Llegaba siempre a tomarse un cortado a eso de las once de la mañana
y esperaba a que ella se acercara a atenderlo. La rutina también
era la de siempre: una sonrisa, el buenos días, el cómo
estás, y la típica conversación acerca de lo
que flota en el aire. Algo
que nunca iba más allá de un minuto de su tiempo tras
la barra del café.
No había nada especial en ese hombre de unos cuarenta años
que fumaba cigarrillos sin filtro y usaba una casaca de cuero negro.
Su vestimenta, de la cintura hacia abajo, nunca le había llamado
la atención, hasta que esa mañana lo vio entrar vistiendo
un terno negro y corbata. Cuando ella iba a comentarle que se veía
muy elegante, él se adelantó para decirle que venía
de haber formalizado un importante negocio: "Acabo de anularme",
y agregó una lacónica sonrisa.
A los que venían a tomar su café y hacerle
conversación ella los tenía calibrados. Pero no a éste,
ya que tras casi un año de sonrisas formales y miradas con
algo de admiración no lograba aún descifrar sus propósitos,
tanto que llegó a sentir que era de esos tipos diferentes,
de ésos que ella considera buenas personas. Y era atractivo
en su desaliño de vestimenta, su cara de tez oscura
y su pelo encanecido prematuramente. La barba a medio afeitar y el
aroma a cigarrillo espeso ponían algo de extrañeza en
la rutina de juniors, jubilados y uno que otro dandy atildado de los
que con ojos picaros deslizan las consabidas proposiciones. La verdad
es que un par de compañeras utilizaban las franquicias del
mesón para sumar un plus al sueldo base, o por lo menos para
confraternizar y sacarles partido a esos viernes por la noche en que
los panoramas anhelados no fructificaban como se había soñado.
Ella vino a parar al café a falta de un empleo
mejor y consciente de que su cuerpo de largas piernas y llamativo
trasero era suficiente pasaporte para un trabajo donde la buena presencia
es fundamental. Además, agregaba una carita, si bien no bella,
atractiva con su pelo castaño y sus ojos claros. Las vacantes
para ese empleo de secretaria en una oficina de telecomunicaciones
se habían ido esfumando y sus energías para intentar
un nuevo escape mermaron, al mismo tiempo que, entre las propinas
y el base, sacó cuentas de que no estaba del todo mal. Por
otra parte, el centro de Santiago siempre la había atraído,
en especial la calle Huérfanos con su hormigueo de gentes yendo
y viniendo, aparte de que una película después del trabajo,
el vitrineo por las tiendas de ropa, un jugo en el Vegetariano con
sus amigas y la siempre vigente ilusión de una mirada que lleve
el encanto del azar, la mantenían viva.
No tiene claro en qué momento comenzó a
dar vueltas en su cabeza la confesión de aquel extraño
conocido: "Me vestí como caballero para celebrar mi anulación".
El hecho es que cuando apareció a la mañana
siguiente ella no era la misma. Había estado preocupada de
su falda desde media hora antes de que dieran las once de la mañana,
mirándose al espejo y pendiente del busto, y hasta fue al baño
a maquillarse en dos ocasiones. No tenía cómo explicárselo,
pero había algo en ese tipo solitario y silencioso que no tenían
los cabros del barrio, incluyendo a Claudio, lo mas cercano a un pololo,
que rondaba su cuerpo y en un par de ocasiones la había desnudado.
Pero con este tipo la cosa no iba por ese lado, ella sentía
que había algo caribeño en su historia. Es lo que imaginaba.
Y puede que le hiciera la pregunta, si acaso era marino o su trabajo
tenía que ver con lugares como Cancún, Miami o incluso
Bahamas, y si andaba de paso en Santiago antes de volver a lo suyo,
que indudablemente no estaba en la capital de este estrecho país.
Vagamente lo asociaba con la música de George Benson, con su
guitarra armoniosa y el sonido de su voz, acompañado de ecos
misteriosos en ese idioma que no entiende, salvo algunas frases que
ha llegado a traducir. Es el azul turquesa de un mar lejano, y esas
palmeras mecidas por el viento que no ha encontrado ni remotamente
en sus escapadas de fin de
semana a Reñaca para lucir su tanga diminuta. Sus ahorros iban
en aumento y ya en un año de trabajo tendría suficiente
para el sueño de su vida, los diez días en Cancún,
ese lugar que le llega
como una remota evocación desde aquella vez que se sentó
en la barra del bar del hotel Miramar a saborear un daiquiri en compañía
de Betsy, su única amiga, que sueña con las mismas cosas
que ella. In Flight sigue siendo su compac favorito, lo baila
a solas frente al espejo en malla celeste y calcetas de lana, encerrada
en la pieza, aislada de las miradas de su hermana menor, a quien envía
a hacer las tareas del colegio al comedor. Compartir el dormitorio
es uno de esos asuntos que un día de éstos podrá
desterrar arrendando con Betsy un departamento y de paso haciendo
lo que ella llama su vida, que tiene mucho que ver con un diván-cama
convertible, un televisor de pantalla gigante, un closet para ella
sola y una llave que gira y guarda en reposo su mundo mientras ella
anda de viaje. Convertirse en azafata de línea aérea
fue otro de los sueños que picoteó su imaginación,
algo que íntimamente quedó a trasmano desde la vez que
se presentó a concurso y fue rechazada por lo que vagamente
entendió como falta de preparación: había abandonado
el colegio a los quince años, recién cursando segundo
medio. Pero no lo lamenta, es un percance que simplemente asumió
como algo sin mayor importancia. Total, ahora está a las puertas
de mundos parecidos.
Aquella vez él apareció a las doce del día y
con la chaqueta de cuero negro, que ella encontró preciosa,
contrastando con una camisa blanca de cuello elevado y dos botones
desabrochados,
algo inusual para un mediodía de julio, frío y de nubes
bajas. Se fijo en que los pantalones eran también negros y
en que calzaba zapatos demasiado livianos para un día lluvioso.
El cigarrillo
colgando del labio y el pelo salpicado de gotas de lluvia le trajeron
a la memoria escenas de una película cuyo título no
logró en ese momento recordar, salvo por la remota visión
de un hombre
buenmozo apoyado en la baranda de un muelle neoyorquino.
No pudo evitarlo, la verdad es que la pregunta se le escapó
antes de que él hubiese siquiera pronunciado los buenos días.
"Usted, ¿a qué se dedica?", y sintiéndose
una imbécil le regaló
una sonrisa acompañada de un sonrojarse de las mejillas. El,
aspirando el cigarrillo, giró la cara para desviar el humo
y le respondió: "Por el momento estoy a la espera de un
asunto...
Exportaciones", agregó, sorbiendo el cortado.
Era suficiente. Un asunto con viajes a lugares distantes
calzaba perfectamente con su percepción de este hombre que
extrañamente se le había metido en la cabeza. La verdad
es que no necesitaba
mayores explicaciones y le dedicó una nueva sonrisa antes de
ir a atender a otro cliente. Pero lo que nunca solía hacer
esta vez lo hizo. Siguió atenta a él, que apoyado como
siempre en la barra
sorbía su cortado con la mirada fija en algún punto
remoto de la vereda. Esta vez ella estaba consciente de moverse con
armonía, en una especie de danza lenta de sus caderas al depositar
las tazas con delicadeza y al ir a apoyarse de espaldas en el espejo,
con un ademán gracioso, y las veces que debió inclinarse
para recoger algo lo hizo consciente de la belleza de sus extremidades.
Cuando
al cabo de media hora —el tiempo que normalmente tardaba en beber
su café— él se subió la cremallera de la chaqueta,
ella estaba ahí de espaldas contra el espejo, en esa pose de
rodilla a medias levantada y con una sonrisa de despedida que lo hizo
dudar entre permanecer o bien retirarse. Parado a medio camino de
la puerta, con los ojos levemente extraviados, finalmente se acercó
para decirle: "Bueno, no sé, tal vez podríamos
vernos más tarde. Si es que usted puede...". Ella permaneció
ahí sonriendo y luego de llevarse las manos al cabello, y agitarlo,
le respondió que se desocupaba a las seis. "A las seis,
entonces", le dijo él, e inclinó apenas la cabeza.
Cruzó la calle erecto, sin inmutarse por la lluvia.
Luego, se internó en un pasaje. Ella, con el corazón
agitado, se volvió hacia un nuevo cliente y le entregó
una sonrisa llena de entusiasmo.
Enseguida se dio vuelta y se observó en el espejo, de costado.
Tomó aire y cerrando los ojos lo lanzó al espacio, liberando
algo que la aprisionaba.
A las seis menos diez lo divisó a la entrada del
pasaje, en la vereda del frente, apoyado contra la pared, y todo lo
que había imaginado durante las horas que transcurrieron desde
el mediodía
se condensó en una vaga sensación de espacio lejano,
algo que asoció con una ventanilla de avión. Entró
al vestidor y se maquilló detenidamente. Salió envuelta
en su parca celeste y sus jeans
granates. Las botas blancas relucían en el pavimento.
El la recibió con otra inclinación de su
cabeza y con las manos dentro de los bolsillos de la chaqueta. Bajaron
en silencio por Huérfanos y entraron a una fuente de soda.
Su mutismo era parte del encanto. El misterio de lo guardado bajo
ese rostro inmutable ya se había convertido en atracción,
sobre todo el lento encender de sus cigarrillos, cuya cajetilla ella
acarició como si se tratara del
coral de una playa caribeña.
La verdad es que el encuentro no era muy distinto de ésos
en el café: miradas y sonrisas, una que otra frase relativa
al tiempo o bien a algún titular de los diarios. Ella tampoco
estaba dispuesta
a hacer preguntas, le parecía que estaban de más. Sentirlo
a su lado, un hombre casi el doble de su edad, misterioso y seguramente
lleno de experiencias, era algo que sobrepasaba sus expectativas.
Lo que él le preguntó a continuación era un paso
en ese sentido:
"¿No te complica estar con alguien tan mayor...?".
Y agregó: "Y desconocido". Sin inmutarse, le contestó
que para nada, aparte de que le gustaban los hombres que han recorrido
mundo: "Tú has
viajado mucho. Se te nota a la legua. Me encanta la gente que viaja...".
"No sé si he viajado tanto. Bueno, algo...
Es verdad, pero menos de lo que podrías creer."
"Cuéntame. Dime los lugares donde has estado..."
"Bueno. Argentina, Uruguay, Brasil...''
"¿Nada más? Te apuesto a que conoces Miami, San
Francisco..."
"No..."
"¿No?"
El encendió otro cigarrillo y sonrió a manera
de explicación. Ella miró la lluvia azotando la vereda
y el pequeño contrapié la mantuvo en silencio un par
de minutos. Pero Brasil, más que mal, no era poca cosa. O tal
vez le estaba mintiendo. Los hombres todos mienten... Esta vez ella
se aventuró en algo que no la perturbaba en especial. Más
bien lo hizo por mera curiosidad.
"Estuviste casado. ¿Tienes hijos...?"
El miró la lluvia a través del ventanal
empavonado por el vapor del local. Afuera los transeúntes iban
y venían con la cabeza sumida dentro del cuello, esquivando
las pozas. En la vereda del
frente la serpentina luminosa del letrero se encendía y apagaba,
dejando una estela de brillos sobre el pavimento. Un mundo sin sonidos,
lejano, un telón de fondo fragmentado. En el interior de
la fuente de soda una televisión encendida concentraba las
miradas de los presentes. La teleserie.
"Tengo dos hijos. Tú sabes, me separé.
Tal vez te acuerdes. Creo habértelo dicho... Estoy anulado."
"Sí, me acuerdo. Ese día te vestiste de terno..."
El sonrió. Era verdad. No había usado una corbata en
mucho tiempo. Ella había recuperado su optimismo y se apresuró
a preguntar: "¿Qué haces? Es decir, ¿en
qué trabajas? Me comentaste
que estabas en exportaciones...".
El humo del cigarrillo se deslizó por la cubierta
de la mesa e hizo un giro alrededor de la copa de helados de Maité.
Ese era su nombre.
"No. Nada de eso. La verdad es que lo dije por decir
algo... Soy detective." Enseguida se corrigió: "Mejor
dicho, era. Estoy retirado".
Maité lo miraba sorprendida, jamás lo habría
imaginado. De pronto, el mundo de sus sueños quedaba brutalmente
en el aire, si bien un leve eco de rascacielos y sonido de sirenas
alocadas en
una calle neoyorquina dio todavía un par de vueltas por su
cabeza.
"Debe ser entretenido ser detective..."
Él sonrió. Tal vez notó que la había
desilusionado. Y era tan linda y simpática. Tan inocente. Él
necesitaba algo de inocencia. Entonces no quiso prolongar lo que ya
la ciudad húmeda y triste
al anochecer estaba anunciando, el final de señales equivocadas.
"Vamos. Te voy a dejar...", le dijo poniéndose
de pie.
A bordo del taxi viajaron en silencio. Ni una sola palabra.
Al llegar frente al edificio de departamentos de un conjunto a espaldas
de la Quinta Normal, Maité descendió apresurada. Era
obvio que ella esperaba algo más. Tal vez un brazo que atrapara
su cintura, una mano que rondara sus senos, una palabra tierna en
su cuello... Nada de eso, apenas el sonido amortiguado del
humo escurriendo desde sus pulmones. Antes de cerrar la puerta, ella
estiró una mano y besó su mejilla. Como despedida le
dijo:
"Te veo en el café".
No volvió al café. Estuvo varias veces tentado
de hacerlo. Rondó el paseo Huérfanos, llegando hasta
asomarse a la esquina de Estado, pero se abstuvo de entrar. Total,
qué podía un detective dado de baja por apremios indebidos,
y con prontuario de asesino, ofrecerle a una niña que era sólo
sueños.
Ella, por su parte, al cabo de tres meses ya lo había
olvidado y tenía en sus manos el pasaje para su anhelada estadía
en Cancún.
Café cortado
Las calles de Santiago trazan en Café
cortado un laberinto de historias difuminadas que buscan
el imán de un narrador. A partir de un confuso tiroteo
entre extremistas de izquierda y policías de civil en
plena dictadura, una voz anónima y solitaria va dando
forma -mientras cae la noche sobre el Parque Forestal- a un
personaje singular, un ex detective dado de baja por supuestos
apremios ilegítimos y que hoy debe mirar cara a cara
a los fantasmas de la soledad, la desilusión y la venganza.
Dando curso a relatos concéntricos que expresan otros
tantos puntos de vista fatalmente entrelazados. Óscar
Bustamante apuesta en estos cuentos (que pueden ser una novela
disfrazada) por esa doble cualidad de unidad y dispersión
que siempre muestran los hechos narrados
Bajo la máscara de la casualidad, los malentendidos
tuercen las verdades posibles y la luz artificial perfila, en
una fuente de soda, el desencuentro de improbables amantes.
Mientras tanto, por el cielo de Santiago trepa la estrella más
bien sucia de aquellos que mancharon sus puños con una
sangre que nadie quiere ver.
Café
Cortado.
(Cuentos)
Ediciones B, Santiago de Chile
Colección Ojo por Ojo
Primera edición, año 2002
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Óscar
Bustamante nació en Talca, Chile, en 1941. Tras realizar
sus estudios secundarios en Inglaterra y en nuestro país, obtuvo
el título de arquitecto en la Universidad Católica,
donde fue profesor titular durante cinco años. La novela corta
Asesinato en la cancha de afuera (Mosquito, 1991; Sudamericana,
1994) marcó el inicio de una trayectoria literaria que corre
paralela a su trabajo como arquitecto. Consagrado como novelista con
Recuerdos de un hombre injusto (Grijalbo, 1994), Bustamante
ganó en dos ocasiones el Premio del Consejo Nacional del Libro
y la Lectura para novela inédita: en 1995 con Explicación
de todos mis tropiezos (Sudamericana, 1995) y en 2000 con Una
mujer convencional (Sudamericana, 2001). También es autor
del volumén de cuentos El día que inauguraron la
luz (Sudamericana, 1998).