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Un origen donde podría sostenerse el curso de las aguas, poesía de Nadia Prado
LOM Ediciones, 2011

El poema como cripta(*)

Por Sergio Rojas

“He tenido la sensación de que
había en mí un ser asesinado”

Samuel Beckett

Un libro intenso y difícil a la vez. Leo Un origen donde podría sostenerse el curso de las aguas como si se tratara de una cifra, el cuerpo de un secreto cuyo “asunto” es, en cierto sentido, la muerte. He aquí su fuerza de gravedad. Pero digo que su asunto es la muerte sólo en cierto sentido, porque no trata “acerca de” la muerte, la muerte aquí no es un “tema” para la escritura. Más bien diría que un cuerpo habita en sus palabras, un muerto, un cadáver que el poema contiene, no como si se tratara del documento de una “memoria”, como si las palabras viniesen a expresar “recuerdos”, sino, al contrario, un cadáver que la escritura rescata de la memoria y sus olvidos. Escribir es… ¿desenterrar un cadáver?: “Las palabras cavan ambos lados de mi área, / no escucho la tierra caer” (44). Acaso más precisamente diríamos que se trata de rescatar la tumba de un cadáver, un hueco, una hendidura, una fosa. En efecto, ingreso en el poema como se ingresa en una cripta. Pero, ¿en qué momento se inicia verdaderamente el ingreso? Sin duda, no con la lectura de las primeras letras en la primera página.

Tierra, playas, huesos, agua, río, cielo, peces, árboles, y pájaros, muchos pájaros, fluyen, proliferación de nombres para aquello que sólo se deja inscribir en el lenguaje poniendo “otra cosa” en su lugar. Cómo leer el poema de Nadia, cómo orientarse en materia de escritura poética, como orientarse en la escritura cuando el pensamiento se despliega encabalgado en el orden significante que le da cuerpo. “Me declaro negligente del cuidado en el empleo y uso / de las palabras leves y sagradas en su desconfianza. / (…) Quizá si cada palabra puede ser sopesada, cada vez y en su cada vez de su peso total y si ella, la palabra sopesada en su peso total y en su cada vez, permanece en secreto y no puede por sí sola a la imagen ni una vez alivianarla” (42). La palabra no puede por sí sola alivianar a la imagen, ¿qué significaría esto sino traducir la imagen, o informarla como si se tratara en la escritura de un “pie de foto”, en el que se descarga el peso de la imagen. Pero esto es precisamente lo que la palabra poética en su peso total conserva, su remisión a una imagen que de pura intensidad no llega a “solucionarse”.

Intento reconocer los recursos del poeta: las figuras que sirven a las intensidades de la escritura. Reconozco por momentos el verosímil de una estrofa, otras veces una frase flotando en el blanco de la página, de pronto las palabras se encadenan en el fluir de una prosa poética, en que crecen los párrafos, con puntuación y todo. Me desoriento, me reconozco por momentos leyendo este poema como si se tratara de una novela, pesquisando los fragmentos, las hebras, los detalles de una historia que se articula de manera intermitente. Percibo un cambio, un paso desde el itinerario que traza su poesía: Simples Placeres (1992), Carnal (1998), Copyright (2003), Job (2006) y lo que ahora nos sorprende en Un origen donde podría sostenerse el curso de las aguas (2010). Han transcurrido cuatro años entre este y su anterior trabajo publicado. Ensayo comprender lo que ahora me sorprende y a ratos me desorienta…, el cuerpo, ¿qué pasó con el cuerpo y el deseo de la escritura, motivos que se daban a leer en ese itinerario? Ensayo seguir una hebra: la inquietud de sí que anida en la escritura del deseo. Leo en Simples Placeres: “En mí hay un dolor seguro que nadie ha podido sacar / ni siquiera tú cuando me haces el amor / no puedo reír totalmente contigo” (107); leo en Carnal: “Tengo hambre de sentir el hambre por saber quién fui” (91); leo en Copyright: “Apenas soy un error que trata de juntar palabras reales y no reales. Puedo ser un invento o de verdad existir. Lo que escucho en el silencio es que estoy aquí” (74); leo en Job: “Nadie quiere lo que es, se es la ficción de la historia que se corrige al infinito” (39). Y en el libro que ahora tengo ante mí leo: “En su lecho de ceniza el vocablo no sabe quién anda dentro” (22). Leo aquí el itinerario de una escritura que se conduce hacia el secreto del propio deseo que la anima: quién anda dentro del cuerpo, que en la escritura ha devenido deseo de un cuerpo. Es una manera de interrogar por el exceso que es la poesía, el secreto exceso que ha conducido al sujeto hacia la escritura poética, para darse un cuerpo en la letra diseminada.

¿Qué es la palabra poética? ¿Qué hace la palabra poética en el lenguaje? ¿Qué clase de hacer es ése, el de la palabra que llamamos poema? Más allá del género (ese nombre que en los formularios de los concursos lo diferencia de “cuento”, “ensayo”, “novela”, “teatro”, “poesía”), más allá, digo, la palabra poética genera significación como una trabajadora de la muerte. En efecto, inadvertidamente el sentido de las palabras se agotó y devino mero significado, significado demasiado “claro y distinto”, fueron haciéndose las palabras transparentes al mundo que debían develar, y ahora sólo lo indican, indiferentes, como inertes señales de tránsito, rótulos farmacológicos o marcas vendedoras en la ropa publicitada, y entonces las palabras comenzaron a designar a las cosas ya solucionadas por la inercia de los hábitos, es decir, los significados comenzaron a agotarse en sedimentaciones residuales de lo que han dejado sin explicación los olvidos. Pero, en medio de la muerte, no hay más palabras disponibles que aquellas monedas de esfinge gastada. “Las manos no sostenían mis mejillas como ella creía, las manos ayudaban a los oídos a no escuchar muertas las palabras de las palabras que se buscan para decir” (45). “Las palabras se buscan para decir…”, ¿qué más se puede decir, qué más que el hecho de que estas palabras han sido buscadas, y precisamente de esa búsqueda dan testimonio, dan cuenta de que el poema nace en la falta de palabras.

Entre cosas muertas acontece la escritura, nace el poema, lidiando con las palabras desgastadas: “He tratado de estar resucitando mientras palabras que no son mías podrían serlo” (86). ¿Por qué “resucitando”? Porque liberar el sentido no implica restituir algo así como un significado oculto, sino hacer emerger la oquedad en la que vienen a existir las palabras: “la ranura del lenguaje va a la lengua que vuelve al agua / la grieta al agua vuelve el sonido desalojado / y éste lleva su encargo / seca retorna la grieta a humedecer” (58). Ranura, grieta, desalojo…, abismo. El poema no trae consigo los significados de las cosas, sino que más bien restituye su carácter innombrable. Las palabras hacen lugar a lo que se aguarda, todavía.

Recuerdos, preguntas, sentimientos son el cuerpo fragmentado de un pasado que retorna, esperando aún la revelación de su sentido. Quiero decir, no sólo esperando, sino esperando aún, todavía esperando, cuando todo nos indica que ya no cave seguir esperando. Se espera en el fin: la espera comienza cuando todo ya ocurrió, o mejor dicho, cuando en un determinado punto en el tiempo –tan determinado que no existe memoria de él, sólo la intensidad–, no ocurrió lo que debía ocurrir. En este sentido, podría decirse que la espera no tiene un comienzo, pues “de pronto” el sujeto se encuentra esperando, ha sido “puesto” a esperar por aquello que no llegó o que no se cumplió; se inicia la espera con una expectativa no correspondida. Recién allí, en el fin, se comienza a esperar, contra la memoria, portadora de un aprendizaje al que nos resistimos.

“Dicen que algunos seres todavía sienten dolor en las extremidades amputadas. Es el deseo inservible e imaginario. Qué caminos camina la derrota cuál meta podría el cuerpo en medio del camino que quiere caminar el deseo de un cadáver” (70). El deseo de un cadáver, esto es, el deseo de un muerto, más precisamente: el deseo de un cuerpo muerto. Y ¿qué es un muerto sino alguien a quien se le ha amputado su cuerpo? Entonces leo nuevamente: “Dicen que algunos seres todavía sienten dolor en las extremidades amputadas”. Ahora leo y (yo) escribo: “Dicen que algunos seres sienten dolor en el cuerpo amputado”. Todavía, aún, este es el tiempo del poema que habla de una espera que se inició cuando ya no cabía esperar, por eso decimos “todavía” y por eso decimos que se espera contra la memoria. ¿Madre sin hijo? ¿Hija sin padre? ¿Padre sin hijo/a? ¿Hija sin hijo?

Imposible evitarlo –¿por qué habría que hacerlo?–, nos preguntamos: ¿la historia de quién es la que aquí yace cifrada? Pero pronto hemos de corregir la cuestión, porque la pregunta es esta otra: ¿la historia de qué es la que aquí yace encriptada?

El deseo que se pone en obra nos conduce a través de estas cifras hacia un nombre propio siempre ausente, toma cuerpo en figuras e imágenes sin fijarse en representaciones –“¿Por qué alguien querría apisonar la tierra?”–, como si la tarea de las palabras fuese la de transmitir el curso de una intensidad antes que los significados muertos de las cosas. Se apisona la tierra de una tumba, para disponer una lápida.

Leo en el poema una historia contenida, esto es, una historia conservada, protegida, incluso atesorada, pero también se trata de una historia reservada, cifrada, escondida, como se guarda-esconde una fotografía o una carta entre las páginas de un libro. Una historia de muerte, una muerte que fue deseada y que ahora es “rescatada” de la historia, es extraída de la memoria que la retiene y contiene en el pasado, esa memoria que empuja esa muerte deseada hacia la posibilidad de su olvido, una muerte que podría haber sido olvidada junto con el deseo que le dio lugar. Porque el pasado es la tumba cavada. ¿Quién ese muerto? ¿De quién es la muerte que ronda el poema que leemos, de quién es la muerte que habita el poema? “El hijo descubre que ella nunca quiso tener al hijo que es él. El hijo tras la puerta en silencio de por vida piensa. Tras la puerta encuentra el hijo su lugar” (76).

Pienso que en el arte, en la obra de arte, el sentido surge precisamente allí donde hemos comenzado a “no comprender”, cuando los recursos, las formas, son reflexionadas en la obra misma. Entonces, para acceder al sentido del poema, no nos preguntamos “¿qué significan estas palabras?”, sino más bien ¿qué hacen las palabras? El poema trae la muerte al lenguaje, recupera la falta de nombres de la muerte, la falta de nombres del muerto.

El lenguaje extrema sus recursos sin ceder al ingenio fácil, sin apelar al humor de un lector cómplice. Se trata de una escritura cuyas exigencias deshacen cualquier complicidad, una escritura que nunca se rinde a la lucidez cínica de una derrota orgullosa ni al débil atesoramiento de ausencias. “Las cosas perdidas regresan sofocadas”. Como en las obras anteriores de Nadia Prado, el cuerpo es también aquí –lejos de lo “biográfico”– un motivo exigente, cuerpo sin nombre que como origen y destino del deseo deviene en inagotable flujo de imágenes.

La muerte es el cuerpo, su gravedad, el cuerpo como sitio, como oscura opacidad, el cuerpo como la tumba del cuerpo.

Lenguaje animado por una voracidad de mundo, de sus pliegues, fragmentos, e intersticios, pero el “sujeto” desde donde se ejerce ese desmedido afán se ha localizado. Emerge ahora el tiempo como horizonte de las palabras, y entonces la escritura prolifera animada por una interrogación acerca de las cosas que ocurrieron, entre las que se encuentran también las que nunca ocurrieron. Poesía que se escribe desde un “presente” que tiene al propio cuerpo como memoria: “Madre ¿mi padre hombre me tomó en brazos al nacer?” Este libro es una intensa interrogación acerca de esa extraña memoria que es el cuerpo, ¿de qué imágenes, palabras y promesas está hecho mi cuerpo? Y ¿acaso no nacemos a la conciencia del cuerpo con la experiencia de la finitud? Ante una fotografía sobre el muro la voz del poeta que dice: “La protección y la cacería en los brazos de mi padre que nunca me sostuvieron” (57). Nace el cuerpo al tiempo de la espera, nace el deseo al tiempo de la escritura con las imágenes prohibidas, con las palabras que no alcanzan las ansias, con las expectativas no correspondidas, entonces el mundo comienza a estar del otro lado. “Se apresta a ser devorada esta palabra / con la que ni siquiera alcanzo a nombrar / cómo llenar los blancos de la palabra que es un cadáver / escucha la algarabía el azar claro y voltea la lengua / hacia dentro un himno repite” (60).

En la partida, el cuerpo es una herencia significante que nos extraña y enajena, como el álbum de fotografías que la protagonista de Poste Restante [2001], de Cynthia Rimsky, encuentra en un mercado persa, una trama fragmentaria de presencias y ausencias cuyas intensidades no dejan de conducirnos hacia el pasado como origen de un deseo para el cual el mundo no es (aún) suficiente. “Nada reproduce el dolor del que fue rechazado. (…) No hay frontera no hay confusión solo una larga peste de insensatos tras la verdad que aquí nunca realizada ordena la imagen” (88). Como decía, el poema nace en la falta de palabras, al final las palabras que han llegado no vienen simplemente a colmar una ausencia, sino a darle lugar a esa muerte sin lápida. “Por qué alguien querría apisonar la tierra, / un origen donde podría sostenerse el curso de las aguas” (95).

 

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* Texto leído en el Bar Thelonious el 24 de marzo de 2011, con ocasión de la presentación del libro Un origen donde podría sostenerse el curso de las aguas [Lom, Santiago de Chile, 2010], de la poeta Nadia Prado.


 

 

 

 

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