Por Omar
Pérez Santiago
Utopista pragmático 109. Agosto - septiembre
2003
Los
escritores chilenos Gonzalo Contreras y Camilo Marks,
cada uno a su manera, manifestaron su sorpresa por la avalancha de loas y flores
a Bolaño después de su muerte. Sin mencionar a nadie en particular
(forma oblicua de debatir), Contreras escribió: "Estoy sorprendido por
la tumultuosa corte de admiradores que tenía en Chile". Marks dijo:
"Muchos elogios sobre Bolaño me parecen poco sinceros". Por otro lado,
Jaime Collyer escribió un bilioso guión de cortometraje sobre
un hígado que se convierte en objeto de culto luego que no alcanzó a
ser transplantado en un escritor latinoamericano. Como si estos
escritores estuvieran autorizados por alguien superior, o como si
ellos fueran lo políticamente correcto, sospecharon de los que
consideraron a Bolaño una verdadera leyenda, o como una estrella de
rock que vive rápido, muere joven.
Efectivamente, el lunes 14
de julio ocurrió algo muy preciso: la muerte de Bolaño en el hospital
Vall D'Hebron de Barcelona. Y eso, de uno u otro modo, no dejó a nadie
indiferente en Chile. Las llamadas telefónicas se activaron, los
computadores se encendieron y los correos electrónicos se desplazaron
en el ciberespacio. No era raro. Bolaño ya se había metido en el Canon
Literario Latinoamericano sin pedir permiso a nadie. Nunca dijo:
"Perdón, señores, ¿puedo entrar?". Sin que nadie se diera cuenta ya
estaba sentado y separando la grasa de la carne. Bolaño escribía sobre
la única hermandad que conocía, la cofradía literaria. Y para esa
corporación, el tema primordial es quien define el canon, la
composición de la pirámide. Ese es el tema de La literatura nazi en
América (1996), en los cuentos Llamadas telefónicas (1997).
Esa es la materia de la novela Nocturno en Chile (que él quería
titular Tormentas de mierda), una visión implacable del crítico
chileno mercurial y pinochetista. La novela Estrella distante
(1996) habla sobre un poeta que después del golpe militar en Chile se
dedica a escribir poemas (frases bíblicas) con humo de avión en el
cielo. Los jóvenes poetas es el tema también de la novela Los
detectives salvajes (1998). En fin, Bolaño habla sobre las fobias,
los sueños y los desatinos de los escritores. (Y, la miseria, la
miseria cruel de un escritor en dictadura). Está en la cocina
literaria. Todas las sectas tienen sus rituales de iniciación y sus
códigos. Son los temas de la credibilidad, de la inserción, de la
aceptación en la pirámide literaria. Bolaño explora los secretos, las
bondades y las miserias del oficio. El rol de la critica, de los
premios, de la política y las becas, de los modernos "mecenas", de los
profes universitarios remolones, y de los funcionarios y aditivos de
la literatura: los "aborrecibles" lectores de las editoriales, los
poetas voluntariosos, los escritores fracasados.
Es decir, las
técnicas de cómo constituirse en eso que los periodistas cursis llaman
una "personalidad". O sea, las bondades, los secretillos y las
miserias de la casta literaria. En fin, historias de escritores —con o
sin talento— pero poseídos por la literatura.
Obviamente, este
es un tema que les interesa a los nuevos, a los que vienen de abajo, a
los excomulgados, a los resentidos y a los marginales (y, créanme, en
países injustos como los nuestros, son muchos), pues la obra de Bolaño
puede leerse como manual o diccionario literario. Y también como
represalia, o venganza, para qué vamos a andar con cosas. Por eso. Por
eso los jóvenes lo leen y lo leerán en el futuro. Pero, además, Bolaño
se convertirá, con el tiempo, en un escritor en que otras cofradías
—artísticas, profesionales o políticas— lo descubrirán y lo leerán
como metáforas de cómo funciona su mutualidad. Su estilo Cult-Pop
—refinado, pero sin miedo a la cultura popular— será un estilo muy de
moda.
Al revés, la literatura de Bolaño no es para anquilosados
o satisfechos, con razones o no. Ni para escritores viejos, en
decadencia o no. Por ejemplo, dos escritores vejetes, Enrique
Lafourcade y Luis Sánchez Latorre (Filebo), escribieron, a
la muerte de Bolaño, que no le habían leído y que seguramente no le
leerán ya. "Confieso no haber leído nada de Roberto Bolaño"
(Lafourcade). "No creo que deba dar excusas públicas por no haber
leído a Roberto Bolaño" (Filebo). ¿Ven? No le han leído nada ni le
leerán ya, pero igual metieron la cuchara.
Bolaño pertenece a esa
estupenda raza de jóvenes (nunca reconocidos, o mal reconocidos, es
decir, estigmatizados) que un día —idealistas o tontos, qué más da—
estuvieron dispuestos a luchar con y por Salvador Allende. La historia
es la siguiente: el día del golpe militar de Pinochet, digamos un 11
de septiembre, Bolaño vivía en el paradero 20 de la Gran Avenida del
sur de Santiago, en la casa del joven poeta Jaime Quezada.
Entre el invierno de 1971 y el verano de 1972 Quezada visitó
Solentiname de Ernesto Cardenal (Un viaje por
Solentiname, 1987). Luego viajó a México y allí vivió con la
familia Bolaño, que había llegado a México en 1968. La familia Bolaño
era originariamente de Los Ángeles, la tierra natal de Quezada.
Roberto Bolaño era un chaval introvertido y que se pasaba el día
encerrado y leyendo. Influenciado por la visita del joven poeta Bolaño
se viene a Chile en los meses antes del golpe. Aquí se aloja en la
casa de Quezada. En su cuento Buba (de Putas asesinas),
como en sueños, recuerda cuando caminaba por el Llano Subercaseaux
para ver la estatua del Che, que estaba entonces en la Gran
Avenida.
Un día, un día aciago, Jaime Quezada lo
despierta:
—Roberto, han dado un golpe los militares.
—¿Dónde
están las armas?, que yo me voy a luchar.
—No salgas, no vayas,
¿qué le voy a decir a tu mamá si te pasa algo? —
(según contó
Bolaño en una entrevista con Rodrigo Pinto y según me confirma ahora
el propio Quezada).
Bolaño salió no más a buscar células de
resistencia. Le dijeron que el general Carlos Prats venía con tropas
leales del sur a defender a Allende. Ya lo sabemos, no era verdad, y
los líderes de la Unidad Popular llaman a replegarse, o, lo que es lo
mismo, a esconderse. En Los Ángeles, su zona originaria, en una
estación de buses, lo detienen por sospecha. Lo llevan a una
comisaría. El teniente de carabineros lo ve como un terrorista
extranjero pues Bolaño aún hablaba con acento mexicano. Eso podía ser
mortal en el mundo enfermo que vivían los milicos. Luego lo envían a
una comisaría de Investigaciones. Como relata en el cuento
Detectives (de Llamadas telefónicas), tuvo la buena raja
de encontrarse con dos compañeros de curso que ahora eran tiras y que
lo ayudaron a salir. Menos literarias, pero quizás más reales, hay
otras gestiones que también habrían ayudado; son las de su madre,
desde México, y del joven Quezada en Chile.
Bolaño le dio vida
literaria a esa generación que rondaba los veinte años cuando murió
Allende, esa generación —como dijo Bolaño al recibir el premio Rómulo
Gallegos— de militantes que se llenaron de historias —heroicas o
desastrosas— en todo el continente americano. El escritor —dijo
también Bolaño— es un guerrero que siempre lucha, aunque sea, al
final, derrotado. Bolaño se convirtió entonces en un verdadero
escritor de exilio. Vivió a la intemperie, en la desprotección, pero
siempre buscando rehacerse, como tantos latinoamericanos desamparados
y errantes, como putas honradas que viven entre la corrupción, la
violencia, la innegable inmundicia y, modestamente, pasan hambre,
verdadera hambre.
No es raro, entonces, que Roberto Bolaño
deseara un funeral con algo de ceremonia vikinga, en que se prende
fuego a la embarcación con el difunto adentro. Los vikingos en esas
barcazas (drakkar) navegaban días y noches frías y oscuras. A veces,
el cielo era tan cerrado que no se guiaban por las estrellas, sino por
el instinto y la destreza. En esas condiciones, los vikingos no
sabían, no podían saber lo que era el miedo.
Bolaño tuvo algo
que los cobardes y los acomodados siempre omiten: coraje.
Utopista Pragmático, agosto, septiembre
2003