ESE
CONSABIDO SONETO IMPOSTOR
Por
Oscar Barrientos Bradasic.
A Eric Ambler y al Barón
de Munchhausen
Oyente: permutá tu mastín por
un pájaro vigilante. ¿Cómo que no? (Te embaraza
la imaginería miniaturizada? Bueno, bueno. Inflá el
pajarito con un inflador de bicicletas. ¿Preferirías
duplicarlo? (Al pajarito, no al inflador). Pon un espejo en el dintel
y chau. Claro que proveerás de sendas dagas al pájaro
real y a su reflejo.
ALEJANDRA PIZARNIK
Nunca me gustó ese poema de la serpiente que escribió
Julio Malatrassi. Era pretensioso y rimbombante, incluso me disgustaba
esa actitud de invocar a una potestad de otro mundo. Más encima
tenía hasta rima consonante.
Pero era tarde para decírselo. Me encontraba en su funeral.
Julio Malatrassi, todo un personaje en Puerto Peregrino. Su historial
bien puede definirse como un gran barco cargado de sueños y
mentiras, por donde se filtraba el espíritu de un sibarita
legítimo, casi un eterno explorador de intensidades, de horizontes
extremos.
Mi amistad con Julio databa de años. A menudo charlaba con
él, en su tienda de mascotas exóticas que quedaba en
la calle Amador, un pequeño local donde vendía tucanes,
lagartos y otros bichos que seguramente le inventaba los nombres y
la procedencia. Habitualmente decía que traía las especies
de Africa, ya que había vivido varios años ahí.
Malatrassi era un tipo rechoncho y rubicundo, casi siempre esbozando
una sonrisa oculta en aquella expresión algo porcina.
Siempre lo vi vestido igual, con un apretujado saco azul, una corbata
roma y un gorro de capitán.
Bebía un hostigoso licor de pera como aperitivo antes de iniciar
nuestro largo periplo por los más variados cabarets de la ciudad,
lugares donde hacía gala de su relamido oficio de cortejar
muchachas, les decía rimas de Gustavo Adolfo Bécquer
que hacía pasar por suyas.
-Bécquer nunca falla -me decía con fruición,
coloreando sus mejillas de bebe que ha tomado leche hasta saciarse.
No recuerdo a nadie tan dichoso en los delirios de la noche pero tan
mal perdedor en las resacas, por ello si uno lo encontraba al día
siguiente de la juerga casi no dirigía la palabra a nadie.
Tenía la vaga sensación que el júbilo y el desenfreno
era castigado por el día, llevando el destino a cuestas, por
eso solía rendir un verdadero luto a la francachela ya extraviada.
Lo conocí justamente en un bar de célebre memoria. Yo
estaba solo en la mesa y se acercó a mí con total naturalidad,
como si nos conociéramos de toda la vida.
-En la barra las copas son más baratas -dijo. Esa noche celebramos
nuestros respectivos no cumpleaños y así surgió
una de esas amistades distendidas, sin reproches de lealtad ni grandes
lazos, ya que Malatrassi tenía como credo ser feliz cada día
de su vida.
Eso no lo libró de conflictos con sus semejantes, sobre todo
con el género femenino: Cinco matrimonios en el cuerpo hasta
terminar con Adelita, una mujer harto más joven que escuchaba
las historias de Malatrassi con rostro de alumna aventajada, como
si el que hablara fuera Socrates. A veces me parecía una mujer
aprehensiva que busca una cuota de trascendencia a través del
marido, ya que nadie en su sano juicio se creería que en los
relatos de Julio no radicaba un voluptuoso sentido de la exageración
y la palabrería. Había desarraigo en todo su historial
de sueños. Su único pariente era una hermano llamado
Sebastián, que unos tíos le arrebataron cuando quedó
huérfano, siendo muy niño. Un día me dijo que
intentó rastrearlo, al cabo de muchos años, sin conseguirlo.
Me consta que el episodio le dolía profundamente y que, en
alguna medida, trataba de suplir esa amargura con su afán de
carnaval diario y sus relatos de aventuras donde inevitablemente,
el protagonista y héroe supremo era siempre él.
Es que Malatrassi era algo fanfarrón, pero buen tipo. Al principio
te impresionaban sus anécdotas sobre las aventuras en el corazón
del mundo africano, cazando panteras, cabalgando en la grupa de veloces
jirafas, en general, desempeñando los oficios más disparatados,
que iban desde portero de un hotel de pasajeros urgentes, pasando
por traficante de armas y domador en un circo de fieras. A el le gustaba
eso de identificarse con un personaje de Salgari.
También escribía unos sonetos horribles que solía
leerme en su tienda de mascotas, entre los chillidos de animales.
Entre ellos estaba ese poema dedicado al espíritu de la mamba
negra, la temida víbora africana que ataca al ser humano con
solo verlo. Siempre contaba -en las noches de bohemia- que perteneció
al Circulo de la Mamba Negra, un grupo de aventureros que acrisolaban
grandes tesoros en los más recónditos lugares del planeta.
Una versión aguardentosa de las Minas del rey Salomón,
historia que siempre me sonó a la charlatanería más
elocuente, muy propia de Julio. Pero esas remembranzas eran sólo
viejas instantáneas que la muerte silenciaba sin permiso, como
siempre.
-Murió como un gorrioncito -me comentó Doña Isabel,
la señora que hacía el aseo en casa de Malatrassi- El
infarto fue en el jardín, ni supo cuando estaba en las puertas
del Cielo.
Ahí estaba el féretro con su ceremonial sentido de lo
sagrado, como en todos los velorios donde prima ese olor a encierro
y flores. Deposité un ramo de crisantemos en el ataúd
de mi amigo, en realidad no sé porqué, cuando nos tocó
alguna vez ir a un funeral juntos me recalcó que odiaba el
olor de esas flores, son hediondas y de pésimo gusto -me comentaba.
La casa de Julio estaba atestada de amigos y deudos. Casi por reflejo
fui hasta el estante de las botellas y me serví al hilo dos
copitas de su licor de pera. Salud, amigo - dije en voz baja las dos
veces homenajeando, seamos sinceros, más mi propia congoja
que al buen Julito.
-No le parece que es una pésima costumbre beber en los velorios-
me dijo Dona Isabel muy fruncida.
La miré impávido y me serví otra copa, no sé
si por indiferencia o provocación. Sentía que era una
buena forma de recordar al finado que, siendo honestos, fue bastante
cercano a ese tipo de excesos.
-Mi madre nunca permitió que mi papá bebiera después
que se le declaró la diabetes, menos en los velorios -continuó
furiosa- Era gastar plata en vicios. Así que mi padre llenaba
una copita con agua e imaginaba que tomaba un licor. Pero eso tampoco
le gustaba a mi madre.
Iba a decirle algo a la señora, pero nada se me ocurrió.
Pensaba en Malatrassi cazando leones como todo un Hemingway en esa
Africa romántica algo exagerada por su imaginación,
en los bares que no recorreríamos más y un poco en el
papá diabético tomando con semblante agrio una copita
de agua para contentar a su familia. De pronto apareció Adelita.
A pesar de su luto y rostro demacrado, pude constatar que las viudas
adquieren un aire extrañamente atractivo, se ponen mas delgadas
y adquieren una cara más serena, capaz de esperar la próxima
primavera para dejar por el suelo esos trapos negros.
-Que bueno que hayas venido -dijo- me urgía tanto hablar contigo.
Pude ver a dos hombres acompañándola. Uno era un tipo
nervudo, de mirada inexpresiva e irritante cabellera colorina, mientras
que el otro era un negro con cara de triste que parecía salido
de La cabaña del Tío Tom. Ambos usaban unos impermeables
grises; al primero le daba un aire de predicador calvinista, mientras
que al otro no le acomodaba para nada ese atuendo tan señorial
a su aspecto de negro gozador.
-Estos señores viajaron de Nairobi para acompañar a
Julio a su ultima morada -dijo Adela.
Les señaló que yo era poeta y cuentista y que había
sido un amigo muy querido de Julio. Me los presentó, el colorín
se llamaba Morgan y el negro con traza de guerrero zulú respondía
al nombre de Tombuctu. Luego ordenó a doña Isabel que
atendiera a los caballeros y me llevó a solas a la biblioteca.
-Necesito que me des los sonetos de Julio -me dijo con teatralidad
de viuda desconsolada-. Hoy mismo si es preciso.
Ahí me acordé que Malatrassi me había prestado
sus originales para que yo le diera una "opinión literaria".
-¿Para qué Adelita?-le contesté- Podemos publicarlos
póstumos.
-jNo! -dijo casi gritando-. Digo... Julio me pidió como ultimo
deseo que yo guardara sus poemas.
Me sorprendió que dijera eso del último deseo, tomando
en cuenta que Malatrassi no tenía contemplado morirse por esos
días. Además el funeral sería dentro de media
hora y uno tiende a creer en la imagen de la viuda destruida que se
machaca el alma con el recuerdo del difunto y ni se pregunta por esas
minucias. En todo caso, aseguré que le entregaría los
poemas a la brevedad.
Luego de la misa, donde casi no entendí las palabras del cura,
el cortejo fúnebre concurrió al camposanto. Ahí
caí en una especie de letargo cuando algunos oradores exaltaron
las virtudes de Julio con tanto énfasis y sublimidad que a
ratos me parecía que no era Malatrassi al que estaban enterrando.
Cuando el panteonero empezó a arrojar las primeras paletadas
de tierra, los deudos se fueron retirando lentamente.
II
Aquella noche los pasos me condujeron a una Fuente de Soda que se
halla frente al Hotel Torquemada. Un frontis de oscuridad y neón
me recibió intempestivamente, con la rutina ceremonial de tantas
noches. Había poca gente. Tres ancianos jugando brisca, un
par de putas desempleadas que bostezaban y una que otra gente con
la silueta diluida en el humo del cigarrillo, con un whisky doble
en la mesa y cara de no me molesten. Era ese olor a cantina, a cigarrillo
barato, a madera vieja, los ingredientes precisos de un recuerdo.
Pensaba en Julio Malatrassi ya sin pena ni nostalgia, solo con esa
sensación de vaga ausencia, cuando la muerte ha pasado cerca
de los propios dominios.
No quería hablar con nadie y por ello, permanecí ordenando
copas hasta que solo quedó alguien por atrás, en una
inextricable y borrosa red de mesas en desorden. Faltaba poco para
cerrar cuando vi entrar a los dos tipos que Adelita me había
presentado en el funeral. Parecían dos cuervos de la noche
plutoniana, con esos abrigos largos como la bata del Dr. Moreau. Me
saludaron con frialdad y luego los vi sentarse cerca del ventanal.
-Fría noche para beber solo -dijo el colorín de nariz
respingada.
Yo alcé levemente mi copa, con pereza y desgano. Algo en lo
modales comedidos de aquel personaje me resultaba odioso, en especial
aquella noche en que me encontraba melancólico y no quería
interlocución. Caí en un sopor, algo así como
un estado de embriaguez animado por la tristeza.
Pensaba un poco en mi amigo Julio, pero era sólo una excusa
para justificar mi estado depresivo. A veces me pongo así,
extraño lo que fui o lo que podría ser. Ni cuenta me
di cuando los dos tipos se acercaron a mi mesa y solicitaron si podían
acompañarme. Después de todo, los tres habíamos
perdido a alguien en común y esa vanidosa ceremonia de evocar
su recuerdo podía hacer más soportable la noche. Intercambiamos
palabras.
El más locuaz era Morgan. A pesar de ese nombre de corsario
mítico, su voz era aguda y carraspeada, y tenía ademanes
del todo amanerados. Me habló de su amistad con Julio en la
indómita sabana africana. Por un instante me pareció
revivir esas noches de juerga con Malatrassi, en el relato de algunas
anécdotas, esta vez contadas sin oficio narrativo, con menos
charlatanería en el fondo.
-Fue como un padre para mí -declaró Tombuctu en su español
cuaquero donde cada palabra estaba más marcada que la siguiente.
Ante esas declaraciones de principio yo contestaba parco, ahorrando
todo ese obituario solemne tan lejano a un tipo como Malatrassi, el
cual pensaba que para lo único que servía la retórica
era para escribir esos sonetos extremadamente escolares y llevarse
mujeres a la cama.
-Ustedes deben pertenecer al Círculo de la Mamba Negra -dije
por decir algo y no quedarme dormido.
Sus rostros cambiaron de inmediato, sobre todo en el negro que me
observaba con mirada glacial. Morgan trató de ser amable y
ordenó otra botella.
-Quisiera preguntarle algo… ¿que tan amigo de Julio Malatrassi
era usted? -dijo incisivamente.
-Era la única persona en este globo, capaz de conocer mis abismos
y cumbres doradas -contesté ya borracho y contagiado de ese
tono laudatorio que había tornado la conversación.
-Eso me sonó a poesía mediocre -dijo Tombuctu burlonamente.
-Es probable. La poesía que yo escribo es mediocre -respondí
sin mirarlo.
Vi a Morgan servirme otra copa y prender una pipa. Echaba bocanadas
de humo en círculo, observándome con la serenidad felina
de quien sospecha que se le esconde una verdad todavía inclasificable
en el inventario de sus inquietudes.
-Parece que no tuvimos un buen comienzo -recalcó atravesando
con un dedo uno de los círculos de humo- Me veré en
la obligación de repetir la pregunta ¿qué grado
de confianza tenía con Malatrassi?
Bebí de golpe el licor y le observé con impavidez.
-¿Le contaba confidencias? -insistió.
-Sólo cuando se emborrachaba con su licor de pera. Contaba
todo en ese estado -respondí.
Dentro de las confusas sensaciones del alcohol, me percaté
que el cantinero desapareció de la barra, seguramente advirtiendo
el tenor de nuestro coloquio. El aire del bar se había enrarecido
abruptamente, sacando a relucir el armazón de los secretos,
las pequeñas intrigas que coinciden en algún instante
absurdo.
-Entonces usted sabe lo de la Mamba Negra -repuso Tombuctu.
-Si, es una serpiente muy mala y es negra, igual que tú -dije
con cierta mofa apenas conteniendo un estornudo.
Esta vez Morgan apagó la pipa de golpe, mirándome con
agudo desprecio. Pero las cosas eran simples para mí, ellos
eran dos desconocidos, me estaban interrogando y yo estaba bastante
bebido. Uno se pone así, temerario.
-Yo que usted, no irritaría a Tombuctu -señaló
Morgan apuntándome con su pipa- Los espíritus de la
jungla viven en él, lleva en el cuerpo la saña de las
fieras más temibles de la selva africana.
Ahí la escena se tornó grotesca. Cuando giré
la cabeza pude observar que Tombuctu me mostraba los dientes con un
vago rugido apelando, imagino, al espíritu de un león.
Me puse a reír notoriamente con largas carcajadas hasta que
sentí una trompada que me derribó.
Ya en el suelo me di cuenta que Tombuctu me estrangulaba con un pequeño
lazo metálico y aullaba como un lobo.
-Creo que ahora será más razonable -me dijo Morgan casi
al oído.
-Estamos plenamente de acuerdo -respondí apenas. Tombuctu aflojó
el dogal y prácticamente me sentaron en la silla para continuar
su interrogatorio. A esas alturas, sabía que era ya casi imposible
retroceder, poner atajo a una situación desconocida, pero alimentada
por un matiz misterioso y activada por las viejas historias de Malatrassi.
Le conté que Julio me había contado aquello del Círculo
de la Mamba Negra y que nuestro difunto había escrito un soneto
sobre ese tema. Era todo lo que sabía. Mientras reconstruía
las ideas, el rostro de Morgan tomó un aspecto más incisivo
y rotundo.
-Malatrassi hijo de puta -dijo Tombuctu escupiendo el piso.
-Creía que era como un padre para ti -le recordé sirviéndome
otra copa.
Iba a golpearme pero Morgan lo detuvo. Todo estaba como petrificado
en el tiempo, dejando la sensación paradójica de un
muerto que ha pasado de los elogios póstumos a las bravatas
y sospechas.
-Mañana a mediodía quiero el poema de Malatrassi -dijeron
antes de retirarse.
Luego de esa orden amenazante, subieron el cuello de sus abrigos para
retirarse en medio de esa noche donde yo estaba magullado y sorprendido
por la singular forma de evocar el recuerdo de Julio Malatrassi.
Regresé al departamento entre ebrio y maltratado. Trastabillaba
derribando todo a mi paso, agregando más desazón a esa
maldita noche. Nada podía estar peor, en un solo día
había enterrado a un amigo y dos paranoicos me golpeaban preguntándome
por las confidencias del difunto.
Cuando logré encender la luz, las cosas continuaron peor. Estaba
Adelita sentada en uno de los sillones. Se veía mejor que en
el funeral y traía en la mirada un no sé qué
más viejo que el mundo.
-Creo que merezco una explicación -le dije.
Se puso de pie y comenzó a desnudarse lentamente hasta quedar
convertida en una princesa circasiana. La luz de la lámpara
se proyectaba sobre aquella silueta de carnes firmes y sus pechos
como cumbres de una vasta montaña.
-Después -musito extendiendo los brazos.
Era tarde, yo estaba golpeado y con aliento a alcohol. No podía
dejar que la noche acabara del todo mal, así que pedí
disculpas a la memoria de Malatrassi, antes de sumergirme en su cuerpo
como quien derriba un castillo de arena. Ya he señalado que
fue la noche mas extraña de mi vida, pero el amanecer, estuvo
más allá del bien y del mal.
Cuando desperté abrazado a la almohada estaba alrededor de
mi cama Morgan, Tombuctu, Adelita y hasta doña Isabel, la señora
del aseo que se irritó porque me estaba tomando el licor de
pera del difunto.
El negro tenía el dogal en la mano.
-Pensé que lo de anoche fue especial -dije a Adelita que me
observaba con un rictus de profundo desden.
-Nada es tan especial en este mundo -respondió- Estos señores
y yo pensamos que tienes algo que nos pertenece.
-Ese soneto de mierda -dije golpeando la almohada con rabia.
-¿Lo hago chillar como un mono? -dijo Tombuctu a Morgan, blandiendo
el dogal.
-Antes quiero un vaso de agua-repliqué.
Doña Isabel fue a la cocina.
III
Porque repta con la muerte y no llora,
la mamba negra tenía mi sombra,
todo lo que muerde y jamás te nombra,
radica entre el futuro y el ahora.
Es un heraldo de este mundo roto,
tiene un rubí en el corazón celeste,
lleva en los ojos esta luz agreste,
oculta veneno y la flor de loto.
Vuelve la víbora a su mal camino,
a los cementerios mal derrumbados.
a las vidas destruidas y malditas.
Sorprenderá a todos los desgraciados,
Ahogará el sonido de los trinos,
Terminará con nuestras pobres cuitas.
Sí, ese horrible soneto encubría una siniestra verdad,
una saga detectivesca comprada en segundas rebajas que olía
a puro cuento del difunto en cuestión. Después de todo
Julio Malatrassi era algo más que un bohemio zalamero que seducía
a las muchachas de la noche diciendo "poesía eres tú"
con acento melifluo. En su actuar escondía la raíz de
la locura, del desquiciamiento total en que desembocan las personas
capaces de albergar el temperamento de la malversación incluso
a costa de sí mismos.
Puedo afirmar que, de alguna manera, terminé siendo parte del
Círculo de la Mamba Negra. Por lo que me explicó Tombuctu
y Morgan, no era dinero el que se ocultaba en ese soneto sino un cofre
de piedras preciosas compradas luego que ellos -con la asesoría
de Malatrassi- estafaron a casi un centenar de cooperativas agrícolas
allá en el lejano continente. El Círculo prometió
guardar el botín hasta que Julio desapareció sin dejar
rastro, llevándose el cofre muy guardado. Dieron con su dirección
en Puerto Peregrino, luego de muchos años y decidieron viajar
para cobrar venganza. Según supe, Tombuctu poseía una
dilatada trayectoria de sicario y ese dogal había estrangulado
a varios. Lo de imitar animales salvajes era sólo para asustar
a sus víctimas. Cuando llegaron a Puerto Peregrino, Julio estaba
muerto y no les quedó otra elección que asistir al funeral.
En eso encajaba mi querida Adelita, a quien Malatrassi confidenció
que guardaba el cofre en un lugar oculto sugerido por el soneto de
la mamba negra. Elementos perfectos para que todo ese grupo se embarcara
en la necia proeza de obtener la millonaria recompensa de un tipo,
que a estas alturas, era detestado por todos. Hasta doña Isabel,
la pulcra viejecita del aseo tenía su porcentaje en el hallazgo.
De aquella señora que cuidaba las malas resacas de Malatrassi
sólo quedaba una especie de ave rapaz que aprovechaba todos
sus conocimientos sobre los recovecos de la casa para indagar acerca
del escondrijo. Por conocer la obra de Malatrassi y ser lector de
poetas me incluyeron en la búsqueda, dejándome un generoso
cuatro por ciento.
Cerca de tres semanas de locos interpretando el maldito poema. La
indagación tomaba giros insospechados, que si la rima, que
si eran endecasílabos debía relacionarse en algo con
el numero once, que la imagen de la sombra, en fin todo un aparataje
teórico tan rebuscado que no creo que Malatrassi hubiera sido
capaz de fraguar semejante trama.
Es curioso, durante esas extensas jornadas de discusión por
las posibles claves del poema terminé entablando amistad con
mis dos captores. Especialmente con Morgan, quien salía a beber
conmigo bastante seguido y fantaseábamos lo que haríamos
con el dinero cuando diéramos con el cofre.
-Será la gloria de toda mi vida -declaraba Tombuctu.
El negro demostró no ser un individuo tan hostil como parecía.
Incluso me mostraba sus imitaciones de los ruidos de jabalíes,
loros, hienas y otras fieras de la jungla africana. En el fondo, la
ambición y el rostro de la locura que descubría la naturaleza
de ese soneto ramplón nos hizo solidarizar como un grupo cohesionado,
medianamente involucrado en sutiles afectos. Pero eran víboras
como versaba el Círculo. No tenía la menor duda que
uno intentaría liquidar al próximo cuando aparecieran
las joyas, hasta la dulce Isabel iba a ser capaz de envenenar las
tazas de té de nuestra merienda para lograr la meta. Solo se
trataba de tiempo, porque al fin y al cabo, todos desconfiábamos
de todos. Trabajé cercanamente con la viuda de mi amigo, ya
que conocíamos bastante bien el universo conceptual de Malatrassi
y sus disparatados relatos. Algunas de esas jornadas de análisis
terminaron en la cama.
En esto, comencé a sentir que me enamoraba de Adelita, ya sin
luto y con el cuerpo de Venus desmelenada latente ante mis ojos. En
una oportunidad, tras una noche de frenesí, se lo dije, con
la remota esperanza que se hubiera acostado conmigo por algo más
que todo ese asunto de las gemas y zafiros ocultos en un cofre. Le
conté que la vida era un dibujo fugaz trazado por un dios aburrido,
que su piel me revelaba el sonido del verano y que pronto, en algunas
de esas tardes, comenzarían a llover pétalos y hojas
secas. Quizás afuera hubiese alguna certeza que podíamos
salir a encontrar. El resultado fue totalmente inverso:
-No quiero otro perdedor en mi vida, lo siento. Mejor dedícate
a lo del soneto.
Aquella vez regresé a casa profundamente angustiado. El vapor
del café humeante entre mis manos, me expresaba un hosco sentido
del absurdo.
IV
El hastío me invadió. Renuncié a ese grupúsculo
de desquiciados que gastaban sus escasas energías intelectuales
en interpretar un poema para descubrir un botín. Demasiada
novelería para una realidad que muestra su rostro deforme más
seguido de lo que parece. Cuando les comuniqué mi decisión
de abandonar ese palimpsesto de pacotilla reaccionaron con total indiferencia,
casi contentos de incluir a uno menos en la repartija. Después
de todo, mis aportes al rastreo del tesoro se habían agotado
hace mucho tiempo.
-Si recuerdas algo sobre el soneto, ya sabes donde encontrarme- concluyó
Adelita.
-Llevaré al señor a la puerta -dijo doña Isabel
tratando de liquidar un trámite engorroso.
Lo último que recuerdo es a los cuatro socios, enfrascados
en ese puzzle de rimas y silabas, concentrados y ajenos a mi presencia.
Al cabo de unos pocos meses ya no me topaba con ninguno de ellos ni
tenía noticia alguna de los avances de la investigación.
Así que empecé a visualizar más críticamente
el asunto y volví a mis cuentos que tenía abandonados,
por dedicarme a hilvanar una dudosa hermenéutica de un poema
de pésimo gusto y rodeado de orates. En la escritura de mis
propios relatos percibí que me alejaba de esa Africa descrita
neciamente como la patria de los misterios, retornando a Puerto Peregrino
con sus rincones gobernados por sombras. La poca pena que me quedaba
por la muerte de Julio pasó a ser un sentimiento ajeno que
rayaba en el olvido. De la imagen del bonachón bebedor y disparatado
empezó a quedar un intrigante alienado con sus propias mentiras
que involucró a todos sus cercanos en los laberintos de su
mitomanía.
Un día, volví a la Fuente de Soda que convocó
el enigma, disfrutando nuevamente del licor de la soledad. Sentí
de nuevo que los propios significados retornaban a encontrar su justo
sentido de lo real. No obstante la curva de la locura me deparaba
una nueva emboscada en ese lugar, ya señalado por la mala fortuna.
El frío que hacia castañear los dientes y el aspecto
sombrío del bar me daba la sensación de escombros, de
las ruinas que quedan después de la fiesta. Muy similar a la
idea de mala resaca.
Allí me encontraba, sentado en la mesa que da al Hotel Torquemada.
Del vestíbulo salió alguien. No reparé mucho
en él, salvo porque vestía un abrigo de paño
largo y ostentaba unos mostachos al estilo de esos retratos de Nietzsche,
con expresión deprimente. Entró al bar casi vacío
con aire campante y se puso a hablar en voz muy baja al cantinero.
Yo no le di importancia. De pronto se acercó a mí con
un gesto de caballerosidad algo histriónico. Lo miré
con cara de no me jodas.
-En la barra las copas son mas baratas -dijo sonriendo levemente.
Me puse de pie como impulsado por un resorte y retrocedí unos
pasos. Tras los gruesos bigotes el tipo me sonreía con sus
dientes impregnados de nicotina, casi echando chispas por los ojos.
-Malatrassi hijo de puta -dije tomándolo por las solapas con
violencia.
A pesar de que estaba bastante más delgado y ojeroso, el disfraz
se veía del todo patético sobre todo por los bigotes
falsos pegados con cinta adhesiva y los anteojos sin cristales.
-Puedo explicarlo todo -dijo un tanto agitado- vamos al reservado.
Invítame una copa y te cuento mi historia, como en las películas.
Me condujo a la pieza aislada. Yo seguía sus pasos totalmente
turbado por la impresión y la rabia. Es absurdo descifrar un
soneto para encontrar un tesoro, pero más impensable aún
es encontrarse con un muerto en un bar. Todo me sabía a estafa,
incluso el recuerdo festivo que tuve de Malatrassi. Ya cuando la tensión
cedió a la calma y entre los dos mediaba una botella de coñac,
pude hablarle sin esconder un hondo reproche que se oyó como
una puñalada que desgarra el silencio:
-Nos involucraste a todos en tus mentiras, a tu mujer, a tu ama de
llaves y a esos dos locos que viajaron desde Nairobi para descifrar
tu estúpido enigma.
Malatrassi se quitó el bigote.
-No tuve elección -respondió-. Siento que hayas caído
en esa red de equívocos. No lo siento por Adela, nunca nos
quisimos y siempre fue una interesada. La ama de llaves, te confieso
que me simpatizaba porque cuidó mis resacas. En cambio, no
me inquieta en nada el destino de esos dos amigos de juventud con
los que estafamos a aquella pobre gente. Mereceríamos el infierno
si éste existiera.
-jQué conmovedor Malatrassi! Ahora te pones compasivo y hasta
hablas del infierno. Haber vivido fantaseando con esas historias africanas,
fingir tu muerte e involucrar a tus amigos en una saga de espionaje
barato se parece bastante al infierno.
Sentí que mis palabras golpearon la sensibilidad de Julio porque
su mirada se nubló como si fuera a llorar.
Ahí me explicó que planeó el asunto hace por
lo menos tres años. En realidad, terminó asegurándome
que el lugar del tesoro existe y está sugerido enrevesadamente
en el soneto pero que el cofre esta vacío y las piedras preciosas
en sus bolsillos. Podrían pasarse la mitad de la vida buscando
el cofre y si es que lo encuentran, les quedaba toda la otra mitad
para maldecir al difunto.
-Todo partió esa noche en que dormía y apareció
el recuerdo -concluyó.
-¿Qué recuerdo?
-Cuando mis tíos me arrebataron a mi hermano menor, recordé
la imagen de la despedida. Se lo llevaron en un jeep y alcancé
a ver en una nebulosa de polvo, sus pequeñas manos despidiéndose
de mí. Entonces supe que era todo mi patrimonio, la única
posibilidad de redimir una vida de embuste y fracaso. Cuando perdí
a Sebastián inicié este éxodo por los suburbios
fraudulentos del destino, siempre tentando a la muerte. Así
que tomé la determinación de burlar a la muerte programando
mi propio funeral... por el recuerdo de Sebastián.
Apenas terminó la explicación sus palabras se entrecortaron
en un sollozo. Ya no quedaba ante mí ni un centímetro
del mitómano vividor, tan sólo un ser frágil
que se diluye en un vendaval, llevándose esa imagen a los imperios
escondidos de la evocación.
-Pero eso ocurrió hace más de treinta años, nunca
más supiste de tu hermano Sebastián -le dije.
-Pero di con él. Vive en Bielovia, en un barrio obrero, esta
casado con una profesora y hasta tiene dos hijos. No sabe que existo
y todavía me estremezco al pensar que lo encontraré
dentro de poco. Créeme, estoy contando por primera vez una
historia totalmente cierta.
Esta vez Malatrassi miro sus bigotes falsos y lentes como si intuyera
en ellos, una revelación: los largos disfraces que uso a través
del tiempo.
-Fue una larga caída. Ahora la caída de ellos comienza,
reproduciendo el Círculo de la Mamba Negra, como la víbora
¿no? Ataca apenas ve algo vivo.
No quise preguntar más antecedentes a Malatrassi y di por cerrada
la charla. Tal vez aun existía el derecho a recobrar aunque
sea el recuerdo de algo verdadero.
Acompañé a Julio al ferry que lo conduciría a
Bielovia. Antes de subir a las escaleras extrajo de su valija una
bolsa de lona que me obsequio. Eran las "Rimas" de Gustavo
Adolfo Bécquer y una botella de licor de pera.
-Para que siempre recuerdes esas noches maratónicas -dijo Malatrassi-.
Te debo lecciones que no imaginas. Pero es un poco tarde para esas
confidencias.
-Si, es tarde -contesté.
Me resultaba increíble pensar que aquel recuerdo gatilló
un golpe de timón en ese charlatán desmesurado que siempre
se mostró disponible a que la vida hiciera con él lo
que quisiera. Antes de subir al barco, me dio un abrazo prolongado
que nunca olvidaré.
Ya cuando el ferry se alejaba, vi que levantaba la mano y luego se
perdió en cubierta. Largo rato permanecí contemplando
el horizonte como un vigía que otea el barranco donde al final
se despeñan todos los recuerdos.