Del
salitre en tu cuerpo
Por
Pavella Coppola
Carajo, Periódico Literario.
Septiembre 2005.
La fotografía es un plato de fondo, toda vez que intentamos
mirar la ausencia y aprehenderla desde la memoria. Posibilita la amistad
entre el ojo observador y la escena diluida en el tiempo. Aquélla
se torna puente entre tiempos; permite resolver la angustia de nuestra
propia finitud, porque nos delata cómo fuimos, cómo
éramos y cuándo éramos. De este modo, la exposición
fotográfica itinerante expuesta en el pasillo central del Ministerio
de Educación en Santiago, acerca de la vida de los obreros
del salitre, esfuerzo del coleccionista y arqueólogo autodidacta
Don Luis Ríos Maldonado, cumple con el designio del formato
fotográfico. Bien sentenciaba Walter Benjamín que
la fotografía era el estado temporal entre mundos que se diluyen
y se acogen.
Me instalo, entonces, en la mitad del pasillo y entre fotocopias ,
timbres y personas deambulando, escarbo la plenitud corpórea
de la hembra en busca de lo masculino: dos hombres de perfiles dislocados,
medios torsos y miradas agonizantes sucumben ante el sol penetrante
y desértico: nos miran , nos delatan el castigo; sus tobillos
piden auxilio, porque engrillados testimonian la culpabilidad de los
actos subversivos de estos pirquineros. Los señores dueños
de las minas han sentenciado:
-¡Deberán permanecer castigados por los siglos de los
siglos, deberán -aunque otros y ustedes mismos renieguen- perennemente
testimoniar mediante esta imagen la subversión de sus cuerpos
encabritados!
El color sepia trasvasijándose, antaño atmósfera
decimonónica, nos delata la variedad temporal, cierta distancia
extensa entre el dos mil cinco y el mil ochocientos veinte y ocho.
Añado exactitud en mi ojo que contempla esta fotografía
para iniciar un recorrido entre el Eros arrastrando mi iris y el castigo
que deparan estos cuerpos.
El primer hombre evoca ternura , el segundo, descuido. Pulula mi ojo
izquierdo sobre el horizonte tenso que divide el haz de luz y el hombro
del pirquinero en primer plano; deambula la niña de mis ojos
por el brazo extendido del segundo hombre y las caricias de mis pestañas
renueva esa piel agrietada: insisto en contemplar el territorio diluido
de sus sexos. No descubro la rectitud fantaseada, no logro deleitarme
del tránsito perfecto entre aquellos muslos musculosos, aguerridos:
únicamente consigo componer mi voyerismo.
Castigo y cuerpo han permanecido siempre juntos: se han asociados
para desplazar la ternura y el placer, aniquilando el gusto por la
piel. Se me vuelve, entonces, Foucualt un amigo: su obra Vigilar
y Castigar se reactualiza entre la historia del salitre y el poder
y sus ansias subyugan mi cándida contemplación femenina.
El cuerpo se ha hecho territorio político: lo viril y penetrante
retorna a un estado secundario en donde el dominio político
ejerce la fuerza impuesta por otros cuerpos masculinos.
Cierta fraternidad me inquieta; uno de los pirquineros que me contempla
desde el muro, desobedece su exigido estado angustioso y guiñándome
un ojo constato la ternura semiótica; la fotografía
ha sido significada, se ha establecido como un entre dos mundos.
Permitió un círculo hermenéutico, estrechando
brazos de amantes que nunca fueron.
Vuelvo una y otra vez a la imagen; no deseo distanciarme de ella;
me imagino esos dorsos desnudos, bronceados que bien estarían
para una noche lujuriosa, para una tríada amorosa, febril,
aunque fuera a tientas en el pasillo de la pulpería, a sol
ardiendo. Les susurro a estos castigados a casi veinte centímetros:
"- soy la plétora husmeando esta imagen; recorro una historia
salitrera, y, entre caliche y sal divago sobre la finitud perenne,
establecida".