La
muerte siempre está
Por
Orlando Mazeyra Guillén
A
María Jesús, mi abuela
Todos
los domingos, después de la misa de once en La Merced, íbamos a
visitarla encaramados en el viejo Chevrolet guinda; y yo me ofuscaba corroborando,
una vez más, lo mismo de siempre: la abuela ya no veía. Nuestros
gestos lastimeros eran recurrentes al rodear su lecho y servían para ratificar
que algo (que no tenía nada que ver con sus ojos) no andaba bien, que algo
(que todavía no comprendíamos con cabalidad) fallaba… y seguiría
fallando.
Yo no sabía si la culpa era de ella, de Dios o simplemente
del Mundo; pero hacía años que la Mamá María vivía
–o, mejor dicho, moría– envuelta en un hatajo de tinieblas. El simple hecho
de ponerme en su
lugar me producía un pánico atroz que, antes de invitarme al vértigo,
provocaba escalofríos por toda mi esmirriada humanidad. Sólo había
una forma de reponerse de esa sensación: abrir bien los ojos, someterlos
a la luz hasta sentirlos plenos y en perfecto estado, correr hacia la huerta y
pensar que el próximo domingo todo iba a ser distinto.
Como para
ella los rostros, luz y los colores se habían convertido en un tema ajeno
–al que sólo podían asistir sus recuerdos más no sus ojos–,
ya no podía sorprender a mi hermana desapareciendo varios libros de su
descuidada biblioteca, o exhumando esa vieja correspondencia mantenida por décadas
con su hijo Elisbán (un médico endocrino al que sólo le bastó
hacer su vida en Madrid para ser considerado el orgullo familiar). Quedaron atrás
las tardes dominicales en que ella me descubría subiendo a hurtadillas
al segundo piso del viejo departamento trasero para matar arañas mientras
rescataba de cajas polvorientas fotos, prendas, diplomas y cualquier otra antigualla
que me llevara a los días en que mi madre era una niña despreocupada
como yo.
La abuela ya no veía y por eso Augusto y yo podíamos
robar a discreción todas las ciruelas y papayas que estuvieran al alcance.
La huerta nos pertenecía y en cierto sentido nos alegraba que la abuela
estuviese ciega porque todos sabemos que cuando llevamos a cabo actividades ligadas
con la mala conciencia, quisiéramos que nadie nos vea (o, siendo prácticos,
desearíamos que todos fueran ciegos como la Mamá María).
–Dile al Señor que determine de mí –le decía a mi
mamá, con una resignación que se apoderaba toda de la pieza–. Y
cuando ya no esté, no te olvides de traerle siempre algo al Lucas.
Lucas era otro de sus hijos (o sea, uno de mis tíos). Se había vuelto
loco antes de que yo naciera. Una vez escuché una historia al respecto.
Al parecer, en alguna lejana noche veraniega en donde el trago y el exceso se
apoderan de la carne y de los actos, su amigo Pablo quiso o llegó a abusar
de él en algún recodo de El Conto, una de las tantas playas de los
alrededores del balneario de Mejía. Mamá me dijo que, cuando su
esquizofrenia recién germinaba, él se levantaba en las noches y
miraba cosas extrañas, desde alimañas hasta personas, hablaba solo
o con los focos de la cocina… algo que había pasado en El Conto lo atormentaba
y lo embrutecía. A mí nunca me inspiró temor, todo lo contrario,
me agradaba escucharlo hablar de sus aventuras con la Miss Perú, sus partidos
con Garrincha en el estadio de Umacollo, sus charlas con el mismísimo Napoleón
o de las exorbitantes cantidades de dinero que tenía que girar a diario
a España para que su hermano Elisbán le enviara dos cosas: buscapinas
para la Mamá María, y cigarrillos Premier para él (si no
eran Premier los tiraba al suelo y los aplastaba como si se tratase de escarabajos).
La Mamá María ya se había acostumbrado a convivir
con la locura de uno de sus hijos. Así como también supo soportar
la muerte de otro de sus vástagos. "Había sido golpeada por
la vida", como solía decir mi papá, y no se equivocaba: ¡Qué
mayor golpe que perder el sentido de la vista! Yo, sin dudarlo, prefiero la muerte
a la ceguera. A veces pienso que ella también la prefería pero…
no podía morir tranquila porque pensaba mucho en el tío Lucas y
en su indefensión ante el mundo.
No hizo mal la abuela porque hoy
mi tío Lucas vive en la absoluta soledad. Una chica le cocina cualquier
bodrio y lo adormece con pastillas e inyecciones. Nadie sabe de él, quizá
nunca tuvo hermanos (y tampoco dientes)… si me pongo en su lugar pienso que sería
genial estar loco… para no ver la realidad o para verla con otros ojos.
***
Y la abuela nunca más volvió a ver el mundo porque el mundo está
mal hecho (o quien lo hizo fue tan humano que, intentando hacerlo,
lo hizo mal). Cuando la vi muerta deseé estar ciega, pues en ella pude
ver por primera vez a la Muerte (antes sólo había visto al abuelo
muerto; pero, para mí, el papá Augusto era otro muerto: su
desaparición no me afectaba en lo más mínimo, y la muerte
seguía siendo otra, foránea e inasible); cuando besé
su frente –todavía tibia– comprendí que la muerte nunca es buena:
es fría y oscura, es invierno eterno que entumece músculos y es,
también, aura ponzoñosa que, en realidad, nos mata a todos.
–Y
pensar que ésta fue casa de grandes parrilladas y de enormes jaranas –me
dice mi papá tratando de recordar los buenos fines de semana en casa de
la abuela–. Desde que murió la señora María no viene nadie:
ya no hay ciruelas ni papayas, ya no hay vida… no hay esperanza.
Mi tío
Lucas sale de su habitación: hiede y tiene una traza impresentable, parece
que lleva varios días sin lavarse ni cambiarse de ropa. Su vientre ha crecido
mucho y su melena también. La habitación no sólo la utiliza
para dormir, ahí también hace sus necesidades y algunas de sus locuras.
"Si la Mamá María te viera", pienso y cierro los
ojos: vuelvo adonde vuelvo siempre cuando quiero volver… y jugando a perderme
me pierdo entre la huerta. Las ortigas ya no me hieren (y si me hieren lo hacen
mal), ahora puedo alcanzar hasta la ciruela más furtiva y el papayal más
erguido. Nada me duele porque nada siento... quizá estoy muerto… o estoy
soñando, pero me gusta esta suerte de sediciosa ingravidez que desvanece
mis sentidos.
–Vengan mañana –nos dice el tío Lucas–. Mi
mamá está de viaje. Le acabo de girar un cheque para que se compre
sus buscapinas y me traiga cigarros.
–¿Le mandaste mil millones?
–pregunta mi papá como para seguirle la corriente.
–¡Estás
tú loco! –exclama mientras trata de hacer cuentas–. Eso no alcanza para
nada: le he mandado cien mil millones.
"Cien mil millones", pienso,
"me hacen falta cien mil millones de años para comprender a la muerte.
Le temo como a nada le temeré jamás".
–Le temes porque
estás ciego –siento que me susurra la Mamá María–. Date cuenta:
estás tan ciego que ya ni me ves.
–¡Te veo, ya te puedo ver!
–le respondo alelado–. ¿Acaso estoy muerto?
–¿Te importa
la muerte?
–Ya no…
–Entonces no estás muerto: estás
empezando a vivir.
–Después de todo esto mi vida ya no será
la misma –le advertí.
–Mi muerte tampoco –concluyó. Y, por
un instante eterno, saboreamos la Verdad como nadie nunca antes lo había
hecho.
Luego viene lo que, por pudor, no debería contar: terminé
de redactar el cuento. Mientras imprimía las tres cuartillas todo volvió
a la normalidad… y el mundo –con el cáncer terminal de pulmón que
todavía ignoran el tío Lucas y sus incondicionales cigarrillos Premier–
volvió a ser tan pedestre como el soplido que por las noches siento en
la nuca… No es mi abuela, lo sé, es la muerte que siempre está al
pendiente.
Cerro Colorado
Primavera
de 2006
ORLANDO
MAZEYRA GUILLÉN
http://orlandomazeyra.blogspot.com/