Ingreso a la modernizada y grata biblioteca pública de San Miguel con
un lote de libros leídos. Olga Cáceres, la amable y eficiente directora,
me ha reservado unos testimonios de féminas chilenas. “No he tenido
tiempo de leerlos”, me dice mientras los registra. “Los leeré y de ahí
te cuento”, le digo.
Mónica Madariaga fue matea, según su
testimonio en La verdad y la honestidad se pagan caro
(2002). Mas las aventuras de esta matea son de módico riesgo. Madariaga
-abogada de escasos amores, hija de una familia de la avenida
Bustamante, cuatro hermanos- cuenta con lengua oficinesca y tono
dogmático sobre su rol de Ministra de Justicia y de Educación durante la
dictadura de su primo, el innombrable. El libro tiene pocas alusiones a
su vida, pero comienza y termina dando sablazos a los gusanos, o sea a
los grises. Y si bien los mediocres aumentan día a día, Madariaga abusa
de sus espuelas. Ni siquiera se apiada de una empleada que se suicidó en
su departamento de Carlos Antúnez. También carece de vínculo con lo
popular y se nota en las imágenes obsoletas: “valle de lágrimas”,
“liberal de tomo y lomo”, etc. A su libro le falta oxígeno.
Gladys Marín, la chica de Curepto, antes de su lamentable enfermedad,
escribió su libro La Vida es hoy (2002) casi siempre en plural,
“nosotros fuimos, estábamos”. Es la voz de la warrior
comunista. Joven diputada de notorias minifaldas, su exilio, la pérdida
del amor de su vida, la clandestinidad. Una vida de película, digna de
ser contada. Su autobiografía desentona, sin embargo. La reiteración de
frases hechas alertan y distraen. De pronto entra en un camino
intimista, de vacaciones en el sur de Chile, habla con la gente,
recordando a viejos camaradas de la zona, recuerda a Jorge Muñoz, su
marido desaparecido, padre de sus dos hijos. Todo bien. Está hablando
ella. La auténtica. Pero de pronto le da rabia que la transnacional, que
la globalización y que no sé que cuanto. Gladys Marín se niega a
quedarse consigo misma. Marín ha viajado por el mundo, pero ella no se
deja sorprender, no ve ciudades, ni arquitecturas, ni estatuas. “No hay
que acomodarse al exilio”.
Mónica Madariaga salía de abogado
en 1966 cuando la eslava-chilena Clara Szczaranski entraba a la escuela
de derecho en Pío Nono. La foto sofisticada de la portada del libro
El bisel del espejo: mi ventana es en blanco y negro, su rostro
blanco como pote de leche inclinado, lleva un abrigo oscuro hasta los
tobillos (“el abrigo de todos los días”). Depresiva endógena,
novela su vida como si fuera dolorosa y oscura, intimista y
contemplativa. Su unión a los comunistas en la universidad, el exilio
italiano, su amor con Jorge Coulon de Inti Illimani, su carrera de
abogado y Catalina, la hija que nació moribunda, su ángel de la guarda.
El libro de Szczaranski es sutil pero pretencioso e inútilmente espeso
en ciertos capítulos. Ella despliega el mito continuo de que los
rabanitos eran serios desde chicos, esquivos a la hora de
desbocarse.
Las tres mujeres puntualizan su acción pública.
(Largas páginas de Szczaranski sobre sus pugnas como presidenta de la
CDE, o los detalles de Marín frente a esta u otra escaramuza política.
El libro de Madariaga es un cuaderno de quejas, cahier de
doléances).
Esas cantinelas también me aturden.
Les
cuesta bajarse del púlpito a estas damas.
Comen mucho ají
verde.
La autobiografía, figura de figuras -memoria, metáfora y
sujeto- es una autorreflexión, una organización del pasado, el arte de
recordar. La autobiografía con lucidez retórica –fresco uso del
lenguaje, metáforas nuevas- es una vía para llegar a un público
transversal.
Estos libros de memorias políticas, de cierto brillo
oficioso, de mujeres que se saben y consideran paradigmáticas y
representativas de su época. Mujeres ejemplares que proponen una visión
a través del camino personal. Lo importante, pues, en estas narraciones
no es lo autobiográfico en sí sino el rol colectivo de sus historias. A
cada pajarillo le gusta su nido.
En este sentido, el libro de
Szczaranski tiene más lógica interna de los tres. Su protagonista
conecta míticamente su historia con un resultado colectivo nacional.
Representa a una nueva mujer, moderna, sofisticada, culta. Cuando
Szczaranski remonta su rol histórico a su padre, un joven polaco que
participó en la revolución socialista, y el eurocomunismo de su exilio,
ella busca establecer una continuidad entre los viejos europeos y
ciertos actores europeizados de la Concertación. Ella encarnaría el
ideal civil de la gauche divine (la izquierda sin pueblo, la
izquierda sin revolución).
Los casos de Madariaga y Marín, son
aún más problemáticos.
Gladys Marín simboliza un comunismo del
5%.
¿A quién representa Madariaga hoy? A los “burbujistas”.
Participaron de una dictadura inhumana, y se dieron cuenta too
late. Traidora para los suyos, oportunista para los otros, su nivel
representativo es un puente roto. Su nula efectividad narrativa va en
paralelo con su merengue efectividad política.
De cualquier
modo, las tres son mujeres erguidas, orgullosas y quieren el mundo para
cambiarlo. Mujeres del poder, recibidas con alfombras rojas, títulos de
gobierno y respetadas por líderes políticos, tienen en común su altísima
valoración sobre ellas mismas y un brío de mariscales de la justicia.
Mujeres muy paradas en la hilacha, (como otra que yo conozco).
Un
par de semanas y vuelvo ahora a la biblioteca de San Miguel con los
libros leídos y una tarjeta de saludos navideños para Olga Cáceres y sus
colaboradores.
Extiendo el saludo a ustedes amigos, los
leedores. Sean felices. Sean muy felices.