder transformador del uniforme militar
o la delimitación de los espacios propios donde tienen lugar
la instrucción, los ritos, las ceremonias y las batallas y
donde se instalan el orden, la verdad y la virtud. Esta relación
es fundamental para la realización del ideal heroico y la renovación
de la fuerza que se desprende del mito fundacional. Otro elemento
que cumple con los rituales del mito fundacional es el misterio que
rodea el origen del héroe, en casos por ejemplo como el de
Bernardo O’Higgins o de Luis Cruz Martínez por
su condición de hijo natural (ligado al mito cultural del huacho
y todas sus implicaciones con lo privado hecho público). En
definitiva el héroe patriota forjador de la nación es
un personaje ejemplar, de conducta intachable y paradigma de los valores
de la raza, más ligado al mito que a la historia para la supervivencia
inmutable de dichos valores.
Pero el mito de la nación se ratifica en la historia, los
medios comunicacionales, la cultura popular, las comidas (los porotos,
las empanadas), las imágenes (el roto), los símbolos
(la bandera), los paisajes (la cordillera), los rituales (parada militar),
los discursos (21 de mayo), etc. Como expresamos al comienzo, en los
discursos poéticos las diversas representaciones de este mito
cultural conforman un espacio mucho más conflictivo, que es
planteado por posiciones diversas que se disputan el terreno para
mostrar su visión de la construcción y reconstrucción
de la ‘comunidad original’ y de la ‘comunidad imaginada’.
En los poemas modernistas-naturalistas de fines del siglo XX y que
citábamos más arriba, a diferencia de Bello, la identidad,
la nación, el estado, la sociedad civil, las guerras, los ideales
patrióticos se expresan en forma híbrida y contradictoria,
generalmente horadando el discurso público a partir de una
simbolización de la vida cotidiana y la realidad concreta de
los sujetos individuales. De esta manera, muchas formas de la vida
privada no reconocidas por lo público (y por lo tanto por las
clases dominantes) aparecen en los discursos como parte de un imaginario
crítico, como parte de las manifestaciones culturales populares
o como rebelión frente al carácter machista, racista
y legalista de la fundación de la República. Por ejemplo,
un poeta ejemplar en este sentido es Juan Rafael Allende (1848-1909),
poeta popular cuya vena satírica exaltó el patriotismo
durante la guerra del 79, pero que por su crítica y marginalidad
fue excluido del canon literario. En su poema "Cuando rico
y cuando pobre" puede apreciarse esta ruptura con los mitos
vigentes de la chilenidad oligárquica:
"Cuando yo tenía plata
me llamaban don Tomás,
y ahora que no la tengo
me llaman Tomás no más"
Y más adelante:
"Pero llegó el día aciago
en que los ‘libertadores’,
gracias a viles traidores,
ponen saqueo a Santiago"
(Aquí alude a los vencedores de la guerra civil del 91, ya
que Allende era partidario de Balmaceda). Para terminar:
"Nadie tiene en este mundo
existencia duradera:
la dicha es tan pasajera
como el dolor más profundo,
He aquí en lo que me fundo,
y no es esperanza vana;
la justicia soberana
al fin se ha de dejar ver,
y los ladrones de ayer
pueden ser pobres mañana" (8)
.
Allende representa uno de los primeros reclamos más consistentes
del discurso popular contra la modernidad exclusivista que permea
la sociedad chilena de fines del siglo XIX. Allende es digno antecedente
de Violeta Parra en esta incursión desde lo privado
a lo público y en la refundación de un mito cultural
desde una identidad marginal, porque como dirá ella medio siglo
después:
"En este mundo moderno
qué sabe el pobre de queso,
caldo de papa sin hueso.
Menos sabe lo que es terno;
por casa, callampa, infierno
de lata y ladrillos viejos.
¿Cómo le aguanta el pellejo?
eso sí que no lo sé.
Pero bien sé que el burgués
se pit’al pobre verdejo"(9).
Los poetas de la modernidad incipiente vituperan el constructo fundacional
elitista que alaban historiadores y leguleyos. A comienzos del siglo
XX, Samuel Lillo se conduele de los mineros y se pregunta:
"¿Y hoy los siervos dónde están?
Unos duermen todavía
en la muerta galería
que una noche llenó el mar.
¿Y qué fue de los demás?
Con su miseria y su pena
como los granos de arena
los aventó el huracán"
(La mina abandonada) (10).
No hay aquí circunloquios ni ritornellos raciales o clasistas.
Lo mismo ocurre con Antonio Bórquez Solar, poeta de
Ancud antioligárquico y defensor de las capas medias emergentes.
Mientras, por un lado, enaltece a Manuel Rodríguez en "Romance
del guerrillero" (un patriota al que la Historia del Ejército
le reprocha el ser abogado antes que militar, su ambigüedad política
y tener ideas contrarias al bando patriota); por el otro, escribe
un panegírico a "Los huelguistas", cuya degradación
y exclusión sublima con características heroicas y míticas:
"Y allí van los veinte muertos
cuyas sangrientas heridas
para clamar por sus vidas
llevan sus labios abiertos;
y aunque estén ya todos yertos,
en la pupila que brilla
hay un fulgor de cuchilla
y hay amenazas de huelga
en cada brazo que cuelga
fuera de la barandilla".
Para culminar en su resurrección y santificación:
"Flores caigan en la tierra
de tan humildes sepelios,
que a los nuevos Evangelios
estos pobres que hoy encierra,
cuando concluya la guerra,
han de salir del osario
y juntos con otros tantos
han de ser ellos los santos
de otro nuevo calendario" (11).
Lo mismo hará Diego Dublé Urrutia al denunciar
la expulsión del campesino indígena de sus tierras en
el poema "El lanzamiento" o Carlos Pezoa Véliz
en "Nada" y "El organillo" o Víctor
Domingo Silva en "La nueva Marsellesa" con sus aristas
anarcorrománticas. Aunque él mismo se pisará
la cola con el rimbombante "Al pie de la bandera" donde
la bandera como el símbolo metonímico de la patria sagrada
reaparece en gloria y majestad. No es el único que lanza a
la palestra un discurso esencialista que ratifica los símbolos
estereotipados de una identidad vacía de contenido y naturalizada.
También lo hacen poetas de cierta prosapia como Francisco
Contreras con su "Luna de la patria", Manuel Magallanes
Moure a quien Pezoa Véliz le enrostró su falta de
sensibilidad social o Angel Cruchaga Santa María, quien
en su "Canto a Chile", musical y rítmico, solamente
ve una tradición de armonías exóticas.
Con
la llegada de las vanguardias el discurso de la identidad nacional
cambiay los poetas de mayor aliento iniciarán un discurso re-fundacional
que moviliza los estereotipos y crea los gérmenes de nuevos
mitos culturales. En este rápido escorzo habría que
señalar la relevancia de la re-visión que sobre América
y sus mitos fundacionales (Tala y Lagar), sobre Chile
(Poema de Chile) y sobre madres y huachos (toda su obra), hace
Gabriela Mistral. El pasaje que su discurso poético
elabora desde lo privado a lo público para poner en el tapete
una cantidad de temas tapados por el discurso identitario dominante,
como por ejemplo el autoritarismo, el machismo, el racismo, la exclusión
de la mujer, el patriarcalismo y la racionalidad y la sanidad como
atributos que dan validez al ser humano, hacen que su obra sea la
de una adelantada que el tiempo lento de la crítica se ha demorado
en ver. Pero no es posible aquí entrar en sus profundidades.
Me
referiré brevemente a los mitos culturales en Pablo Neruda
y Pablo de Rokha. En el caso de la obra de Neruda, es conocida
su ligazón con los mitos originarios de fundación relacionados
con el tiempo y el espacio sagrado, los mitos del origen americano
y los símbolos de la génesis natural ligados al mar,
el sol, la tierra, la lluvia o los ríos. Especialmente se ha
estudiado extensamente la relación de la historia concreta
de Chile y el continente con la re-fundación mítica,
específicamente en Canto general (1950). La obra de
Neruda, para bien o para mal, se declara en guerra con una parte importante
de la historia oficial y construye desde el cruce del mito y la historia
una re-visión posible del mundo americano, de su tradición
revisitada y revisada y de su proyecto utópico basal. Apogeo
de la modernidad frente al cuestionamiento de una identidad que se
enfrenta con el espejo deforme de una tradición que la ha hecho
parecer lo que no es. El poema central de la obra, "Alturas
de Macchu Picchu", presenta un viajero espacial y temporal
que asume la tarea prometeica de superar la conciencia de lo transitorio
en una búsqueda moderna e iniciática del absoluto que
se remonta a los orígenes americanos, a sus orígenes.
Para subir a la montaña, primero el sujeto debe bajar a los
abismos desde donde fluye la muerte colectiva, la "poderosa muerte"
que no es pura negatividad, sino que trae la fecundación de
lo total (el arraigo terrestre y el vuelo airoso), pero en el ámbito
de lo histórico y lo social. Entre otros, Cedomil Goic
y Mario Rodríguez han abundado en la interpretación
de este viaje iniciático como un vínculo con la comunidad
y la búsqueda de un elemento esencial a la vida más
allá de las formas aparienciales. En el canto VI del poema
ya se establece la relación entre el dolor personal y el dolor
colectivo, en donde se patentiza la aniquilación de la vida
pero también la afirmación de que el reino muerto vive
todavía. Hay una solidaridad que se extiende entre este reino
muerto y el sujeto que lo recupera y lo catapulta al mito del proyecto
común futuro. El poeta entonces exclamará:
"Piedra en la piedra, el hombre dónde estuvo?
Aire en el aire, el hombre dónde estuvo?
Tiempo en el tiempo, el hombre dónde estuvo?" (12).
El poeta no ha podido aprehender más que un "racimo de
caras o máscaras" y para encontrar esa unidad que está
ausente de sus vidas, se vuelve hacia la muerte, lo que se hace a
través de un viaje al centro de las cosas como un regreso a
la tierra y su fugaz primavera, en una contradictoria asunción
del mito del ideal heroico, ahora convertido en mito de regeneración.
Así la "verdadera, abrasadora muerte", se transforma
en su contrario, "una vida después de tantas vidas".
Ahora el viaje iniciático ha terminado y en el esplendor de
las ruinas (como antinomia de una modernidad que ha reprimido y simplificado
la identidad del americano, del connacional), el ser humano, el poeta,
el sujeto del canto se perpetúa, pero en su propia ausencia.
Al responder ahora la pregunta ¿Qué era el hombre?,
en el canto décimo, la noción de la muerte es remplazada
por la noción de la necesidad: el hambre. El ser individual
se hace plural: "Juan Cortapiedras, Juan Comefrío, Juan
Piesdescalzos, etc." La crítica al otro mito fundacional
es evidente.
El
caso de Pablo de Rokha tiene similitudes, pero en relación
a nuestro tema es diferente. Se podría señalar que su
poesía responde en forma substancial a los mitos culturales
elaborados por la oligarquía dominante como parte de su visión
de la identidad nacional. De este modo, en su obra aparecen por ejemplo
los paisajes, los rituales, las comidas, los elementos de la cultura
popular, las imágenes rurales del huaso, el arriero, el campesino,
los eventos gloriosos y la figura del roto como elemento representativo
y simbólico de la chilenidad. Pero en De Rokha estos elementos
adquieren un carácter diferente, ya que refundan el estereotipo
y lo convierten en una especie de palimpsesto del mito original. Un
caso ejemplar de su mitología lo constituye Carta magna
del continente (1948), publicada dos años antes que el
Canto general. Reúne poemas escritos durante siete años
y, al igual que Neruda, intenta refundar la historia del país
y del continente mezclando mito e historia. La mitificación
refundadora del poeta retoma la simbólica del ideal heroico
con un discurso épico que amalgama lo alto y lo bajo, la historia
oficial y la reprimida, lo culto y lo popular, mostrando las contradicciones
de la historia en todo su esplendor y miseria. Desfilan los personajes:
Ercilla, O’Higgins, Pedro de Oña, Walter Raleigh, Pérez
Rosales, Juan Godoy, los escritores, los críticos literarios,
los familiares, Winétt y muchos otros de distinto calibre,
en una amalgama que intenta ser la re-escritura de la historia universal,
pero con más especificidad del Estado-Nación. Bardo,
vate, voz de la tribu, el sujeto y el discurso marcan su propia posición
revisionista, que es no sólo la de intérprete, sino
también la de observador y protagonista padeciente de los sucesos
que narra:
"Corriendo, andando, durmiendo, cantando o llorando desde
mi montaña de contradicciones e incendios, emerge y avanza
con las manos cortadas y un tambor negro en el pecho, estrellándose
contra la eternidad..." (13).
Actitud antinómica que resalta en los títulos de los
poemas donde se busca una simbiosis con la historia y la tradición,
al mismo tiempo que se ejerce una rebelión refundadora, i.
e. "Retrato furioso", "Lamento americano
de las colonias", "Gran oda clásica a Hispanoamérica",
"El llanto de los llantos", "Anecdotario
completamente desaforado", "Epopeya de peripecias",
"Oratoria estupenda de la República", etc.
Probablemente, el poema que concentra de mejor manera la reconversión
de los estereotipos de la identidad nacional sea "Epopeya
de las comidas y bebidas de Chile", en donde personajes,
lugares, alimentos y acontecimientos del espacio nacional se mezclan
para dar vida a una épica popular y ejemplar. Esta refundación
desde abajo ruptura con los tópicos y estereotipos que en referencia
al mismo campo semántico han hecho históricamente los
sectores dominantes de la sociedad chilena, ya que lo que aquí
se exalta es la memoria de un mundo arcaico en el cual los campesinos,
los mineros, los pescadores y la vida rural vuelven a ser parte de
la historia como protagonistas anónimos y reales. En cierto
sentido también lo privado se convierte en gesta pública.
El propio sujeto del discurso se integra a la escena como un ser anónimo
más que se universaliza en su temporalidad real y simbólica:
"la chichita bien madura brama en las tinajas... y nosotros
nos acordaremos de todo lo que no hicimos y pudimos y debimos
y quisimos hacer / como un loco asomado a la noria vacía
de la aldea" (14).
El poema circula, va de un elemento a otro, haciendo de este continuo
vaivén su propia estructura. Por eso es que el acto de comer
el piure o el acontecimiento de la vendimia asumen su tradición
mítica y devienen en liturgia sagrada y original. Al sacar
del ámbito del puro consumismo a las comidas y bebidas y de
su estereotipo al huaso y al campesino, éstos se elevan al
paradigma epopéyico, cambiando signos y sentidos. Como en otros
poemas, "Rotología del poroto", "Los
borrachos dionisíacos" o "Campeonato de rayuela",
aquí Pablo de Rokha se reapropia de una mitología vaciada
de sentido y realiza una exaltación de los valores de las clases
populares a partir de impulsos originarios y esenciales: el comer,
el beber, la relación erótica, la capacidad de reír
y llorar, la diversión y la angustia frente a la muerte.
Un breve escorzo sobre las obras de Nicanor Parra y Enrique
Lihn. La
re-escritura que la obra de Parra hace de la tradición literaria
anterior, desde el romanticismo hasta las vanguardias, inaugura una
resemantización del mito nacional a partir de su elaboración
cotidiana y popular. Su ruptura tiene que ver en este terreno con
el lugar donde se sitúa el poeta y el distanciamiento explosivo
frente a cualquier intento sacralizador tradicional. Para ello le
sirven la parodia, la ironía, la sátira, la paráfrasis,
la contradicción, la polémica, el palimpsesto, la intertextualidad,
la autorreflexividad, la caricatura, todos elementos que enmascaran
una identidad tránsfuga, degradada y cuestionada, en fuga permanente
hacia un espejo que degrada e invisiviliza. En Parra, el sujeto autorreflexivo
lleva su crítica a las últimas consecuencias, para renegar
de toda fundación que no sea la del propio discurso aprisionado
en su espejo o su máscara, estableciendo sus límites
con el mundo y disolviendo cualquier identidad salvadora (con la libertad,
con el otro, con la sociedad), como la que querían los vanguardistas.
Los discursos (de sobremesa) culminan en la desesperanza, el fracaso,
la angustia, el absurdo, la desesperación, la incognita, la
degradación, la corrosión paródica e irónica,
porque somos "un embutido de ángel y bestia" y "un
yogourt es lo más que podría ofrecerte".
Sin la trascendencia que la modernidad iluminista le había
dado a los valores de la libertad individual, del progreso permanente
de la historia y de la mitificación del futuro, el sujeto parriano
fuera de cualquier metadiscurso salvador es un pobre diablo parafraseador
y enmascarado, que lo único que tiene es "la muerte por
delante" (El anti Lázaro). El sujeto de Parra, sujeto
moderno en disolución, desprecia los metarrelatos de los proyectos
fundacionales de la modernidad y se instala en los márgenes
y los residuos que dejan el anonimato, la soledad, la marginalidad
y la pérdida de la identidad ("Autorretrato", "Epitafio",
"Soliloquio del individuo", "El pequeño burgués",
"Me retracto de todo lo dicho", "Los profesores",
"El anti Lázaro", etc.). Su obra se enmascara para
desenmascarar toda una historia cultural del falsas mitologías
y fundaciones, pero desde allí también recupera la tradición,
reescribiéndola y refundándola a través de un
discurso que retoma la realidad detrás del símbolo y
la vuelve a llenar de sentido.
En Parra toda fundación se asienta en un lenguaje que lo único
que intenta es desmitologizarse permanentemente, ser un forado por
donde el pasado y el presente se desbarrancan hacia un futuro opaco
e inasible, absurdo y limitado, porque toda trascendencia desaparece
en la nada. "Los vicios del mundo moderno" no permiten ninguna
fundación trascendental, ni con los otros, ni con la sociedad
en su conjunto, ni menos con la humanidad, a pesar de los auspiciosos
augurios de una aldea global incipente en los 50s y una globalización
cada vez más perversa
en el siglo XXI. Lo único que cabe es aferrarse "a esta
piltrafa divina", porque "no, la vida no tiene sentido".
En el caso de Enrique Lihn, este papel desmitificador del
lenguaje se lleva al extremo. Toda fundación termina con la
destrucción de la poesía misma, que renace una y otra
vez de sus cenizas para reavivar sus destellos vitales. Desde Nada
se escurre de 1949 hasta su Diario de muerte, ese texto póstumo
escalofriante que verbaliza sus últimos días, la obra
poética de Lihn busca autotransgredirse hasta llegar a la pura
inanidad de un discurso que es un rumor de palabras que no pretende
destruir nada, pero nos deja con nuestra mortalidad anudada al cuello,
como señala Jorge Elliott. Los diferentes sujetos lihneanos
asumen su propia desmitificación en la figura de un (no)vate
marginal, degradado y excéntrico dentro de una sociedad decadente.
Su canto es un anticanto y su mundo es grotesco. Multiplicado en una
serie de máscaras autoparódicas, el hablante (los sujetos)
escenifica su propia miseria en forma burlesca fuera de todo imaginario
futuro o pasado.
En Lihn, no hay ni siquiera refugio en la subjetividad porque ésta
se desfonda en un juego de espejos donde toda realidad se refracta
en una multiplicidad de máscaras inasibles:
"He perdido el sentido de mi rostro
o de tanto contarlo, se me ha vuelto infinito"
(La vejez de Narciso)
O donde el propio lenguaje, último refugio fundacional de
la poesía, se nadifica en su entrañamiento:
"Las palabras que usamos para designar las cosas están
viciadas"
(Nada tiene que ver el dolor...).
Todo mito fundacional parece haber caducado en la escritura de Lihn.
No hay trascendencia divina, ni humana, ni siquiera discursiva. Lo
que permanece es un lenguaje espúreo y contingente que no condensa
nada fuera de la fluidez de la experiencia y un camuflaje permanente
de las representaciones sacralizadoras de la tradición cultural.
En Lihn toda fundación y reinvención se alza sólo
para ser negada a través del desgarro, el distanciamiento y
el escepticismo: "Nunca salí del horroroso Chile... nunca
salí de nada" (Nunca salí del horroroso Chile);
"y soy mi propia ausencia frente a un espejo roto" (La vejez
de Narciso); "¿A qué viene todo esto?... Basta,
basta, tranquilo; aquí tiene su muerte" (Monólogo
del viejo con la muerte). Tal vez en Lihn, como en Parra, sólo
la escritura permite una lejana refundación de un mundo ya
definitivamente perdido en medio de una modernidad que arrasa aún
en su agonía: "No pude ser feliz, ello me fue negado,
pero escribí".
Otras
obras como las de Gonzalo Rojas, Jorge Teillier y Efraín
Barquero exorcizan la debacle fundacional de la modernidad tardía
desde distintas trincheras estéticas, pero su propósito,
al revés de los poetas mencionados antes, es alternativamente
propositivo, aunque quizás tan escéptico como los anteriores.
La diferencia está en que en ellos hay un impulso genuino hacia
la búsqueda de un fundamento, que permita aliviar la efímera
instalación del presente y la angustia frente a un futuro donde
toda utopía ha sido castrada. En Gonzalo Rojas es la
experiencia vital y erótica del mundo transmutado en un lenguaje
que resiste y exorciza la muerte desde lo efímero de la existencia.
En Efraín Barquero es el reintegro del ser humano a
la naturaleza de la cual fue separado en el proceso del trabajo capitalista
alienante.
En Jorge Teillier es el gesto permanente y reiterado de volver
una y otra vez a un origen que la memoria fundacional busca recuperar
y que el discurso poético reconstruye a retazos, pero sólo
como un imaginario perdido para siempre. En todos ellos existe el
intento de una refundación cultural que vuelva a relevar el
papel de ciertos mitos fundacionales que operan en la tradición
occidental: la fraternidad, la solidaridad, el amor filial y carnal,
el paraíso original, la comunión con la naturaleza,
el carpe diem y otros. Pero también en sus representaciones
discursivas asoma el desencanto y la desesperanza frente a una realidad
que releva lo consumible, lo efímero y lo artificial: "Lo
irreparable es el hastío" (Rojas); "Palabras / para
ocultar quizás lo único verdadero: / que respiramos
y dejamos de respirar" (Teillier) y tal vez con menos énfasis
en Barquero, pero con igual convicción: "Esa edad misteriosa
en que vivimos antes". O más claramente aún: "No
hay cosas en nosotros sino trozos de cosas / no hay árboles
amados sino fragmentos rotos / el mundo es una estancia donde entramos,
salimos / queriendo ver una puerta donde no hubo sitio alguno / la
casa recordamos cuando no hay más que prisa" (Hay uno
que en mí vence) (15).
Una coda final sobre la poeta Elvira Hernández y su
re-visión de uno de los mitos fundamentales del origen de la
nación: la bandera de Chile. Desde que Gabriela Mistral y sus
compañeras de ruta (Winétt de Rokha, Teresa Wilms Montt,
Olga Acevedo, María Monvel entre otras) irrumpieron con sus
discursos en el ámbito literario nacional a comienzos del siglo
XX para enfrentar, desde un sitio distinto y siempre subalterno, a
una modernidad que permeaba discursos y prácticas, la poesía
escrita por mujeres ha sufrido cambios y desmembraciones no siempre
lúcidos y críticos, pero que le han permitido asomarse
a la historia literaria desde sitiales inconvenientes aún vivos.
En este largo periplo que se acumula en los últimos 100 años,
la obra de poetas mujeres que escriben durante el período dictatorial
adquiere una relevancia no sólo por su situación doblemente
reprimida, sino también por el viraje crítico que le
dan a sus propios discursos creativos y reflexivos. En estas poetas
"la palabra se des-cubre para liberar una multiplicidad de sentidos,
que comienzan a navegar desde el pensamiento, hacia el (con)tacto-espasmo
que se produce con la página en blanco" (F. Moraga). Desde
allí estas poetas se enlazan al íntimo impulso de recuperar-se,
desde ellas mismas como seres activos, diferentes y presentes en la
sociedad y la cultura.
En este contexto se despliega la obra La bandera de Chile
(1991) de Elvira Hernández, quien toma uno de los símbolos
más ligados al mito fundacional de la patria y la nación
durante un período en que tal símbolo llega casi al
estereotipo, para deconstruirlo desde su propio interior con un lenguaje
que se moviliza desde el emblema mujer-madre-patria hasta su construcción
cultural. Como señala Fernanda Moraga, Elvira Hernández
se transmuta entera en la representación femenina de la bandera,
se apropia del emblema mujer-patria a través de una gradual
cristalización que se origina en el hallar(se) (16).
Se conforma un cuerpo que comienza a (re)escribir(se), denunciando
su ausencia:
"Nadie ha dicho una palabra sobre la Bandera de Chile
en el porte de la tela
en todo su desierto cuadrilongo
no la han nombrado
la Bandera de Chile ausente" (17).
Aquí la no nombrada se nombra para decir que no la nombran.
Comprende que es el cuerpo de la mujer
el que está desierto, enmudecido, sin signos que la identifiquen.
Símbolo de una orfandad, de una huella en sujeción de
dominio, de un espacio impuesto por la marginalidad oficial, la bandera
como la conciencia de la mujer se resignifica en el ejercicio de una
libertad condicionada social y culturalmente. Elvira Hernández
denuncia y transgrede el mito identitario mujer-madre-patria armado
desde afuera y se sumerge en el auto(re)conocimiento de su diferencia
para rescatar su cuerpo y su lengua. El no decir nada, el derretirse,
el descomponerse, el silenciarse de la Bandera de Chile es similar
a la mutilación del cuerpo-mujer que es clausurado en su propia
expresión. Agrega Fernanda Moraga que "la paralización
por la represión (del lenguaje, del cuerpo, de la historia,
del pensamiento) somete a la mujer a una despertenencia, por lo tanto,
el deseo de escapar se construye como la percepción de un lugar
de destino: un territorio interior (su cuerpo-mujer), desde donde
interroga para (re)abrir su memoria al lenguaje" (18). Este mismo
carácter de refundación cultural adquieren los discursos
de otras poetas contemporáneas chilenas, como es el caso de
Marina Arrate al deconstruir los estereotipos del maquillaje femenino
o al darle al tatuaje un aura simbólica de prueba iniciática,
el de Soledad Fariña que desata la palabra reprimida para escarbar
en los ritos de iniciación que le devuelvan la lengua o la
reconstrucción de una ciudad ya no fundada en su habitar sino
en su existencia nómade como es el caso de Carmen Berenger
en Huellas de siglo, o en la despertenencia de una memoria siempre
fragmentada y extraviada pero que se busca reconstruir en la poeta
huilliche Adriana Pinda.
Es posible que el mito fundacional de la nación esté
perdiendo hoy día su fuerza simbólica frente al internacionalismo
del capital transnacional, la globalización política
y económica y las resacas epigonales del capitalismo tardío
que han culminado en el cambio del imperialismo en imperio, según
Negri y Hardt. Sin embargo, la batalla de nuestros poetas pareciera
seguir anclada en una resignificación constante de nuestros
mitos culturales y fundacionales que han probado su pobreza semántica,
y sin embargo a través del poder institucional y público
continúan siendo parte de la hegemonía que en todos
los ámbitos ejerce un grupo económico y político
sobre el resto de la sociedad. La resistencia frente a la desterritorialización
de los actuales signos económicos y políticos de la
aldea global neoliberal (cuyos efectos últimos parecen catastróficos
para la nación y para la humanidad), no implica sólo
una reconversión de la tradición fundacional de la nación,
sino también la necesidad de discursos que socaven las homogeneidades
identitarias estereotipadas e ideologizadas. En esa tarea, la poesía
sigue dibujando con fuerza la tradición soñada en cuyo
movimiento se fija la tradición imaginada, la de los mitos
del porvenir. Como dice Jaime Luis Huenún, poeta huilliche:
"La poesía queda en el limbo de la lengua, esperando se
despeje el camino hacia la memoria humana, su verdadero territorio...
su destino... En medio de las alucinaciones y la fractura del tiempo
real... recordar y remontar hacia el origen de la sangre y la palabra
es siempre un acto subversivo" (19).
Sabemos que a la poesía, aunque suene un poco cursi, le corresponde
revitalizar los mitos y recordarnos la nostalgia de lo que fue y de
lo que pudo ser, pero además también nos escribe e inscribe
la nostalgia de lo que todavía soñamos que puede ser.
REFERENCIAS
Barquero, Efraín. 2000. Antología, Santiago,
Lom Ediciones.
De Rokha, Pablo. 1954. Carta magna de América
en Antología 1916-1953, "Quinquenio de invierno",
Santiago, Multitud.
Edwards, Alberto. 1982. La fonda aristocrática,
Santiago, Editorial Universitaria.
Eliade, Mircea. 1973. Mito y realidad, Madrid, Guadarrama.
Encina, Francisco. 1954. Resumen de la historia de
Chile. Santiago, Zig Zag.
Hernández, Elvira. 1991. La Bandera de Chile,
Santiago, Libros de Tierra Firme.
Historia del Ejército de Chile. 1995, tomo
1. Santiago, Estado Mayor del Ejército de Chile.
Huenún, Jaime Luis. 2000. "Poeta de la
tierra/ ciudadano de la página", Pentukun 10-11 (Temuco).
Kolakowsky, Leszek. 1990. La presencia del mito, cap.
I, Madrid, Ediciones Cátedra.
Larraín, Jorge. 2001. Identidad chilena, Santiago,
Lom Ediciones.
Levy Strauss, Claude. 1964. El pensamiento salvaje,
México, F.C.E.
Moraga, Fernanda. 2001. "La Bandera de Chile:
(Des)pliegue y (des)nudo de un cuerpo lengua(je)", Acta Literaria
Nº 26 (Universidad de Concepción), pp. 89-98.
Neruda, Pablo. 1973. Obras completas, tomo I, Buenos
Aires, Editorial Losada.
Nicolás Palacios. 1904. Raza chilena. Santiago,
Imprenta y Litografía Alemana.
Nómez, Naín. 1996. Antología
crítica de la poesía chilena, tomo I, Santiago, Lom
Ediciones.
Parra, Violeta. 1971. Décimas, "Me van
pasando los años", La Habana, Casa de las Américas.
Salazar, Gabriel y Julio Pinto. 2002. Historia contemporánea
de Chile. Santiago, Lom Ediciones.
Vidal, Hernán. 1984. Mitología militar
chilena. Surrealismo desde el superego, Minneapolis, Instituto para
el Estudio de Ideologías y Literatura.
NOTAS
(1)
N. Nómez, Antología crítica de la poesía
chilena, tomo I, Santiago, Lom Ediciones, 1996, pp. 53-56.
(2)
Ver al respecto Jorge Larraín, Identidad chilena, op. cit.
Pero también en La fonda aristocrática de Alberto Edwards,
Resumen de la historia de Chile de Francisco Encina, Raza chilena
de Nicolás Palacios, Historia de Chile de Gonzalo Vial, Historia
de Chile de Sergio Villalobos e Historia contemporánea de Chile
de Gabriel Salazar y Julio Pinto.
(3)
Mircea Eliade, Mito y realidad, op. cit.
(4)
Claude Levy-Strauss, El pensamiento salvaje, op. cit.
(5)
Leszek Kolakowsky, La presencia del mito, cap. I, op. cit.
(6)
Hernán Vidal, Mitología militar chilena. Surrealismo
desde el superego, op. cit.
(7)
Historia del Ejército de Chile, op. cit., tomo 1, p. 15.
(8)
Nómez, op. cit., pp. 74-76.
(9)
"Me van pasando los años", Violeta Parra, Décimas,
op. cit., pp. 39-46.
(10)
Nómez, op. cit., p. 137.
(11)
Ibid, pp. 158-160.
(12)
Pablo Neruda, Obras completas, op. cit., p. 341.
(13)
Pablo de Rokha, "Quinquenio de invierno", Carta magna de
América en Antología 1916-1953, op. cit., p. 367.
(14)
Ibid, p. 397.
(15)
Efraín Barquero, Antología, op. cit., p. 207.
(16)
F. Moraga, "La Bandera de Chile: (Des)pliegue y (des)nudo de
un cuerpo lengua(je)", Acta Literaria Nº 26 (Universidad
de Concepción, 2001), pp. 89-98.
(17)
Elvira Hernández, La Bandera de Chile, op. cit., p. 9.
(18)
F. Moraga, art. cit., p. 97.
(19)
Jaime Luis Huenún, "Poeta de la tierra/ ciudadano de la
página", Pentukun 10-11 (Temuco, 2000), p. 167.
*Trabajo
escrito en el marco del proyecto Fondecyt 10.200.028 (2002-2003).
**Profesor
de Literatura en la Universidad de Santiago de Chile. Poeta y ensayista.
E-mail: nnomez@lauca.usach.cl