SOLES
Por Omar Requena
A una señal desconocida se atenuaron las luces y cambió
la música. Era como empezar a mirarlo todo a través
de un cristal enorme y opaco: cuerpos desparramándose aquí,
allá, entremezclados; hombres de cuatro brazos mujeres de seis
piernas y bocas que les brotaban de cualquier parte, y se buscaban
y se mordían con fruición unas a otras. Tacones en mano
me levanté de la alfombra; la melodía, la penumbra y
los martinis estallaron al unísono en mi cerebro. Mareada,
solo atiné a recostarme de una pared. Fue como estar a punto
de andar sobre la plancha pirata
con las manos atadas a la espalda, para nada una sensación
agradable. Tuve miedo. Tuve náuseas también.
Nani se había esfumado después de los videos. No sé,
llega un momento en el cual te cansas y quedas en blanco luego de
tanto mirar esas cosas; incluso pierdes respeto por ese parapeto de
vida más o menos respetable de ciertas personas... los miras
como títeres movidos por una mano ávida y enfermiza.
No obstante eso, Nani y yo formábamos parte del festín...
era la única opción. Buen servicio, discreción,
nos repetían al infinito en la agencia. A Gregorio se le importaba
un pito el atolondramiento de Nani, su primer intento de suicidio
del que la rescaté a tiempo, o mis propios naufragios, mi cada
vez mayor desgano por todo. Próximamente eran sus vacaciones
en Cerdeña y las chicas debían aportar un extra, por
el dinero y porque este paisito era una trampa, una maldita trampa...
Recordarlo siempre a la hora de pensar en los beneficios, y las ventajas
que no existían en ninguna otra parte.
Antes de bajar del taxi, besé a Nani. Era nuestra cábala
para la buena suerte. ¿Dónde estaría? Me había
dicho que incluso el mismísimo Gobernador estaría en
la casa, pero no en compañía femenina precisamente.
Quien lo diría.
Busqué un baño. Tropezaba cuerpos desconocidos en los
rincones, sin rostros ni sexos. Algunos me llamaban directamente al
centro de mi cabeza, podía sentir el cosquilleo en las sienes,
el olor de sus voces trepándose a mis rodillas. Sacudí
las piernas, pero aquello no se iba, y entonces relampaguearon los
flashes. Me sujetaron con fuerza, rasgaron mis ropas y un dedo enorme
se abrió paso por mi sexo no lubricado... Era eso, los soles
visitaban la casona. Ya nunca más sería de noche. "Sonríe,
cariño", me dijeron, "deja que la luz te traspase".
Entonces cerré los ojos para disfrazarme.
VISITA
GUIADA
A Zune Pérez.
A Lenin Márquez.
Al hipotético visitante.
El atavío del calor. Las cinco o seis plazas a medio concurrir.
El gran techo azul, arriba, con nubes gruesas y blancas. Los almendrones,
los tamarindos, los plátanos más abajo. Los inocentes
toques de brisa. El ruido que perfora. Las conversaciones a gritos.
Los saludos obscenos.
Los estudiantes: idénticos, insulsos, casi predestinados. El
otrora Museo de Ciencias Naturales y Productos del Estado, su fachada
muerta. El antiguo reloj de la Iglesia. Los huesos que se entrechocan
bajo la Plaza Bolívar. Los Quiriquires, 1574. Las motocicletas.
Los policías. Las humaredas en verano, es decir, en temporada
seca. Los comejenes que la lluvia desentierra. Francisco Infante.
Garcí González de Silva. Los culos esplendentes de las
morenas. El espíritu que se deshoja en un frasco. La caña
clara. El crack. Francisco Rosete arroja migas de pan al rostro de
las señoronas y luego degüella inocentes en el templo.
Las enormes mariposas. Las cucarachas. José Félix Ribas.
Hay niños mendigando en las panaderías: el obispo Martí
toma nota de ello en su cuaderno negro. Los mosquitos. Los murciélagos.
Las hormigas.
El mediodía yermo. La tarde y su tregua sin nubes. Don Lino
Gallardo. El sudor pegajoso. Los telefoneros. Las salamanquesas. El
olvido. Una culebra deja su fantasmal muda de piel en el alambre,
y llega el miasma del río: vale decir, su alma. La Casona de
Santa Ana. La cerveza, las putas, los hundidos. Os prisioneiros. Las
vendedoras de cosméticos. Los disparos rajando la madrugada.
Las iguanas. El odio: líquido, exacto, definitivo. Las peluqueras.
Los maricones. Las ventas de lotería. El estadium. La inercia.
El pasado. Los simulacros de vida. Dios, bañándose desnudo
en la Cola de Caballo y vigilado de cerca por el Niño Mauricio.
Los libaneses, los sirios, los gallegos, los judíos. El fogonazo
de la muerte, milagro último.
Aquí viven dioses penates, pero duermen tras vitrinas empañadas,
y nichos a punto derrumbarse. Tal vez nunca despierten.
Estimado visitante: se les recuerda no mirar atrás durante
el recorrido. Ya tenemos suficientes estatuas de sal por estos lados.
VALLE
VERDE
A B. K. en donde esté.
1
Carmen vuelve a contarme de su vida en Panamá,
de las calurosas tardes de póquer y vodka helado que servían
criados dominicanos; de su sangre... cóctel sefardí,
portugués y canario; me cuenta del marido libanés y
loco que la persiguió dos años con un cuchillo escondido
en un maletín luego del divorcio porque lo carcomóian
los celos; de la única manera (sensata) en que logró
quitárselo de encima: llevándolo a la cama. Me habla
de amistad, de las tentaciones, del tiempo compartido, del calor,
del lastre que se le deja a la memoria para que no flote, o muestre
apenas su joroba tantas veces manchada por absurdos.
2
El libanés tiene cara de niño dócil
y reconcentrado, no combina con la desenvuelta Carmen que le abraza
desde atrás; una fotografía de hace quince años.
Quince años. Miro mi vaso de whisky sin hielo. Carmen y yo
bebemos desde poco más del mediodía. Bien mirado, ni
tan mala es la combinación del calor con el mareo; tiene su
misticismo. Como ciertos instantes raros, en ciertos días raros.
3
Más fotos movidas... todas, de gente desconocida,
elegantísima, congelada en algún rincón de Key
West o de Miami para siempre. Seres que te hablaban con familiaridad
de los Carnavales de Bahía y de Venecia, con sonrisas bellas
y perfectas. Anfitriones glamorosos que esnifaban cocaína para
aguantar la farra, para vivir momentos de sexo sublime como pasaba
con el doctor Larralde. Aquí está su foto. Un hombre
alto, impecable. A Carmen le brillan los ojos recordando eventos que
no me confía, que se reserva solamente para ella. Yo la entiendo.
Iré por agua a la cocina.
4
Carmen enciende un cigarrillo y le da una larguísima
chupada. Luego toma la foto del doctor y le conversa:
- Eras el hombre más especial, bello y sensible que conocí.
Mi amigo, mi protector, mi confidente. Mi trofeo.
5
Una cosa es cierta; ese último lance con Tribilín
la ha dejado hecha mierda, Carmen ya no cree ni en su propia sombra.
Hundida, se cuelga por horas al teléfono para contarme de los
sueños que tiene con sus ocho gatos. En el último, le
cagaban toda la salita y al ir a levantar aquello, eran pedazos de
oro sólido. Una cosa bellísima, según ella. Le
ha dado por la cartomancia; insiste en leerme el futuro que a la postre,
es solo una palabra para mí.
Futuro, Runas vikingas, terapias de renacimiento, visualizaciones...
libritos de Coelho y de Deepak Chopra con su montón de soluciones
obvias. Si la gente supiera la verdad. Y ese Tribilín es un
tarado que ahora fuma hierba y se deja coger por camioneros; en eso
terminó aquél romance de caricatura. Pero ni una palabra
de esto último a Carmen. No vale la pena. Se decepcionaría.
6
Subí, por la promesa del whisky y la excusa del
cumpleaños a Valle Verde. Carmen quiere que lea cosas de mi
cuaderno de notas, mis "chismes", lo llama cariñosamente.
"Un día te van a sacar del pueblo a pedradas, muchachito".
Yo digo amén y toco madera, ella ríe de buena gana en
mucho rato. Eso nos distrae unas horas del vaho de los álbumes
de fotos. Pero luego vuelve a lo mismo: quiere un relato sobre ella,
desea que hable sobre sus fotos, que sobre todo no la deje disolverse
entre tantos recuerdos que ya no le pertenecen: ahora son de otra
mujer, mucho más joven que la vida zarandea de aquí
para allá, como una polilla ciega. "Porque, ¿sabes?
el futuro... el futuro no existe, Carmen. Porque el dinero... mira,
sin plata no hay futuro, así que no nos preocupemos de eso...
Entonces reinvéntame, coño... te exijo que me reinventes.
Carmen, estás borracha ya. Mira, las lágrimas te están
arruinando el maquillaje".
7
A la cocina de nuevo, mi whisky necesita hielo. Es de
noche. Si lloviera, refrescaría un poco del calor aquí
dentro, que ya se ha vuelto insoportable.
Carmen pregunta desde la salita si continúa siendo una mujer
hermosa. Abro el grifo del lavaplatos y dejo que el ruido del agua
coloque un razonable paréntesis. Hay que hacer algunas consideraciones,
medir las palabras. Sopesarlas.
8
A ver... yo solo pienso en acabar la botella y pedir un taxi para
marcharme. No sé, de pronto se me ocurre una respuesta que
no le haga daño. O quizá sea mejor responderle con sinceridad.
(Julio-2005.)
OMAR ALFONSO REQUENA MEDINA: venezolano,
nació en Caracas en 1972. Ha cursado estudios de Derecho y
Artes Visuales en la misma ciudad. Actualmente cursa estudios de Periodismo
en la U.B.V. (Universidad Bolivariana de Venezuela) Participó
como oyente en talleres de poesía en el Centro de Estudios
Latinoamericanos Rómulo Gallegos (C.E.L.A.R.G.)
Tiene inéditos un volumen de poesía, "Fuegos Cualquiera",
y una selección de piezas cortas para teatro, "Las Siete
Noches".
omarrequena@yahoo.es
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