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Algunos apuntes sobre

“URGENTE: NECESITO UN RETAZO DE FELICIDAD”
de Orlando Mazeyra Guillén

Por Erick Tejada Sánchez (*)


Hace ya varias décadas, algún audaz poeta adosó una severa advertencia entre las métricas páginas de su obra mayor, padeciendo quizá, aún con optimismo, las agonías del mundo contemporáneo. Aquel –a todas luces– ignorado letrero decía tajantemente: “SE PROHÍBE ESTAR TRISTE”.

Ya entre nosotros, otro aviso, acaso de la misma especie, es el que preside desde la tapa esta colección de cuentos ensamblada por Orlando Mazeyra Guillén; uno que dice: “URGENTE: NECESITO UN RETAZO DE FELICIDAD”. Este llamado impaciente, podría ser tranquilamente, el coro de las multitudes de todos los tiempos, y así, podría ser también el hilo de continuidad de las historias escogidas para esta compilación.

Estas lecturas, que discurren entre lo cotidiano y lo recurrente (la soledad, el cuerpo, el amor, la locura, la muerte, la violencia, lo absurdo, la “primera vez”…), acusan casi siempre un ritmo sereno, tensionado sólo a veces por el contrapunto de una prosa exacta y una trama obscena.

Los profusos discursos introspectivos de personajes y narradores, recrean esa facultad que, según han dicho los sociólogos optimistas, distingue a la modernidad tardía: la reflexividad, esto es, la capacidad de los individuos de posicionarse crítica y reflexivamente frente a las instituciones, frente a las totalidades heredadas de la modernidad. Para los menos complacientes, a los que personalmente me suscribo, se trata simplemente del reino postmoderno de la incertidumbre.

Con todo, en estas historias se ensayan caminos hacia la felicidad que, como ha dicho Alfredo Bryce, “no es más que la condición natural ‘óptima’ de nuestro ser terrenal”. O bien, en su defecto, se testimonia su ausencia. Así, por ejemplo, una puta que se llamará Infancia puede ser un buen pretexto para intentar ser feliz cuando no se es más un infante; mientras que un ojo izquierdo trastornado y vidente, evoca sin filtros visiones tan íntimas y tan ajenas, que resultan graciosamente tormentosas.

Las ficciones de Orlando Mazeyra Guillén, como él mismo sugiere con el epígrafe que toma de Ernesto Sábato, brotan de un mundo defectuoso e imperfecto. La postmodernidad es, pues, un tiempo definido no por lo que es, sino por lo que ha dejado de ser, y donde, como ya se ha dicho, lo único que se da por descontado, es decir, las únicas certezas, son la inseguridad y la incertidumbre.

Así, uno puede encontrarse con una hija con sobrepeso para los cánones estéticos dominantes del occidente, a la que Mazeyra hace balbucear entre sus malestares anímicos el discurso postmoderno del cuerpo como el último reducto de la libertad y de la agencia humana. Nótese la paradoja, subrayada por Zygmunt Bauman, donde la libertad supuestamente conquistada por la humanidad en nuestros días, sólo puede redundar en la angustiante sensación de impotencia para modificar nuestro entorno. Así, la preocupación obsesiva por la gordura, y a fin de cuentas el cuerpo, es, como ha explicado este gran pensador contemporáneo, uno de los últimos recursos de la autonomía individual sobre una de esas parcelas del sufrimiento producidas por la condición postmoderna, a través de la cual se canaliza el terror por la desprotección y la disolución del sentido de comunidad y de lo público. Se trata pues, de la privatización también de los miedos, lo que hace imposible enfrentarlos colectivamente.

De manera tal, que en medio de esta orfandad, y tal como indica Bryce, el amor se convierte en el último refugio del sentimiento de pertenencia de hombres y mujeres; de ahí la extraordinaria importancia que, hoy por hoy, la pasión amorosa reviste. Mazeyra también así lo ha fabulado, y por eso uno de sus personajes “sufre en silencio; canta sintiendo que, por culpa de ella, la soledad está adherida a todo su ser”. Y, cuando en el penúltimo párrafo del cuento, el personaje se deshace irreversiblemente de los que mensajes de la mujer que lo desdeña, por lo que llega a sentirse “victorioso, pero también desolado”, Mazeyra ilustra con sutileza esa trágica secuencia, en donde la aflicción de saberse aislado y de correr a solas con las alegrías y las penas, es el correlato inevitable del éxito individualista, de la individualidad privatizada.

En “Ella siempre está”, el cuarto relato de la colección –si es que uno lee el libro como “rollo chino”, “del principio al final, como niño bueno–, Mazeyra nos sujeta a la lectura con un lenguaje amable, elegante y profundo a la vez. La ceguera temida y aborrecida de una abuela al inicio, deja de serlo cuando quien narra descubre la omnipotencia creativa de sólo cerrar los ojos. La sosegada y pacífica belleza de estos párrafos demanda ser contemplada con el propio sentido, por lo que me limitaré a decir que en el diálogo postrero entre la fallecida y el narrador, en el altísimo suceso del “instante eterno” en que ellos saborearon “ la Verdad como nadie nunca antes lo había hecho”, estalla, en opinión de este prescindible comentarista, el momento culminante del primer libro que Mazeyra nos entrega. Lo anacrónico del pasaje –recuérdese que la verdad y lo verdadero son rasgos de un tiempo fenecido– le aporta, inmejorablemente, solemnidad a este estadio cumbre de la prosa de Mazeyra.

“Todo comenzó en la Universidad ” es el cuento más extenso de la antología, y es también la pieza que más de sociología incorpora en el discurso literario. En esta narración cadenciosa y proporcionada, escrita con el lenguaje preciso para neutralizar quizá la perversidad de sus tópicos, es posible toparse con la peruanidad que nunca fue más que añicos, retazos inconexos de un proyecto fallido. La obscenidad del racismo es contada con la naturalidad con la que aquí es vivida, y a continuación enerva y apasiona al lector. Mazeyra logra su explícito propósito de llevarnos hasta el final de la historia, dejando en el camino bellezas de catálogos, hijitos de papá, bravatas oligárquicas y regionalismos insulsos en clave de humor negro; el poema “La ciudad de los extremos” es un divertido manifiesto postbelaundista del arequipeñismo menguante. Y para el veloz remate, se precipitan una Barbie cornuda, un negro degollado, un arequipeño sodomita, un inmigrante horrorizado y un antihéroe que al final se queda con la mujer.

Orlando Mazeyra Guillén ha dado cuenta en este libro de una vocación suya irrenunciable, cuya determinación puede percibirse con nitidez en la quinta lectura que aquí nos alcanza: “Escribes”, que es, de pronto, un involuntario manifiesto de su propio temperamento. El autor ha creado, ha vivido y ha hecho vivir con categoría esas “vidas alternas” que atribuye a uno de sus personajes, esas realidades paralelas que desde la literatura, el cine o la música es posible inventar para el consuelo del mundo y el alivio de los mortales. La irrupción creadora de Mazeyra ha dejado ya secuelas memorables, y le toca ahora imponerse a la fugacidad de una época que se empeña en hacer perecible y comercial a la virtud. De la resolución de esta historia estaremos al pendiente.

 

* * *

(*) Erick Tejada Sánchez es estudiante de la Escuela Profesional de Sociología de la Universidad Nacional de San Agustín de Arequipa. Fundador de la Revista de Política y Cultura ESPERGESIA. Obtuvo el segundo premio en la Bienal Nacional de Cuento Mario Vargas Llosa 2003 y, también, el Tercer Premio del Concurso Beca BID América Latina 2005.

 

 

 

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