UN
VUELO MÁS ALLÁ DE LA ISLA
Oscar
Barrientos
A mis amigos Silvia y José
Ramón.
"el trampolín el abismo
el trampolín
salto en el aire feliz
en el aire como un cuervo en
trampolín
en el trampolín en el fulgor de la memoria
mastico
memorias en la tabla"
Ramón Fernández- Larrea.
Esta
tarde mientras caminaba por la librería Continental me dediqué a
examinar los títulos más vendidos durante el presente año.
Ejercicio poco habitual en mí, dada mi pasión hacia aquellos autores
que provienen más bien de las fronteras del ocaso, y que son muchas veces
desdeñados por esos lectores de marquesina adictos a estos libros, todos
editados con un lujo desmesurado para mi gusto.
Me detuve en un título
en especial por tratarse de la biografía de un amigo entrañable
que ya no se encuentra entre nosotros. La gruesa y costosa edición se titula:
"Nicomedes Dresden, el aventurero perdido en el océano".
Quien firma con esa retórica de monaguillo responde al nombre de Emilio
Formel y aparece en la solapa, sentado en un escritorio repleto de libros que
a lo mejor ni leyó y con una insoportable cara de cóndor enjaulado.
Compré
el libro sin titubear y dirigí mis pasos hacia el café Princesa
donde exactamente hace ocho años y siete meses atrás había
estado conversando con Nicomedes Dresden, hoy
desaparecido.
Dresden era un tipo que ponía prueba a sus semejantes,
desarrollando aquella capacidad de desestabilizar a cualquier temperamento sereno.
Su amistad implicaba un constante cuestionario y puedo decir con total claridad
que di un certamen mediocre.
De aspecto era más bien bajo y muy
delgado, aunque ostentaba una prominente barriga de bebedor de cerveza, arte que
desempeñó con resultados memorables. Sus rasgos faciales eran como
los de un nibelungo salido de alguna saga germánica, matizada por una barbilla
que le daba cierto parecido al rostro de Lenin. En las peluquerías se hacía
afeitar la cabeza por una manda cumplida a no sé quien.
Lo recuerdo
vestido siempre igual, con esas ropas grises sueltas y su infaltable abrigo de
cuero negro. Su imagen la tengo en la retina como su voz aguda y algo chillona.
También conocí a Emilio Formel, su biógrafo. Pero
esa es otra historia.
Dresden transitó durante años por Puerto
Peregrino, mal viviendo con la venta de sus disparatados inventos, entre ellos,
el Cuervo de Acero, un pequeño avión que ostentaba menos de cuatro
metros con un motor capaz de cruzar el Estrecho de las Sirenas Tristes en ese
instante donde los vientos se encajonan y cuyo encierro destruye todo a su paso.
Cuando esto ocurre se suspende todo el transporte marítimo y aéreo
a Puerto Peregrino.
Mi buen amigo era miembro activo de la Sociedad Aérea
y Tecnológica Pájaros de Metal fundada en la ciudad hace un cuarto
de siglo. Son, en estricto rigor, una agrupación de científicos,
ingenieros e inventores excéntricos que realizan creaciones innovadoras.
Algunos de estos inventos rayaban en la triviliadad más obvia e ineficaz.
No obstante, el águila siempre puede emerger del estiércol y ciertos
aciertos tecnológicos cambiaron la historia de Puerto Peregrino.
Dresden
llevaba casi nueve años solicitando fondos al Directorio de la Sociedad
Aérea para que le financiaran ese pequeño avión con forma
de cuervo desgarbado cuyo compacto motor podía cruzar el estrecho resistiendo
los agresivos vientos contrarios y marcando con ello una gesta.
Conocí
a Nicomedes en el Barrio Estación, sector oscuro poblado de cabarets y
maleantes. Yo alquilaba un cuarto en una gran casa, cuya dueña era una
mujer obesa que parecía una cantante de ópera incluso hasta en el
timbre de voz. Recuerdo como un período sórdido para mí,
de privaciones y vacas flacas.
El lugar apestaba a letrina y no pocas veces
me tocó escuchar en los pasillos las bravatas de mis vulgares vecinos ante
las deficientes prestaciones de las prostitutas desdentadas que vivían
en un antro a menos de una cuadra.
Se trataba de un gran pasillo con baño
compartido y salvo algún ocasional vecino que movía la cabeza con
un saludo malhumorado no me comunicaba con nadie. Fue justamente en la cola del
baño, toalla al cuello donde hablé por vez primera con Nicomedes
Dresden. Se presentó de una manera muy curiosa - ingeniero, más
bien inventor- Yo no me quise quedar atrás y le dije que era escritor.
-Los que habitan este lugar son todos unos perfectos mediocres- me dijo dibujando
algo en el espacio- Tú y yo, en cambio seremos recordados como figuras
legendarias que se conocieron en la puerta de un baño. Hoy es un día
histórico.
El tema de la trascendencia fue desde siempre el gran
tópico que alimentó las quimeras de mi bien ponderado inventor.
Aparte
de la abierta necesidad económica de esos días, se sumó otro
problema. Por redes inextricables, no todas dignas de reproducirse en el papel,
me enredé con la desordenada hija de la dueña. Solía ocupar
mi cuarto exiguo y ahí practicar conmigo sus no poco memorables teorías
eróticas hasta dejarme en un estado de sonambulismo perpetuo. La terminé
rechazando con violencia y prometió vengarse.
Un día que
no demoró en llegar apareció la gran diva wagneriana que era su
madre exigiéndome el desalojo inmediato de la habitación por corromper
y destrozar el corazón de su - según ella - cándida palomita.
La dulce niña aparte de su masoquismo arrollador cobraba (a expensas de
la madre) una comisión a las prostitutas por ocupar las habitaciones.
Así
fue que me vi aquella tarde en mitad del pasillo con mis cajas de libros y dos
valijas de ropa. Providencialmente me topé con Dresden que bajaba las escaleras.
Me miró al principio extrañado y luego comprendió la situación
sin ni siquiera preguntármela.
-No es la primera vez que esta casquivana
hace de las suyas con los pasajeros- repuso cargando las valijas- Lo que tú
requieres es hospedaje y un buen plato de comida. Vamos.
Me llevó
al segundo piso del edificio donde se encontraba su taller, o más bien
su hogar. Era un sitio muy espacioso, aunque de terminaciones muy irregulares.
En una de las salas estaba el motor y pedazos de carrocería de lo que posteriormente
sería el Cuervo de Acero.
Su esposa se llamaba Melissa y era una
mujer de aire ausente que me parecía similar al de esas aristócratas
en decadencia que aparecen en las películas italianas.
Y en realidad
algo de eso había. Dresden conoció a Melissa cuando recién
se recibió de ingeniero en la Universidad del Abedul y ella abandonó
la posición bastante confortable de su familia por seguir los inciertos
sueños del que luego sería su marido.
Durante casi un mes
disfruté la hospitalidad del matrimonio. Pese a que sus circunstancias
económicas no eran tan lejanas a las mías, compartieron su mesa
generosa conmigo y me habilitaron un jergón en el taller. Melissa con su
rostro resignado pero afable solía acomodar mis libros e incluso me lavaba
la ropa, mientras Dresden y yo, entre cerveza y cerveza, ingresábamos al
patio ancho de la amistad.
Su trabajo abarcaba dos líneas de acción.
Primero, inventos menores a base de chatarra vinculados a la ventilación
o a la vida doméstica que patentaba malamente y vendía a ciertas
empresas con menos fortuna todavía. Aquella era su principal fuente de
ingresos.
Su segundo frente consistía en el diseño y construcción
del Cuervo de Acero cuyos materiales exigían cada vez mayores cifras. A
causa de ello, debía grandes sumas a instituciones bancarias que amenazaban
con embargar sus escasos bienes.
-Será la mayor hazaña aeronaútica
del siglo- me comentaba mientras Melissa nos alcanzaba dos tazas de café-
Esos fósiles de la Sociedad Aérea y Tecnológica todavía
no aprecian el calibre de mi descubrimiento.
Así era Nicomedes Dresden,
una extraña mezcla entre un primo de un tío lejano de los hermanos
Wright y el mítico estudainte de Ingolstadt que dio vida a la criatura
deforme. No le alcanzaba para ser un personaje de Julio Verne, por su carencia
parsimonia y su solemnidad siempre fallida.
A medida que Dresden trabajaba
con las manos llenas de grasa en su dichoso Cuervo, las cosas mejoraban en mi
vida.
Mi hermano Fernando me envió desde Chile algunos dineros para
paliar mi crisis y por esos días, conseguí un empleo seguro, aunque
no particularmente suculento, como escritor radial en una emisora bastante nombrada
en la ciudad.
Apenas comencé a redactar los primeros guiones para
programas radiales decidí mudarme al departamento donde viví durante
el resto del tiempo en Puerto Peregrino, luego de esa obligada trashumancia.
Mi amistad y deuda de gratitud con el matrimonio Dresden continuó vigente.
De hecho, los domingos almorzábamos juntos en mi casa.
Era increíble
ver a Nicomedes vender sus artefactos a medio mundo y hablar con fascinación
del momento en que piloteara su Cuervo de Acero, con las turbinas enfrentando
el rostro del viento.
Frecuentemente nos encontrábamos en el café
Princesa, donde ahora escribo estas líneas y en aquel tiempo, era sintomático
ver como los miembros de la Sociedad Aérea que visitaban este lugar, todos
de inequívoco y obeso aspecto de ministros lo ironizaban por su rechazado
proyecto. Sin embargo, Dresden insistía en que su motor era superior a
la fuerza de los vientos y que sería una leyenda.
Varias veces me
pidió préstamos que jamás regresaron. Dresden olvidaba el
tema y yo tampoco se los pedí, sabía que era dinero perdido. No
obstante, Melissa sí sentía vergüenza y por ello se disculpaba
cuando estábamos a solas. Incluso una vez quiso darme unas joyas que pertenecieron
a su familia pero yo las rechacé. -Ustedes me recibieron cuando yo estaba
solo. Nada puede pagar eso- le enfaticé.
En una oportunidad, Nicomedes
me pidió que lo acompañase a la reunión ampliada de la Sociedad
Aérea y Tecnológica. Se leyó el acta anterior y el Presidente,
un señor bajito que parecía profesor de Ciencias Naturales explicó
los últimos proyectos desarrollados con éxito, entre ellos nuevas
formas de abastecimiento de transporte y novedosos generadores energéticos.
Cuando
le tocó intervenir a Dresden, éste explicó la necesidad de
un motor que atraviese el Estrecho de las Sirenas Tristes, incluso en los cruces
eólicos más feroces, descubrimiento esencial en el futuro transporte
aéreo.
-Somos geográficamente una isla- resaltó-
Pero no podemos cometer un "islicidio mental". Negar la posibilidad
del progreso. Nuestra Sociedad Aérea y Tecnológica podría
celebrar que el genio humano ha vencido las inclemencias de Eolo, el furioso.
El
canoso y aletargado presidente le explicó a Nicomedes las ya tradicionales
aprehensiones de la Sociedad Aérea a su proyecto, dados los paradigmas
de inseguridad y poco ocasión de éxito. Otros socios golpearon en
el piso a Dresden con sus argumentos.
Mi amigo salió de ahí
con las mejillas encendidas, apenas conteniendo sus lágrimas.
-A
veces esta lucha me agota- me dijo después en el Café Princesa.
Fue
la primera vez que vi a Dresden a punto de abandonar su épica pero infructuosa
industria. Me quedó casi estática esa imagen de Nicomedes resoplando
como un caballo herido. Por un instante pensé que iba a abandonar su proyecto.
Sin embargo, volvería a las andadas.
En esta historia también
aparecería un oportunista de sombrero loco.
Un tal Emilio Formel
que me acosaba zalameramente mostrándome sus textos por todos los cafés
y librerías de Puerto Peregrino. Era un hombre de barba tupida, gordinflón
y de rostro zorruno. Un día coincidimos en el Café Princesa y no
me lo pude sacar de encima. Así que se puso a leer uno de sus melosos sonetos
de amor.
Apareció de improviso Nicomedes con gestos totalmente eufóricos
ya que -según dijo- la fortuna le sonreía al fin. Le presenté
a Formel, quien lo saludó con un ademán muy teatral y luego pasé
a preguntarle las razones de su alegría.
La Sociedad Aérea
y Tecnológica había aprobado finalmente su Cóndor de Acero
y en ocho meses más sería padre.
Hablamos con entusiasmo
de ambas buena nuevas, aunque la victoria de su empresa aeronáutica me
merecía serias reservas y ya imaginaba en un futuro no muy lejano a Melissa
viuda y con un niño, totalmente en la quiebra. Pero con Nicomedes había
que ser muy cínico para no ser un poco cínico.
En un momento
se puso serio y me dijo con un timbre algo autoritario:
-Haz tu oficio de
escritor y toma nota de este acontecimiento. Pagaré por ello si es preciso-
decretó.
Al principio reaccioné con extrañeza y laconismo
pero luego me retiré ofuscado y sin despedirme. Dejé a Dresden sentado
con Formel y allá ellos que se narraran sus mutuas decadencias- pensé.
Supe
que Nicomedes se puso furioso conmigo. Según me confidenció después
Melissa, él deseaba que yo me convirtiera en su biógrafo, cosa que
no se me pasó ni remotamente por la cabeza.
Desde ese episodio estuvimos
distanciados varios meses, exactamente los que duró la construcción
definitiva del Cuervo de Acero. Supe por terceros que el pequeño avioncito
tomaba forma definitiva en un sitio baldío de la ciudad, que la barriga
de Melissa crecía y que Emilio Formel se había vuelto el biógrafo
oficial del inventor, en medio un espectáculo patético.
Pese
a que mi molestia persistía decidí olvidar el altercado y animar
a mi viejo compañero de andanzas, para echarle un vistazo al Cuervo de
Acero que yo había visto en ciernes. Saludé a Melissa ya notoriamente
embarazada, a Nicomedes con la nostalgia y el cariño de antes, y a Formel,
con una mano floja y distante.
En la inauguración del vuelo de Dresden
se congregó toda la Sociedad Aérea elegantemente vestida y sus amigos
más cercanos. Los meteorólogos del aeropuerto garantizaban el cruce
de vientos que se nos hacía cada vez más evidente en la pista de
aterrizaje. Emilio Formel, lápiz y papel en mano, no se perdía detalle.
Melissa
me tomó el brazo con fuerza cuando el pequeño avión despegó
de suelo como un cuervo desgarbado que aletea contra el infinito.
Y ocurrió
lo que ocurrió.
Al tiempo de la consternada noticia encontraron el Cuervo
de Acero al otro lado del Estrecho, casi en la orilla. Jamás hallaron el
cuerpo, al parecer se despeñó en un acantilado rumbo al mar. La
investigación arrojó que el accidente no fue causado por desperfectos
de la nave sino por maniobras defectuosas del piloto. No obstante, el diseño
del motor corroboró que Dresden estaba en lo cierto y se fabricaron en
menos de un año, aviones comerciales con el principio estipulado por su
inventor. La millonaria patente benefició a su desconsolada viuda que se
marchó de la isla poco tiempo después, incluso el hijo de Nicomedes
nació lejos de aquí.
La última vez que estuve con
ella fue durante una ceremonia religiosa en su memoria, celebrada una semana después
del trágico accidente. Ahí comprobé que pocas cosas son tan
tristes como un funeral donde está totalmente ausente el difunto.
Formel
editó el best- seller que lo catapultó a la fama y ya ni me saluda
cuando me lo encuentro en la calle. Tanto mejor.
Sentí desde el
trágico final que he contado, el comienzo de un dolor que me costaría
aplacar. Extrañaría la presencia de Nicomedes en aquellas tardes
del café Princesa o en su taller que fue mi dormitorio, lleno de chatarras
y sueños. No me convencía ese fin tan paradójico, la fama
y el fracaso unidos en matrimonio me resulta una idea insultiva para los pocos
guiños que nos hace la memoria de aquellos que hemos querido.
Pero
la vida me reservó una dicha que cerró esta épica lucha por
encarar el universo. Una postal remitida desde algún país caribeño
llegó a mis manos, digo esto por las palmeras y los tucanes que la ilustraban.
Decía así:
Estimado y grande amigo:
Estoy aquí,
tan lejos, recordándote. Decidí dar el golpe perfecto cuando me
encontraba piloteando el Cuervo de Acero. Aquellos deslenguados que esperaban
mi fracaso sólo merecían ese final fatídico y culposo. En
mis noches de pesadillas saboreaba la idea de trascendencia que ahora disfruto
más allá de la muerte.
Todos esos años de amargura
fueron para patentar mi sudor no las amarguras que las ironías me imprimieron
en la piel. Que se escriban galvanos ridículos y los biógrafos se
alimenten de mi abrigo de cuero. Nada de eso importa. Se disfruta mejor la trascendencia
estando muerto que vivo.
Melissa siempre recuerda cuando te ordenaba los libros
y nuestro hijo, de apenas unos meses, lleva tu nombre.
Espero me entiendas
y no me juzgues.
El abrazo de siempre
Nicomedes Dresden.
P.D:
Por razones de seguridad guarda el secreto y destruye esto.
Así
lo hice y una parte de mi mundo se ordenó de nuevo.
He sabido que
la vida y obra de Nicomedes Dresden se enseña en los colegios como un ejemplo
de espíritu de progreso y constancia; la Sociedad Aérea dedica todos
los años un homenaje a su exponente más acabado e incluso, el próximo
año existirá un concurso escolar de inventos caseros que llevará
su nombre.
Y yo he decidido quedarme esperando la trascendencia desde
este café, evocando a los que se fueron. Sólo eso.