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LA MUERTE TIENE ALAS DE GAVILÁN

Oscar Barrientos Bradasic

 

 

Pero en verdad,
el abejón, el búho, la niña y el caballo,
son figuras inmóviles.
Y el único que corre,
salvaje,
es el camino.

Jorge Boccanera.


La primera vez que decidí escribir un relato de fantasmas fue justamente cuando me topé con uno de ellos. No tenía mantas blancas, ni aspecto de cadáver atormentado y menos arrastraba los pesados grilletes del infortunio. Al contrario tenía una humanidad manifiesta, un dejo de triste cotidianidad exento de cualquier gestualidad de opereta.

Tiene que ver con el encantamiento y el sortilegio, sin duda alguna. Toda ciudad que se precie de tal, debería tener una bruja de repulsiva senectud con la cual amenazar a los niños que quieren comer el postre, antes de la carne. Sin embargo, Puerto Peregrino tiene a Lantos, el mago de las golondrinas autómatas que vivía enclaustrado en una esquina con forma de diamante allá en los conventillos que rodean los cerros de la costanera.

Trabé amistad con Lantos en una época accidentada y tempestuosa, cuando un affaire se vuelve un infierno a pequeña escala que lentamente amplía su onda expansiva hasta convertirlo todo en caos, en inquietud y desazón.

Resulta que, en aquel tiempo, pasaba horas en la Biblioteca Nocturna de Puerto Peregrino revisando periódicos viejos sin saber muy bien porqué. Creo que en algo, solía consolarme del presente y esas grandes hojas, dentadas y amarillentas, en gran parte nutrían mi obsesión por la nostalgia.

No sé cómo ni cuándo comenzaron las miradas insinuantes con la bibliotecaria del turno de la noche. Era una trigueña pasados los cuarenta que se llamaba Constanza.

Tenía una expresión inquieta y unos grandes ojos negros, los que miraban escrutando el ambiente con curiosidad, mientras sus manos escarbaban los archivadores.

-Usted se parece a un novio que yo tuve- me dijo con abierta coquetería.
-A lo mejor lo soy- le contesté siguiendo el juego.
-Lo dudo mucho- comentó soltando una carcajada- Murió hace varios años.
-¿Y qué le pasó a mi doble? - pegunté sin darle tiempo a una nueva respuesta.
-Es una historia muy larga.
-Tengo tiempo- le respondí ya importándome un bledo la muerte de su novio.

El cortejo duró menos que una botella de vino en una taberna.

Esa noche terminamos bebiendo una copa y hablando de toda esa colección de lugares comunes y cordialidades interesadas que acompañan al mutuo cortejo. Nos detuvimos frente a un hotel que se encontraba a unos metros del bar, exhibiendo unas incompletas y anémicas letras de neón. Terminamos en la cama y el sol nos despertó con insolencia desde las grietas de la persiana.

Desayunando un repugnante café chirle y unas tostadas con mermelada de frutilla en ese infesto motelucho, Constanza me confesó que estaba casada.

Una risa nerviosa se apoderó de mí cuando para colmo, dijo que su marido era un militar retirado bastante mayor que ella, pendenciero bebedor y visitante asiduo de burdeles, razones por las cuales su matrimonio atravesaba una crisis definitiva. La foto de la billetera tampoco era muy auspiciosa, se trataba de un regordete de tieso bigote negro y suspensores, apenas conteniendo la prominente barriga. Posaba para la cámara sentado en un sillón floreado junto a ella, que ocultaba su expresión resignada, sin conseguirlo.

No obstante, Constanza no le dio importancia ninguna al asunto y me tranquilizó asegurando que nadie se enteraría de lo nuestro, que siendo honestos, no era la primera vez que incurría en una infidelidad.

Pero en esta historia se entrecruzan senderos bifurcados por el tramposo péndulo del devenir. No pocas noches, luego de revisar los desteñidos y apolillados periódicos, ritualmente concurríamos al bar y luego al desvencijado motel.

Todo iba bien hasta que Constanza me hizo una sospechosa pregunta al amanecer:

-¿Recuerdas lo que te dije de un novio que tuve?
- Sí, que se parecía a mí y que murió hace años.

Explotó en llanto y me explicó la verdadera causa de muerte: Lo encontraron muerto de un balazo en la sien y nunca se pudo dilucidar del todo el crimen. Aunque ella advierte que el sicario fue su propio su marido.

Casi extinguiendo su voz entre gimoteos me hizo saber que su marido tenía serias dudas acerca de la existencia de un amante, que la había seguido varias noches y que por cierto, no quería perderme.

Ambas situaciones me aterraron hasta lo indecible. El flirteo no daba para tanto más y el pantagruélico gordito conservaba en su velador el arma de servicio.

Me desaparecí durante dos días de la Biblioteca Nocturna y recién al tercero me dejé caer con suma cautela. Quería decirle a Constanza que evaluáramos la situación y proponerle que suspendiéramos nuestros encuentros, al menos por un tiempo, mientras las conjeturas se despejaran. No obstante, era tarde.

-Ya te identificó- me dijo Constanza con crudeza- y amenazó que apenas divisara tu abrigo negro merodeando la calle lo perforaría a balazos. No sería raro que esté rondando la biblioteca.

Me despedí y bajé la empinada escalera hasta llegar a la puerta de salida. A esa hora la penumbra absorbía la escasa de luz del alumbrado público y una atmósfera lúgubre y desolada inundaba la cuadra con tenue sordidez .

Avancé unos pasos en dirección a la plaza, sin mirar atrás. Al principio, la pequeña figura se insinuó en la esquina derecha de un edificio abandonado. Lo reconocí de inmediato, regordete, enrojecido y con una levita abultada que seguramente escondía el arma.

Corrí varias calles hasta perderme en un sitio eriazo que daba a un barrio aledaño, con bloques grises e irregulares casas de material ligero que se empinaban peligrosamente sobre los cerros. Pude ingeniármelas para despistarlo al principio, pero al poco tiempo, cada vez que volteaba la cabeza el personaje se desplazaba con más seguridad y rapidez. Subí una vieja escalera de madera visiblemente asustado y corriendo por un largo pasillo de piezas malolientes, toqué con insistencia la puerta del fondo. Juro que oí los pasos de mi agresor subiendo la misma escalera.

Una mano fugaz me tomó de la solapa del abrigo y me introdujo en la pieza. La oscuridad era absoluta.

Escuché su paseo cauteloso por el pasillo y luego su partida sin tomar en cuenta a mi salvador. Apenas alumbrado por una gastada vela a punto de extinguirse, sólo veía unas manos huesudas, propias de un anciano.

En cuanto desaparecieron los pasos en la escalera, mi anónimo salvador oprimió el interruptor y se hizo la luz. De pronto se erigió ante mí de cuerpo entero, una figura delgada y nudosa vistiendo una bolsuda camisa de lino azul con botones de concha y una corbata de fantasía. Su barba era blanca y nazarena, casi contrastaba con sus ojos de ratón asustado tras los gruesos espejuelos de sus anteojos.

Entre el miedo por la persecución y la excentricidad del personaje, le agradecí su providencial aparición y como si me confesara, le conté los detalles de mi amorío desafortunado y por cierto, la historia del esposo irascible y armado.

-Una amante confundida y un marido deschavetado. No es una mala historia- comentó sonriendo- Hiciste bien en venir, aquí la muerte no entra hace mucho. Los pocos amigos que alguna vez tuve me llamaban Lantos.

La presentación del tipo no pudo ser más intrigante, pero aún tenía el corazón en la garganta y no reparé mucho en ello. Mi nuevo amigo sugirió que pasara la noche allí, después de todo el amanecer estaba cerca.

Bebí un café para calmarme, sentado cerca de un anafre que en vano intentaba luchar contra el frío del ambiente. En el cuartucho, el viento rugía golpeando los postigos y por el borde de las viejas vigas que sostenían el techo, se filtraba el irremediable moho que corroe la madera tras años de humedad.

Cuando estuve más sosegado vi que Lantos trabajaba afanosamente en unos artefactos de madera, resortes y engranajes.

-¿Qué haces?- pregunté con curiosidad.

Lantos acercó su silla hasta la ventana y trató de explicarme su oficio: Construía pájaros autómatas que luego arrojaba desde su ventana en dirección al Estrecho de las Sirenas Tristes.

-Son golondrinas- dijo indicando el mar en la ventana- Sobrevuelan largamente Puerto Peregrino y luego se pierden más allá del océano. Llevan mensajes para alguien que me ha olvidado.

En sus últimas palabras afloró un aire de nostalgia que en ese instante no comprendí a cabalidad. Creo que siempre recordaré a Lantos explicando el vuelo de los pájaros con aparatosos ademanes, los cabellos grises y la mirada grave, amalgamando el aire cansado de un escultor y el perfil cavilante de un pensador.

Cuando llegó el amanecer y un gran sol se impuso a lo largo del horizonte, Lantos abrió la ventana desde donde se apreciaba el estrecho de las Sirenas Tristes con sus olas picadas y arrojó el pájaro de madera que agitó sus alas mecánicamente hasta perderse en el malecón. Había una enigmática belleza en su ritual, como si las golondrinas se despidieran de su creador regalándole un vuelo estilizado y solemne.

-Ven a visitarme cuando quieras- me dijo al cabo de un momento.

Le agradecí una vez más su oportuna intervención y me marché.

Desde ese día pasé a ser un visitante asiduo de ese barrio de cités y conventillos, maltratado como un perro olvidado por su amo. Algo en la expresión reposada de Lantos lograba reconfortarme. Terminamos entablando la más emocional y estrecha de las amistades.

Mis conversaciones con Lantos fueron breves pero vívidas, todas o casi todas en ese conventillo apolillado que albergaba a unas quince familias con muchos niños, de borrachos y mendigos que dormían en las escaleras, de mujeres que se peleaban por el cordel para tender la ropa.

A Lantos no me cuesta retenerlo en el recuerdo. Jamás olvidaré su fisonomía distendida e infantil y sus largos dedos de pianista armando las golondrinas de madera y género. Según él, esas pequeñas criaturas albinegras podían resistir los vientos más inclementes y atravesar de extremo a extremo, el Estrecho de las Sirenas Tristes.

Una de las características más singulares de su afanosa rutina es que jamás salía de su destartalado cuarto. En varias oportunidades le dije que fuéramos a un bar o caminar por los barrios antiguos de Puerto Peregrino, cuyos altos monumentos y viejos empedrados ejercen una alucinante fascinación en mí.

-No hay nada que yo pueda buscar afuera- contestó señalando la ventana- Yo espero que la muerte venga a buscarme.

Sus palabras me dejaron pensativo por largo rato, hasta lograr que afloren en mi cabeza varias especulaciones. Por algunos instantes creí que Lantos tenía los días contados por una cruel enfermedad. También elucubré la idea de un ermitaño loco que se ha aferrado a su precaria humanidad desde ese oficio extravagante de constructor de pájaros.

El hecho es que Lantos se apreciaba feliz mientras pulía con un esmeril las alitas de sus golondrinas autómatas. Una noche en que bebíamos una botella de aguardiente, le pregunté dónde, cómo y cuándo había llegado a ser un artesano tan avezado.

Sonrió como disculpándome la ignorancia y luego repuso:

-Es que yo no soy un artesano. Soy un mago.
-Pero cómo… ¿de cuáles? ¿de los que sacan conejos del sombrero o como Merlín? - interrogué escéptico.

Lantos rió a mandíbula batiente por mi categoría con respecto a los rangos de la magia. Pero luego de su explosiva hilaridad, sobrevino un silencio aplastante y su mirada se tornó rotundamente seria.

-Yo fui un hechicero que habitó los bosques fantasmales, esas largas procesiones de árboles contorsionando sus ramas. De esto hace tanto, imagínate tú, antes que esta ciudad existiera. Mi país era la intemperie, mi capa era el viento que azotaba las raíces de la noche, mi fuente de sortilegio eran los pájaros. Durante épocas pretéritas le robé secretos a las aves. Por si no lo sabes, los pájaros son testimonio de una singular transmigración de almas sortílegas. Todos ellos fueron hechiceros en otro tiempo, en otra puerta del devenir, de la inmensidad sideral. Sobre el promontorio que se alza frente al estrecho de las Sirenas Tristes estudié el vuelo de los pelícanos suicidas que caían en picada contra el oleaje y de las águilas imperiales que hacían sus nidos en el borde de los desfiladeros. Elaboré trampas a base de redes y capturé especies para encerrarlas en jaulas de bambú. Primero las alimentaba y luego les proponía la libertad a cambio de sus secretos El tordo me enseñó a montarme en la nube gris que anuncia la tormenta como si fuese una alfombra mágica; las plumas de la torcaza son capaces de ahuyentar las pestilencias más virulentas; el corazón del ruiseñor hervido en una olla de piedra, hace crecer mandrágoras en los desiertos; el canto del búho detiene la lluvia por intervalos breves; las garras de un gorrión clavadas en la quilla de un barco pueden alterar la orientación de los vientos. Como comprenderás mis indagaciones dieron frutos. Todo marchó bien hasta que apareció entre mis redes un enorme gavilán que apenas podía contener sus enormes alas de ángel impetuoso.

Lantos tomó entre sus manos una golondrina de madera y comenzó a explicarme teatralmente el vuelo de los pájaros. Entonces, sus palabras adquirieron un matiz más intenso y la descripción de los detalles se tornó más grandilocuente:

- El gavilán tenía una belleza pomposa e incisiva, era un ave heráldica que guardaba más secretos de los que pensé. Inerme e impotente en la red que tendí como trampa en lo alto del promontorio, el pájaro se presentó diciendo que era la muerte.- Si me arrebatas los secretos tus madrugadas no terminarán nunca- amenazó con voz sórdida de poseso. Hice caso omiso de su advertencia y le prometí que si me revelaba sus enigmas lo liberaría. Esa tarde aprendí todo o casi todo acerca de la muerte, de su capacidad de ingresar a los acontecimientos movida por un sesgo de líneas inextricables, pero obedientes a una lógica inversa, casi en nada conceptual. Cuando liberé al gavilán de la red, éste no cumplió su promesa, me tomó entre sus garras y me llevó volando a través de los bosques hasta dar tantas vueltas alrededor de la isla que el tiempo avanzó hacia una época donde existía una melancólica ciudad llamada Puerto Peregrino. Me abandonó en este conventillo y me castigó con la inmortalidad.

Ante su relato reaccioné con la displicente estrategia de quien continúa la farsa de un demente. Le dije que si eso fuera cierto porque no aprovecha los secretos para revertir su precaria condición.

-Creo que la muerte se olvidó de mí y por eso, le envío estas golondrinas para que regrese y vuelva a mis bosques del pasado de una vez por todas. Sólo ella puede hacerlo- concluyó.

Lantos se acercó la ventana y se sumió en un largo mutismo.

Ahí supe que mi curiosidad se había entrometido torpemente en aspectos de su carácter que se distanciaban mucho de la felicidad a la que estaba acostumbrado.

Por ello nunca más le hice preguntas de ese estilo.

Nuestra amistad continuó próspera y orgullosamente rutinaria, quizás algo más alcohólica en el último tiempo ya que el ejercicio de la botella de aguardiente se tornó tanto o más seguido que su oficio de constructor de golondrinas.

Fue en una de esas ocasiones cuando - sin que yo se lo pidiera- me dijo que acordáramos una noche para salir a recorrer el malecón de Puerto Peregrino. - Espero que el gavilán no aparezca cuando yo esté ausente- remató.

Aquel atardecer caminamos largas horas por las viejas calles de Puerto Peregrino, recorrimos sus portales y fastuosas glorietas, la suntuosidad de sus catedrales, la amplia sonrisa del mar atravesando la costanera, algunos bares inolvidables.

Lantos exploraba las planicies con la mirada y parecía visitar un nuevo planeta. Su rostro manifestaba más curiosidad que embelesamiento, más bien fueron los transeúntes quienes reaccionaron con sorpresa ante este personaje salido de alguna saga islándica.

-Ha sido una tarde maravillosa- me dijo cuando descansábamos en una cafetería del centro- pero mis golondrinas autómatas deben ya extrañarme y no sería bueno que la muerte pase por mi ventana y no me encuentre.

Ya habituado a su forma de ser, pagué la cuenta y enfilamos rumbo hacia el sector de los conventillos.

Oscureció de golpe durante el trayecto y un viento muy helado soplaba despeinándonos. Le puse mi abrigo negro para protegerlo de la ventolera que se arremolinaba en las esquinas a cada rato más, en un tremolar de polvo, tierra y papeles. Casi llegando a la calle Eustaquio Dolber, una figura rechoncha se insinuó en una mampara de la esquina.

En segundos pude verla de cuerpo entero. Tenía un abdomen protuberante atravesado por la cadena de oro de un reloj y vestía un capote beige que resaltaba su obesidad pequeña. La expresión de su rostro poseía tanta ira como satisfacción.

-Ese abrigo lo conozco- dijo desenfundando el revólver- Te llegó la hora, infeliz.

Sentí dos balazos secos y seguidos que sonaron en la amplia vereda perdiéndose entre los árboles. Caí de espalda y me revolqué como un insecto herido, ridículamente porque casi al instante tomé conciencia que no estaba herido.

A mi lado yacía Lantos con dos gruesas manchas de sangre desparramadas a lo largo del pecho. Sudaba y el rostro había adquirido el color terroso que otorga la agonía definitiva. Me acerqué a él y traté de hablarle.

-Sabía que el gavilán no se había olvidado de mí- musitó apenas conteniendo una sonrisa.
Vi que su cuerpo delgado se movía un poco en el suelo y luego se desvaneció. Unas lágrimas me cayeron sin proponérmelo, como si no pudiese impedir una lluvia repentina.

Cuando alcé la mirada el revólver del marido despechado me apuntaba. Sus mejillas estaban visiblemente enrojecidas y el dedo en el gatillo le tiritaba nerviosamente. Pero yo había adquirido un súbito coraje que nada tenía que ver con mi situación desventajosa, sino con mi amigo muerto en la acera, irremediablemente por mi culpa.

-Te equivocaste de hombre, gordo imbécil- le dije- yo era el que se acostaba con tu mujer.
Corrió la bala del seguro con decisión.

Un violento hilo de sangre le salpicó en pleno hombro a mi agresor y luego otro en la espalda, y luego otro y otro. Eran picotazos rápidos y en medio de sus movimientos pude ver un remolino de polvo y plumas que me confundió. Cayó al suelo herido.

Frente a mí se irguió el gran pájaro negro, que me observaba con despectiva altivez. Su altura y longitud eran descomunales y ostentaba un plumaje negro iridiscente con tonos morados en la cabeza y verdes en el resto del cuerpo.

Tomó entre sus garras el cuerpo inerte de Lantos y se lo llevó dormido en un batir de alas elegante y pausado hasta perderse en la costanera.

Dejé al marido despechado en la acera y me perdí en la noche.

Al día siguiente en un cafetín esquina, leí en el periódico que el regordete estaba en el hospital herido de mediana gravedad por el insólito ataque de un enorme pájaro. Incluso daba unas declaraciones su preocupada esposa pidiendo a las autoridades más atención en estos animales agresivos. No sé si refería al gavilán o a su propio marido.

Creo que otro paraíso se cerraba para mí en Puerto Peregrino, la destartalada pieza donde Lantos enviaba sus emisarios de alas puntiagudas para que la muerte viniese a buscarlo. Esa tarde reproduje el itinerario cuando fue encontrado por una bala que me pertenecía.

Luego, de regreso al conventillo, encontré la habitación celosamente sellada por un cerrojo oxidado.
Una vecina que colgaba la ropa en un cordel me dijo que esa habitación está clausurada hace muchos años y que es una especie de pajarera. Me señaló también que los niños que juegan alrededor de las cités dicen que allí vive el fantasma de un mago que trajina por las noches esperando el amanecer.


 
 

 

 

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La muerte tiene alas de gavilán.
Por Óscar Barrientos Bradasic.