NICANOR
CUMPLIÓ 19
Por Marco Aurelio Rodríguez
Publicado en Diario Siete, 15 de septiembre
de 2005
—Me sacaría el sombrero por usted, si tuviera…
—Sácate la cresta, entonces.
—Me acordé de un amigo pelado. Una amiga le regaló
Poemas para combatir la calvicie, pensando sería
un buen tratamiento para él. No floreció ningún
pelo en su cabeza pero empezó a escribir. Escribía poemas
de amor. Lo extraño es que tanta invocación poética
degeneró en pelitos que aparecieron en los pezones de la que
se convirtió en su diva.
—Seguramente de la boca del poetastro colgaba mucha saliva.
—Buena edad para una fiesta, don Nica. Cueca no, ¡un reggaetón
es lo más indicado para usted!
El antipoeta se burla de las entrevistas. Por eso enfrentamos el
asunto al revés: haríamos una antientrevista. Una tarde
de bruma, el Hombre Imaginario nos recibió en su mansión
imaginaria rodeada de árboles imaginarios a la orilla de un
río imaginario.
—¿Qué me dice de estos cuadros imaginarios? —inquirí.
Yo esperaba que contestara que son grietas imaginarias que representan
hechos imaginarios ocurridos en mundos imaginarios, en lugares y tiempos
imaginarios. En vez de eso, el Individuo sube las escaleras imaginarias
y se asoma al balcón imaginario a mirar el paisaje imaginario,
y se pone a llorar, y divaga:
—Mejor es tal vez que vuelva a ese valle, a esa roca que me sirvió
de hogar, y empiece a grabar de nuevo, de atrás para adelante
grabar el mundo al revés. Pero no: la vida no tiene sentido.
Algo tendrá que ver el celeste nombre de María, pienso.
Pero no. La que habita regularmente su casa de Isla Negra cuando regresa
el poeta como un espectro, es Ana María Molinare. “La mujer
que inspiró su poema “El hombre imaginario” —nos señala
Marcelo Simonetti— era casada. (…) “ella era la mujer que yo soñaba,
y que yo buscaba y que creía haber encontrado”. Aquello ocurrió
en 1978. Él tenía 64 años; ella, 32. “Cuando
me pulverizó, entonces ella me dejó, me abandonó”.
Tiempo después, ella optó por el suicidio y Parra inmortalizaría
ese idilio en uno de sus poemas más hermosos”.
—La olvidé sin quererlo, lentamente, como todas las cosas
de la vida —la voz se extingue como una misteriosa lámpara.
De pronto a la casa del poeta llega, entre risas e hipos, la muerte
borracha:
—Ábreme viejo que ando buscando una oveja guacha.
—Soy el lector, no el poeta —se me ocurre contestar.
—El autor no responde de las molestias que puedan ocasionar sus
escritos —me “defiende” Nicanor. Y luego agrega:— Durante largos
años estuve condenado a adorar a una mujer despreciable, sacrificarme
por ella, sufrir humillaciones y burlas sin cuento, trabajar día
y noche para alimentarla y vestirla…
—¿Hablamos de la Mujer Equis…? ¿Qué hay de su
castidad?
—En el interior de esa catedral se erigió su prostíbulo
—dictamina.
—¿Lear o Hamlet? —trato de soslayar su abatimiento. Nada.
La repuesta es obvia, basta mirar su calavera. Vuelvo a la carga de
una manera distinta:
—¿Por qué se alejó de La Reina y se radicó
en Las Cruces?
—¡Reinas no! Para mi edad…, nada más que doncellas.
Cuando cumpla 100 años, entonces solamente las princesas sabrán
besarme, y despertaré de mi sueño.