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Todo comenzó en mi habitación
Cuentos

Orlando Mazeyra Guillén

 

 

HARTAZGO

"¡Estamos hartos de ti!", me dice mi mamá pateando enfurecida la mesa de noche. Su arrebato contrasta con la irritante obsecuencia de mi padre que, aturdido, me mira sin mirarme, me insulta sin hablar… me acusa sin señalar. A ambos les quiero y les comprendo; lo único que no comprendo es mi muerte: ¡quisiera decirles que yo también estoy harto de estar muerto!

 

AFICIÓN

Me gusta disecar penes... es una lástima que ahora le toque a papá.

 

LA TALEGA

Ese anciano de mirada perdida siempre camina arrastrando una pesada talega color cereza. Los cuentistas del vecindario dicen que adentro lleva tres enormes espejos. Dos de ellos ya están rotos: el primero lo rompió cuando descubrió su primera arruga; y el segundo fue a parar al suelo cuando contempló su primera cana. El tercer espejo sigue intacto… algunos arguyen que su avanzada ceguera le impide dar cuenta del último espejo. Yo creo que se romperá cuando el viejo esté cara a cara con la Muerte.

 

DISPAROS AL AIRE

Mis historias son como los actos cotidianos de mi vida misma: disparos al aire. Erráticos y vanos, confusos, sin motivo ni razón aparentes. Con arranques impetuosos (estruendosos), y con finales mudos, huecos y vacíos… como esta historia.


 

TODO COMENZÓ EN MI HABITACIÓN:

La 'historia secreta' de mi primera ficción

"Desde que escribí mi primer cuento me han preguntado si lo que escribía 'era
verdad'. Aunque mis respuestas satisfacen a veces a los curiosos, a mí me queda
rondando, cada vez que contesto a esa pregunta, no importa cuán sincero sea, la
incómoda sensación de haber dicho algo que nunca da en el blanco ."

Mario Vargas Llosa, La verdad de las mentiras.


El título de mi primer relato indica certeramente que "Todo comenzó en la Universidad...", pero, en realidad, todo comenzó en mi habitación.

Ya lo tenía muy claro. Sabía que quería contar una historia que girara en torno a un tema que siempre me ha asediado: el racismo; esto me iba a dar pie para, de paso, intentar abordar –someramente, si se quiere– discriminaciones de otras índoles.

Durante mis primeras tentativas ficcionales (quiero decir, cuando empecé a fantasear), se presentó ante mí un, hasta ese momento, inalterable recuerdo de la primaria. Para ser más exactos, se dibujó en mi mente la figura de mi tutor del cuarto grado de primaria. Era un hombre menudo de inconfundibles rasgos andinos, y, acerca de él, algunos de mis condiscípulos, hacían comentarios tan furtivos como racistas: "¡Es un cholazo!". "Es un queso". "Se parece a esos cargadores de La Parada... sí, esos que mascan coca todo el día".

Fue, como ya dije, una evocación totalmente espontánea. Pero fue, también, la primera vez que, sin darme cuenta, convoqué a uno de los 'demonios' de mi infancia. El exorcismo se proyectó en el papel cuando empecé a escribir oraciones que sólo buscaban una cosa: liberarme de él (aunque, infelizmente, todo quedó en el intento; porque siento que cuando uno se vale de las palabras para elaborar conjuros contra los 'espíritus malignos' que nos acechan; éstos, en vez de alejarse para darnos algo de sosiego, hacen todo lo contrario: crecen, se expanden y envuelven toda la atmósfera creativa... cada quien juzgue, con total libertad, si ésto es positivo o negativo para el narrador).

¿Por qué quería liberarme de ese señor al que no veía (ni veo) hace una punta de años? Porque, honestamente, fue el profesor que más odié durante toda mi vida escolar. Nunca podré olvidar el día en que, por haber yo realizado sin éxito una adición delante del Director de Estudios del colegio –el Hermano Vicente–, me levantó en peso tomándome de las orejas para posteriormente –y con la ayuda de su grueso cinto de cuero– darme una ejemplar zurra ante la atónita mirada de todos mis compañeros. Mientras se alejaba algo satisfecho y me dejaba empapado en lágrimas (y con ambas orejas encendidas como un par de antorchas) en una esquina del aula, yo lo miraba con un odio indecible. Lo odié con la fibra más íntima de mi ser, le deseé todas las desventuras que el ser humano más pérfido del planeta le puede desear a su peor enemigo. Gracias a él pude darle vida a un personaje fundamental del relato. Y gracias a él también pude tomar la decisión de que el parto del caos en la narración debería tener como protagonistas a un profesor y a un alumno. Ya tenía entonces a dos personajes capitales, pero nada más: lo demás era esa maraña de dudas e indecisiones que casi siempre lo invitan a salir por la puerta falsa: abortar el proyecto. Por esos días, el relato no tenía ni siquiera un título. Todo se resumía a unos cuantos apuntes que, de cuando en cuando, eran distorsionados por las nuevas ideas que llegaban hasta mí, principalmente de dos lugares (que casi siempre se entremezclan y se confunden): mis lecturas y mis recuerdos.

La indecisión se evaporó para siempre cuando terminé de leer un libro memorable: El Túnel. Me levanté de un brinco de mi cama y supe que mi historia estaría embadurnada de sangre (y cierta dosis de locura).

Encendí la computadora, pasé a limpio el borrador y, mientras echaba a volar mi imaginación, la sangre, el amor, las sodomizaciones, los temores, los amagos de locura y el largo etcétera que traté de inocularle a mi relato, se presentaron ante mí y se convirtieron en palabras. Al finalizar el relato sentí una calma interna irreproducible. ¡Por fin! ¡Ya me había deshecho de todos esos personajes que, durante todos los días, se apoderaban de mí! Si no escribía la historia, creo que hubiera llegado a la locura o a algo que se le asemeje bastante. Ya lo había terminado pero no quería que nadie, que no fuera yo, leyera mi relato. Lamentablemente, una amiga de mi clase de Inglés descubrió el manuscrito en las entrañas de mi mochila.

–¿Qué es? –me preguntó algo intrigada.
–Es una historia.
–¿De qué?
–Tendrías que leerla –le dije para evitar dar explicaciones al respecto.
–¿La escribiste tú?
–Sí –le dije de inmediato.
–¿Cómo puedes escribir tanto? –me preguntó luego de contar rápidamente el número de páginas.
–No lo sé. Simplemente lo escribo y ya.
–¿Me lo prestas hasta mañana?

Asentí con la cabeza y ella guardó mi relato dentro de un fólder rosado. Luego empezó a conversar en voz baja con su amiga. Al terminar la clase de Inglés ambas salieron y se sentaron en una banca del campus universitario y empezaron a leer mi relato.

Mi plan era observarlas a hurtadillas, analizar qué gestos hacían mientras leían. ¿Se aburrirían o no? ¿Terminarían de leer el relato? Lamentablemente no pude hacerlo:

–¿Oye, unas chelas en la Taberna de Pepe? –me dijo Lucho y nos fuimos raudamente a tomar unas cervezas heladas.

Al día siguiente, antes del inicio de la clase de inglés, mi amiga se me acercó algo temerosa con el manuscrito entre sus manos. Me miró nerviosamente y me preguntó:

–¿Eso que escribiste es de verdad?
–¿Cómo que de verdad? –le pregunté, escrutando su primera reacción.
–O sea –me dijo y se tomó unos segundos antes de proseguir–: ¿eso te ha pasado a ti?
–¿Tú qué crees?
Agachó la cabeza y se alejó lentamente. Pero su silencio me lo dijo todo.

 



SUSPIRO SURREALISTA

Ayer franqueé ariscos ríos voladores de enardecidas aguas sólidas, y alcancé a auscultar una miríada de cebras violetas con cuernos de unicornio gallego.

En un sendero evanescente, me bramaron un millar de perros sofistas (que, de rato en rato, maullaban como anacondas astrales); y, más luego, me hicieron ceremoniosas venias unos gatos políglotas (que ladraban en silencio como los alacranes marinos del desierto de Atacama).

Arribé, extenuado, a un paraje locuaz en donde olí a nerviosas estatuas de sillar que, movedizas, inhalaban un viento pétreo; y se me aproximaron unos huracanes de olores amargos (y con sabores hirvientes): fui, allí, presa de un kilo de colores transparentes bañados en una oscuridad luminosa que provocó incipientes risas entre almas de hojalata y masas etéreas.

Y, con la ayuda de un tentáculo de alfil londinense, tomé presurosa nota de sucesos inextricables que devendrían en el otoño: Mayorías ricas y minorías pobres, ¡Liberales bermellones y Comunistas anémicos!, ¡Incas que invadirán Madrid y Aztecas que devastarán Barcelona!

Cuando sentí mi propia muerte, un cuervo níveo me masculló entre sollozos turgentes: “La América será para los americanos y no sólo para los de la buhardilla, sólo habrá armas de juguete… y panes de a verdad. Las fronteras serán de cartón y las manos estarán enlazadas...”

Yo, antes de despertar, lamí al cuervo con el ombligo de la oreja de mis caderas, y le dije: “Esto es una patraña, Odiseo: ¡es un suspiro surrealista!”.

 

 

DISCONTINUIDAD EN FEBRERO

A todos ustedes, les confieso una sola cosa: a través de toda mi predecible y exangüe existencia lo único que aprendí a hacer más o menos bien, fue tachar en el almanaque de turno –siempre a la misma hora, once de la noche, adormitado en el descansillo de mi lúgubre vivienda y con la insustituible ayuda de un plumón obscuro– el nuevo día que volvía a malgastar (para variar)... He pasado así años, quinquenios, décadas... He tachado en forma recurrente días tan disímiles como el 6 de enero, el 14 de julio, el 11 de septiembre y el 25 de diciembre. La ceremonia nocturna siempre fue fugaz y, como es válido prever, nunca se presentaron percances ni sobresaltos de laya alguna; pero, hoy, que me encuentro con el número 30 en el extremo superior izquierdo del mes de febrero, presumo que las cosas andan mal. Ignoro si a este almanaque le sobra un día o si esto talvez es una mera ilusión mental mía... He llegado a suponer que, si el 30 de febrero no existe, entonces es válido concluir que yo tampoco soy un ente al que el hombre de a pie pueda llamar ‘viviente’.

Bueno, he optado por lo que podría llamar el mal menor: no atentaré contra mi rito diario, sería como escapar de la rutina (y eso, ¡por Dios!, es lo que nunca he pretendido hacer). Por eso tacharé el 30 de febrero... Pero si mañana no saben de mí, ¡por favor!, eviten inundarse de desenlaces pesimistas, les juro que con mi pesimismo basta y sobra. Por lo demás les ofrezco mis rendidas excusas. Gracias.

 

 


ORLANDO MAZEYRA GUILLÉN (Arequipa, Perú, 1980) Con su primera obra, Todo comenzó en la universidad (Editorial LIBROS EN RED, Buenos Aires, 2005), obtuvo el Primer Premio Nacional Universitario “NICANOR DE LA FUENTE (NIXA)”, organizado por la Universidad Nacional Pedro Ruiz Gallo de Lambayeque, Perú, con el auspicio de la Asamblea Nacional de Rectores de Perú.

Ha publicado colaboraciones (relatos, artículos, ensayos, etcétera) en su página web, en su bitácora personal (blog) y en medios, tanto virtuales como escritos: el diario EL PUEBLO de Arequipa, la Revista de Cultura y Política Espergesia. También ha publicado trabajos en Revistas electrónicas literarias como El Hablador de Lima, Perú; la Biblioteca Virtual “Miguel de Cervantes” de Alicante y la Revista El Parnaso de Granada, estas dos últimas de España.

http://todocomenzoenlauniversidad.blogspot.com

http://orlandomazeyra.blogspot.com/


 

 

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