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MAL PARROQUIANO EN CUALQUIER SITIO


Oscar Barrientos Bradasic


¿De cómo conocí a Arístides Mendoza? La verdad ni me acuerdo del todo. Debe haber sido aquel día en que celebraba mi cumpleaños totalmente solo en el departamento y apareció el poeta Aníbal Saratoga con tal traza de palidez y abandono que no contribuyó precisamente a subirme el ánimo.

Por ese mes, Puerto Peregrino atravesaba un período de lluvias bastante prolongado que me mantenía durante horas contemplando los tejados empaparse desde mi ventana.

Para colmo, Saratoga me llevó a un bar clandestino que funcionaba en el subterráneo del Sindicato de Estibadores, sitio oscuro y claustrofóbico. El ruido y el humo dificultaban la conversación y hasta que finalmente uno se acostumbraba a gritar con el interlocutor. La contraseña en la entrada eran dos golpes y el enunciado "Cuando arribe a Puerto Peregrino conocerá el diccionario de las veletas".
-Pero todavía no viene lo mejor -dijo Saratoga mientras pedía dos cervezas en una suerte de mesón sin pintura que quería ser una barra.

"Esta decadencia alimenta ese malditismo de Saratoga, genuino pero a veces agotador. No, esto no es para mí" pensaba mientras observaba la euforia del poeta.

Ya avanzada la noche comenzaba una suerte de streap-tease de nota más que dudosa. Era una mujer bastante mayor y descuidada como para vestir ese baby-doll rosado y bailar danzas tropicales de un mal gusto digno de elogiarse. La mujer ingresaba haciendo pomposas reverencias y cantaba un aria de su repertorio con encendido brío. En esa oportunidad creo que cantó un fragmento de La flauta mágica.

A pesar del ambiente (grotesco hasta la saciedad), los parroquianos escuchaban con respeto la actuación operística de esta mujer que respondía al nombre de Adelaida, incluso la ovación era algo exagerada. Luego concluía su show bailando muy mal pero con mucho sentimiento, y entre danzas de cuestionable coquetería mostraba un cuerpo ya latigado por los años.

-Sólo en Puerto Peregrino se puede ver algo así de esperpéntico -me comentó el poeta con sincero entusiasmo.

Al parecer mi semblante de desesperanza cada vez mayor le hacía darme palabras de aliento que definitivamente no estaban haciendo efecto. Dentro de unos minutos, Saratoga pasó a presentarme sus contertulios más habituales en este antro de rasgos tan singulares. Una de ellas era por cierto Adelaida que, según nos contó, ejercía en las tablas de la zarzuela durante años como figura principal en el Teatro Municipal de Puerto Peregrino, hasta que una enfermedad a la columna comenzó a llevarla sin prisa pero sin pausa al desempleo y luego al alcohol, hasta terminar aquí.
-Aquí se puede conversar entre amigos- me comentó Adelaida esbozando una sonrisa que pese a las marcas de dolor era acogedora y bonita.

Conversamos largo rato los tres sobre la vida con esos argumentos filosóficos tan baratos como las carteras que venden a la salida de los bancos. Mientras aumentaba la confianza con la diva demacrada por el tiempo, me fue imposible aplicarles la ley seca, ya que las botellas pasaban rápidamente por la mesa.

En eso, apareció un caballero de unos respetables y quizás ya pasados sesenta años, los que lucía con mucha dignidad. Era un rostro moreno, de labios gruesos, daba una expresión de semblante cansado, muy a propósito de los pesados anteojos que caían en su nariz respingada. Ostentaba una complexión atlética y vestía un terno a rayas que sin duda debió conocer tiempos mejores. Saludó a Aníbal como si se encontrara a un hijo y besó a Adelaida en la boca con unos aires de galantería histriónica que me recordaban los ademanes exagerados de Vincent Price en el ciclo de películas sobre Poe.

-Arístides Mendoza, un servidor - me dijo estrechando mi mano con fuerza.
El recuerdo de Arístides me resulta confuso. Era un tipo de una calidez poco habitual en los noctámbulos.

Veo de pronto sus grandes manos dibujando mundos posibles y el tabaco raído cayendo por su labio grueso, a veces, creo oír su voz gutural y enfática pero también algo adolescente. Creo que luchaba porque la adolescencia nunca lo abandonara.

Según me comentó era un periodista deportivo retirado. Había llenado durante décadas las páginas del diario con las hazañas del boxeo, deporte que practicó en su juventud con resultados promisorios, pero una flebitis aguda le llevó a observar por siempre la contienda desde fuera del cuadrilátero. Su figura más admirada era Arthur Craven, el famoso boxeador que tanto se vinculó al movimiento dadaísta.
-¿A qué hora comienza? -dijo a Saratoga interrumpiendo su autobiografía.
-Como en cinco minutos -contestó el poeta con impaciencia.
En efecto, los parroquianos del bar se situaron en los extremos y nosotros imitamos el acto. El mismo tipo que trabajaba en la barra anunció una pelea entre dos sujetos que salieron de la oscuridad. Uno era un hombre grueso de barba muy tupida y el otro, un verdadero coloso de rostro afeitado y anguloso que respondía al nombre de Tiberio.

No había guantes ni medida alguna de arbitraje. Era una secuela de golpes que se dibujaban con poquísima claridad entre los nubarrones de cigarrillo. Luego del combate, Tiberio se hacía merecedor del triunfo y de unos copas en nuestra mesa. Un aplauso cerrado para el ganador y el retorno a los excesos propios de la noche volvían todo a su sitio.

Arístídes elogiaba las condiciones deportivas de este gigantón rubio que parecía un dios germánico. Nos despedimos ya avanzada la noche.
-No se pierdan muchachos -añadió Adelaida con unas maneras del todo revisteriles.

No sé por qué luego me hice un parroquiano habitual en ese lugar. Quizás fue por el valor moral que adquiere, a veces, la decadencia o la asimilación de un hemisferio de mi ser casi autoflagelante. Durante muchos viernes íbamos con Saratoga al bar de marras para compartir con nuestros ya habituales contertulios. Aplaudíamos con admiración el show de Adelaida y vitoreábamos al vencedor de las rudas peleas. Nuestro contendor de culto era siempre Tiberio, que en oportunidades, se sumaba a la charla, aunque siempre lacónico.

Arístides decía que la contienda era el arte de esquivar las incertidumbres, incluso contó cuando venció a su primer rival en un ring y sintió que su puño era la encarnación de todos sus deseos.
-El vencido asume que apostó por una empresa incierta- señaló.

Otra vez narró con sincero entusiasmo que le tocó conocer un boxeador que arrojaba a sus enemigos fuera del cuadrilátero de un solo golpe.

Arístides Mendoza casi siempre invitaba la última ronda, brindando por la felicidad, mientras Adelaida se sentaba en sus piernas. Todas las noches le regalaba a esta musa del espectáculo un clavel amarillo luego de la función, escogido con una sutileza de adolescente.

Ya borracho solía pedirle matrimonio. Más de una vez la vi besarla con la pasión de los verdaderamente enamorados.

Yo nunca entendí completamente a Arístides. No comprendía que un hombre en ese estado concibiera la felicidad como una industria trivial, que fuera el centro de sus conversaciones. También me llamó la atención el aprecio que nos profesaba.

Para él, Aníbal Saratoga era como un hijo sensible, un ser capaz de traducir los anagramas de la belleza. Cuando el poeta, empezaba a enamorarse perdidamente de alguien, Arístides solía decirme:
-Debemos aceptarlo así. Este poeta es, en el fondo, un ángel enfermo.
En cambio, a mí se dirigía como un par, pese a la diferencia considerable de edad. Sus relatos de boxeo me parecían a veces poco verosímiles, pero yo lo atribuí más bien a la deformación fantástica que ciertos acontecimientos manifiestan con los años que a una mitomanía compulsiva.

También diré que muchas madrugadas nos sorprendimos los tres insuflados en alcohol, todavía acalorados por la intensidad del combate. Allí salíamos del bar abrazados para perdernos entre las calles malolientes cantando baladas de amigos borrachos bajo la lluvia que no terminaba de abandonar la ciudad.

En una oportunidad en que el poeta Saratoga dormía su ebriedad ya definitiva, Arístides propuso que esa noche lo alojáramos en su habitación, no lejos del bar.

El lugar era una pieza en una pensión de mala muerte con olor a madera podrida. Una cama dada de baja en un hospital y sábanas de un color ya indefinido junto a un viejo ropero constituían todo. Recostamos al poeta que murmuraba algo acerca del destino, que era inevitable, que era fugaz y algunas otras sandeces todavía menos dignas de recordarse.

Estábamos sentados en los bordes extremos de la cama y el silencio me inspiró una pregunta que no habría hecho en otras circunstancias. Le pregunté por qué siempre la palabra felicidad estaba en sus conversaciones.
Arístides Mendoza prendió su cigarrillo y luego de arrojar una bocanada en forma de círculo, respondió:
-Lo que se llama felicidad es un suministro que llenas en la juventud. Sabes desde ya que los años aciagos no faltarán a la cita y le imprimes a tus sentidos algunos besos bajo la luna, licores del placer, rostros cercanos que un día dejarás para reencontrarlos con los años transformados en fantasmas amigos. Te emparentas con la muerte cuando eres consciente de ese honor que te ha concedido la vida.
-¿Por qué lo llamas honor, Arístides? -pregunté algo intrigado.
-Es honor. Yo sólo tengo esa parte que permanece sin tocar con los años, que me hace esperar el fin con algo muy parecido a la entereza. Si el paraíso existiera no creo que me gustaría, prefiero la vida con sus rostros afilados e ingratos, amo esta mierda con sabor a miel y tú deberías hacer lo mismo.
-¿Hacer qué?
-Seguir corriendo donde el viento te lleve, compartir palabras con los amigos queridos, desnudar muchachas hasta dibujar la luna en sus cuerpos, ser habitante del país de los pecadores, negar a costa de la muerte la república de los santos, ser siempre un mal parroquiano en cualquier sitio.

En aquel momento Arístides, sonrió sin ocultar el entusiasmo y me mostró su tesoro más preciado. Lo guardaba en el ropero junto a los gastados ternos oscuros que lucía siempre. Era un grueso volumen empastado en cuero verde, en sus hojas estaba la impronta del pasado, sus fotos como boxeador, joven y vigoroso; el retrato de mujeres que seguramente ya no habitaban este globo; todas sus crónicas periodísticas aún con el olor a tinta fresca.

Nunca olvidaré la fotografía de Arístides Mendoza a los veinte años. El púgil de mirada torva expresaba en una imagen que traspasaba las décadas, un semblante vencedor que el futuro hipotecaba de pronto, como un horizonte deslucido.

-Este es el testimonio de mi honor -añadió-. Estos recuerdos que algún día serán tuyos.

Y ambas cosas fueron ciertas. Ocurrió en una de esas noches de cielo algo crepuscular. Hacía ya varias semanas se rumoreaba que las autoridades tenían conocimiento del bar clandestino y se disponían a cerrarlo en cualquier momento.

El ambiente se había enrarecido de forma abrupta, las peleas culminaban en arrebatos de una violencia desmesurada, las arias de Adelaida eran aplaudidas anémicamente y el clima de confianza había cedido para dejar en su lugar un sentimiento hostil, quizás temeroso de estar dialogando con un policía camuflado.

Creo que Arístides mencionó algo sobre el tema, dijo que se habían infiltrado en el bar habitantes del país de los santos.

Esa noche Tiberio peleó largo rato con un moreno de labios gruesos que lucía una camiseta azul con sendas manchas de sudor. Ambos jadeaban, y a pesar de los gritos de aliento que proferíamos desde la mesa, nuestro contendor favorito cayó de bruces totalmente noqueado.

Fue triste ver al querido gigante totalmente abatido. Eso no fue todo, luego el moreno irascible comenzó a patearlo en el suelo con una saña incontrolable.
-¡Ya déjele! - se atrevió a gritar Adelaida espantada.
-No te entrometas, vieja ridícula -bramó. Los ojos de Arístides se pusieron tirantes y levantándose con una expresión rígida pero amable, se acercó al sudoroso contendor.
-Hágame el favor de pedir disculpas a la dama - le sugirió con una cortesía algo forzada.
El tipo se mostró contrariado y observó a Arístides con una expresión que conjugaba tanto el desprecio como la irrisión.
-No le pediría disculpas a esta vieja desafinada - respondió enfático haciendo hincapié en cada palabra.
Arístides se sacó el vestón con total paciencia y se subió las mangas de la camisa.
-No vuelvas a insultarla, hijo de puta - dijo mostrándole el puño.
El coloso golpeó a Arístides en pleno mentón con un puñetazo que apenas vimos. Desde la mesa observamos a nuestro amigo rodar entre las sillas, tratando de pararse sin conseguirlo. Saratoga salió en defensa pero duró menos todavía, el golpe lo levantó del suelo y su cuerpo famélico quedó tirado bajo una lámpara de cris-tal. Yo estaba paralizado mientras el sujeto se acercaba a mí con gesto amenazante.

Nadie se percató cuando Arístides salía de la oscuridad y esquivando un asalto del moreno, consolidaba dos golpes, uno en el abdomen preciso y contundente; y otro, menos eficaz, en el centro del rostro. El tipo terminó noqueado en el suelo junto a Tiberio.

En Arístides aparecía el fantasma de sí mismo que tantas veces evocó en sus relatos, el que esquivaba incertidumbres y en el piso yacía el gladiador derrotado que apostó por una empresa incierta, que desgarró el honor o más bien ese sentimiento limítrofe a la entereza.

En el bar imperaba un silencio que embalsamada el cuadro. La cara triunfante y sudorosa de Arístides se deformó de pronto. La boca sonrió en un rictus que no era familiar a sus gestos habituales, se llevó las dos manos al pecho como conteniendo el abrazo del infarto y se desplomó. Se sacudió un poco en el suelo antes de llegar al rigor mortis. La muerte anunciaba su presencia en el imperio de los vivos.

En ese momento ingresaba la policía interrumpiendo el silencio ceremonial frente al cadáver de la república de los pecadores. Los dirigentes del Sindicato de Estibadores salían esposados mientras Adelaida lloraba sobre el cuerpo de Arístides. Algo se cerraba, un locus amoenus donde la decadencia era un sentimiento delirante, cercano al fervor religioso, donde los parroquianos del olvido arrojábamos nuestros espíritus andrajosos en una catarsis que ahogaba la garganta en alcohol.

Al entierro de Arístides Mendoza fuimos solamente sus compañeros de mesa y Tiberio que no pudo evitar unas lágrimas cuando el panteonero arrojó los primeros terrones. El gigante rubio gemía con un chillido que me recordaba las rabietas de un hijo único, y en alguna medida, se me antojaba como la imagen de un niño grande y torpe enojado con la vida por la primera aparición de la muerte.

Adelaida, de luto riguroso, cantó Recóndita armonía de Giacomo Puccini, en medio de una tarde que amenazaba con llover.

Luego, con Aníbal Saratoga, al calor de un whisky comentamos estos episodios. Creo que pocas personas lloraron tanto a nuestro amigo.
-Si yo tuviera que elegir una muerte - decía Saratoga- yo escogería esta... por Dios que lo haría. Ahí, noqueando a mi adversario, clavándole el alma con mis puños.

Pero las reflexiones de Aníbal no me devolvían el consuelo. Me sentía tan increíblemente triste.
Cada vez que llueve me acuerdo de Arístides Mendoza, de este metro ochenta de aquel territorio que pertenece a los melancólicos. Me cuesta concebir la idea del paraíso cuando miro las fotos en el libro verde que finalmente heredé.

A veces quisiera que escribiesen la vida los tristes, cierro los ojos mientras la lluvia golpea el techo con furia e imagino un país, un remoto país de pecadores sublimes con geografía de cielos abiertos y mar picado, con bares como templos al infortunio, con semanas de dos domingos y cuatro viernes, con parroquianos volviendo el ostracismo voluntario de los ilusos y en el centro, un boxeador que esquiva incertidumbres y vence al enemigo con la pujanza de los años felices, que defiende con su alma a una diva o más bien a la voz de las misericordias reales. ¡Oh, noche silenciosa! Creo que esta vez el país se va alejando de mí como un navío fantasmal que se pierde en el mar.

 
 

 

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Cuento de Óscar Barrientos Bradasic.