BUSCO UN RETAZO
DE FELICIDAD EN LA HOJA EN BLANCO (*)
Orlando
Mazeyra Guillén
Texto leído
en la presentación de mi primer libro: URGENTE: NECESITO UN RETAZO
DE FELICIDAD
(Bizarro Ediciones, Lima, 2007)
www.retazodefelicidad.blogspot.com
Miércoles siete de marzo, cuatro de la tarde. El sol vespertino que
intenta burlar a las persianas de la habitación, me hace recordar
que en Lima me espera mi primer libro que acaba de salir de la imprenta.
Miro el calendario y me sacudo de la modorra laboral. Pienso en silencio:
mañana, ocho de marzo, tengo que presentar mi libro en un local miraflorino
que jamás he pisado y que tengo miedo de pisar… sí, tengo miedo… el
maldito miedo escénico se apodera de mí, lo noto en la palma de
mis manos que empiezan a humedecerse y lo percibo, también, en el
latido de mi corazón que, infatigable, empieza a galopar sin mi consentimiento.
Y es que nunca he presentado un libro, jamás me he dirigido a un
público, a una sala atestada de gente que me presta atención, nunca
en mi vida he podido decirle a nadie: “TOMA, ESTA ES MI OBRA, LÉELA
Y ESPERO QUE TE GUSTE”.
Ahora mi libro ya es una realidad, y caigo en la cuenta de que no
he preparado nada, ningún texto, ninguna idea.
Tengo, de una vez, que preparar algo… por eso, y a pesar de que empieza
a sonar el teléfono de la oficina, decido alejarme de todo y de todos,
liberarme de un agobio llamado "trabajo": empiezo cerrando el messenger
y, de inmediato, siento que pierdo ese halo de omnipresencia que me
permite chatear con toda la familia: con Karen que ya lleva varios
años viviendo en Estrasburgo (la principal ciudad alsaciana del este
de Francia); con María Ursula que, desde hace poco, radica en Alcossebre
(un acogedor pueblito costero de Castellón, España); y con mi madre
que me espera con las maletas listas en Cerro Colorado (el tradicional
distrito arequipeño en donde vivo y en donde vivieron –y murieron–
mis abuelos)… Ahora que cierro el Messenger vuelvo a sentirme estafado,
engañado; quizá el messenger es, también, una buena ficción, como
esas novelas totales que te hacen creer que estás con todos (y en
todos lados), cuando, en realidad, estás solo… panorámicamente solo
(como diría el genial Ernesto Sábato). El Messenger ha desaparecido
(y mis contactos también). Pero todavía me quedan ventanas… ventanas
y más ventanas (una agazapada detrás de la otra): me desconecto de
la base de datos y, luego, cierro el Excel y guardo todas las modificaciones
que hice en los formularios y reportes. Dejo de lado las hojas de
cálculo, el Oracle y el SQL, la maldita cotidianeidad del día a día
marcado por aquello que Vargas Llosa llama "la rutina embrutecedora".
Por si todavía alguno no se dio cuenta, les aviso que soy programador
de sistemas. El día en que me jodí como Zavalita, decidí abrazar la
Ingeniería Informática ("la carrera del momento", le decían los despistados).
Jugué a convertirme en ingeniero de sistemas sin saber que me estaba
condenando a estar atado de por vida a un monitor que aniquila a mis
ojos... y a un teclado que magulla a mis dedos. Con el ordenador llevo
una relación tirante, novelesca: amor-odio. Cuando trabajo, la computadora
se convierte en rutina, algoritmos, y aburrimiento (y yo me convierto
en un autómata, y respondo a reflejos condicionados como el perro
de Pavlov); pero, cuando quiero ¡ESCRIBIR!, todo cambia. Cierro todas
las ventanas, abro el WORD y, a continuación, escribo la primera sentencia
que se me venga a la cabeza.
¿Y qué voy a escribir ahora? ¿Cuál es la primera oración que me
llama en esta tarde y me invita a escribir? Una muy simple, escuchen:
"La vida es un paréntesis entre dos nadas". Esta frase me pertenece,
aunque debo confesarles que yo no tuve el placer e inventarla. " La
vida es un paréntesis entre dos nadas" Insisto: la frase me pertenece
tanto como los siguiente títulos: La Tregua, Réquiem con tostadas
o La muerte es una joda. La primera, una hermosa novela disfrazada
de diario personal; los otros, un par de cuentos tan inolvidables
que me persiguen entresueños.
En suma: tres historias que me pertenecen sin ser necesariamente yo
el autor de las mismas. Estoy seguro de que todos los presentes entienden
lo que trato de decir y no necesitan que los adormezca con mayores
explicaciones, porque los libros que nos marcan para siempre, son
aquellos que nos dan un paréntesis entre dos vidas: una anterior (previa
a la lectura), y una distinta, posterior a ese peligroso punto final
de la ficción de turno que nos regresa al mundo real. El paréntesis
se abre cuando una ficción te absorbe tanto que te sumerge en las
páginas y te confunde entre los personajes: tú, el lector de turno:
sientes que te desdoblas en cada párrafo, te difuminas en cada diálogo,
te expandes en cada descripción. Estás dentro de un paréntesis atemporal
y eres una catarata de sucesos que ignoras pero que te afectan… te
afectan tanto como a mí me afecto el descubrir a la muerte, y verla
cara a cara, en el cadáver de mi abuela. Y es que cuando yo era niño
todo era simétrico, perfecto. Mi inocencia me hacía pensar que que
Dios grande, inmenso, y mis padres inmortales (aunque la palabra "inmortales"
sea, en este caso, poco afortunada; mi padres no podían ser inmortales,
simplemente eran ¡ELLOS!, vigorosos, lúcidos y eternos… porque la
muerte no existía...
Yo tendría unos diez años. Era sábado por la noche y mis padres
se habían ido a una fiesta (el matrimonio de una prima, creo). Nosotros,
sus cuatros hijos los esperábamos viendo juntos un programa televisivo
que siempre nos atrapaba: “MISTERIOS SIN RESOLVER”.
La historia de esa noche, hablaba de dos esposos que salieron de
su casa a una fiesta, pero que, lástima, algo les pasó y nunca más
volvieron, desaparecieron, y días después los encontraron muertos.
En ese instante, yo miré a mi hermano menor y le pregunté: ¿eso les
puede pasar a mis papás? No me respondió, no hacía falta: la realidad
ya me había pegado un cachetazo contundente: Dios ya no me parecía
tan GRANDE y mis padres ya no eran eternos... yo tampoco... la vida
era una estafa, un sueño frustrado, maniatado, postergado, apagado…
la muerte se había inoculado para siempre en mi estadio espiritual.
Y le tememos a la muerte porque amamos el vivir. "Hoy me gusta
la vida mucho menos, pero siempre me gusta vivir", lo dice Vallejo
en el arranque de un poema que termina así:
Me gustará vivir siempre, así fuese de barriga,
porque, como iba diciendo y lo repito,
¡tánta vida y jamás! ¡Y tántos años,
y siempre, mucho siempre, siempre, siempre!
Creo que es el temor a la muerte lo que, de manera determinante,
me ha lanzado a la escritura. Yo, al igual que el maestro Onetti,
cuando era todavía un muchacho tuve un descubrimiento terrible; descubrí
que todas las personas que yo quería iban a morirse algún día, de
esa impresión no me he repuesto todavía, no me repondré nunca. Por
suerte, ahora puedo abrir el primer ejemplar de mi libro, que salió
hace pocos días de la imprenta, y en esas páginas encuentro -más que
frases elaboradas o historias memorables- una victoria simbólica:
mi revancha ante la muerte... mi primera revancha, porque, sin duda,
vendrán más. Puedo morirme mañana pero quedarán mis historias, invictas,
esperando ansiosas a un lector que talvez no llegue... pero si llega
le habré ganado otra vez a la muerte. Lo que trato de decir es algo
que ya dijo en alguna ocasión Reinaldo Arenas: la muerte siempre ha
estado muy cerca de mí; ha sido siempre para mí una compañera tan
fiel, que a veces lamento morirme solamente porque entonces talvez
la muerte me abandone para siempre. Y si les hablo de Arenas, también
tendría que hablarles de Sábato y El Túnel, Loayza y Otras Tardes,
Ribeyro y La Palabra del Mudo, Benedetti y La Tregua, Coetzee y sus
memorias, Camus y El extranjero; y un largo etcétera que termina en
mi libro y que comienza a partir de él. No he leído a muchos, tampoco
a pocos. Como lector me inicié con algo corto del Gabo de Aracataca
y con una novela de Oswaldo Reynoso. Con "El coronel no tiene quién
le escriba" descubrí que la mierda -hablo de esa palabra y de su significado-
puede convertirse en un final memorable, y con Reynoso empecé a dudar
de Dios y también de lo que me decía mi madre acerca del sexo y del
placer. No fue una experiencia muy grata el convencerme de que En
octubre no hay milagros...pero, por suerte, sí hay orgasmos... y,
si uno quiere, no sólo en octubre, sino todo el año.
Aunque en mis cuentos no se note -o quizá sí- creo que soy más hijo
de El Rosquita de LOS INOCENTES que de el Zavalita de CONVERSACIÓN
EN LA CATEDRAL; pero la literatura de Mario Vargas Llosa me ha nutrido
de un manera tan determinante que, para mí, no tiene parangón en mi
panteón literario privado. Nunca voy a olvidar el día en que me enfrasqué,
por primera vez, en la voraz lectura de un mastodonte vargasllosiano:
"El pez en el agua", recuerdo que las páginas se agotaban irremisiblemente,
pero las coincidencias crecían. Y llega un momento en que la admiración
se agiganta tanto que se transmuta en un desbocado afán de peregrina
emulación. Alberto Fuguet dice que él cree en las obras que le hicieron
tener fe, que le hicieron creer que él también podía, que no estaba
solo, que allá alguien afuera se parecía a él. Bueno pues, resumo
todo en una oración: si hay alguien en el mundo que me hizo creer
que yo también podía, ése es, sin duda alguna, Mario Vargas Llosa.
La vida es un paréntesis entre dos nadas, la frase se la escuché a
otro Mario: Benedetti. Y, ahora, antes de cerrar este paréntesis que
es la presentación de mi libro, y antes de volver a la rutina, quiero
recordarles que hace 30 años ese genio del que les hablo logró lo
que yo no puedo: encandilar a un auditorio. El Primer premio internacional
Rómulo Gallegos ya tenía dueño: un escribidor arequipeño nacido en
el Boulevard Parra había convencido a un jurado con una obra maestra
cuyos personajes, a mí, me cambiaron la vida: cómo olvidar a la Chunga,
a don Anselmo, a Lituma y los Inconquistables. LA CASA VERDE es una
obra maestra con la que Varguitas ya alcanzó la meta: venció a la
muerte. Yo, como autor, sueño con que alguna vez alguna de mis historias
pueda escarapelar la piel de mis lectores, estremecerlos hasta el
pánico, porque cada vez que recuerdo ese instante, me descompongo:
Lituma, el buen Lituma, luego de retornar a su terruño, quería saber
qué fue de su amada Bonifacia; y su amigo Josefino, después de algunas
rondas de pisco, tomó valor y le espetó la –al menos para mí– insoportable
noticia: “Se ha hecho puta, hermano. Está en La Casa Verde”.
Juro que a mí me dolió más que a Lituma, tanto así que creí no poder
soportar lo que vendría de allí en más: solté el libro, me paseé,
dando vueltas, por mi habitación y congestioné mi mente con probables
desenlaces. Luego de pensar y repensar, lo supe: tenía que continuar
con la lectura, porque no quedaba otra... ahora sé que tengo que terminar
y no me queda otra. Cierro el paréntesis, y, en su ausencia, le doy
las gracias Oswaldo Reynoso, gracias a él por hacerme creer que tengo
una pizca de talento. Para él son estas historias que antes que mías
son de Kelinda, la única persona que confió en mí y que me cambió
la vida (y me la sigue cambiando).
Y, desde luego, gracias a todos los presentes por darme esta oportunidad
de confesarles de que lo único que he aprendido –que estoy aprendiendo-
a hacer más o menos bien, es buscar un retazo de felicidad en la hoja
en blanco.
MUCHAS GRACIAS.