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Pía Barros

"REVELACIONES"


de "Los que sobran" (2002)

 

 

Las mesas del café son blancas, atestadas de voces, de vasitos enmarcados en el mantel que contienen temblorosos capuchinos, cortados, expresos. Si me elevo sobre las cabezas, puedo ver los transeúntes pasar rápido con los rostros acalorados, las manos sudorosas sosteniendo paquetes, niños, portafolios, carteras. Me pregunto por qué no nos atrevemos a salir a la calle sin apretujar algo entre los dedos.

Dos personas y yo, estamos sentadas en mesas solas. Los demás son grupos, parejas, estudiantes que atestan el espacio de las mesitas redondas. La de él está en diagonal a la de ella. Se ve que se conocen, por esos getos casuales y estudiados de saludo, complicidad, tensión. El hombre no sabe que está siendo observado, pero noto que ella ha tenido su instante de revelación al ver sus uñas esconderse al interior del puño. No la hace feliz conocer lo que le ocurre, está claro. Su mirada vaga por las mesas, pero yo sé que está mirando dentro de sí misma. Asisto al privilegio de la conciencia alucinada.

Sólo sabe que necesita de su deseo, que si la desea, todo tiene sentido y nada acaba, que todo puede empezar y el delirio embotarle la mente hasta perder la noción de sí misma. Sólo por curiosidad, tal vez, lamer su nuca y descubrir a qué sabe, qué texturas guarda su piel escura contra su carne blanca, de qué modo. Cómo puede cabalgarlo una noche interminable y demorar su entrega, cómo derrotarlo en su deseo, hasta que el deseo se le vierta entre las manos y ella se pinte el rostro de su deseo, el vientre de su deseo y lo obligue a lamerla, para recuperar en ella el sabor por él vertido, a comerse su deseo, fagocitarlo para que vuelva de nuevo en él y por fin sí entre en ella, ahora sí, toda ella llena de su deseo, toda ella escurriendo el conjuro hacia la noche.

Entonces, lo mira en diagonal, suave, encubriendo. Porque se encubren los secretos inconfesables, se les borda de mentiras y justificaciones para que nunca la voz del deseo sea profanada por otras voces.

La piel de la mujer me transmite el rugido callado.

Observo al hombre y me conmueve que en su piel oscura no queden signos del deseo de ella. Las pieles traicionan, no son papel en blanco ara hacer borradores imperecederos sobre los poros.

Quiere ser cuchillo, abrir, rasgar para que la traición la atiborre de pecados, para ser un pecado musitado a solas, destrozada por la pasión de pecar y pecar y seguir traicionando y pecando, hasta que la noche ya no importe, ni él importe, ni nada, sólo esta piel ardida, profunda. Cómo pudo haber estado tan cerca y no notarlo, cómo pudo abandonarse tanto que la piel se le quedó en otro, sin su consentimiento, cómo, cómo.

El hombre mueve con los dedos la página. Ignorante de la mirada de reojo, lleva el dedo índice a la boca, lo humedece y gira con él la página de su revista. Acomodo mi silla para mirarlos de frente, despiadada. Es tan patético y torpe el deseo, que sus letras quedan expuestas hacia mi sarcasmo. La gestualidad lo desnuda todo, sus hombros extendiéndose hasta lo imposible para palpar el are del otro, las huellas dejadas impalpables para ninguno que no sea el cuerpo de los amantes inconclusos.

Estoy sola. Para las como yo no habrá revelaciones.

Envejezco. Me queda el voyerismo. Las mesas de café, las ventanas. A ella el dedo húmedo de él la hipnotiza y sacude la cabeza para alejarse. Como si fuera posible... no saben lo que es el llamado, no se sienten tocados por el milagro de desear, no escuchan las voces, los alaridos mudos de los cuerpos como yo los escucho. Si alguien en estas mesas observase al hombre moreno y la mujer de ojos claros, escucharía como yo, se asombraría como yo de este despilfarro de olores sobre el aire del café.

Sé que se conocen desde antes. Prefiguro una oficina, unos roces casuales, las pieles llamándose por sus nombres y ellos no sabiendo descifrar el lenguaje. Tal vez una mano que toca un brazo al llevar un café, los géneros del pantalón y del vestido entremezclándose, confundiendo en un pasillo estrecho olores y formas, las telas sexuadas un par de segundos.

Los celos, ahora la arrasan los celos. Quién será la que ponga la boca en su nuca, cómo morderán los dientes que no son los de ella, bajo qué verano y qué sol y qué luz de día, otra, que no es ella, hará caminos sobre la piel brillante y oscura, qué otra quedará adherida a ese vientre húmedo que ella no puede cabalgar. Cómo amará esa otra, qué cosas dirá en la semipenumbra, cómo encenderá los cigarrillos compartidos, cómo estará la otra, tan alejada de su rabia y su dolor, tan a salvo, tan segura. No como ella, turbia, estremecida de descubrimientos.

Veo en sus ojos claros. Es tan fácil ver las flamas de los celos, de la culpa. Tal vez haya otro, un otro que duerme a su lado, inconsciente de las transformaciones que amenazan a su mujer ahora tan lejos, lejos incluso de sí misma.

El hombre ha levantado los hombros. El cuerpo del hombre ha sido el que levanta los hombros, endereza la espalda, hunde el abdomen. El hombre no sabe que es deseado, es su cuerpo, como todos los cuerpos, el sabio.
Los celos y el dolor llegan a través de mesas y voces al cuerpo, no a la mente de ese hombre. Aprendices. Sólo son aprendices de un juego riesgoso que no jugarán.

No hay nada que la salve ahora. Ha roto la tácita promesa de no involucrarse, de no aparecer en sus sueños sobre la piel de otro. Ahora descubre las razones de ese insomnio febril y agotado del deseo inconcluso. Los sueños quedan lejos, nunca duermen junto al deseo. Con ella sólo está el sabor reseco de una boca pastosa, insomne, las manos que se recorren a oscuras hasta ella sorprende a sus propios dedos, su cuerpo traicionándola, haciéndole creer que son otros dedos oscuros, otras manos, otros silencios y no sus propios dedos mintiéndole, arrebatándole el deseo marchito y desgarrado de las madrugadas.

Entonces comprende, en ese instante de feroz lucidez, que debe huir, no dejar en libertad la piel, no permitirle el tacto casual con el cuerpo oscuro. Está perdida. El deseo la ha tallado nuevamente y puede perder su libertad, su nombre, su pasado, la piel duramente domesticada de su cuerpo. Cuando reflexiona en que puede perder, sabe que ya se ha perdido.

La veo encogerse como una víctima ante el golpe. Pareciera que de un instante a otro, la ropa le ha quedado grande, el maquillaje ha perdido brillo, la sonrisa transformada en una mueca de desaliento. Desamparada. La veo asumir la magnitud de su abandono. El cuerpo le molesta, la traiciona, es de otro, del hombre en diagonal, no suyo, ya no le pertenece. Tal vez no quiera recuperarlo, tal vez se arriesgue y lo entregue para ser devuelta a sí misma.

Pero no, no lo hará. La aguardan tantas revelaciones, cree ella, y yo sé que son escasas, que se muere lentamente con los años. Ella cree que esta vez no, no lo hará, habrá otras, cree.

Huir, debe huir. Ella sabe como huir. La violencia de las palabras preparan la huida. Los gestos suaves, las ternuras, las confidencias, preparan la huida para siempre. No el desafío, no los gestos hoscos de su pasión. La otra ella que la habita debe salir ahora, enturbiarlo todo, borronear la pasión, desgastar el gesto, lavarle la piel del deseo por la piel oscura, dejarla blanca, impoluta, aséptica. Volver a lo que era antes, antes de que se confesara a sí misma lo que ocurre. Huir.

Conozco ese miedo desde hace mucho. Viene con las palabras, se lo veo desde aquí. Huir. Dejar el territorio que no domina ni conoce. Ella huirá, como se huye siempre del dolor, o del placer, de las emociones. Pero si el hombre hiciera un gesto... uno sólo, bastaría un único gesto para que ella arrojara al vacío las convenciones y las palabras, para que lo desandara todo y dejase hablar al idioma de los cuerpos. El hombre alza los hombros, pero no sabe. Quiero ir hasta su mesa, decírselo. Pero envejezco y ya no importa. La pasión muere conmigo. No he sido hecha para salvar las pasiones de nadie, muero sólo ante mí misma, estoy aquí para verlas, siempre desde lejos, ocurriéndole a otros, desperdiciándolas otros, anulándolas otros.

Determinaciones. Pasos a seguir, resoluciones. Nada de aguardar su presencia, nada de toparse sobre los vértices de un deseo que no le pertenece. Nada de alargar las frases y las despedidas y los encuentros casuales.

Traerá para él otras pieles blancas que no serán la suya, otras pasiones para encubrir, otros territorios. Lejos, partir lejos, que su voz no sea más que los sonidos del desencanto, la opacidad de las buenas maneras, la androgenia de la cordialidad. No importa cuántos insomnios tenga que soportar, ni cuántas ventanas derritiéndose ante el invierno que no llega. Respirar profundo. Cambios.

Ella se ha levantado y se despide con un saludo gélido y cordial. (Nada hay más frío que la cordialidad, las buenas maneras lo congelan todo). El hombre abandona la revista para mirarla alejarse, esta vez fijamente, sin simular. Luego, se levanta y se marcha.

Me quedo un rato más viendo pasar la gente. Algo me duele dentro. Algo se me ha clavado en lo hondo. Volveré una y otra vez a esta mesa buscándolo, trayendo mi dolor, para desearlo como ella lo desea, para ver si mi piel vuelve a llenarse de deseos ajenos. Sin revelaciones, sólo por la sorpresa de descubrir los desencuentros.



* * * * * *


Metáforas de una conciencia que revisa los ámbitos de lo público y lo privado desde una perspectiva irrenunciablemente feminista, estos cuentos de Pía Barros develan nuevas posibilidades de aproximación narrativa a ciertas conductas humanas, realzando aquello no-visto por la vertiginosa mirada actual, con una marca de originalidad y frescura. Los que sobran, perturban, porque apelan a lo más oculto que tenemos.

Alejandra Basualto

(de la contratapa)

 

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Pía Barros: "Revelaciones",
Cuento de "Los que sobran",
Editorial Asterión,
2002.