Cuento del libro Jordproletärerna
(Los proletarios rurales, 1941)
Traducción del sueco: Omar Pérez Santiago
Ivar Lo-Johansson nació en Ösmo
en la región de Södermanland y formó parte de la
formidable generación de los clásicos escritores proletarios
suecos que surgieron en los años 30. Escritores de origen proletario
como Eyvind Jonson, Moa Martinsson, Harry Martinsson, Artur Lundkvist
y Vilhelm Moberg.
Pocas
veces el corazón está tan cerca de estallar de melancolía,
como cuando piso la base cubierta de hierbas de la choza de un peón.
Lo veo a menudo en los bosques suecos. Por la altura del suelo se
puede a veces diferenciar el lugar donde estuvo la vieja e insignificante
choza del peón. No lejos de allí hay algunas piedras
- allí hubo un establo y una caballeriza. En los cuadrados
de allá abajo, en el bosque talado, se puede ver, bajo un bosque
joven, la huella de los que una vez, con sudor y esfuerzo, fueran
sembrados. Se ve también un pedazo de un camino. En los primeros
años de abandono merodeó, quizás, por allí
en la escalera podrida, el gato, ya medio salvaje, buscando leche
en un tarro de anchova. Mas, finalmente, un zorro ha dado cuenta del
gato. Entonces, impulsivamente me dan ganas de mover la hierba seca
de la base de la choza, buscando algo que pueda dar vida a los dormidos
y decirles que los amo, decirles que pueden levantarse y vivir, aunque
sea un día, sin dolor. Dan ganas, conmovido en el fondo del
pecho, que todas esas personas hubiesen sido, alguna vez, felices.
*
En este lugar vivía un peón, llamado Pedro.
Cuando Pedro se iba a casar, le preguntaron respetuosamente:
-Te vas a casar, Pedro, ¿ahora serán dos?
-Algunos niños llegarán también, si todo funciona
como uno piensa.
No llegó ningún niño. La mujer murió cuando
recién habían dejado la servidumbre en el fundo y habían
decidió arrendar un terrenito por cincuenta años. Pedro
vivió solo en el terrenito durante la mayor parte de ese tiempo,
unos cincuenta años.
No lejos de allí, tras unas matas de lila y una manzano cubierto
de musgo, vivía otro campesino, llamado Juan. Entre la colina
de Pedro y la colina de Juan serpenteaba un camino a través
del valle. Si Pedro era viudo, Juan, en cambio, tenía la casa
llena de chiquillos. Pedro preparaba él mismo su comida, amasaba
el pan, pero, a veces, los niños de Juan venían de la
cabaña de Pedro por el camino culebreado con pan amasado tibio
envuelto en un paño recién planchado.
Pedro era analfabeto y no sabía contar dos más dos en
un papel, pero sabía medir en pies cúbicos las vigas
y troncos que transportaba hasta el aserradero de la ciudad, en una
carreta tirada por un toro. Un fiel toro de compañía,
tan fiel que acompañaba a Pedro a visitar a los vecinos. El
toro fue como su mujer. Pedro era un genio de las matemáticas,
tenía una fenomenal memoria para las cifras. El bosque eran
cifras que él media en pies cúbicos. Al final de su
vida llegó al hospicio de pobre G. y allí murió;
su cabaña, que pagó durante cincuenta años, no
valía nada.
Juan tenía una gracia. Lo trabajadores acostumbraban a expresarse
directamente. Juan no. El era rico en palabras, fantasioso, parecía
que se alegraba de la palabra misma, del sonido, del ritmo del habla.
Era un retórico. Su boca era algo más que un canal de
comida y trago.
Un mal año a Juan se le murieron la vaca y el caballo y entonces
sucedió el hecho que más tiempo permaneció grabado
en la memoria del vecino solitario.
La misma noche que sacrificó la vaca, llegó a la cabaña
de Pedro y dijo locuazmente:
-Pedro, empieza a crecer la hierba. Pero ahora la vaca está
muerta. Tendrás pronto un nuevo vecino, Pedro. No tengo nada
más que vender y a los niños nadie los compraría.
Tendrás nuevos vecinos en primavera, Pedro, ahora cuando de
nuevo todo comienza florecer.
Pedro fue hasta la cómoda y sacó las ciento cincuenta
coronas que tenía para pagar en la oficina de cobros el otoño.
Eran varios años de ahorro. Ninguno de los dos sabía
escribir, pero llegaron al acuerdo de que el préstamo se pagaría
en otoño, en caso contrario Pedro perdería su choza
en la que había vivido durante cincuenta años. Pedro
no pagaba directamente al dueño del fundo sino al abogado,
en la oficina de cobranzas. Así era mayor la presión
de la deuda.
Pero, en el otoño Juan estaba aún más pobre que
durante la primavera y no pudo pagar el préstamo a Pedro.
Pedro, el última día de pago, solicitó prórroga,
pero no fue concedida, llevó a la ciudad una carga de vigas
y troncos. Fue a pie todo el camino. Quería ahorrar carga al
toro. El camino era largo, pesado y difícil. A veces se adelantaba
y le colocaba algo en el hocico del toro. Cuando por fin entregó
sus vigas y troncos, se dirigió hacia el horrible lugar, situado
al borde de la ciudad. Era una hacienda de portón ancho. Desde
adentro se oían mugidos y relinchos. Pedro oyó crecer
esos mugidos, eran como una marcha fúnebre sobre la indigencia
y las necesidades del país. Se contuvo. Fue hasta el capataz
del matadero, adivinó exactamente el peso del toro y le entregó
el bozal a otro muchacho.
El toro estaba tranquilo. Adentro había cientos de toros y
caballos. Cuando el muchacho se iba a llevar el toro, Pedro se adelantó,
abrazó el toro y dijo el discurso más largo de su vida:
-Estará bien en el matadero, Brunte. No tendrás que
ir para arriba y para abajo. Gracias por todos los viajes que hemos
hecho juntos. Aquí tienes un poco de trigo molido, el último,
así tendrás gusto a trigo en la boca cuando llegue la
hora.
Sacó un poco de trigo de su bolsillo y sobre el trigo mezclado
cayeron estrellitas de llanto. Luego no deseó ver más.
Recibió el pago y se apresuró en llegar, tan rápido
como pudo, hasta la oficina de cobranza.
Por la tarde, al caer la noche, tiró el mismo su carreta hasta
la choza.
Dos días después, despertó por la mañana
y vio al toro pastar bajo el manzano cerca de la choza. Se tomó
la cabeza. No podía creer lo que veía. Y no fue si no
hasta que el animal vino hasta él y pudo tocarlo que entendía
que el toro realmente vivía.
Al rato apareció Juan por el camino con una sonrisa bajo el
sombrero: estiró la boca, como acostumbraba cuando diría
una arenga:
-Sé lo que has hecho Pedro. Cuando te vi venir tirando la carreta
por la noche, así como se veía, como si la carreta arrastrara
contigo, imaginé que habías vendido el toro para pagar
en la oficina de cobranza. Entonces fui a la oficina del fundo y puse
en movimiento tanto al barón como al inspector. Les dije: ¿cómo
puede vivir un pobre peón sin un tirador? Tú puedes
contar, Pedro, pero fantasear no. Me prestaron dinero con la promesa
de que mis hijos y yo trabajemos en la hacienda de jornaleros. Y cuando
tuve el dinero partí tan rápido como pude a la ciudad.
Por suerte estaba todavía el toro. De cualquier manera habíamos
recibido trabajo en la hacienda. Y si el toro hubiese estado muerto
entonces no sé de qué habría servido la fantasía
y el arte del convencimiento en todo este mundo en que nada cambia...
Llegué tarde anoche a casa No quise evitarte la alegría
de vieras la bestia cuando despertaras, así que la traje y
la solté aquí. ¿Ha aprendido en estos días
los malos hábitos de otras bestias?
El toro pastaba bajo el manzano, en alguna parte allí, donde
ahora sólo quedan unas piedras de lo que fue la base de la
choza.