El estado de la crítica literaria durante la dictadura:
la irrupción del feminismo como práctica de lucha antihegemónica Por Patricia Espinosa Instituto de Estética
Pontificia Universidad Católica de Chile pcespinosa@gmail.com Publicado en Taller de Letras, N°73, (2023): Segundo Semestre
No recuerdo bien dónde me topé con una de las definiciones literarias más cursis de todos los tiempos, el ensayo es el “centauro de los géneros”. Más allá de lo afectado del concepto, lo que nos importa aquí es cómo esa mirada remarca la excluyente supremacía de los varones. Lo central en este caso es constatar que todas las escrituras relacionadas con la verdad o con la exploración de los caminos para llegar a la verdad, e incluso los géneros de opinión, han estado bajo la hegemonía masculina. Las mujeres ensayistas, de tal modo, ocupan un sitio sino invisible, menor. El problema es que esto no es solo un asunto que importe por la apropiación histórica de un género, sino que lo verdaderamente crucial es la conformación de una escena donde la voz legitimada es la que se ajuste al modelo impuesto históricamente por lo varones, es decir, una serie de modos y protocolos que se consideran ‘adecuados’ o ‘pertinentes’.
Aunque resulte increíble, aún hoy las mujeres debemos justificar la elección de un género literario que interrumpa el flujo del formato académico, claramente dominado por el paper. Este formato, convertido hoy en una suerte lenguaje universal de la academia, estandariza y masculiniza nuestro discurrir intelectual. Me interesa, como siempre, auscultar, sospechar y escribir al modo de una reflexión, abierta, en proceso. Pretendo leer precisamente situada y desde abajo,[1] sin olvidar mi condición de clase ni mi género, el estado de la crítica literaria durante los años de la dictadura. Un paisaje donde es necesario distinguir entre la crítica literaria realizada en Chile y en el exilio,[2] así como la crítica pública (en medios de prensa) y en revistas académicas. Todo esto para rescatar nombres y escrituras contraculturales en el tiempo del horror.
La militarización de las universidades, el despido de académicos y académicas afines al gobierno de la Unidad Popular, así como su expulsión del país y el encarcelamiento marcan un punto de inflexión radical en el campo cultural chileno. Al respecto César Zamorano, señala que la dictadura generó:
Un esquema dicotómico entre el pasado inmediato, representado por la izquierda y la Unidad Popular en particular; y el nuevo orden militar, destinado a erradicar “el cáncer marxista” y el “caos institucional y moral” dejado por la UP, y a recuperar los valores morales y el orden perdido. Se consideró necesaria la intervención en las construcciones simbólicas que constituyeron una poética de la Unidad Popular, de modo que el campo cultural del arte y las humanidades fue notoriamente objeto de limpieza ideológica, precisamente por la prolífica relación que se produjo entre arte y política en los casi tres años del gobierno de Salvador Allende. El circuito artístico que se gestó durante el gobierno de la UP fue desmantelado y sus protagonistas perseguidos, detenidos o exiliados (259).
La dictadura instala un plan orientado a “extirpación de raíz del cáncer marxista”.[3] En lo que respecta a las revistas culturales, literarias y la institución universitarias José Joaquín Brunner señala:
Las ocho universidades del país fueron intervenidas por el nuevo Gobierno, cancelándose su autonomía, al paso que se desahuciaban los organismos representativos de los académicos y estudiantes [...] Las publicaciones de cualquier naturaleza, académicas o literarias, fueron sometidas a censura previa por parte del Ministerio del Interior. En el subcampo artístico se procedió a excluir y sancionar cualquier expresión disidente, y también en el teatro, la plástica y la música (en Rosas 97-98).
La censura explícita puso su mirada en las publicaciones de libros, revistas académicas y en las salas de clases. El golpe a la crítica llevó a que investigadores/as y académicos/as se adscribieran al estructuralismo o inmanentismo analítico, la estilística y el formalismo ruso (Subercaseaux s/p), donde el texto literario se abordaba de manera autónoma, desvinculando las representaciones de la realidad de todo nexo con lo social o histórico. Esto provocó un desface en el ámbito del conocimiento académico, panorama que solo empezaría a cambiar a finales de los 80 con la llegada al país de investigadores e investigadoras exiliados[4] o jóvenes que venían llegando de sus estudios de posgrado. Es cierto que esto también provocó que con la llegada de la democracia en 1990 surgiera una especie de afán maniático por ponerse al día, generando una verdadera orgía teórica a comienzos de los 90. Así todas nuestras bibliografías abundaban en libros de Bajtín, Foucault, Derrida y Kristeva. Incluso, hasta el día de hoy existe un afán patológico por estar siempre a la moda de la última corriente teórica.
Pero volvamos al tema que me convoca, la crítica literaria en dictadura. Si bien al interior del país se imponía el imperio del silencio, en el exilio proliferaban los sujetos críticos y revistas de crítica literario-cultural dedicadas a Chile.[5] Imposible no mencionar Araucaria de Chile o Literatura chilena en el exilio. En palabras del editor Carlos Orellana:
La revista literaria por antonomasia, fue Literatura Chilena en el Exilio, publicada entre enero de 1977 y abril de 1980, y que a partir del número 15 se llamó: Literatura chilena. Creación y Crítica. Dirigida en su primer período por el novelista y ensayista Fernando Alegría y el poeta David Valjalo, apareció inicialmente en los Ángeles, California, pero en 1985 se trasladó a Madrid, donde se publicó hasta 1989. Publicaron en total 50 números en el exilio (hubo ocho más publicados en Chile tras la vuelta a la democracia), que recogieron una extensa producción poética, narrativa y ensayística: más de 500 autores diferentes, chilenos en su enorme mayoría (s/p).
El mismo Orellana agrega que “los contenidos dominantes, sobre todo al principio de los 70, fue de orden político: denuncia y testimonios de las víctimas de la dictadura. En cuanto a las revistas oficiales de los partidos políticos abundaron y se destacaron por su continuidad y difusión, a pesar de la precariedad de medios” (s/p). En el ámbito de las revistas no partidarias, menciona la revista Trilce, “que resucitaba en Rumania en 1982, tras haber interrumpido sus publicaciones en Valdivia en 1970. Su director, Omar Lara, la convirtió en la revista LAR que siguió publicándose en Chile cuando el poeta retornó al país” (s/p). Otro caso singular, para Orellana, fue el de la Revista Araucaria de Chile, publicada ininterrumpidamente por doce años y dirigida por Volodia Teitelboim, contando, además, como jefe de redacción al propio Orellana.[6]
Es notable señalar que la crítica de la diáspora se concentró en la literatura que por entonces se producía al interior de Chile. Gesto político que representa la preocupación por el estado del país y la necesidad de reforzar el vínculo con el territorio del que los críticos/as y, en particular la crítica, fueron expulsados.
En paralelo a la vasta crítica de la diáspora, en Chile la crítica y la creación literaria eran actividades proscritas. El cierre de una enorme cantidad de medios de prensa escrita, así como de revistas académicas, implicó, no solo que la escritura se convirtiera en un accionar clandestino sino que paulatinamente se crearan revistas independientes orientadas a visibilizar el trabajo literario al interior del país. Al respecto, Horacio Eloy señala:
La censura se orquestó primero a través de un organismo creado a comienzos de la Dictadura. División Nacional de Comunicación Social (DINACOS), encargada de, entre otras cosas, dar o negar los permisos para publicar libros y revistas. Esta práctica materializada en la denominada Oficina de Evaluación de Libros, operó hasta poco después del fraudulento plebiscito donde Pinochet hizo aprobar la llamada “Constitución del 80”. Posteriormente, se inició el 11 de marzo de 1981 una segunda etapa, la cual vino a ser apoyada con la plena vigencia de la reciente Constitución. Gracias a este amparo legal, el Ministerio del Interior, apoyándose en el artículo 24 transitorio, letra b, decretó que a contar de esa fecha, la fundación, edición y circulación de nuevas publicaciones en el país debería ser autorizada por ese ministerio (5).
La censura al libro que operó en el país se inicia con la quema de libros y el allanamiento a la Biblioteca Nacional el 2 de octubre de 1973 (Moral et al. 26). La dictadura restringió la libertad de expresión e instaló una serie de leyes orientadas a prohibir la circulación de todo aquello que le oliera a marxismo. El 5 de mayo de 1975 se promulga el Decreto Ley N° 1009, referido a la Ley de Seguridad Interior del Estado, donde se mandata:
Si por medio de la imprenta, de la radio o de la televisión, se cometiere algún delito contra la seguridad del Estado, el tribunal competente podrá suspender la publicación de hasta diez ediciones del diario o revista culpables y hasta por diez días las transmisiones de la emisora radial o del canal de televisión infractores [...] en casos graves, podrá el Tribunal ordenar el requisamiento inmediato de toda edición en que aparezca de manifiesto algún abuso de publicidad penado por esta ley. Si la imprenta, litografía o taller impresor, mediante los cuales se hubiere cometido algunos de dichos delitos, no estuvieren declarados ante la autoridad a que se refiere el artículo 3° de la ley N° 16.643, sobre Abusos de Publicidad, el Tribunal procederá, además, de oficio o a petición del Gobierno y sin más trámite, a incautarse de las maquinas impresoras. Del mismo modo deberá proceder el tribunal si los impresos no llevaren el pie de imprenta a que la citada disposición se refiere [...] (35).
Los devastadores efectos de estas medidas represivas calaron profundamente en las publicaciones, a la vez que generaron una suerte de sentidos agudizados en quienes intentaban rastrear pequeños signos de libertad. Una palabra, una referencia a alguna obra por fuera de la bibliografía oficial o una cita impactante permitía que un profesor o profesora fuera considerado una verdadera puerta de entrada a otro mundo, mucho más basto que el diseñado por el régimen. Como señala Iván Carrasco:
[...] aunque sometida a los mismos mecanismos de censura implícita o explicita, control y silenciamiento que las demás esferas de la sociedad, supo establecerse durante este periodo como un discurso alternativo y de resistencia al discurso autoritario o neoliberal, particularmente en el ámbito académico y de interacción con los escritores más activos, tanto en provincias como en la capital. Este discurso adoptó dos modalidades básicas: una contestataria, ideológica y pública en el exilio exterior, mediante publicaciones propias, congresos y actividades variadas, y otra modalidad de supervivencia en el exilio interno, desarrollado en forma semi-marginal y casi clandestina en los resquicios del sistema (Alonso et al 37).
La distinción, antes señalada en este ensayo, entre la crítica liberada de censura (en el exilio) y la censurada (al interior del país) es considerara por Carrasco como parte de la resistencia a la represión. Me interesa lo que el autor señala sobre la crítica a nivel país, en particular aquella que denomina clandestina, publicada en revistas académicas, ya que los críticos abandonan los medios de comunicación. Carrasco luego agrega que la crítica concentrada en la academia, asume lo que le parece un costo en el lenguaje: “[...] referencias conceptuales, obviamente crípticas para los no iniciados, representa tanto un código restringido para escapar a la censura oficial, como asimismo el medio natural de comunicación propio de las comunidades científicas” (38). Este procedimiento de tecnificación de la crítica (ibíd.) implicó una distancia insalvable entre el formato crítica literaria en la academia y los medios de comunicación. División que hasta el presente se mantiene activa, generando verdaderos bandos que sustentan sus posiciones en gigantescos prejuicios contra el supuesto adversario. Elitismo y falta de conexión con la realidad por una parte y sospecha de gratuidad y falta de consistencia por otra. Así están los y las que pertenecerían a la elite que solo publica en revistas científicas versus aquellos/as críticos/as seculares ubicados/as en el lugar del lector/a incivilizado/a. Lo cierto es que, en el caso chileno, ubicar en las medidas represivas de la dictadura la aparentemente irremontable distancia entre la crítica académica y de prensa no es del todo acertado. La brecha se ha profundizado por una elitización de la academia, convertida en una casta privilegiada, ajena a lo que traspasa sus muros. La crítica pública es, desde el lugar de la academia, considerada un género menor, aun cuando se nutren de esta de manera constante.
La academia de la dictadura, sobrevivió sumida en el temor, sopor o pequeñas acciones simbólicas de oposición a la represión. Es precisamente esta academia desolada la que permite que la crítica literaria en prensa se apropie del género e imponga lo que se ha denominado la figura del crítico hegemónico o único. El diario El Mercurio de tendencia conservadora instala en sus páginas, a partir de 1966, al sacerdote José Miguel Ibáñez Langlois, alias Ignacio Valente, sacerdote Opus Dei, quien pasaría a ocupar durante los 80 el sillón preferencial del gran crítico literario de Chile. Sus críticas semanales proponían un canon ligado a valores conservadores y, por supuesto, se apegaban a lo que la dictadura consideraba leíble, tanto así que en el caso que tuviera palabras positivas para un autor o autora ligado al mundo de la oposición, la sospecha recaía en el autor y no en el crítico o su demostración de flexibilidad. A modo de anécdota sobre los límites intelectuales de Valente cabe citar el inicio de su comentario a la grandiosa novela Lumpérica (1985) de Diamela Eltit: “Me vence el tedio: no cultivo el aburrimiento como sistema” (El Mercurio s/p). Es así como Valente se convierte en la contracara del dictador Augusto Pinochet. Una figura con poder omnímodo. Su palabra se convirtió en ley en un país sumido, en apariencias, en lo que el régimen denominó “apagón cultural”. Este concepto muy difundido en los 80 no solo es ridículamente falso, sino también un ejemplo paradigmático de mala conciencia, ya que si hubiera existido tal apagón cultural habría sido causado precisamente por la muerte, el exilio o el silenciamiento de los actores que daban vida a la escena cultural hasta antes del Golpe de Estado. El apagón no existió nunca ya que durante la dictadura se siguió creando, escribiendo y publicando en revistas de bajo tiraje y poca circulación. Cabe considerar, además, como un polo importante, el surgimiento de cientos de talleres literarios que, ante las prohibiciones de asociación en el espacio público, eran realizados en las propias casas de las/os autoras/es.
Eso sí, en el ámbito de la crítica la situación era paupérrima. La crítica literaria, como señalé antes, estaba centrada en la figura del crítico único, quien solo era el continuador de una larga tradición de varones críticos literarios, como Emilio Vaisse, cuyo seudónimo era Omer Emeth (el que dice la verdad) y que escribió durante cincuenta años en el mencionado medio. Una cantidad de años similar, fue la que estuvo Hernán Díaz Arrieta (más conocido como Alone). La concepción de crítico hegemónico, por tanto, aun cuando se consolida durante la dictadura, era parte de una línea editorial que El Mercurio instauró desde las primeras décadas del siglo XX.
La hegemonía y la contrahegemonía tuvieron, durante el periodo, un carácter fuertemente patriarcal. Es más, la izquierda chilena ha sido siempre de base patriarcal y durante la dictadura esa situación prácticamente no cambió, a pesar de, como veremos, algunas emergencias significativas. La crítica literaria es un género cultivado fundamentalmente por hombres. Y no solo en Chile. El sesgo patriarcal implica un lector profesional donde convergen racionalismo, bagaje literario, pero también condición de clase y género. La elite letrada, masculina, insisto, produce al crítico literario como un sujeto poseedor del criterio del gusto y de la verdad sobre una “pieza literaria”. La mujer, por su parte, es asociada a la creación fundamentalmente poética y géneros no ficcionales como el diario de vida y las memorias. Es decir, todo aquello que exprese sentimientos. El esencialismo de género se manifiesta, además, en una política de invisibilización de la producción literaria realizada por mujeres. La indiferencia, la crítica destructiva o, derechamente, el aparentar que no hay escrituras de autoría “femenina” valiosas son parte de esta estrategia patriarcal que opera a través del control de los medios de producción, comunicación, las historias de la literatura, el canon o la crítica, y la depreciación cultural de la racionalidad de las mujeres.
En este escenario las mujeres no tienen espacio para producir crítica literaria. A esto se suma la imposición de una perspectiva logocéntrica que da como resultado un género literario accesible solo para varones. Pese a todo, las mujeres realizaron crítica literaria durante la dictadura, y también antes, fundamentalmente fuera del país. Imposible no mencionar a las críticas literarias de la diáspora como Raquel Olea, Soledad Bianchi, Kemy Oyarzún, Ana Pizarro, Lucía Guerra (aun cuando vivía en Estados Unidos antes del Golpe), Patricia Rubio, Marjorie Agosín. Al interior del país, por su parte, destacan el trabajo crítico de autoras como Eugenia Brito, Nelly Richard, Eliana Ortega, María Inés Lagos, Josefina Muñoz, Emma Sepúlveda, Patricia Rubio, Patricia Pinto, Marta Contreras, Diamela Eltit, Sonia Montecino.
En los años más duros de la dictadura se publica en Chile La sartén por el mango: Encuentro de Mujeres Escritoras Latinoamericanas (1984) editado por las investigadoras y críticas Eliana Ortega y Patricia Elena González. Esta selección de textos se deriva de un encuentro realizado en Chile, durante 1984, con el apoyo económico de diversas universidades estadounidenses, donde se reunieron escritoras/es, investigadores/as, críticos/ as, “interesados y curiosos” (11). El objetivo general fue: “entablar un diálogo sobre la mujer-escritor y su obra” (ibíd.). Este verdadero hito en lo que a crítica literaria y feminismo se refiere, contribuyó a reforzar el trabajo escritural y el feminismo, así como potenciar la vinculación con escritoras y críticas latinoamericanas. Tres años después, se publica Escribir en los bordes. Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana 1987, volumen compilado por Carmen Berenguer (poeta), Eugenia Brito (crítica literaria y poeta), Diamela Eltit (novelista y crítica cultural), Raquel Olea (crítica literaria), Eliana Ortega (crítica literaria y crítica cultural) y Nelly Richard (crítica cultural). Este libro concitaba el material del Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana, realizado en Chile en agosto de 1987.
Los textos introductorios, firmados y escritos de manera individual por Eugenia Brito, Carmen Berenguer, Diamela Eltit, Lucía Guerra y Eliana Ortega, diseñan una comunidad de voces/escrituras de mujeres que construye una comunidad que aborda la situación del país en dictadura, la falta de crítica, la literatura latinoamericana como territorio desconocido, la productividad literaria de la mujer y las alianzas con escritores/críticos varones. Josefina Muñoz, crítica literaria, quien fuera parte del Congreso, así dice:
Uno de los objetos iniciales del congreso era dilucidar la existencia (o no existencia) de ciertas claves que caracterizarían el discurso literario femenino como “otro” en relacion al discurso masculino; alrededor de un tercio de las casi ochenta ponencias presentadas, estuvo a cargo de varones, lo que marca el espíritu no feminista ni excluyente de dicha reunión. Hubo un intento serio de reflexión, de repensar el espacio literario en el cual la mujer ha sido una figura marginal (207).
Quiero destacar en esta cita dos puntos. El primero referido al objetivo general del Congreso: caracterizar la especificidad de la escritura de mujeres en relación a la de varones y, en segundo lugar, la constatación del carácter inclusivo del encuentro. “Alrededor de un tercio” de las ponencias fueron escritas por varones, señala Muñoz, lo que determinaría el carácter “no feminista ni excluyente” del Congreso. Por tanto, la negación del carácter feminista del encuentro se debería a la participación masculina. Disiento de la autora ya que la ausencia de separatismo no implica la negación del feminismo. El Congreso asume el feminismo inclusivo y con ello, se intenta articular un proyecto donde las masculinidades afines a las luchas feministas, puedan integrarse a estas. Al respecto, véase el libro Masculino/Femenino: prácticas de la diferencia y cultura democrática (1993) de Nelly Richard y su polémico artículo “¿Tiene sexo la escritura?” donde postula la unión con los varones, en virtud de un proyecto común: la lucha antipatriarcal.
Pues bien, más allá del carácter inclusivo del Congreso, los textos introductorios, son elaborados solo por mujeres. El primer texto es de Eugenia Brito, quien apunta hacia las razones que motivan este y el anterior Congreso: “No fue casual que un pensamiento sobre la relación entre la mujer, la escritura y el poder hubiera surgido justamente en un país dominado por una tiranía y que ese pensamiento hubiera emanado de mujeres que ocupan el lugar más resistido de esa tiranía; la escritura” (Escribir en los bordes, 6). Brito luego agrega: “El libro que hoy presentamos emerge consecuentemente [...] como un dispositivo de lectura del mapa cultural de América Latina, entregando algunas claves (sic) para su desciframiento. Entre ellas, quizás la más importante, inaugurar un discurso crítico de la literatura femenina latinoamericana” (9-10). Brito fundamenta el encuentro, donde no solo se manifiesta una preocupación por lo que denomina “mapa cultural” de América Latina, sino que, específicamente, por las escrituras de mujeres. Esto significa el reconocimiento de una ausencia de lectura, de crítica, en otras palabras, a las escrituras de autoras. Reconociendo, además, la vinculación entre sujeta y contexto. Mujer-escritura resultan subordinadas al poder dictatorial y patriarcal. La periferia, sería de tal manera, el lugar habitual de las escritoras (narradoras, poetas y críticas). En esta misma línea, Diamela Eltit en “Las aristas del Congreso”, afirma el sentido político del encuentro de mujeres que da lugar a este libro como: “un gesto político complejo dirigido a la historia como poder, a la historia de la literatura, en cuyo amplio y sostenido relato, se ha trazado una fina pero estricta división espacial, limitante para el cuerpo textual femenino” (19). Es, finalmente, Eliana Ortega, quien se refiere específicamente al hacer crítico, señalando:
[...] ¿se puede confiar en la interpretación de la crítica institucionalizada que ahora se autodenomina feminista? Esos críticos que se catalogan así, ¿no tendrían las estructuras patriarcales imperantes que marginan, oprimen y silencian a la mujer como a otras minorías? De no haber tal ruptura, ¿no estaríamos ante una crítica sobre el discurso de la mujer que no es nada más que una mediatización del voyerismo masculino, simplemente, no estaríamos bajo otra práctica paternalista? O tal vez, estos críticos que escriben desde el poder académico, ¿no estarán utilizando el discurso femenino en los 80 como última alternativa liberal progresista, ante la ineficacia del discurso de la década de los 60? ¿No será también, que se percibe la literatura femenina como un producto, más bien que como una producción literaria que el mercado internacional demanda en estos momentos? ¿Hasta qué punto la escritura femenina como mercancía vendible constituye una nueva onda del consumismo de la crítica literaria; sobre todo en los países de la órbita capitalista? [...] ¿no podríamos estar formando e implementando modelos culturales que no se aplican a la realidad histórica actual de nuestros países? (32-33).
Ortega realiza una serie de valiosas interrogantes que aún hoy son parte del debate feminista. Su manifiesta desconfianza hacia la crítica institucionalizada, fuera y dentro de la Academia, que “se autodenomina feminista”, resulta clave. Me parece premonitorio que Ortega adelante una sospecha sobre lo políticamente correcto, donde ser feminista se ha convertido, para muchos, destaco el masculino, en una moda progresista. Otro aspecto importante señalado por la autora es la inclusión de las mujeres como una más de las figuras de las minorías, entendiendo por estas, a miembros de pueblos originarios, disidencias, migrantes. Una vez más, la autora se adelanta a su momento histórico, revelando la cercanía del feminismo con los estudios decoloniales. Finalmente, dentro de esta serie de interrogantes tremendamente vigentes, Ortega advierte que la escritura femenina es una demanda del mercado y que la crítica estaría asumiendo modelos foráneos para aplicar a las
literaturas nacionales. Esto último ha sido y es fuertemente trabajado en la academia feminista nacional del presente.
La invisibilidad de la crítica literaria de mujeres al interior del país, ha sido históricamente ignorada, señalan Patricia Pinto y Benjamín Rojas:
Es dable pensar que por negligencia, porque de otro modo sería lesivo para la vigilante actitud del crítico e investigador; aunque el pensar patriarcal, por otro lado, se ejerce desde cualquier dominio. Esta sola realidad ha inhibido la formación de una tradición crítica en las mujeres. Su batallar –situadas en islas de saber o en archipiélagos poco estables del logos y del contra-logos– se permea de desesperanza o de fragilidad (7).
Ambos autores identifican un sesgo de género en los críticos e investigadores literarios; en otras palabras, una operación patriarcal de exclusión. En esta misma línea, destaca la reflexión de la investigadora y académica Darcie Doll, quien en un ensayo del 2002, quien así se refiere a la producción literaria de mujeres:
[...] los textos producidos por mujeres han existido aisladamente y sin haber sido puestos en diálogo con los textos escritos por varones (aspecto obvio pero que puede ser peligrosamente olvidado). En su misma exclusión co-existen a veces ingresando en forma relativa en los diferentes movimientos, escuelas o corrientes de creación literaria y de recepción crítica, pero, siempre insertas problemáticamente en el campo intelectual; ubicadas como nombres aislados y excepcionales, en una interacción insuficientemente explicada a través de transformaciones económico-sociales y político culturales. En otras palabras, al margen de las historias de la literatura y la cultura, fuera de las construcciones que otorgan legitimidad pública a las producciones discursivas (84-85).
Siguiendo a Doll, la producción literaria de mujeres, históricamente ha sido excluida del diálogo con las escrituras de autoría masculina. La autora así mismo asevera que las escrituras de mujeres, si aparecen, es como indicadoras de cambios. Esta política de segregación de género nos lleva al cuestionamiento al canon.[7] Por tanto, dentro de las prácticas de cuestionamiento de la crítica literaria feminista, iniciadas desde los 80, está la desautorización del canon masculino y la necesidad de proponer sino cánones alternativos, derechamente destruir el canon imperante. Tarea que hasta el presente se encuentra pendiente.
En este tramo de la escritura, me parece necesario retomar algunos puntos identificados anteriormente. La crítica literaria académica en el Chile dictatorial experimentó dos inflexiones. Al interior del país se adoptó el análisis inmanentista. En cuanto a la crítica literaria de la diáspora, asumió una función política, orientada a dar cuenta de la literatura chilena de corte social. En otras palabras, se retomó el estilo previo al Golpe, donde se imponía la socio-crítica.
En cuanto a la crítica literaria realizada por mujeres en el exilio, coincidiendo con sus pares radicadas en Chile, se abre al análisis de escritoras nacionales[8] y latinoamericanas,[9] como un gesto de reconocimiento a la segregación patriarcal común con las escritoras del continente. La consciencia de una comunidad subalterna resulta parte fundamental de lo que se puede denominar una programática feminista devenida de la crítica literaria realizada por mujeres dentro y fuera de la academia. El rasgo central de esta oleada de críticas, que surgen con fuerza durante los 80, dentro y fuera de Chile, es el análisis literario culturalista e interdisciplinario. Me refiero con esto a un discurso crítico literario que dialoga con la cultura, el feminismo, la dictadura. En último término, la crítica literaria de mujeres se localiza y enfoca en temáticas como el cuerpo, el dolor, el suicidio, el erotismo, la soledad, el desamor. La crítica literaria feminista de entonces transita hacia una crítica literaria culturalista.[10]
Desde mi perspectiva, la década de los 80 fue un hito en los estudios y la crítica literaria feminista. Por primera vez en la historia del país, se articuló una comunidad de mujeres orientada a reflexionar en torno a la escritura de mujeres en diálogo con el contexto político; hecho que se suma a la enorme labor de lucha antidictatorial desarrollada por mujeres durante la dictadura. Una zona silenciada en términos historiográficos es la crítica literaria realizada por mujeres desde acá y desde allá. En retrospectiva, considero que uno de los momentos más prolíferos e intensos en la crítica literaria de mujeres fueron los 80. Periodo donde la utopía de cambio se mantenía como articuladora de la función crítica. De igual manera, es durante este periodo donde surge por primera vez en la historia de la literatura chilena una formación de sujetas que advierten la función política de la crítica literaria desde la diversidad de voces y concepciones del feminismo. Críticas literarias, analistas,
escritoras, unidas para derrocar al patriarcado civil-militar, conformado no solo por los adherentes a la dictadura sino también por la izquierda chilena.
Aun hoy en día, levantar una crítica literario-culturalista antihegemónica, resulta un desacato. Por lo mismo he querido rescatar la épica, la valentía y pasión de estas mujeres que durante la dictadura no dudaron en arriesgar su vida, trabajo, familia, oficio, por dar un lugar a la producción literaria y crítica desde la diferencialidad que implica ser mujer. Digo esto, desde un lugar ajeno al esencialismo que en muchas ocasiones afirmó la discusión de las críticas de los 80. Es importante agregar que la crítica literaria feminista de hoy en día, deconstruye las genericidades de mujer, mediante la identificación de interrupciones a tales homogeneidades elaboradas por el pensamiento esencialista. El fin último, por tanto, es identificar la presencia o ausencia de los mecanismos de despatriarcalización de la sujeta que escribe el propio texto crítico desde una perspectiva no totalizante. Leer y escribir como mujer implica leer desde una posición de sujeta que comprende una experiencia de culturización basada en una definición hegemónica de la mujer. Me refiero con esto a que toda mujer ha sido esencializada, educada como mujer; por tanto, siguiendo patrones naturalizados que la llevan a significar y representarse como mujer. Cuando hablo de experiencia de mujer, lo hago desde la consideración de una diversidad de posiciones de sujeta. Por tanto, las experiencias serán diversas. Sin embargo, hay un aspecto que es común, reitero: haber sido educada-culturizada-subjetivada a partir del binarismo masculino/femenino. No se trata de tal manera de admitir una esencia de mujer sino un condicionamiento de sujeta y, por ende, una posición subalterna, reducida a una clase subordinada.
Reitero la enorme importancia de las mujeres críticas literarias que realizaron una labor extraordinaria durante la dictadura, trabajo profundamente invisibilizado, pero fundamental en la historia de la crítica literaria nacional. La crítica literaria feminista-cultural, de ayer y hoy, finalmente, implica una política de resistencia, por tanto contrahegemónica, orientada a tensionar la definición de mujer, recuperar obras invisibilizadas, denunciar la reproducción de la ideología patriarcal tanto en obras de varones como de mujeres, la identificación de sesgos misóginos en las políticas públicas ligadas al campo literario, la institucionalización del canon masculinizante. Un aspecto que me parece necesario mencionar es que la crítica literaria feminista-cultural no tiene por qué negarse a entrar en conflicto con un texto de autoría mujer, distinguiendo el dominio patriarcal en la construcción de lo femenino/masculino, identificando los modos de representación binarios y disidentes en que se construyen subjetividades y señalando los dispositivos de desmontaje del género literario y de la lengua. Este recorrido, sería realizado desde una sujeta crítica situada, localizada, consciente de elaborar un discurso crítico en oposición a
la visión totalizante del texto literario leído desde el patriarcado. La crítica feminista-cultural, además, se aleja de la homogenización del feminismo, asumiendo una diversidad de posiciones de sujeta. Este itinerario que he elaborado sobre la crítica literaria feminista-cultural, finalmente, implica ser capaz de escapar de la esencialización de la mujer, producida desde la lógica patriarcal y del neoliberalismo, la otra cara de la moneda, orientados ambos, una vez más, a invisibilizar la producción intelectual de las mujeres.
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Notas
[1] Resignificar el ensayo desde un enfoque de género, implica una metodología alejada de la composición patriarcal. Pienso acá en Donna Haraway y su cuestionamiento a la objetividad: “La objetividad feminista significa, sencillamente, conocimientos situados” (326), para luego agregar: “Existe una buena razón para creer que la visión es mejor desde abajo que desde las brillantes plataformas de los poderosos” (328).
[2] “El exilio “oficial” terminó gracias a la publicación de los Decreto Ley 1.197 y 1.198, publicados en el Diario Oficial por el cual se levantaban tanto el estado de emergencia y de peligro de perturbación de la paz interior en la totalidad del país. Estos decretos se promulgaron en las vísperas del Plebiscito de 1988 a través del cual la dictadura pretendía perpetuarse en el poder”. Ver Mario Andrés Olguín. “Chile vencerá: exilio político chileno en Zaragoza. Historia y memoria de exiliados y activistas políticos por el retorno a la democracia, el fin del exilio y la reclamación por los derechos humanos en Chile (1970-1998)”. Tesis Doctoral, Universidad de Zaragoza, 2021, p. 186. [Revisada 3 de mayo, 2023].
[3] Leight, Gustavo: “[...] después de tres años de soportar el cáncer marxista que nos llevó a un descalabro económico, moral y social que no se podía seguir tolerando por los sagrados intereses de la patria, nos hemos visto obligados a asumir la triste y dolorosa misión que hemos acometido”. Primera declaración de la Junta Militar en televisión. Canal 13, 11 de septiembre de 1973. https://www.youtube.com/watch?v=kmXJEgGI5zk [Revisada 3 de mayo 2023].
[4] “El exilio que comenzó en septiembre de 1973 y que continuó durante largos años, fue el éxodo más grande de chilenos conocido hasta el día de hoy. Este fenómeno propiciado por la dictadura, tuvo el objetivo de debilitar a un sector político del país que estaba fuertemente comprometido con un cambio social [...] se estima que fueron entre 500.000 y 1.000.000 los chilenos que tuvieron que dejar el país entre 1973 y 1989”. José Berríos-Riquelme et al. “O el asilo contra la opresión: el caso de los exiliados chilenos que se asentaron en la ciudad de Malmo (Suecia)”. Revista Interdisciplinar da Mobilidade Humana, Año 2019, vol. 27, núm., 55, pp. 113-130.
[5] Al respecto, véase el artículo de Rubí Carreño: “El exilio de la crítica chilena: aportes para una nueva agenda literaria”. Anales de Literatura chilena, Año 10, diciembre 2009, n° 12, pp. 129-144.
[6] Orellana también destaca, dentro de las revistas publicadas por exiliados chilenos en el ámbito académico, a “Ventanal, Revista de Creación y Crítica”, dirigida por Pablo Berchenko, apoyada por el Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Perpignan, en Francia. De índole monográfico, el N°12, contiene una completa muestra de la poesía chilena vigente en la década de los 80”. En “Revista a las revistas chilenas del exilio” (s/p). http://chile.exilio.free.fr/chap03e.htm [Revisado 4 de junio, 2023].
[7] Temática que Darcie Doll, desarrolla en extenso en el artículo citado.
[8] Son recurrentes los trabajos sobre la obra de Gabriela Mistral, Marta Brunet, María Luisa Bombal.
[9] Autoras como Luisa Valenzuela, Cristina Peri-Rossi, Nélida Piñón, Sylvia Molloy, Elena Garro. Autoras que, para el contexto, eran desconocidas en el campo literario chileno.
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—Berenguer, Carmen et al. Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana 1987. Santiago: Cuarto Propio, 1990.
—Berríos-Riquelme, José et al. “O el asilo contra la opresión: el caso de los exiliados chilenos que se asentaron en la ciudad de Malmo (Suecia)”. Revista Interdisciplinar da Mobilidade Humana, Año 2019, vol. 27, núm., 55: 113-130.
—Carreño, Rubí: “El exilio de la crítica chilena: aportes para una nueva agenda literaria”. Anales de Literatura chilena, Año 10, diciembre 2009, N°12: 129-144.
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www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com El estado de la crítica literaria durante la dictadura: la irrupción del feminismo como práctica de lucha antihegemónica.
Por Patricia Espinosa.
Publicado en Taller de Letras, N°73, (2023): Segundo Semestre