UN
DIÁLOGO CON BOCETO DEL DESBORDE
DE PAVELLA COPPOLA
Por
Raúl Zurita
Y
con hosco gemir huyó la vida
perdiéndose indignada entre las
sombras.
Virgilio:
Eneida
Vivir es en sí una ocupación
desbordada, nuestras miradas exceden y revientan permanentemente el mundo para
recomponerlo según los nuevos designios del nuevo día. Desde su
primera línea Boceto del desborde de Pavella Coppolla (Ediciones
Academia de Humanismo Cristiano, Santiago, 2006), nos reitera la primacía
absoluta de la experiencia y, dentro de ella, la experiencia de un descalce radical
cuya suma de registros, quiebres, rupturas y camuflajes, es lo que aún
entendemos bajo el equívoco concepto de arte. Este libro nos pone así
frente a una teoría de la reparación y de la iracundia, del arte
y de la vida, donde los textos borran sus fronteras para ser integrados en una
escritura que los rebalsa y los interroga con la misma pasión suicida con
que ellos se abren al mundo. Se tratará entonces de una sucesión
de lecturas apasionadas, de un poema como el
Réquiem de Humberto Díaz Casanueva, por ejemplo, o el Aullido
de Allen Ginsberg y, al mismo tiempo, de un diálogo en la desnudez,
en lo inestable, en el corazón a la vez rotundo y arrasado de las palabras,
de esas palabras que cargan para siempre con la derrota de no poder nombrar nada
que no sea la herida, los cortes, la fisura infranqueable que sólo cesa
con la muerte y que sin más constituye el hecho humano.
Así,
a través de un recorrido por registros y zonas cruciales de la historia
de la cultura, desde el Fedro de Platón hasta el Origen de la
tragedia de Nietzche, desde Hieronimus Bosch hasta Van Gogh, desde Jack Kerouac
hasta Christian Formoso, desde Salvattori Coppola, su padre, hasta César
Vallejo, Pavella Coppolla levanta uno de los intentos más extremos y fascinantes
por reentender el hecho estético, por otorgarle una nueva perspectiva y
volver a situarlo en el escenario de su vértigo y desgarro, es decir, en
la plenitud de su energía. Entendemos entonces que no existe un afuera
de la obra desde el cual poder observarla, sino que todo es un incesante campo
minado, un río donde las imágenes, los conceptos, los textos de
los autores que van emergiendo se sobrepasan mutuamente, se subvierten, se desquician
e iluminan, en el despliegue de una escritura que, antes que nada, se asume a
sí misma como un territorio desbordado o, expresado de otra manera, como
un itinerario de la inteligencia, pero también de la propia vida excediendo
cualquier idea de género literario o de filiación artística
a la que nuestra inercia o desidia cultural nos haya sometido. El soporte de esta
obra es la vida; la experiencia intelectual y vital de una autora que al escribirse
nos escribe mostrándonos una indagación fervorosa y comprometida
de aquello que se continúa denominando Arte, pero que desde ya reclama
también por una nueva e inabarcable denominación, por un nombre
nuevo.
Es la exigencia implícita que recorre de comienzo a fin
esta obra. Encontrar un nuevo lenguaje para dar cuenta de esa indescriptible pulsión
de vida e instinto de muerte que simultáneamente inunda toda gran creación
artística, y comprendernos así como los sujetos de una reparación
tan enorme que sobrepasa incluso la bella sentencia de Humberto Giannini citado
en la página 39 de este libro. El párrafo es magistral, allí
Coppolla afirma que: se podría sintetizar que parte de la Historia del
Arte es la historia de un estado de iracundia, siempre y cuando se entienda por
iracundia(...), y concluye citando a Giannini: la reparación de
un bien perdido injustamente. (Giannini, Humberto, Del Bien que se espera
y del Bien que se debe, p. 173). Si, pero el bien perdido injustamente no
es otro que el de la vida, y el arte es siempre, sea cual sea su forma o su circunstancia,
esa reparación ciega, desmesurada, a la herida radical de la existencia,
a su brevedad y a su milagro, a su pesadilla y a su hipotética redención.
Porque a diferencia de la religión el arte no consuela, repara. La suma
de autores referidos en este libro nos son devueltos así por Pavella Coppolla
bajo la luz de un propósito tan íntimo como descomunal: reivindicarnos
del oprobio de la muerte, oprobio que está descrito de un modo insuperable
en los últimos versos de la Eneida citados al comienzo. Es la vida
"indignada" que se pierde entre las sombras:
Y
con el frío de la muerte
desatáronseles los miembros,
y con
hosco gemir huyó la vida
perdiéndose indignada entre las sombras.
Pero
no sólo de la muerte, sino de la infamia aún mayor de que, en pleno
siglo XXI, todavía para millones y millones de seres humanos la muerte
siga siendo la única esperanza. Ese es antes que nada el bien perdido injustamente:
la vida. Entendemos entonces porque Boceto del desborde es una autoexposición,
una lectura sin medida que muestra su propio dolor, sus propios heridas, sus propios
deslumbramientos, señalándonos de paso que las grandes obras que
este libro va recorriendo no sólo son el legado una historia inconsolable,
sino que ocasiones de ensayar nuestra propia obra maestra: la de sucumbir y de
salvarnos de lo existente, y de escuchar así, parodiando a Marx, los latidos
del corazón de un mundo sin corazón.
Porque leer, mirar,
sentir, es siempre inseparable al hecho de leerse, de mirarse, de sentirse, y
esa suerte de cópula incesante es el escenario de una indagación
que no consiente en la ilusión idealista de separar el objeto observado
de su efecto, de su aura. Pero el nudo central es que son los lectores el aura
de los poemas, su construcción incesante y el lugar donde el texto
y el que lee, donde el cuadro y el que mira, se encuentran es, exactamente, el
lugar donde ambos espacios intercambian sus roles. Las grandes obras nos inventan,
o mejor dicho, inventan el lugar donde todos podemos reconocernos en nuestras
desgracias. Reconocernos y abrazarnos aunque esto último no sea sino un
sueño. Por eso no sorprende la carta que ya al comienzo del libro la autora
le escribe a César Vallejo muerto 58 años antes. En el desborde
de la experiencia nos es dado reconocer la carne de nuestros fantasmas y volver
a tocarlos en lo que ellos nos muestran: colores, sonidos, frases, poemas, que
son más reales que la carne misma porque están desprovistos de los
equívocos y demoras de la realidad.
Es lo que plantea Pavella Coppolla
hacia el final de su libro al preguntarse: ¿qué más próximo
a la vida, sino el arte, su metáfora? ¿no es acaso pertinente poner
patas arriba la pregunta y en vez de insistir en la condición sanadora
del Arte, arriesgarnos a sostener que el arte es lo más próximo
a lo humano y, por tanto, saber que su materialidad habla, canta, formatea el
accidente que somos? La pregunta es insoslayable. A partir entonces de lo
que la estética, desde Aristóteles hasta la hermenéutica
de Paul Ricoeur, ha tratado de inferir de la obra de arte, Boceto del desborde
levanta una respuesta que no había sido formulada antes de esta manera,
esto es: entender como acto creador aquella perpetua e incesante trasgresión
de los límites que las mismas obras creativas se imponen. Es la noción
de desborde. Lo que este libro nos está diciendo entonces es que no se
trata de un arte que represente la vida, sino de una vida que tenga la hondura,
la compasión y la belleza de las grandes obras de arte.
El diálogo
es así entre el desgarro de la existencia y el desgarro del mundo, y donde
el artista no es sino el receptáculo de todas aquellas fuerzas que sin
cesar nos sobrepasan: la muerte, la injusticia, el oprobio, y a las cuales él
responde con el acto de una inmolación infinitamente más desgarrada,
más sacrificial, más sin retorno: todos los cuadros que miramos,
todas las músicas que podemos escuchar, todos los poemas que podemos leer,
son los restos de una batalla inconmensurable en el cual en nombre de lo humano,
el artista ha sucumbido para que lo humano pueda reconocer bajo las formas borrosas
de sus sonidos, de sus colores y de sus palabras, el cuerpo sin palabras de su
expropiada eternidad.
Asistimos así a la ciudadela arrebatadora
e insalvablemente triste de un gigantesco cementerio donde reconocemos nuestros
propios despojos, en uno de los nichos está la Ilíada, en
otro la Estética de Aristóteles, más allá los
dramas de Esquilo, en otros están Los esclavos de Miguel Ángel,
el Jardín de las delicias de Bosch y a su lado Los fusilamientos
de Goya y La noche estrellada de Van Gogh, más cercas están
lápidas que nombran el Zarathustra, La gaya ciencia y, más
acá aún, el nicho de Poemas humanos de César Vallejo,
del Canto del macho anciano de Pablo de Rocka, el Aullido de Ginsberg
y los poemas de Díaz Casanueva, en otro nicho está La tardanza
del fuego del poeta Sergio Ojeda. Son miles y miles de lápidas y, recorriéndolas,
nos damos cuenta de que fue preciso esa inmensa muerte, esa enorme e inacabada
inmolación para compensar aunque sea en parte el monstruoso milagro de
haber nacido.
Es un poco eso. Boceto del desborde nos muestra de
esa manera los claroscuros de un derrotero donde el arte y la vida se funden y,
simultáneamente, los desperfilados bocetos de la mala vida que hemos construido.
En la "Carta a Vallejo" constata la ausencia del hombre pobre pero cuya
ira existe "trasvasijada en luz de neón y artículos en ofertas
y cierres plásticos". La proposición final con que Pavella
Coppolla termina su Boceto es estremecedora: "La ocupación
poética consolida su sentencia última: comprender el desborde como
una extraña página extendida donde el hombre clava medio a medio
su corazón para ocuparse una vez más de la vida". Más
allá queda la imagen de infinitas formas encendiéndose sobre el
horizonte y nos damos cuentas de que este libro, desde la dedicatoria hasta esa
sentencia final, es sobretodo un poema, un poema de amor al padre; Salvattori
Copolla, pero también a la imagen de un futuro donde la vida de cada ser
humano será la única obra de arte digna de ser contemplada y abrazada.
Siento que en el final del Boceto del desborde fulgura una premonición
absoluta: O será la vida la obra de arte o nada será.
Cierro
este libro y casi sin darme cuenta me veo pensando en Vallejo. Recuerdo el verso
final de uno de los poemas de España aparta de mi este cáliz,
el III, y me parece que también está hablando de lo mismo. El verso
es este:
Su cadáver estaba lleno de mundo.