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Panorama
de la poesía chilena de mujeres: 1980-2006
Por
Patricia Espinosa H[1].
Resulta
evidente que abarcar 26 años de poesía de mujeres en un texto más
bien breve como este, puede parecerle a muchos un despropósito. Pero creo
que se está haciendo cada vez más necesario asumir ciertos despropósitos
desde el punto de vista de la crítica. Sobre todo en lo que respecta a
la literatura hecha por mujeres, la cual continúa siendo silenciada por
la hegemonía crítica masculina. Más aun, y esto es todavía
más grave, ya que desde los esquemas de clasificación y los protocolos
de canonización, hasta los procedimientos de publicación y difusión,
continúan relegando a un lugar secundario a la producción literaria
realizada por mujeres. Esto demuestra que, más allá de los espejismos
generados por ciertas coyunturas pseudoigualitaristas devenidas de la
última elección presidencial, los procedimientos de control que
recaen sobre las mujeres en la actualidad, continúan tan vigentes como
antes. Entre estos procedimientos el más poderoso de todos es el de signar
con la invisibilidad la producción intelectual de las mujeres. De ahí
que, desde un lugar menor que asumo como tal, pretenda recorrer el último
cuarto de siglo en la poesía escrita por mujeres. Sin embargo, se hace
necesaria una precisión de corte teórico, ineludible para analizar
un período tan extenso. El concepto de cambio ligado a la literatura me
parece teóricamente poco sustentable. Este concepto ha guiado la lógica
de la historiografía literaria, específicamente en lo que se refiere
a las generaciones literarias. Cada nueva generación aportaría contenidos
y formas nuevas que permitirían su diferenciación de la anterior.
Pero cuando estudiamos las voces subalternas, no sería necesario intentar
aprehender las modulaciones de aquello que una y otra vez quiere visibilizarse.
Más aun, lo que vemos en las historias literarias no es el pretendido cambio,
si no la reiteración y autoafirmación de una dominación.
Por cierto, la propia pretensión de un panorama se sostiene en el clásico
gesto generalizador que me huele a “vista” de la totalidad, no de los detalles,
no de los intersticios o fragmentos que componen un territorio.
El gran
género literario durante los años de la dictadura fue la poesía[2].
Un gran número de escritoras constituyen la llamada vertiente femenina
de la denominada Generación del ’80 u ’87, a la que la crítica
ha caracterizado por acoger con fuerza el discurso testimonial y la disidencia
respecto a la hegemonía dictatorial. La poesía adopta el lenguaje
cifrado, el velamiento y la ambivalencia discursiva sin por ello transar con una
poesía quieta. Todo lo contrario, son textos profundamente rabiosos e intensos.
Quizás sea la rabia el gran rasgo contenedor de la diversidad de estas
obras que exponen una doble denuncia: el estado dictatorial y la condición
de sujeto mujer convencional. Estamos ante voces de mujeres fuertes para resistir
aquello que denuncian: el dolor, la angustia, la violencia. Rasgos ligados sin
duda a la represión política imperante y que aparecen en un dramático
diálogo con el cuerpo. Quizás por ello, el erotismo se evidencia
en tanto deseo siempre fracasado. Este último rasgo me parece tremendamente
importante: la mujer como sujeto activo, en continuo proceso deseante aun cuando
todo su entorno se fractura paulatinamente. La escritura y por ende la voz lírica
resultan ser el único lugar posible para expresar la crisis individual
y social. A pesar de lo cual hay apelaciones continuas a un otro, amante, naturaleza,
país, Dios, la historia, que no logra romper la angustia. Estamos ante
una poesía donde predomina una sujeto que permanentemente expone su condición
de sobrevivencia, y que, a pesar de todo, lucha por trascender el estado de crisis.
La poesía se carga a lo narrativo, sin embargo las experimentaciones más
que formales van hacia el tratamiento del lenguaje: cifrado, simbólico,
plagado de imágenes. La poesía de mujeres de los ’80, nos entrega
una visión de la naturaleza siempre nefasta, incluso -a ratos- terrorífica;
sin embargo a la vez también es recurrente la homologación del yo
lírico a la figura de un animal fragilizado como un ave o una oveja. El
desarraigo es también otra recurrencia, al igual que el concepto de viaje
hacia la muerte. Todos ellos elementos orientados a criticar la lógica
de la dictadura (el gran enemigo común, en palabras de Isabel Larraín[3])
o la mercantilización del entorno chileno y/o latinoamericano. La poesía
vincula, además, la experiencia cotidiana, la domesticidad, los lugares
comunes mediante el humor negro especialmente dedicado a desacralizar la condición
de mujer victimizada. Claramente se advierte el interés por desarticular
la imagen de mujer convencional mediante la exposición o denuncia de la
multiplicidad del significante mujer. Lo cual trae adherido la visibilización
del cuerpo, del erotismo, la desarticulación del concepto de madre, de
sujeto dependiente de lo masculino.
El poder simbólico de la dictadura
marca tan profundamente a estas escrituras que con dificultad podría señalar
la afirmación de un escepticismo radical ante las llamadas verdades absolutas.
Se instala así una suerte de entrada a la posmodernidad. La dictadura instala
un orden patriarcal al cual la poesía escrita por mujeres impugna y que
incide en las tensiones y las erosiones de los significados que subyacen en los
procedimientos textuales de comprender lo femenino y lo masculino como discontinuidades
permanentes, identidades móviles y en continua reconstrucción. Y
si hablamos de metarrelatos caídos, en términos de discursividad
posmoderna, en tanto verdades supuestamente universales, últimas o absolutas,
empleadas para legitimar proyectos políticos o científicos, la poesía
de mujeres de los ‘80 vive la caída del gran metarrelato de la revolución
instalado por la Unidad Popular; lo cual incide en generar la emergencia de un
discurso nostálgico de libertad tanto para el país como para la
propia sujeto mujer. Es más, me atrevo a señalar que la instalación
de la dictadura representa por un lado la caída del metarrelato de la libertad
y revolución allendista; sin embargo, el golpe militar reinstala un nuevo
metarrelato, el de la centralidad de una razón fascista estructuradora
del orden, la configuración de una ideología hegemónica,
una narrativa totalitaria capaz de controlar cualquier posible micropolítica.
La dictadura no es nada más ni nada menos que la instalación de
un proyecto de unidad, de modernización. Ante la hegemonía totalitaria,
surge la contestación menor, fragmentaria, los discursos periféricos
de resistencia, los sujetos de resistencia. Territorio en el cual la poesía
de mujeres ocupa un rol fundamental. No podríamos afirmar una dominancia
posmoderna; pero sí podemos corroborar la visibilización de multiplicidades
de discursos, lo que obviamente da cuenta de la pérdida de legitimidad
del discurso mayor. La poesía de mujeres a partir de los ’80 intenta subvertir
la posición histórica de la mujer en la poesía. Así,
dejando entre paréntesis la producción y figura de la Mistral, la
poesía escrita por mujeres se asimilaba al intimismo, al desborde emotivo,
a la retórica de la sensibilidad cuyo lugar primordial era el salón,
el ornamento, el apéndice de las obras poéticas masculinas. Sin
embargo, la propuesta de cambio presente en la poesía de mujeres, encontraba
todavía grandes resistencias a nivel de la crítica hecha por hombres.
Lo predominante ha sido el binarismo o la disyunción polarizante como práctica
fundamental de la historiografía y los modos de clasificación. Estamos
obviamente ante gestos políticos en los cuales los críticos saben
que deben validar algo, pero no saben qué es lo validable. Reproduciendo
un gesto de silenciamiento terminan siempre generando un discurso homogenizante,
enaltecedor y paternalista a partir del recurso contrastivo con la poesía
masculina. Más aun, desde los ’90 la tendencia ha sido la inclusión
de mujeres en las antologías siempre desde un lugar periférico[4].
Ahora
bien, si la poesía de los ’80 se hace cargo de lo público asumiendo
un doble vínculo: con las políticas de su condición de mujer
y sujeto social, la poesía de los ’90 enfatiza la recuperación del
lugar público; específicamente la ciudad y la configuración
de un yo-mujer atrapado/violentado ya no por la estructura dictatorial sino por
sí misma. La poesía de mujeres a partir de los ’90[5],
ya no aborda la dictadura como tema; sin embargo, esto no significa despojarse
de la crítica socio-histórica. Si anteriormente el intento de borrar
al país devenía de la dictadura ahora viene del neoliberalismo.
Asistimos a la instalación de voces más individualistas y focalizadas
en lo menor-cotidiano. La soledad y el desamparo expuestos en los ’80 aunque se
mantiene, ahora se le suma un nuevo rasgo: el desencanto. Y si antes la rabia
del discurso se focalizaba fundamentalmente en la oposición a la dictadura,
ahora se vuelca a la intimidad expuesta de modo descarnado y ácido. Las
escrituras no dudan en exponer un hiperindividualismo, en proyectarse mediante
un discurso violento, en modularse a partir de la autoagresión, renegando
incluso de la memoria, del otro, del cuerpo, del deseo.
Un ámbito
importante de agregar, es la tematización de la ciudad. Pero de una ciudad
asumida en tanto fractura, abordada a partir de sus márgenes, transgredida
en cuanto escenario y operando en sintonía paritaria con la voz de la sujeto
en tanto sobreviviente. La sobrevivencia de los ’90 es oscura, se vive el día
a día y no hay más; emergen así figuras espectrales, semejantes
a zombies circulando por una ciudad incluso con atisbos futuristas. Recorro
estos textos y no puedo dejar de ver que en paralelo a la conciencia de escribir
se desliza el dolor, el desgarro, la sangre, el cuerpo mutilado, la ausencia,
el tópico del viajero que inicia una ruta que probablemente no tenga regreso.
Las poetas que publican su primer volumen a partir del año 2000[6]
continúan con la instalación de un yo cada vez más intensificado
en sus líneas de abordaje. La tristeza se desborda y la sujeto en vez de
victimizarse –algo que ya se advertía en la poesía de los ’80- se
violenta. Lo asume pero con rabia, lo que redunda en la autoagresión, autodegradación,
específicamente del cuerpo; símbolo tal vez del único territorio
propio. La sujeto se expone ahora a partir de la diversidad y desoye cualquier
posible inserción en el paradigma androcéntrico. La tematización
de lo urbano, pasa por el habitar pero además por homologarla a la propia
voz de la sujeto. Ambas, mujer y ciudad, se degradan, se duelen y agraden. El
desencanto es total, sin embargo aun hay sitio para cuestionar larvadamente el
neoliberalismo a la chilena. En términos políticos, los ’80 tenían
a la dictadura como gran adversario; los ’90, emerge la crítica a la promesa
concertacionista y el 2000, el enemigo ya no es unidireccional y se impone un
total desencanto. Se asume el fracaso, el erotismo seco y animalesco, la derrota
y los pequeños relatos cruzados por una cotidianidad entre naif
y perversa sobre todo para instalar una suerte de neorromanticismo donde el otro
es generalmente un masculino degradado o tan culpable como la propia sujeto que
lo expone.
Quiero agregar que desde mi perspectiva –menor, siempre menor,
quiero recalcarlo- segmentar el campo de la poesía de mujeres en tres periodos
me parece tremendamente falaz. Más que pretender identificar especificidades
mi propuesta es visibilizar líneas de continuidad, de calce, intensificaciones
pero también desviaciones, puntos de fuga. Lo anterior me lleva a plantear
que la poesía de mujeres entre 1980 y 2006, configura un territorio donde
se movilizan vectores que tienden a cruzarse y separarse. Algunos de estos son:
Uno: la instalación definida de una sujeto lírica
mujer; es decir la marcación de un devenir mujer, por tanto siempre en
proceso. Pero tal proceso tiene claramente la intención de desobedecer
el modelo de mujer generado por el modelo patriarcal. Este es un punto de cruce
’80-’90-2000.
Dos: advierto hacia el 2000, desencanto pero a la
vez, un reencantamiento en términos de oposicionalidad que no se manifestaba
en los ’90 pero sí en los ’80. Identifico actualmente una rearticulación
de la poesía que denuncia la condición diferencial del sujeto menor/mujer.
Tres: otra línea de continuidad, o que tiende a visibilizarse
con recurrencia, es la presencia del cuerpo. Desde el cuerpo agredido al que se
autoagrede, desde el cuerpo que desea al cuerpo que le basta su propia mano, desde
el cuerpo que se envilece al cuerpo que se goza. Cuerpo deviniendo animal, cuerpo
que deviene en sangre y en escritura, un cuerpo que se generiza en cada focalización
lírica de sus fragmentos.
Cuatro: la ciudad cobra radical
y progresiva importancia. De escenario pasa a personaje, de agresiva deviene a
cómplice. La ciudad y sus rincones, sus márgenes son el microterritorio
privilegiado aunque claramente reconocible de un lugar latinoamericano acosado
por la devastación globalizante.
Cinco: la escritura es asimilada
al dolor. Escribir es un gesto de resistencia y experimentación; asistimos
cada vez más a los cruces de la poesía con géneros como el
testimonio, la crónica, el diario.
El crítico uruguayo Hugo
Achugar señala: “¿leer la diferencia o la hegemonía?, ¿leer
la diversidad o la constante supresión de voces?”[7].
La poesía de mujeres de la actualidad oscila entre la lectura/escritura
de la diferencia y la hegemonía. Pero no se trata de una diferencialidad
a partir de reconocerse como sujeto mujer, sino como parte de otros sujetos que
también ocupan posiciones de marginalidad. Se aborda así la diversidad
siempre en el límite de su ocultamiento y la hegemonía como amenaza
constante. Ya sea desde el universo político latinoamericano frente al
primer mundo y el metarrelato de la globalización o desde el orden del
discurso. Se asume que el neoliberalismo construye una narrativa que habrá
que desmontar desde la especificidad de un formato llamado poesía. Se retoma,
desde mi perspectiva, el concepto de subalterno enunciado por Gramsci en un ensayo
de 1934 titulado "Ai margini della storia (Storia dei gruppi sociali subalterni)"
de 1934. Tal como señala María José Vega, en particular:
“Gramsci utilizó en sus escritos el término "subalterno"
en alternancia con otros, como subordinado o instrumental, en el contexto de las
descripciones sociales: la palabra "subalterno" se refería a
todo aquello que tiene un rango inferior a otra cosa, y puede aplicarse, al ser
una denominación relativa, a cualquier situación de dominio, y no
únicamente a la de clase”. Redireccionando el término, Gayatri Spivak,
señala:
Los grupos de estudios subalternos surgidos en
los años ochenta […] conceden sentido a la palabra tanto en el plano político
como económico, esto es, para referirse al rango inferior, o dominado,
en un conflicto social, para significar así de modo general a los excluidos
de cualquier forma de orden y para analizar sus posibilidades como agentes. (Cf.
María José Vega)
La condición de subalternidad
devenida por el lugar de raza, clase, género (una a la vez o combinadas)
tiende cada vez más a instalarse como dominancia en la poesía chilena.
Y aunque esto excede el territorio de las escrituras de mujeres, cabe señalar
que el año 2002, el diario El Mercurio solicitó a siete escritores
y críticos chilenos, que eligieran a su poeta favorito. Los elegidos fueron
solo hombres y los convocados a elegir ídem. ¿Y las poetas…y la
crítica realizada por mujeres…? Del mismo modo es posible ver los índices
de las antologías aparecidos estos últimos años para advertir
la escasa presencia de mujeres.
La mujer en el registro poético,
debe asumir su lugar subalterno para luego convertirse en un agente estético-político.
Sin embargo, no puedo dejar de señalar que así como necesitamos
una literatura que asuma su condición de subalternidad también necesitamos
una crítica que se asuma como subalterna en relación a la historiografía,
las perspectivas de canonización, clasificación académica
y crítica literaria en prensa. La fricción entre hegemonía
y discursos/sujetos subalternos debe ser continua, permanente, lo subalterno debe
necesariamente inscribirse en la esfera pública[8];
solo así se producirán agenciamientos antisistémicos.
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***
Notas
[1] Crítica literaria, investigadora y profesora de literatura en la Pontificia
Universidad Católica de Chile y Universidad de Chile.
[2] Estas son solo algunas de un amplio grupo de escritoras, nacidas entre 1944 y
1959 (Bárbara Délano constituye la excepción, nace en 1961),
que comienzan a publicar a principios de los ochenta: Rosabetty Muñóz, Canto de una oveja del rebaño (1981); Paz Molina, Memorias de
un pájaro asustado (1982); Carmen Berenguer, Bobby Sands desfallece
en el muro (1983); Alejandra Basualto, El agua que me cerca (1983);
Eugenia Brito, Vía pública (1984); Astrid Fugellie, Las
jornadas del silencio (1984);Verónica Zondek, Entre cielo y entrelínea
(1984); Heddy Navarro, Palabra de mujer (1984); Teresa Calderón,
Causas perdidas (1984); Bárbara Délano, El rumor de la niebla (1984); Soledad Fariña, El primer libro (1985); Carla Grandi, Contra
proyecto (1985); Isabel Gómez, Un crudo paseo por la sonrisa (1986); Elvira Hernández, Carta de viaje (1989); Alicia Salinas,
Poemas de amor, exilio y retorno (1989); Marina Arrate, Máscara
negra (1990).
[3] Cf. Andi Nachón.
[4]
No puedo dejar de mencionar la importancia que tuvo el Congreso Internacional
de Literatura Femenina Latinoamericana realizado en Chile el año 1987,
en términos de visibilizar no solo obra narrativas y poéticas, sino
fundamentalmente por permitir también la emergencia de voces críticas
de mujeres.
[5] Algunos de los nombres de
las poetas de los ’90, nacidas entre 1964 y 1976, son: Malu Urriola, Piedras
rodantes (1988); Nadia Prado, Simples placeres (1992); Alejandra del
Río, Yo cactus (1994); Damsi Figueroa, Judith y Eleofonte (1995); Verónica Jiménez, Islas flotantes (1998); Isabel
Larraín, El camino más alto (1999); Antonia Torres y Las
estaciones aéreas (1999). Solo he considerado a poetas que han publicado
un libro (incluyo el año de aparición del volumen). Quiero consignar,
en todo caso, a las poetas: Lila Díaz e Ivonne Coñuecar a quienes conozco a través de antologías y páginas web.
[6] Entre las autoras que comienzan a publicar a partir del año 2000, mencionaré
a: Alejandra González, La enfermedad del dolor (2000); Ursula Starke,
Obertura (2000); Michel Reich, No estar vivo (2001); Karen Toro,
El silencio crece en el jardín (2002); Rosario Concha, Frente
al fuego (2002); Gladys González, Papelitos (2002); Marcela
Saldaño y Fanny Campos, Inclinación al deseo y al caos (2002),
Paula Ilabaca, Completa (2003), Elizabeth Neira, Abyecta (2003),
Carmen García y La insistencia (2004); Carolina Sepúlveda, Antimujer (2004); Estela Lamat, Sangre Seca (2005).
[7]
Achugar en Dora Sales.
[8] Cf. Asensi.