LA
RUPTURA DE LOS TRISTES ESPEJOS
Óscar
Barrientos Bradasic
A
Jorge Torres, por el cariño, las copas rotas y el Fierabrás de Alejandría.
"Yo
soy mi sombra.
Construyo innumerables ilusiones fosforescentes
con palabras
que salieron destruidas al amasarse,
(habría que contar una historia)
pero, todas las historias son historias,
y por lo tanto engaño"
Winett de Rokha.
El recuerdo del marqués Erasmo de
la Gleba me disgusta conmigo mismo. Su impaciente vitalidad, impetuosa, casi despectiva
me sirvió durante años como garantía de una humanidad soberbia
que incluso contraviene a la muerte, en las oscilaciones de un desafío
tajante, descabellado, torvo como un puñal. Esto al menos en las cuatro
veces que traté con él. Creo que de alguna manera llegué
a estimarlo.
Vivió durante años relegado en su castillo al
norte de la isla de Obatu, disfrutando los dones de su título nobiliario.
Tenía una erudición inagotable y una memoria demoledora, por lo
menos para mí, que no la tengo. En una oportunidad le escuché recitar
los discursos de Demóstenes con una solemnidad declamatoria, actoral, muy
propia de su carácter. Escribió algunos folletines imprecatorios
contra las monarquías de las que el mismo descendía, los trataba
de degenerados, hemofílicos, contrahechos y no sé cuántas
cosas más. Perteneció a una sociedad de inspiración progresista
pero aparecía con insistencia en los periódicos de la isla, fotografiado
en todas las reuniones sociales. Supe hace poco, que pronto se editarán
sus obras completas, una extensa producción poética, desmesurada,
como su temperamento.
Lo recuerdo alto y delgado como los grabados que
el Doré hace del Quijote. De rostro afeitado y cabello rubio, labios finos,
ojos celestes y una expresión de impavidez orgullosa que
se hacía mayor cuando fumaba esos apestosos cigarrillos mentolados. Solía
vestir con garbo y excentricidad, modas del renacimiento italiano, largas capas
negras, sombrero de alón o botas de montar. Siempre llevaba consigo un
bastón de caoba que en la empuñadura lucía el escudo de su
familia. Hay que sumarle al personaje una fama de mujeriego del todo novelesca,
aunque muy justificada.
La primera vez que hablé con él,
fue durante un vino de honor en la presentación del libro de una poetisa
francesa que ya ni recuerdo su nombre, aunque sí su escote desafiante y
su bello cuerpo de bretona bien alimentada. Después me enteraría
que estos elementos no le fueron indiferentes a Erasmo.
El evento se realizó
en el Instituto de Artes Escénicas. Había de todo, intelectuales
de expresión grave, críticos de cine, psicoanalistas, escritores
de miradas inquisidoras, bellas pintoras con aire de sacerdotisas posesas, incluso
un mimo odioso con una lágrima negra en la mejilla que daba piruetas a
lo largo del salón, aunque nadie le hacía el menor caso.
Cuando
hablé con Erasmo, empezamos comentando los poemas de la joven autora y
concluimos charlando, no sé porque, acerca de las descripciones de mujeres
en las grandes obras literarias. Le cité mi ejemplo favorito Maggie Tulliver
en El Molino junto al Floss, sobre todo en la parte que intenta convertirse
en la reina de los gitanos.
-Es una gran novela- me contestó alzando
la copa- pero tiene ese incansable prurito moral de los ingleses, de hecho es
la descripción de cierta niña ingenua escrita por una mujer que
firmaba sus obras como hombre. ¿No le parece ingenuo creer que nos despista?
A mi nada me conforma al respecto. Aspiro a una mujer que, siendo real, los adjetivos
puedan realmente describirla.
Le hice ver que su idea era cuando menos
ambiciosa, porque la experiencia al ser explicada por el lenguaje suele someterse
a los designios de la razón.
-Ese no es mi problema- respondió
con cierta fruición- Yo postulo la existencia de un enorme engranaje amatorio,
una colección de pasiones que mantenga en armonía los delirios de
la mente. La pasión es el espejo donde se refleja lo mejor de nuestro espíritu.
Cuando se pretende llevar a un orden cabal, se triza, es lo que yo llamo la ruptura
de los tristes espejos.
El marqués cerró los ojos como
su gozara de toda la plenitud que le entregaba aquel mundo creado, una suerte
de respaldo moral capaz de hacerle sentir la fugacidad de sus romances sin tráfico
de culpas. Como mis experiencias han sido algo tortuosas al respecto, su afirmación
no me convencía y Erasmo lo notó.
-Sé que mi postulado
no le convence del todo. Pero fíjese, en el pasado se creía que
el corazón se encontraba aquí- continuó mostrando el pecho-
A los románticos con toda su filosofía idealista, les agradaba esa
idea hasta la exaltación. Luego las vanguardias pensaban que el corazón
se encontraba en la mente…pero yo no. Yo creo que se halla en la boca, en los
verbos que ruedan, en los besos que llegan a los labios de la amante. Sí,
los besos son imágenes que el poeta nombra cuando explora el cuerpo de
la amada.
Esta vez me mostré más escéptico y no le
dije nada.
-No se preocupe, ya me entenderá- repuso golpeando mi
copa- Le aseguro que cuando eso ocurra, no leerá tantas novelas o realmente
las entenderá.
Su comentario ligeramente despectivo tuvo la mínima
cordialidad para cambiar de tema.
Erasmo de la Gleba bebía como
un cosaco pero permanecía incólume, y yo en cambio, a la quinta
copa le hablé de cuando me dejó mi primera novia en la adolescencia,
lo que indica que nunca superé el trauma porque siempre lo saco a colación
cuando estoy medio borracho. El marqués se reía a mandíbula
batiente de episodios que para mí eran patéticos y sin duda, confirmaba
sus teorías.
En el resto de la concurrencia era peor. Toda aquella
compuesta intelectualidad se embriagó abruptamente, unos cantaban melodías
desafinadas e inconclusas, otros polemizaban y algunos dormían, por ahí,
en las mesas.
El último recuerdo que guardo de esa noche aguardentosa
es la imagen del mimo colgado en una percha, totalmente ebrio, y del marqués
saliendo del brazo con la poetisa de evocaciones célticas, llevaba cierto
aire marcial de soldado prusiano y la sonrisa de un egregio alquimista que posee
entre sus brebajes, el procedimiento para fundir su espíritu en el abismo
de una gran copa amatoria donde la poesía es el diseño del firmamento
azul.
Los dos amantes se marchaban a consagrar el rito pastoril que los
devotos de Afrodita esculpen sobre la arcilla suave de la piel.
El segundo
encuentro resultó más breve y nefasto porque confirmó las
posiciones que tanto él como yo teníamos en este mundo. Transcurrió
en el aeropuerto de Puerto Peregrino.
Yo venía llegando (creo que
de fuera de la isla) y él salía quien sabe para donde. En ese momento,
yo caminaba desde la sala de embarque, agotado y sudando, cargado de maletas y
malhumorado como en todos los viajes que hago. En medio de la gente y el ajetreo
se me cayó una caja que al tocar suelo se abrió, desparramando todos
los libros que había comprado en el viaje con dedicación y a la
vez descuido. Mientras los rescataba entre los zapatos de las personas que me
miraban con gesto muy poco amable, sentí la inconfundible carcajada del
marqués.
En efecto, ahí estaba vestido totalmente de blanco,
con un abrigo de anchas solapas que le daban un aire victoriano a pesar de la
estrambótica indumentaria. Lo acompañaban dos mujeres, cual de las
dos más hermosas, aunque en el fondo bastante similares.
-Todavía
sigue leyendo novelas- me dijo con una sorna que a esas alturas me pareció
corrosiva, porque recordaba nuestra conversación anterior y yo quería
olvidarla.
Lo saludé con la cabeza y mientras seguía buscando
mis títulos, Erasmo se perdió en el aeropuerto con su sentido del
amor cabal en los labios y sus dos mellizas boticellianas. Cuando la gente se
dispersó pude reunir todos los libros. Apenas los vi juntos, me compadecí
ante el comentario del marqués, se había reído de mi pobre
mundo interior, de toda esa tentativa de trascender la muerte a través
de la belleza, dibujada en esas alegorías que también hablan de
lo real, en mis queridos personajes, tristes cosmonautas de papel…allí
en el suelo con sus vísceras de tinta y ceniza, recordándome que
la vida navega en la sombra hasta perderse.
Desde ese encuentro pasaron
más de cinco años y aparte de su fotografía en algún
periódico no supe nada de él. Su arrogancia me había hecho
tildarlo de un dundy frívolo que practica la crueldad a sus semejantes
con ese despotismo que tienen las ideas cuando se ven demasiado perfectas. Por
cierto, los enredos amorosos del marqués eran un tema frecuente en toda
la isla, aunque sus hazañas donjuanescas (documentadas en los periódicos)
tenían un sello palaciego, porque me parecían circunstancias que
sugerían historias, a diferencia de hechos claros, como escribían
esos amanuenses bien remunerados de los medios.
En ese tiempo, yo pasaba
largas temporadas en el departamento que arrendaba en pleno centro de la ciudad.
No soy un hombre contemplativo y quería ordenar unos cuentos desperdigados.
Para ello, mis componentes son café y mucho ruido de ciudad. Cuando lograba
algún resultado, salía a caminar por un parque que se encuentra
atrás del edificio. Por lo general no había mucha gente, salvo algún
anciano taciturno o un niño jugando.
Llevaba un libro y permanecía
sentado junto a la fuente hasta que empezaba a refrescar.
Un día,
alguien interrumpió mi lectura. Era un joven bajo de modales diligentes
que vestía un planchado vestón negro. Una suerte de mayordomo eficiente
y hasta serio, si no fuera por sus ojos excesivamente redondos (como de muñeca
plástica) y una voz pueril que me recordaba un duende. Dijo que venía
de parte del marqués de La Gleba y me entregó una carta, tras retirarse
con una reverencia que me causó mucha gracia.
El mensaje era tan
curioso como su minúsculo heraldo:
Estimado señor:
Me
encantaría mostrarle una pintura que realicé sobre mi noción
de "la ruptura de los tristes espejos". Quizás su opinión
podría ayudarme.
Visíteme la semana entrante y quédese
un par de días en mi castillo. Creo que le gustará porque en él,
mis fantasmas han perdido su aura espectral y caminan por los pasillos como quien
navega entre lo cotidiano y lo inmortal. En la cena haremos discretas presentaciones.
El
lugar le agradará, se encuentra enclavado entre las montañas y el
mar. A los espíritus que habitan mi hogar, les he hablado de usted en más
de una oportunidad. Aquí las palabras sueñan, son realidades que
transitan por los rincones donde mis antepasados quisieron instaurar la tiranía
de sus sórdidas quimeras.
Esperando contar con su amable presencia
El
marqués Erasmo de la Gleba.
La extraña misiva
tenía un pomposo timbre de agua. No dejaba de intrigarme que le pasaría
a este vanidoso pensador de enrevesadas epistemologías de lo amatorio.
Tras pensarlo un par de días, resolví aceptar la invitación.
Varias
horas en un tren que recorría en su seca marcha de metal, los campos sembrados
de Voltana hasta llegar a la estación ferroviaria donde me esperaba su
diligente y pueril auriga. El vehículo duró casi cuatro horas para
llegar al castillo, cuando ya había anochecido. La gran construcción
era imponente, una extraña mezcla entre un Tudor y una vanguardia sutil
pero agresiva a la vista. En las almenas reposaban, esculpidas en piedras de colores,
singulares walkirias desnudas que se me antojaban como musas de Gaudí.
Tras el castillo, las olas golpeaban el roquerío con furia.
El marqués
me recibió en la biblioteca con la sencillez y humildad que no le conocí
en las veces anteriores. Luego de la cena, me mostró su lienzo, eran cuerpos
de mujeres atravesadas por espadas cromadas, pero no sangraban, despedían
luz entre las heridas, una luz que rompía cierto fondo de espejos.
-Este
es el momento en que la boca nombra el mundo- me dijo con los ojos perdidos en
su creación- son verbos que seducen a la dama intemporal, son los espejos
rotos por donde respira el amor.
Permaneció largo rato comentando
su lienzo, sin preguntarme ni por asomo mi opinión.
Al rato, pasamos
a recorrer los salones del castillo, repleto de armaduras, copas metálicas
y antojadizas colecciones, acompañado de sus explicaciones eruditas, con
esa idea algo aristocrática de la cultura que siempre tuvo. Uno de sus
mayores tesoros era una fotografía ampliada de su padre junto al poeta
Vicente Huidobro en cierta tertulia ultraísta realizada en Madrid. El marqués
con una vaga sonrisa en los labios observaba consternado al poeta fundador de
mundos.
Al final del salón principal, no lejos del fogón
y ardiente, se hallaba el retrato de una bella mujer, sus ojos almendrados y tristes
parecían comunicar un sentimiento sublime, la extraña ansiedad de
mostrar un mundo más perfecto que, sin duda, habitaba en su mirada.
Le
pregunté que lugar ocupaba esa bella señora en su extenso linaje.
-Era
mi madre- respondió bajando la cabeza hacia los leños encendidos-
Otra noche le hablaré de ella.
Erasmó se apagó de
golpe, quedando en su lugar un ser frágil y pensativo. Me pareció
discreto concluir la conversación de inmediato. El mayordomo me condujo
a la habitación y dormí muy cansado por el viaje.
Al día
siguiente no vi al marqués ni por la mañana ni por la tarde. La
casa parecía abandonada, así que me dediqué a recorrerla
escudriñando sus rincones llenos de pasado. Reparé en la bella mujer
del retrato.
Al llegar la noche, el marqués llegó de muy
buen humor vestido con su ampulosa capa negra. Por un momento me sentí
como el personaje de la novela de Stocker, alojando en la morada del siniestro
príncipe rumano. Erasmo, daba la extraña sensación de hablar
solo, se dirigía a seres imaginarios, indicaciones en voz muy baja al aire,
a veces sonreía. Sin duda, los fantasmas de los cuales me habló
en su carta, pero en ese momento lo atribuí a su excentricidad desmesurada.
Durante
la cena me leyó sus poemas con una emoción que casi se confundía
con la exaltación. Eran versos que parecían nombrar el mundo nuevamente,
su poética era un reloj que se hubiese tragado una campaña de catedral
como diría Maupassant. Mientras describía a una musa protectora,
que como reina de los vientos, lo llevaba en sus brazos por los imperios celestes,
yo observaba a la sobria mujer del retrato y el crepitar de la madera me despertaba
de la ensoñación. Aún conservo en la memoria el verso final:
"eres la soñadora que navega en mis entrañas con un laurel
en la mano".
Un silencio incómodo y otra botella de vino
bastó para saber algo más de la hermosa dama. Erasmo intuía
seguramente que sus versos me evocaban a ella y sin dar explicaciones ni pedírmelas,
me habló como sacando del pecho una confesión hondamente guardada:
-Se
llamaba Trinidad, aunque en ella no sólo vivían tres personas sino
muchas, gran parte de los fantasmas que merodean este castillo habitaban antes
su espíritu como tristes guardianes del olvido. Su belleza era como una
palabra rotunda encerrada en una vasija de greda que cantara su plenitud en todos
los idiomas. Creo que amó a mi padre, ese noble viajero que se bebió
todas las copas y reposó en muchas camas. Yo heredé tanto sus excesos
como la necesidad de justificarlos filosóficamente. Nunca lo conocí,
murió antes que yo naciera. Mi madre hablaba poco de él, pero me
enseñó a percibir los rugidos huracanados del mar, a dialogar con
esos vigilantes de luz que hoy cenan con nosotros, a entender el abecedario de
los labios que se filtra en las noches de vigilia hasta dormirnos… cuando era
niño y caminábamos por la playa, ella me mostraba que en verdad
el viento era un caballo que corría desbocado rumbo al sol, con sus crines
ardientes azotando la veleta del océano. Trinidad era más que tres
razones para ver la luna como una barca de plata que navega hacia el espacio donde
las ideas existen sin réplicas torpes.
La mirada de Erasmo se tornó
muy oscura y el aire algo enrarecido. Prendió un cigarrillo y de pronto,
me observó fijamente:
-Mi madre decía que tras los espejos
vivía el reverso de la realidad, un lugar donde las metáforas pronunciaban
la vida. Por eso cuando las palabras ya no describen la pasión de los enamorados,
los espejos se quiebran, quedan en su lugar fragmentos de un porvenir inacabado,
sombríos seres enamorados de sus églogas befas, mártires
de una religión inútil…
-Por ello tanta mujer pasajera en
su historia personal- interrumpí no sé por qué- en virtud
de la madre se reproduce el esquema paterno, eso es muy común…
-Aparte
de leer novelas, usted practica un tipo de psicoanálisis muy particular
a base de dos botellas de vino- dijo volviendo a ser el tipo ladino e incisivo.
Desvió la mirada hacia el retrato y luego apagó el cigarrillo recién
encendido.
-Ni siquiera es un problema filosófico- continuó
pausadamente- De mi padre sólo heredé un bastón de caoba,
nadie sabe muy bien ni como murió, quizás lo mataron, dicen que
una vez ebrio se ponía muy agresivo. Cuando fui adolescente, mi madre me
dijo que lo amó entrañablemente, tanto, que fecundó en mí
sus fantasmas, los que adquirió tras largos años de travesías,
siguiendo el destino de su propia brújula, besando a todas las mujeres
del globo. Por ello- me dijo- que cuando no esté te cuidarán nuestros
espíritus que circulan por el castillo y cuando salgas de aquí entrarán
en ti, con ellos nombrarás el mundo, serás el espejo viviente de
un alma más perfecta.
El marqués se miró las manos
como buscando en su cuerpo las palabras exactas.
-Así fue, cuando
ella murió la palabra Trinidad dejó de significar tres para transformarse
en espectros, las flores del jardín se oscurecieron, ella retornó
al mundo de los espejos, desde donde se me aparece en sueños. A veces creo
que me acerco a la curvatura del cristal como un llamado que los espectros del
futuro prolongan entre las rocas del mar que tocan este castillo. Beso las bocas
de mis amantes y algo de ellas entra en mí…no es el amor, es una gran mujer
que tiene todos los cuerpos…
En ese momento, Erasmo volvió a mirar
el retrato y luego me dijo:
-Ahora siento que las palabras están
naufragando, ni las pasiones ni los libros me comunican nada. Me acerco al umbral,
al mundo tras el espejo donde encontraré a mi madre en su viaje de luz
y a todas las mujeres que he amado, los fantasmas quedarán aquí,
por siempre, cuidando los recuerdos…
Antes de terminar, el marqués
fue interrumpido por el mayordomo que ingresó al salón para retirar
los platos. Mientras saboreaba el vino, el sirviente me pareció más
ridículo, sus orejas más puntiagudas, sus ademanes más aparatosos.
Apenas se retiró le pregunté:
-¿Ese igual es un fantasma?
Erasmo
de la Gleba se puso serio con suaves rasgos de indignación en el rostro.
Luego de beberse la última copa de golpe, se puso de pie. Estaba profundamente
ofendido por mi comentario, le había sonado como una burla a sus confesiones.
-Espero
que le haya gustado mi casa- dijo poniéndose de pie- Puede quedarse cuanto
quiera, lo que es yo, mañana parto de viaje. Ha sido un placer. Que duerma
bien.
Se retiró con resolución. Yo no atiné a disculparme,
tal vez porque no lo sentía. Permanecí más de una hora sentado
frente al retrato de la mujer que tanto marcó a este edípico marqués.
Al
día siguiente volví a Puerto Peregrino. Algo de su historia me hizo
verlo como un especulador frívolo, sólo hasta el próximo
encuentro entendí que Erasmo de la Gleba era un genuino explorador metafísico
de su entorno, donde los espejos terminaban por quebrarse.
La última
vez que lo vi fue la más importante y ocurrió al cabo de varios
meses. Creo que en esa oportunidad el personaje terminó definiendo al hombre
o, en honor a su tentativa, la literatura acabó imaginando la realidad.
El encuentro se dio en el marco de un Congreso de Escritores en la Universidad
del Abedul, allá en Isla Cívica. Lo avisté en la puerta del
recinto, vestido con un frac que lo hacía ver tan delgado como su bastón
de caoba, me saludó con amabilidad pero algo reticente. Seguramente todavía
un poco molesto.
Lo acompañaba una de las mujeres más atractivas
que he conocido: una muchacha de cutis aceitenado y larga cabellera negra, la
bufanda gruesa que rodeaba su cuello armonizaba con unos ojos grises y lacerantes
que le daban un aire orgulloso y algo fiero, de amante sofisticada capaz de doblegar
al efebo con la dulce tiranía de sus hechizos.
-Estos dos son la
llave y la cerradura- pensé mientras saludaba a esos extraños amantes
que se me antojaban como rivales. Por una coincidencia fantástica la dama
se llamaba Amarilis.
Yo iba con Aníbal Saratoga, que permanecía
a mi lado fumando, distraído a las palabras que intercambiaba con el marqués.
Cuando
vi a los poetas conversar con incierta simpatía, una imagen se forjó
en mi mente, la confrontación de dos artes poéticas. De la Gleba,
refinado y metafísico, con una extraña fe en el lenguaje y ese aire
de justiciero impenitente que me hacía relacionarlo con un personaje de
Sue. A su lado, Aníbal con su viejo abrigo negro, la mirada turbia, el
tabaco cayendo como una gota de alquitrán por la comisura de los labios
y esa eterna desconfianza en las palabras, toda aquella escritura corrosiva que
era para él, una condena, la incapacidad de comunicar cabalmente el rostro
de su espíritu. La bella Amarilis observaba silenciosa tapándose
el rostro con su larga bufanda de invierno que era como el velo de Salomé.
Durante
los días del Congreso casi no hablé con ninguno de ellos. Pero ya
existían elementos que me parecían sospechosos; vi a Erasmo un día
bebiendo una copa con Amarilis en el bar que se encuentra cerca de la Universidad.
El marqués apreciaba sus sonrisas como perlas que hubiera rescatado del
océano buceando entre olas furiosas. Dos días después encontré
a la misma muchacha, cruzando el puente del brazo de Aníbal, la mirada
del poeta era desorbitada, así que di por sentado que mi viejo amigo había
caído en las redes de esta mujer invernal que profesaba el credo de Venus
cubriéndose la cara, como una sacerdotisa, cuando la pasión tiene
un ligero barniz de felonía.
La joven se dibujó en mi mente
como la personificación de la poesía, era la amante caprichosa que
encandiló a Paris y Menelao, desencadenando la guerra entre los hombres,
Amarilis era la carne del vocablo, el adjetivo de la sublimidad, ese en el cual
Erasmo creía devotamente y que Aníbal desdeñaba pero del
que no se podía desprender. -A ti, muchacha insondable te han escrito desde
hace siglos todos los bardos de la tierra- me dije.
El desenlace no pudo
ser más elocuente. Aníbal apareció por mi departamento al
cabo de tres semanas, durante una mañana. El cabello revuelto, los párpados
caídos y la palidez cadavérica delataban noches de excesos, las
huellas de su alcoholismo torrencial, acaso su única religión.
Le
dije que desayunara conmigo.
-Llevo tres días perdido en su cuerpo-
me dijo mientras tomaba café con mano temblorosa- Creo que Amarilis preexiste
a la belleza, ni siquiera la poesía me ha restituido estos delirios que
ahora me nublan.
Me narró algo compulsivamente su idilio. La joven
se convirtió en amante de ambos. A ella le daba igual, a Aníbal
también, pero a Erasmo no, al parecer hería el sentimiento de posesión
que son el espejo donde se reflejan sus fantasmas. Para mí era un problema
de vanidad pero mi opinión no tenía relevancia en ese momento.
-Hoy
en la mañana, el marqués de la Gleba me emplazó a un duelo
de pistolas en el parque de las Almenas, al anochecer- comentó Aníbal
como dejando caer una piedra- Cada uno llevará un ministro de fe, quiero
que seas el mío.
Traté de convencerlo para que se olvidara
del asunto y dejara las cosas como están, le insistí que no valía
la pena jugarse el pellejo por esa gorgona siniestra y desenfrenada.
-Ni
siquiera es por ello- contestó mirando el suelo- Es por mí. Ahora
tengo una certeza, la posibilidad de amar que me han arrebatado las palabras.
Entonces
supe que era inútil convencerlo, esas razones siempre han sido sagradas
para Aníbal, porque confirmaban el sentido del fracaso que es, en el fondo,
como su niñez.
Así fue que aquella noche de cielo todavía
algo crepuscular, acompañé al poeta Saratoga como en un extraño
ritual. Al otro lado del parque se insinuaban entre los árboles, las siluetas
del marqués junto a su criado con rostro de duende. La imagen encapotada
de Erasmo de pronto desenvainaba su pistola como uno de los espectros que continuamente
evocó. Un viento fresco corría moviendo las hojas secas como una
cortina otoñal y fúnebre.
De pronto entre las acacias, con
su ropa de invierno golpeada por el viento, apareció una nueva figura,
era la mujer que se disputaban en duelo y su paso, en medio de ellos, retenía
los gatillos y recreaba el cuadro como esas viejas películas mudas con
olor a muerte. Sí, porque la poesía también tiene algo de
muerte, ya que es en sí, la aniquilación de lo prosaico que llevan
los días en la grupa del tiempo.
Observó a Erasmo con la
mirada extendida y felina, como su bufanda que flameaba. Se arregló la
boina y caminó hacia Aníbal para abrazarlo y reposar en su hombro.
Vimos como él y su siervo se perdían entre los árboles y
todo quedaba en silencio.
El disparo se escuchó en medio del parque
como un chasquido seco que se perdía en un eco de sonido regular, sin resonancia.
Corrimos hacia el lugar.
Tirado en la yerba estaba el marqués ensagrentado
y pese a todo, su expresión era serena. A su lado lloraba el mayordomo
con un sollozo pueril que es la forma como los seres diáfanos y sencillos
despiden a los que quieren.
Aníbal y la muchacha continuaban abrazados.
En ese instante sentí que los fantasmas del marqués realmente lo
habitaban, pero que no soportó vivir con la certeza del amor que se pierde
sin remedio en la noche de la vida. Con él, también moría
una forma de ver la poesía, el bardo que merodea en las sombras nombrando
el mundo con palabras, para dejar en su lugar al poeta de las noches infinitas,
al recipiente donde cabe todo el fracaso del mundo.
-Ojalá marqués-
me dije frente al cadáver a manera de despedida- que encuentres a Trinidad,
que en el fondo era como todas tus amantes.
Desde entonces cuando me veo
en el espejo, siento que el noble enamorado de las palabras, reside en ese mundo
reflectante de su alma, en el cristal donde se juntaban sus quimeras. El mundo
habitado por adjetivos que se plasman en los labios de sus posesas, la ruptura
de los tristes espejos o la bala que ingresó por su boca para concluir
su peregrinaje por la vida.