por Omar Pérez
en Utopista Pragmático Nº112, Noviembre Diciembre
2003
Viernes de una
noche cálida. Tertulia en El Parrón de Providencia. Tema inevitable:
la pedofilia. Alguien cuenta que el periodista Víctor Gutiérrez afirmó
por Chilevisión que Vladimir Nabokov, el aristócrata emigré
creador de Lolita (1955), fue pederasta. De pronto, los
tertulios estamos de acuerdo en que Gutiérrez
se confunde. Nabokov nunca fue un pederasta.
Serían algo más
de las 11 de la noche y salgo de El Parrón con el escritor Jorge
Calvo. Cruzamos frente al bar Liguria. Extrañamente, miren lo que es
el destino, nos atravesamos con Víctor Gutiérrez. Obviamente, Calvo no
puede dejar de decirle: -¿Tú dijiste por la tele que Nabokov era
pederasta?
-Sí, dice Gutiérrez, si lo es, Nabokov.
-Te
equivocas, Nabokov no es pederasta
-Sí, lo es, sostiene
Gutiérrez.
Dialogo de viernes por la noche. Gutiérrez entra al
Liguria algo contrariado.
El periodista
comete un error, un desliz común a los que ven la literatura con ojos
del crítico higiénico y los bienpensantes que catalogan a las novelas
por sus efectos pedagógicos.
El brillo de
Vladimir Vladimirovich Nabokov era discreto hasta la publicación de su
novela Lolita (1955). Rechazada por las editoriales
norteamericanas, finalmente, se imprimió en París por Maurice
Girodias, editor de Samuel Beckett, Jean Genet y William S. Burroughs.
La novela pasó desapercibida hasta que Graham Greene en el London
Times la incluyó en enero de 1956 entre "las tres mejores del año".
Tres años más tarde, se publicó en Estados Unidos. Vendió tres
ediciones en cuatro días y cien mil libros en tres semanas. Nacía una
leyenda. De ser un profesor modesto Nabokov se convirtió en un
literary star, regalón del Playboy y de The New Yorker. Colaboró en el
guión para la adaptación de Lolita al cine por Stanley Kubrick
en 1962.
La novela trata de
una niña de 12 años, Dolores Haze, conocida como Lolita, que pierde a
su madre viuda en un accidente de automóvil y cae en manos de su
padrastro, quien abusa de ella a lo largo de unos meses, en que
atraviesan en coche los Estados Unidos. Nabokov creó un arquetipo, una
mixtura de efebo-niña, media boba, ramplona y kitsch, capaz de
aniquilar al triste sátiro, Humbert Humbert. El hombre ve en una vana
colegiala a una criatura mágica. La nínfula sólo existe en la
contumacia de Humbert. El linaje de la novela es la ironía, el humor
negro, el juego de palabras, el uso del detalle, el ojo clínico, en
fin, su plataforma verbal y acrobacia novelística.
Nabokov se cansó
de declarar que él no tenía nada que ver con el profesor que se
enamora de una chica de 12 años. Ni siquiera la novela había nacido de
una experiencia real del autor. Fiction is fiction. El proyecto
comenzó un día "en que me hallaba postrado por una neuralgia
intercostal”. Nabokov luchó contra la mala leche: “Lolita no es una
niña perversa. Es una pobre niña que corrompen, y cuyos sentidos nunca
se llegan a despertar bajo las caricias del inmundo señor Humbert, a
quien una vez pregunta: "¿Siempre viviremos así haciendo toda clase de
porquerías en camas de hotel?"
La fama de
Lolita como pederasta es, más bien, el servilismo del
periodismo ante el gran público. “No sólo la perversidad de la pobre
criatura fue grotescamente exagerada sino el aspecto físico, la edad,
todo fue modificado por ilustraciones en publicaciones extranjeras.
Muchachas de 20 años o más, pavas, gatas callejeras, modelos baratas,
o simples delincuentes de largas piernas, son llamadas nínfulas o
"Lolitas" en revistas italianas, francesas, alemanas, etc. . El colmo
de la estupidez. Representan a una joven de contornos opulentos, como
se decía antes, con melena rubia, imaginada por idiotas que jamás
leyeron el libro.”(Nabokov)
Estos
últimos años se publicaron otras novelas inquietantes: En American
Psycho de Breat Easton Ellis, (1991), un yuppie fetichista,
Patrick Baterman, recoge prostitutas callejeras y las viola, tortura y
mata lentamente. Es un joven rico de éxito que se aprovecha de tantos
dejados a su suerte y que al otro día de su desaparición nadie, pero
nadie los reclama. El sicótico se va luego de compras y de fiestas con
sus amigos. Nada le pasa. Está protegido.
La perturbadora
novela El fin de Alice (1999) de la norteamericana A.M. Homes,
describe los tormentos y obsesiones sexuales de un
pederasta encarcelado y obsesionado con el recuerdo de una niña
llamada Alice. Chappy (mezcla de Humbert Humbert de Lolita y Hannibal
Lecter de El silencio de los corderos) imagina desde su celda, donde
lleva recluido 23 años, una relación con una adolescente con la que
mantiene asidua correspondencia. También El fin de Alice despertó
controversia en Estados Unidos. En Gran Bretaña estuvo a punto de ser
prohibida.
Así ocurre. De tiempo en tiempo una novela es
cuestionada, no por su calidad literaria, sino porque toca temas
prohibidos, y entonces se le procesa, se rivaliza si hace daño o no,
si es bueno o no que los jóvenes la lean. Normalmente, la novela sale
redimida y gana más lectores.
Por otro lado, y
más allá de la literatura, estos años revueltos han demostrado que el
abuso infantil es una realidad. El abuso infantil real, no simulado,
alcanzó a todo el mundo provocando alarma social. La “agenda” social
(y a veces política) se llenó de este tema en todas partes. Esto es lo
grave, amigos leedores: un millón de niños pobres son forzados hoy a
prostituirse (4.000 niños chilenos según el SENAME). No sólo eso. Hay
40 millones de niños que se quiebran el espinazo trabajando en el
mundo. 40 millones de niños. Esa es la verdadera contrariedad que
nadie puede esquivar y sobre el cual hay que levantar la voz. Amigos,
vivimos un momento extraño. Hay gente rica y con poder (a los que al
parecer el mundo les prometía algo más) y no son felices consigo
mismos. Una vez más, es un ejemplo de lo necios que podemos ser en
ocasiones los seres humanos, tanto los que se equivocan, cómo los que
observamos con indiferencia. En eso Víctor Gutiérrez puede tener,
desgraciadamente, razón.