La
Mala Memoria
Heberto
Padilla
(Extracto)
Alrededor de las cinco
de la mañana sentía que la puerta volvía a
abrirse. Álvarez y un oficial para mí desconocido
estaban en el pasillo fuertemente iluminado.
-Vamos a recoger tu
ropa, que el médico nos está esperando en el hospital.
Me
quité el uniforme en el mismo sitio donde me lo habían
entregado y un policía me trajo la ropa. Acompañado
por los dos oficiales crucé nuevamente el pasillo hasta que
llegamos a la oficina en que aquella mañana del 20 de Marzo
me pidieron que entregara todo cuanto llevaba encima. El policía
me dio un sobre sellado y me pidió que lo abriera. Allí
estaban las llaves de mi casa, algunas monedas sueltas. No faltaba
nada. Luego me dijo que firmara un recibo como constancia de la
devolución y salí a la calle con los dos oficiales.
Entramos en el mismo automóvil que me condujo por primera
vez al hospital. Íbamos en dirección a Marianao, a
la primera luz del día, todo cuanto me rodeaba se hacía
tan extraño que tuve la certeza de que nos desplazábamos
por otra ciudad, desconocida. La gente parecía actuar de
modo tan espontáneo al detenerse en los semáforos,
al subir a los autobuses atestados; de algunas casas se oían
voces de mujeres que intentaban levantar a los niños, el
típico amanecer cubano al que tantas veces había despertado.
Nunca he sentido peor depresión de la que me produjo aquel
amanecer.
Al
entrar en el Hospital Militar recorrimos todo el pasillo de la planta
baja, donde se encontraba la sección destinada a los presos,
hasta llegar a una cocina donde un joven soldado preparaba algo
en el fogón. Álvarez le pidió que hiciera café
y salimos al patiecito tapiado donde había unos pocos arbustos
ralos y unos bancos de piedra.
-La
jefatura ha decidido -me dijo- que el tratamiento que necesitas
no se puede dar aquí. Los médicos opinan que tú
tienes viejos problemas emocionales y que padeces de alucinaciones,
y eso el que mejor lo sabes eres tú.
Álvarez
se puso de pie y comenzó a pasearse entre los bancos.
-Mira,
se ha llegado a la conclusión de que tú eres un comemierda
con ínfulas de grandeza. Toda tu prepotencia verbal es flojera.
Te gusta la guerra, pero le tienes miedo a las balas.
Desde
la cocina el soldado dijo que el café estaba listo. Álvarez
le pidió que lo trajera y me sirvió una taza. Todos
bebimos; pero el sabor fuerte y amargo me produjo náuseas.
-Esta
mañana te verá un equipo de médicos. Háblales
con franqueza -añadió Álvarez-. Que mañana
vendrán a visitarte también un grupo de compañeros,
y te hablarán con muchisima franqueza.
Me
llevaron al mismo cuarto donde había estado antes y desde
ahora había, además de las camas, varios butacones
de vinil con una mesa al centro y un pequeño escritorio con
su silla. Los médicos me hicieron un reconocimiento general
que terminó con un electrocardiograma.
-Estoy
casi seguro de que tu caso no es de nuestra competencia. De todos
modos hay que esperar el resultado de los análisis.
El
que hablaba vestía de blanco como en un sanatorio y era bastante
joven para su barbita llena de canas. Los demás no dijeron
nada.
Al
otro día legaron los oficiales que Álvarez me había
anunciado. Eran cuatro. Ocuparon los cuatro butacones, yo me senté
en la silla. Colocaron un gran portafolios encima de la mesa, y
uno de los presentes empezó a desplegar varios montajes fotográficos
donde lo único que reconocí fue mi cara, mi apartamento,
mis amigos.
El
oficial continuó buscando.
-De
eso hablaremos después -dijo-. Puso sobre la mesa una cantidad
impresionante de cuentas emitidas por el hotel "Havana Riviera"
a nombre de la misión diplomática de Chile en Cuba,
en las que aparecía la inconfundible firma de Jorge Edwards.
El
oficial me miró fijamente.
-No
pienses que la Revolución ha robado estas cuentas. Al conrario,
todas han sido pagadas por la Revolución. El señor
Edwards no ha invertido ni un solo centavo ni tampoco sus jefes
de la CIA; pero tú tienes acceso a ellas. Hemos sustraído
del total los gastos de consumo de scotch que es la mitad
de la cuenta del señor Edwards. El gran borrachín
se toma el scotch que tenía que pagar el pueblo chileno.
Vi
que los gastos de scotch rivalizaban con los de la carne
comprada en los supermercados y con cifras astronómicas de
kilos de café; pero no dije una sola palabra.
-¿Por
qué no hablas? -dijo otro oficial.