"Boceto
del desborde" de Pavella Coppola. Presentación
Howl
Marco
Aguirre
Santiago, 7
de Diciembre 2006.
Desde cierto punto de vista, la ira parece
ser lo opuesto a la sabiduría. Quien se deja llevar por la ira, así
decimos, quien se arrebata y pierde la serenidad, obnubilado, enceguecido, insensato,
se entrega al curso de la violencia. Nada más lejos de la acción
y las palabras reflexivas del sabio que sabe dominar su ira. Creo que cualquiera
podrá reconocer aquí una cifra ancestral de la sabiduría.
Y sin embargo… ante el infortunio, ante la injusticia, ante la prepotencia,
sentimos una ira que de ninguna manera se opone a la sabiduría. Es más,
nos parece provenir directamente de ella. La estética
del desborde, proclamada por Pavella Coppola, intenta poner este concepto
de la ira al servicio de una hermenéutica de la obra de arte, transformándola
en una clave interpretativa que permite recorrer la historia del arte y la literatura
moderna.
Con el objeto de preparar un horizonte que le permita distinguir
entre la ira creativa y la simple violencia nihilista, la autora, apoyándose
aquí en la filosofía de H. Gianinni, le devuelve a la ira, a la
iracundia, que en principio es un afecto, una emoción ?y, por lo tanto,
como decíamos, algo que sería en principio externo a la sabiduría?
un sentido en el que ira y razón quedan articuladas y mutuamente referidas.
La iracundia sería, en efecto, "sede de la voluntad", es decir,
aquel lugar o superficie en el que la razón desborda su propia interioridad
hacia el mundo y se contamina de materia, por así decirlo, volviéndose
acción. Ciertamente, no se trata de la furia de una razón técnica,
dominadora y devastadora de la naturaleza, sino de esa razón que se enfrenta
a la dureza de la contingencia social imprimiéndole, hasta donde esto resulta
posible, un sentido que la haga soportable. La ira, así pensada, sería
lo que dispone al hombre activamente contra la injusticia, aquello que lo pone
en movimiento contra el imperio de la prepotencia ciega. De allí, entonces,
su valencia racional.
Ahora bien, a este sentido práctico-moral
de la ira, desarrollado por Gianinni, Pavella le agrega una dimensión nueva.
La ira es la sede de la voluntad, pero concomitantemente a la voluntad de bien
y a la voluntad de justicia, hay también una voluntad de belleza: la voluntad
de arte. ¿Hasta qué punto ella es también tributaria de la
ira?
Aquí tenemos, brevemente esbozado, el boceto de un empeño
nada desdeñable: conjugar tres momentos de la experiencia que acosan a
la reflexión desde los tiempos de la filosofía antigua. Pensemos
en el optimismo platónico, postulando la armonía entre verdad, belleza
y bien. O en la sutil división kantiana de las facultades del alma, conocimiento,
placer y deseo. Pensemos en la filosofía de Habermas y la distinción
entre criterios de validez. En fin, una y otra vez, la filosofía se ve
confrontada con el mismo problema: determinar la reciprocidad, las disonancias
y las secretas
comunicaciones entre los movimientos internos de estas tres dimensiones cruciales
de la experiencia humana.
Ahora, no se trata en el caso de este libro de
una exploración sistemático-conceptual, propia del tratado filosófico,
sino de una búsqueda que se mantiene en la estructura tentativa del ensayo,
dejando que el impulso de escritura se abra camino siguiendo la sugerencia de
encuentros no forzados aunque tampoco arbitrarios, como el encuentro de antiguos
amantes entre la muchedumbre siempre renovada de las urbes modernas. Como allí,
un cierto instinto ha de guiar el paso, y aquí el instinto toma el lugar
de la deducción, sustituyendo la necesidad por el placer barroco de las
cadencias y las intermitencias, las variaciones y las interrupciones, las sorpresas
y los desvíos.
Asi me parece poder interpretar la noción del
desborde, propuesta por Pavella, como un instinto del texto que estamos
comentando. Un instinto que persigue la herida, el desgarro, la fragmentación
y la desesperación, la ironía y la crítica presentes en la
obra de arte moderna. El lado obscuro, diríamos, trágico, moderno
en suma. Se dirá que la tragedia es antigua, paradigma de una experiencia
que ya no es la nuestra. Pregúntenle a Ginsberg, eco del mismo grito de
Lear, Cordelia entre los brazos, muerta ya, pregúntenle a los poetas, pregúntenle
al libro de Pavella.