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EL BASILISCO.



Óscar Barrientos Bradasic


“¿Has visto cómo la locomotora
con sus cascos de hierro forjado
acomete por la campiña
resoplando junto al lago a través de sus ollares de hierro?”
SERGEI ESENIN.


I

Tuve que viajar desde Puerto Peregrino a Terión para asistir a unas tertulias literarias en homenaje a Blaise Cendrars organizadas por el Sindicato de Escritores.

Me habían mencionado que desde el pináculo de la inmensa carretera que trepa esa sierra, separando ambas ciudades, se puede observar Puerto Peregrino en todo su esplendor con sus torres afiladas y las pétreas iglesias de recio granate, como si fuera una pequeña maqueta de la infancia oculta en una esfera de cristal.

Aunque en realidad, el trayecto me suscitaba otro atractivo. Desde ese mismo lugar, se alcanza a observar en el punto muerto donde la ciudad termina antes de perderse en el océano, los campos de Voltana, donde habitan viejos cabreros en rudimentarias chozas de leyenda. Se dice que son una vieja estirpe de campesinos poetas que proclaman sus baladas y sortilegios huyendo de la ciudad que se expande, refugiados entre los pastos y las playas pedregosas.

Algunos hablan que estos zagales salidos casi intactos de los versos de Garcilaso, aún conservan el mito como explicación manifiesta de la realidad. Son, en el fondo, parte de una leyenda que se comenta hace años en Puerto Peregrino.

En todo caso, argumentos tentadores para completar algunos apuntes en mis gastados cuadernos.

Un buen amigo se ofreció a llevarme en automóvil hasta Terión. Este amable compañero, aparte de su calidez manifiesta, resultó ser excelente guía por la inmensidad de la carretera y un tipo muy entendido en la historia y geografía de la accidentada región.

Le pedí que nos detuviéramos en el punto más alto de la escarpada para observar por unos instantes la ciudad de Puerto Peregrino en lontananza. En ese sector de la costa, casi no circulan vehículos, sólo pasa el ferry ocasionalmente, cuando viaja rumbo a Calibán.

En efecto, el paisaje sobrepasaba mis espectativas. Desde la cumbre que comunica a la boca occidental del estrecho se veía Puerto Peregrino con incisiva nitidez. Ahí estaba la ciudad portuaria entre los graznidos de las gaviotas y el mar, con su puente de verdoso metal abriendo el lecho del río aún con el sabor de la sal, más allá los altos edificios y su casco histórico de afiladas construcciones.
Posados en la rústica baranda, me indicó la zona donde habitan los cabreros, acaso sobrevivientes de las desmesuradas églogas de Virgilio. En medio de la yerba frondosa que se extinguía al pie de los roqueríos, simulando inmensas hoyas de granito, no era difícil imaginarse a esos espíritus vagabundos, arreando las estrellas, elaborando parábolas para explicar la transmigración de las almas o la naturaleza del relámpago.

Mi compañero de viaje me explicó que visten unos gruesos jubones de cuero y que rara vez se dejan ver por seres ajenos a sus costumbres, como nosotros, por eso me advirtió que no me hiciera grandes ilusiones.

-Poseen una mitología angustiosa- mencionó- un raro bestiario para caracterizar los temperamentos del paisaje.

Ahí me dijo que para ellos el viento norte era un caballo de tres cabezas que soplaba con furia sobre sus rebaños, y la tristeza, una holoturia carmesí que merodeaba las orillas de la isla. De ahí la opción por habitar el seno de la montaña y huir del mar, fuente de la desesperación y el naufragio.
Allí, los lejanos pastores de la montaña se comunican con un sonoro idioma de silbidos entre el eco de los acantilados y los abismos marinos.

-Hay mucha charlatanería en todo lo que se dice- concluyó- Son solamente criadores de cabras que se repliegan al páramo huyendo de la civilización.

A pesar de que el dibujo de la ciudad aun matizado con el estridente ruido de los muelles inspiraba de manera rotunda, yo reparé más tiempo en la ribera que daba a esos campos de imaginería silvestre.

Ya nos disponíamos a volver al vehículo cuando mis ojos se fijaron en una silueta puntuda que se insinuaba en el agua con dificultad, presentando un girar perezoso y desvaído. Llamé a mi amigo que ya estaba dentro del automóvil y a lo lejos vimos una rara composición alegórica.

Acomodándose en una de las radas naturales que bordean los pastos indómitos había una larga embarcación de madera, similar a una gran canoa o más bien a una urca. Lo que más sorprendía del falucho aquel, es que en la popa poseía una suerte de molino de viento que oficiaba como cabina de babor a estribor. De esta manera, las aspas hacían de velamen, moviendo los brazos en delicado diálogo con los vientos contrarios.

Controlando el precario sistema de navegación se veía una figura encapotada de tosco sombrero, apenas nítido en la distancia, mientras la embarcación arrastraba su pesado navegar de tiburón anciano y desdentado que busca un sitio donde encallar.

Había tal resabio de justicia poética en el pequeño navío, una férrea voluntad de persistir en la ensoñación y el cantar de gesta, a pesar del ensordecedor soplido de los elementos. –Qué personaje ideó- me pregunté -esa gastada réplica de pretérita literatura, apelando a una arboladura que conjugaba la personalidad del viento y el océano.

Sin ni siquiera preguntar a mi interlocutor, aclaró sin inmutarse:
-Ah, ese es un ermitaño loco que vive con los cabreros- dijo- Navega las estribaciones en ese barquito que tiene forma de molino. Todavía no sé cómo no se hunde con estos vientos que pasan por los cerros.

Me sugirió que continuáramos el camino ante mi expresión atontada del navío con aspas.

El vehículo tomó la carretera que lleva a Terión. En el camino le pregunté más datos sobre este tipo y su nave dantesca. Mi amigo respondió que era todo lo que sabía.

-Nicromistus, – enmendó luego una larga pausa- se hace llamar Nicromistus.

II

Algunos años después me encontraba en medio de la algarabía general, cantando viejas canciones de falsa marinería en uno de los bares aledaños al puerto. Mis amigos me presentaron a un tipo de modales afectados y tirante sonrisa que respondía al nombre de Javier.

Luego de largas y complejas digresiones sobre el origen egipcio de la cerveza y sus innumerables efectos en variados terrenos del comportamiento, entré más en confianza con este delgado hombrecillo que parecía uno de los falsos devotos de Moliere. Cuando las baladas bucaneras comenzaron a desaparecer entre las brumas de la embriaguez, Javier me confesó que había leído mi libro de relatos sobre Puerto Peregrino.

A veces poco verosímiles – me comentó con cierta cautela.

Cuando me preguntó a flor de lengua qué estaba escribiendo, le contesté que escribía un nuevo libro de cuentos, pero que el paso de los días, me impedían ultimar el proyecto. Para ello necesitaba estar más sosegado, revisar viejas notas y alejarme un tiempo de ese calamar huguesco que me atrapa en las noches de bohemia como ésta.

-Quédese en mi casa de campo el tiempo que quiera- dijo como si intuyera el origen de mi alivio – es agreste y pequeña, pero podrá encontrarse consigo mismo o por lo menos con sus personajes, ahí, en la inmensidad del páramo.

Había en esa invitación generosa, una honestidad básica pero concluyente que me sorprendió hasta el agrado. Posteriormente, me dijo que la pequeña vivienda era una herencia de su difunto suegro y que pasa sin habitar casi todo el tiempo. Cuando se refirió – en líneas gruesas- a su ubicación geográfica, lo interrumpí de inmediato:

¿Esa casa queda cerca de donde viven los cabreros?

Sí – respondió sonriendo con su pequeña mueca – En pleno páramo, a menos de un kilómetro de la costa.

No pude hacer menos que relatarle mi antigua fijación por esos zagales hirsutos salidos de las Geórgicas, alimentando con ello una antigua inquietud. De la misma manera, le mencioné que años atrás había visto a esa suerte de navegante cervantino izando sus aspas antes de atracar en la ensenada, como una imagen robada a mansalva de mis remotas lecturas del Siglo de Oro e instalada en ese presente tan cercano, posado en la débil baranda que mira el acantilado.

El anciano y desquiciado Nicromistus – dijo Javier reiterando ese nombre que me sonaba a nigromante de algún romancero de Roncesvalles- Él y los cabreros son gente pacífica. Ese viejo loco se dedica todo el tiempo a acondicionar ese molino de viento que él llama embarcación.

No dio más detalles sobre aquel ficcionauta apenas tocado por el ruinoso andar de nuestros días e indiferente a las inclemencias del viento. Simplemente me reiteró que cuando quisiera descansar tenía la pequeña cabaña a mi entera disposición, que esa tropa de campesinos y el mentado Nicromistus se presentarían a saludarme como si yo fuese un huésped en sus tierras y luego se esfumarían.

El viejo loco se cree una especie de monarca del páramo- concluyó desestimando el asunto –No le haga caso y ya está.

Hasta ahí permaneció este coloquio salido desde un incierto recoveco de la noche y todo continuó con sus cantos dionisíacos y sus jubilosos alcoholes.

Sin embargo, acepté la invitación de Javier y al cabo de una semana me llevó en su camioneta hasta el límite transitable de la huella. Desde ahí caminamos por los altos pastizales durante casi tres horas para llegar a la austera cabaña. Estaba húmeda y con latente olor a encierro y moho.
Convino en que me esperaría en la ruta dentro de un mes, si para ese entonces deseaba regresar a Puerto Peregrino.

Apenas se cerró la puerta instalé mi poca ropa, un par de libros, encendí el fuego y me dispuse a revisar mis cuadernos al calor de un café. El inicio del otoño me aguardaba.

Con la dulce lentitud de los crepúsculos escribí durante horas como reconciliándome con un viejo ritual de creación de la soledad. Son recuerdos lánguidos y cuando releo estas líneas, todavía advierto en ellas, el sonido del mar y la leña crepitando, recordándome con su azote, el perpetuo el castigo del fuego al recio lomo del árbol.

Cuando salía a recorrer los alrededores de la casa, una viento otoñal me abofeteaba el rostro con orgullo, las deidades del viento me recordaban que yo era un habitante de esa ciudad vieja y melancólica, ahora inmerso en los imperios de un corazón insondable, entre las voces del bosque y sus árboles de pocas hojas.

Incluso los recuerdos de Puerto Peregrino solían diluirse, salvo el paso del ferry cada cierto tiempo y su chimenea humeante que se extinguía en el horizonte.

La advertencia de Javier resultó siendo verdadera, pues lentamente comenzaron a aparecer en forma furtiva, los cabreros. Al principio merodeaban la casa con rostro temeroso y se escondían apenas los divisaba. Eran seres hirsutos y tristes, sus viejos jubones y toscos cayados me hacían relacionarlos con parias o más bien con rostros de ultratumba.

A los pocos días, mi presencia les resultaba absolutamente indiferente e incluso arreaban sus cabras a pocos metros de la casa, aunque siempre sin dirigirme la palabra. Todo era parte de un riguroso ceremonial del que luego me enteraría.

Se trataba del umbral para un encuentro inevitable.

Aquella noche llovía torrencialmente, cuando unos golpes en la puerta interrumpieron el sueño en que había caído casi sin darme cuenta. En cuanto abrí la puerta se presentó ante mí, un personaje de complexión ligera y ruda manta de Castilla por donde estilaba el agua. Una estampa altiva donde conjugaban la lluvia y las sombras propias de un vagabundo solemne.

-Soy Nicromistus, señor absoluto de estos pastizales- dijo con voz opaca.

Ante tales palabras, me pareció absurdo presentar mis pobres credenciales y opté más bien por invitarlo a entrar.

Ingresó a la casa con una cautela que rayaba en vehemencia ridícula, tanteando las viejas paredes de madera como si auscultara un espíritu maligno amparado entre las vigas, todo esto, muy vinculado a lo que me comentaron de este hombre perdido en el insondable sueño de la locura.
Cuando la lumbre iluminó su rostro pude apreciar con más latencia, sus impávidos ojos grises y la barba de candado, entrecana, casi amarilla. Curioso era, este buen Nicromistus, una fusión entre juglar provenzal y personaje de Goya.

Pocos seres he conocido que representaran, de forma tan enérgica, un himno a la transfiguración, una suerte de bufón lúgubre celebrando con las criaturas afiebradas de su propio ensueño.

Mientras le servía el café y nos disponíamos a beberlo cerca del fogón, se quitó el ancho sombrero y observándome con una mirada que parecía interminable me preguntó a boca de jarro:

-¿Se quedará mucho tiempo en este lugar?

Le respondí que escribía un libro y que ansiaba terminarlo pronto, en medio de la rudeza del paisaje y la tranquilidad de esta cabaña. También le hice hincapié que me habían advertido su reticencia con los hombres ajenos al páramo. A pesar de ello, le señalé que mi presencia pasaría desapercibida.
Mis palabras no consiguieron, como pensaba, el efecto esperado.

-¿Es usted de la ciudad? – interrogó como si no hubiese oído nada de lo que dije.
-Sí, vivo caso todo el tiempo ahí.
-Yo también viví en ese lugar – respondió desviando la mirada hacia los leños ardientes – Pero las furias no me dejaban en paz.

Apenas nombró a esos seres por primera vez, sentí la tentación de preguntarle por ello, ya que intuía un vínculo con la disparatada mitología de los cabreros. No obstante, preferí callar.

De ahí, Nicromistus en calidad de supremo tetrarca del páramo paso a leerme una cartilla de descontento o dicho de otra manera, una verdadera declaración de soberanía:

-Permanezca el tiempo que quiera en estos pastizales, pero le ruego que no intervenga en las actividades de mis hombres. Este lugar está santificado por deidades cordiales y queremos que siga así. Si necesita algo, estaré en la rada, reparando mi embarcación.

Le dije –imagino que por franca curiosidad- que mis conocimientos de navegación son extremadamente básicos, pero que la belleza del molino braceando en la boca del océano me había conmovido por su certero sentido de la belleza. Si no tenía inconveniente podía colaborar en su trabajo.

Contradictoriamente a su hostilidad inicial, esbozó una vaga sonrisa, aceptando de buena gana mi ofrecimiento, seguramente conmovido por mis elogios al pequeño navío.

Antes de retirarse, ya casi cuando abría la puerta, le hice una pregunta que lo detuvo de golpe:
-¿Qué significa Nicromistus?
-Es el nombre con que las furias me bautizaron- respondió con voz impaciente antes de marcharse.

Ese fue el origen de una incierta amistad con Nicromistus, si es que amistad puede llamarse a ese intercambio de palabras fugaces entre dos seres fundidos en locuras distintas.

A estas alturas creo que Nicromistus era algo más que el orate ya oxidado por el largo sueño de la angustia. Su estampa inconfundible de fabulador trágico lo vinculaba más a los dominios de la distorsionada fantasía, justo cuando la quimera comienza a confundirse con la apoteosis. De ahí, ese contumaz ímpetu de seguir apostando al infinito.

Del escaso tiempo que compartimos palabras, siempre me intrigó la expresión enérgica de su figura encapotada en medio de ese páramo sombrío, y la lealtad irrestricta de sus súbditos, los cabreros, a quienes se dirigía con mandatos silenciosos, casi eran palabras al oído.

Desde la ventana de la cabaña pude ver en más de una oportunidad como presidía junto a ellos largas reuniones alrededor de una fogata, donde Nicromistus representaba al gobernador de un mural bizantino, explicando con enfáticos ademanes quizás qué disparatadas indagaciones sobre el ataque de las furias, sus implacables perseguidoras.

No pocos días de ocio, colaboré con Nicromistus reparando la embarcación. En efecto, las aspas del molino al girar activaban una suerte de timón giratorio, asimilando los golpes de viento mientras la proa se abría paso entre las aguas.

Digo esto, con propiedad porque le ayudé acondicionando una de las aspas. Aquellas tardes, permanecíamos en silencio gran parte del día y entrada la noche me retiraba a la cabaña.

-Debe tener cuidado- recalcaba mientras yo pulía la madera – Para reparar esta vieja embarcación se requiere ser un escultor, no un armador.

Nicromistus jamás se interesó en mis problemas. Estaba tan inmerso en las divagaciones de una gran batalla con seres extraordinarios que para él revoloteaban aún en el páramo, con las alas cargadas de barro y hedor. En su perfil convivía el bárbaro de la antigüedad con la máscara de la noche, ambas intactas a la luz que sostiene los bordes del mundo.

Algo en su locura conmovía. Creo que eran sus extrañas parábolas sobre la contienda épica del hombre contra la sordidez del abismo, esos seres de silueta cenicienta que alguna vez me describió como las voces que le susurraban pensamientos enfermizos en los empedrados de la ciudad y que sólo en el páramo se materializaron. Allí los enfrentó con sortilegios, liberando a los cabreros del embrujo.

Sí – pensaba mientras escuchaba esas historias – es cierto que los dragones sólo existen en los poemas, pero ese aserto nos redime de la sorpresa, aunque sea por un instante.

Eso lo corroboré aquella vez en que terminaba de remendar con tirantes harapos de lona el aspa del navío. Elogió con su silencio mi afanoso espíritu y me ofreció navegar las estribaciones de la costa, en su barco de velamen circular.

Mientras surcábamos evadiendo las olas un tanto inquietas, observaba con imperturbable fijación los árboles casi desnudos, como si viese una nueva revelación, los puntos de referencia de una travesía donde la barca giratoria encarna todas las batallas del hombre por derrotar las catástrofes, por imponerle al oleaje los mares de las novelas.

En ese instante, controlando el precario timón en la cabina, le pregunté cómo se originó esta idea tan ajena a cualquier línea de navegación conocida.

Nicromistus me respondió apelando a un misterio elaborado en quizás qué interminables noches de vigilia, un aprovechamiento urgente de la paradoja, denominando a su navío como una “eternidad provisional”:

- Alguna vez me enteré que cuando se funde un barco con un molino de viento se restituye en pleno océano, una remota bitácora de héroes altivos que desafiaron la insurrección de los elementos con su propia melancolía. Así, entre las aspas y la proa funciona algo parecido a la derrota de la muerte. La muerte son las furias. Como bien comprenderá soy el único sobreviviente de esa estirpe.

Al parecer, mi pregunta activó secretas evocaciones de un hallazgo pasado, modificando un mito enorme, hondamente guardado en el corazón del libertador metafísico de los pastores.

Se acercó a la ventana de la cabina con expresión alucinada y me explicó algo de ese bestiario infame de furias y monstruos de leyenda, que acaso intentaba corregir la deformidad de los sueños y ordenarlos en un suplicio soportable.

Oculto en esa nube gris está cautiva una mariposa velluda que combatí hace mucho tiempo. Revoloteaba entre los acantilados eclipsando los silbidos de los cabreros. El bichejo de fuertes colores predicaba a mis hombres insanas moralejas sobre la fugacidad de sus vidas. Muchos de ellos se despeñaron en los barrancos no pudiendo soportar esa verdad, cabras y cabreros caían de las alturas atontados por la palabra de ese demonio enviado por las furias. Entonces tallé una lanza en mi barco y embestí a la mariposa mientras bebía agua en las orillas. Está ahora en esa nube.
Nicromistus apuntó esta vez a los roqueríos, a un punto donde las aguas se apreciaban turbulentas y prosiguió hablando con orgullo que no pudo disimular:

- Y bajo esos bancos de piedra está el cadáver de un gato salvaje como si fuese una medalla destruida. Este animal de bello pelaje fue enviado por las furias para decirles a mis hermanos, que yo era un impostor, que conmigo vendría la hambruna y el descontento. Todas las noches cenaba las mejores cabras de los rebaños en un siniestro banquete con las furias. Tallé una nueva lanza y lo asesiné en un duelo similar a una fatalidad.

Permanecí silencioso ante esas historias fabulosas que a su vez engranaban con las tentaciones de otras locuras, obstinadas en proseguir un diálogo de iniciados, el misterio de callados pastores que explicaban su memoria con una cosmovisión afiebrada y delirante.

-Ahora, el gran problema es el basilisco – dijo Nicromistus interrumpiendo mis reflexiones.
Ahí, me habló que de un tiempo a esta parte, los cabreros sufren horrorosas pesadillas, desde entonces las cabras no dan leche y las criaturas del páramo están sobresaltadas. De repente, en estiradas tardes de solaz, una serpiente marina de lento reptar, pasa por las aguas escupiendo fuego como un volcán que anida en el vientre del ocaso, un ofidio gigantesco que perpetra las radas con torpe batir de aletas, arrojando fuego por boca y narices.

III

Ahora que reviso mi cuaderno de composición, he llegado a creer que alguna vez – en otoño- la épica se llamó Nicromistus, al menos en la soledad de estos pastizales. Qué es lo épica sino un emplazamiento a la cordura y la fundación de una nobleza guerrera en el corazón de una pregunta jamás resuelta.

El héroe que derrotaba a los heraldos de las furias y traducía a los cabreros esos mandatos inexorables, instalaba también en el bosque espíritus protectores, vestidos con la toga solemne de un emperador desterrado por la noche. Nicromistus era para mí un griotts, esa genuina raza de fabuladores que narraban cuentos de genios malévolos y doncellas desenfrenadas como actores ambulantes.

De vez en cuando, algún cabrero solía intercambiar palabras conmigo mientras yo merodeaba el páramo y más de uno me anunció, con patente veneración, que Nicromistus se preparaba para enfrentar al basilisco. Su desafío era ensartar el corazón de la serpiente en una pica de madera, un duelo de esplendor sumergido en medio de las aguas.

La última vez que hablé con Nicromistus me dijo que los cuervos marinos que sobrevolaban el páramo era emisarios de las furias y que la contienda se acercaba.

Entonces, mi buen amigo, entró en un período de mutismo profundo, cercano al resentimiento de un animal herido. Las cuatro o cinco veces que lo vi –luego de ese diálogo - me trató con una cordialidad lejana. Durante algunas tardes pude verlo sacando punta a una larga lanza de madera, con la mirada perdida en una obsesión lacerante y corrosiva.

Acaso la locura cedió al transe y las reuniones para complotar con bestias mitológicas al pie de la fogata se hicieron frecuentes.

En ese minuto supe que tanto los cabreros como Nicromistus me consideraban uno de ellos. Pero yo me sentía ajeno, mis cuadernos buscaban la ciudad con aquellas lunas andrajosas y sus bares enclavados en las ruinas de la madrugada.

Como estaba acordado empaqué mis cosas, no sin antes recorrer el páramo por última vez, no sé si melancólico o desilusionado. Vi a los pastores arreando sus cabras y a Nicromistus en la distancia, sorteando los vientos en su embarcación, como un arcano desleído que el tiempo y las circunstancias desdeñaban.

Descendí hacia la ruta donde me esperaba Javier con cierto gesto de impaciencia. Ya en el vehículo me preguntó sobre mi libro, sobre mi experiencia durante estas semanas. Salí del paso con respuestas anodinas y breves; los pastizales, los cabreros convertidos en guerreros de una causa infinita y el emperador del páramo ya eran parte de un recuerdo que gravitaría en mis recuerdos como un otoño desnudando su cuerpo al viento, como un cuento eternamente inconcluso.

IV.

Así fue como transcurrió una rutina de citadino impenitente que retornó de su viaje al páramo, convencido que el heroísmo es una ensoñación fraguada por la locura, al menos para los merodeadores en la vacua maquinaria de una ciudad que no amerita célebres conquistas ni más próceres que los anónimos inmortales de las estatuas. No obstante, algunas circunstancias se encargaron de hacer ciertos ajustes con mi apresurada visión.

Dos meses después de ese retiro que quiso ser contemplativo, viajé a Calibán para presentar el libro de un amigo, oficio preocupante cuando no se acaban de terminar los propios.

El hecho es que me disponía a un viaje de cuatro horas en ferry, contemplando la costa y el páramo que habité hace no tanto. El vapor ingresó en las aguas con perezoso rugir de bielas hasta tomar un rumbo más expedito, naturalmente a mar abierto.

En la cubierta del ferry me dispuse a contemplar el ancho espectáculo del océano. Escuchaba, sin proponérmelo, a una pareja que estaba a mi lado, elogiando la belleza del paisaje en una tarde de fina y amenazante garúa. En menos de una hora rodeábamos las riberas de los pastizales.
Sentí algo cercano a la nostalgia cuando el ferry pasó cerca de los roqueríos dejando tras sí, esa enorme estela de humo que observaba desde la cabaña.

De pronto, como la primera vez, toda la tripulación reparó en el molino de viento que braceaba a lo lejos como el lento rotar de los planetas olvidados, un viento huracanado golpeaba sus aspas con fuerza. –El viejo y loco Nicromistus- pensé emulando a mis otros interlocutores.

La pareja comentaba con sorpresa ese prodigio del ingenio en medio de aquel estrecho azul y siempre a punto de cambiar de humor. Inútil relatarles mi experiencia con los cabreros y su mesiánico líder, de cómo enmendé con un gran harapo aquella aspa que rodaba.

La figura encapotada se veía apenas nítida en la lluvia que empezaba a arremolinarse sospechosamente.

Todos advertíamos su inquietante cercanía. La quilla de madera se abría paso con creciente velocidad no muy lejos de la proa del ferry; giró gracias a las aspas, apenas conteniendo el oleaje que ondulaba en sentido contrario.

Luego el vaivén de la urca estiró su velamen frente a nosotros y comenzó a rodar con furia, dirigiendo el timón rumbo al ferry. Los pasajeros comenzaron a inquietarse, la pareja que estaba a mi lado, decía que qué le pasaba a ese loco de mierda haciendo esas maniobras suicidas y yo estaba frente a un encuentro que hubiese querido evitar, cuando muere el cantar de gesta, dejando en su lugar una breve caricatura.

Lo último que alcancé a ver fue el rostro encendido de Nicromistus con el sombrero calado y la lanza en alto, atacando directo al mascarón del ferry.

El crujir de las maderas se sintió como el quiebre de una rama seca, los pasajeros de agolpaban en la baranda para ver los trozos de la pequeña embarcación y comentar estúpidamente el accidente. Luego de dos horas de búsqueda no encontraron nada, sólo los pedazos del molino flotando en las aguas.

Un sinsabor recorría mi boca, como si hubiese bebido una copa de vinagre, una tristeza circulaba por mi pecho como un animal rabioso. A quién explicarle los motivos del naufragio, las historias del héroe caído frente al páramo y sus fantasmas, a qué dios convocar esa tarde.

Nicromistus tenía razón .

El molino y el navío, esas son las dos luchas del hombre.

El molino modela la siembra y se transfigura en mitología cuando la realidad deja de ser obvia. El navío, restituye la travesía y despista la brújula del navegante para recordarle su viejo pacto con las estrellas. Estas dos batallas –quizás- constituyen un sino.

Cómo iba yo a saber que la proeza quijotesca es el inicio de la derrota total, que la embarcación de Nicromistus era también El triunfo de la muerte de Brueguel, que todos los cantares de gesta acaban comidos por las hélices de un mensajero de las furias cuyos motores avanzan como si inauguraran el mundo de nuevo.

Me encerré en el camarote furioso.

Al poco tiempo, atracaba el ferry en el inmenso puerto de Calibán. El lento andar de los barcos y las pesadas maquinarias, el sonido industrial de sus grúas y el ronco aullido de las chimeneas me devolvían a un presente de irremediable necedad.

Descendí con mi equipaje de siempre, mis cuadernos bajo el brazo y una honda derrota, sólo el recuerdo de un otoño que se extinguía en la arenga resquebrajada del bosque.

Entre esos astilleros, empecé a distinguir un espíritu furioso e insolente, no había otoño, no había épica, no había nada.

 

 


OSCAR BARRIENTOS BRADASIC (1974) Se tituló de Profesor de Castellano en la Universidad Austral de Chile. En la misma casa de Estudios obtuvo un Magíster en Filología mención Literatura Hispánica. Posteriormente cursó un Doctorado en Educación en la Universidad de Salamanca (España).

En Valdivia perteneció al Grupo Mangosta y trabajó en la creación y difusión de la revista de literatura “Ciudad Circular”.

Ha editado dos libros de narrativa: La ira y la abundancia (Mosquito Editores, Colección de narrativa la Casa Invertida, Santiago, 1998) y El diccionario de las veletas y otros relatos portuarios (Cuarto Propio, Santiago, 2003),el libro de poesía Égloga de los cántaros sucios (El Kultrún, Valdivia, 2004) y Cuentos para murciélagos tristes (Cuarto Propio, 2004).

Es merecedor de diversos reconocimientos, entre los que cabe destacar el Premio María Cristina Ursic de poesía (1988), La beca de creación literaria del Fondo del Libro y la Lectura (2002 y 2004), El Premio Municipal de la Ilustre Municipalidad de Valdivia “Fernando Santiván” (1998) y la mención honrosa del mismo premio el año 2002.

Ha publicado monografías en Chile y el extranjero. De la misma manera ha presentado su trabajo en España y Argentina. Algunos de sus textos fueron traducidos al francés, alemán y croata.
En la actualidad es director de la Agrupación de Letras Patagonia Escrita.

 
 

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