Casi un mes después del primer encuentro internacional de jóvenes
poetas, Poquita Fe, resulta necesario preguntarse cuáles fueron
las repercusiones de este evento, cuáles fueron sus notas altas
y sus notas bajas, cuáles son sus ecos el día de hoy.
He revisado la prensa de esos días y no he podido encontrar
más que breves reseñas que en vez de analizar o criticar
lo que en ese tiempo sucedió, invitaban participar de las actividades,
así como si fuese una fiesta o un panorama para el fin de semana,
en vez de un punto de inflexión en la poesía chilena.
Es cierto que el encuentro, en términos de asistencia de público,
fue un éxito: la gente sentada en las escaleras y el segundo
piso de la SECH ovacionaba las lecturas más íntimas
y más sentidas, y no sólo los días en que hubo
algún poeta mass-mediático, sino que constantemente:
se rotaban los lectores asiduos al circuito nacional, muchos de los
cuales recitaban de memoria algunos poemas junto con su autor.
Eso tendría que decir si sólo si se tratase de analizar
una fotografía, pero no es así: la poesía durante
esos días fue leída, fue muy leída, pero ¿fue
escuchada? Para mí, escuchar poesía es un acto complicado,
no da la oportunidad que otorga el papel de volver a los versos anteriores,
no deja escoger el tiempo, el ritmo, los silencios. Muchas veces en
las lecturas poéticas, sobre todo durante aquellos poemas largos,
arrítmicos y con un vocabulario rebuscado, quien escucha no
los puede captar, seguir o atrapar; no hay condensación de
imágenes y las frases se tornan una nebulosa. Lo anterior se
potencia cuando el poema está mal leído, sin ningún
respeto por la dicción o la modulación. Fue en uno de
esos momentos en que me descubrí pensando en las palabras que
Bukowski pone en boca de Dios: "veo que he creado muchos poetas
pero no tanta poesía". A pesar de todo esto el Poquita
Fe tuvo cosas muy buenas, a continuación presento lo que ha
quedado en mi memoria después de tres semanas de distancia.
Personalmente, me quedo con la lectura de Diego Ramírez. Si
bien es cierto que se tomó un tiempo bastante largo, su modo
de leer, tan íntimo, tan comprometido, tan rítmico,
encantó al público. Acudió a poemas de su libro
Corazoncito/Noche (Balmaceda 1215, 2003) y a la serie de Poesía
Carcelaria que aún no ha sido editada. Ramírez tiene
la boca sucia, la lengua llorona y la mano impecable, escribe desde
su propia periferia y abofetea a lo pre-establecido, como el mismo
sentencia: "Ya nadie defiende mis cicatrices / Ya nadie cuida
mi escritura / YO SOY UN PELIGRO PARA LA SOCIEDAD".
Otra voz destacable es la de Gladys González, quien leyó
el primer día del encuentro recordándonos a todos los
presentes que "Aquí no hay glamour ni bares franceses
para escritores". Con una poesía aterrizada, bastante
visual y a la vez rítmica, González sitúa su
espacio lírico en una geografía que recurre a lo urbano
y al cuerpo, un cuerpo femenino (a veces) fragmentado que transita
por calles y ciudades conocidas citando constantemente aspectos de
la cultura de masas, como un wurlitzer que evoca una melodía
que se torna familiar, y que súbitamente, en medio del placer
del reconocimiento, transporta al lector/auditor hacia confines estéticos
inusitados.
Del top five, del dream team de la poesía joven, de aquellos
que fueron los últimos en leer el día del cierre, y
se tomaron entre todos más de una hora cuando el público
ya estaba cansado, en parte por lo intensa que estuvo la noche, en
parte por las lecturas anteriores, me quedo con Pablo Paredes y con
Paula Ilabaca. Paredes comienza su lectura con Cuidado con el perro
quiltro, poema en prosa que deja claro al auditor, desde una primera
frase, desde donde se instala su obra; su preocupación por
el tema social, su violencia, su postura de niño malo, de niño
malo que escribe poesía. Paula Ilabaca, la diva de la noche,
leyó algunos poemas de su libro Completa (Contrabando del bando
en contra, 2004) como preámbulo a La niña Lucía,
extenso poema en diez partes, indudablemente rítmico, que abusa
de la repetición, del tedio, de la fragmentación de
oraciones, de las palabras. Ilabaca completa la lectura con sus movimientos
corporales: mientras recita mantiene un movimiento constante, de atrás
para adelante sobre la silla, siguiendo el ritmo de sus versos y creando
simultáneamente una expectativa con respecto a la constante
repetición.
Seguramente se me escapan muchos nombres (de hecho, sé que
he dejado a muchos afuera), tal vez desde un punto de vista historiográfico
lo que he escrito es una aberración, pero quienes he nombrado
en las líneas anteriores fueron los poetas que se quedaron
en mi retina (y en mi tímpano) durante esos cuatro días.
Ojalá este tipo de encuentros se sigan repitiendo, que se aprenda
de los errores cometidos, y que el tiempo permita que decanten los
versos y, a futuro, la calidad sea un tanto más homogénea,
no así los estilos, que en su heterogeneidad revelan la buena
salud de las jóvenes letras chilenas.