Otros tratados, otras reuniones cumbres (aunque
terminen con sus representantes por los suelos), se celebran por estos
días en Santiago. Y más vale la pena estar atento. Porque
mientras los mercados se globalizan (y la esclavitud mercantil no
discrimina raza ni religión), tráficos paralelos en
la poesía abren pasos no autorizados de discursos, imaginarios,
resistencias. Todos son sospechosos. Porque en los días del
juicio, nadie puede ser imparcial. Tan Poquita Fe. Tan Encuentro Internacional.
Tan Joven Poesía.
Bar La Nona I
Es martes 12 de octubre en Santiago. Por estas fechas la ciudad se
cubre con el papel mural de cientos de payasitos vote X y MIBs (Men
in Black) comienzan a infiltrarse silenciosamente entre los vendedores
de fruta del Mapocho y otros seres sospechosos, para que nada interrumpa
la ¿cumbre? de la APEC. Nos encontramos junto a algunos poetas
bebiendo en el Bar La Nona, antro bellavistesco. Casi todos
han vuelto a casa y tan solo Daniel, de México, permanece unos
días más para esperar el desierto florido. “He bebido
de la puta y sigo”, dice mientras se lleva a la boca un pisco sour
sórdido, más parecido a milshake con alcohol. La caña
buena nos deja un sabor a satisfacción en la garganta. Y es
quizá la hora del conteo de las víctimas, los sobrevivientes,
los héroes de batalla.
Y verás como quieren en Chile...
¿Pero qué fiesta fue esta? Una fiesta rara, una fiesta
de verdadera diversidad y diversión (¿democracia?).
En ningún caso la pariente pobre de las elecciones de la muni
y la APEC. Me refiero al Primer Encuentro Internacional de Jóvenes
Poetas: Poquita Fe 2004, que durante los días 6 al 9 de
octubre, en la Casa del Escritor (Simpson 7) y en las universidades
de Chile, Católica y Diego Portales, nos quitó toda
la energía disponible y superó con creces las expectativas
de la organización, repletando el público en cada presentación,
sobrepasando la cantidad de vinos de honor ante una concurrencia miscelánea
y, lo mejor, en muchos casos ajeno a la pequeña familia literaria.
El entusiasmo que generó el encuentro convocó a 33
jóvenes poetas menores de 30 (en su mayoría inéditos),
de todo el país además de 9 poetas latinoamericanos
que, alentados por la buena onda general de las jornadas, se vinieron
como pudieron a tomarse algo más que las sedes de lectura oficial.
Y es que la impresión general da que los poetas chilenos son
el fiel reflejo de la idiosincrasia nacional. “Por cuatro días
me vuelvo un alcohólico de primera”, dice Rodrigo Flores,
el joven poeta mexicano que ya ha sido advertido de la camaradería
nacional. No tan lejos estuvo Paulo Fichtner, poeta brasileño
que no entendía mucho de español pero sí de cervezas,
vinos y licor. En camilla tuvo que volver a su patria. Carretes más
o menos, este encuentro vino a mostrar una pluralidad de voces y miradas
que, en cuanto a poesía, está lejos de señalar
al género como un territorio acotado (y agotado) en la tradición
latinoamericana.
Del nombre no queda más quizá que la ironía.
Poquita Fe (popular canción del Trío Los Panchos)
simbolizó, para los organizadores, la desazón generacional
de una joven poesía sin espacios propios y originales de expresión.
Desazón que, de pronto, se reveló como mero velo o ilusión
del aislamiento nacional. “Chile tiene mucho de insular”, me dice
Daniel, compañero de viaje de Rodrigo Flores. Debe ser la cordillera,
el océano y el desierto que nos acota como un feudo. Piensa.
La cuestión es que, de pronto, sin que nadie se diera cuenta,
tuvimos que aceptar que la poesía chilena no es más
que una pequeña vocecilla en el tono general del continente,
donde con fuerza plena y vital emergen una multiplicidad de regiones,
territorios y voces. Ahí están, por ejemplo, la poesía
argentina. Sus voces representantes (Germán Garrido, Marina
Alessio, Cristóbal di Napoli) vinieron a mostrar el peso que
la tradición narrativa tiene en el país, peso que se
ve reflejado en la propia poesía. El minimalismo de los recursos,
la escasez de metáfora y una tendencia notoria a lo argumentativo,
ofrecieron una poesía poco acostumbrada para el público
nacional, tan habituado al verso vociferante y a la impostación.
Los poetas argentinos demandan una atención particular, una
lectura atenta y un clima de escucha casi ideal. “Nosotros no tenemos
un Neruda sobre nuestras cabezas”, señala Marina. Y vaya que
no. Si nuestros poetas bajaron del Olimpo, quizá los trasandinos
nunca lo estuvieron. Simpleza y ocasión que comienza a ganar
adeptos en nuestras propias tierras: te odio/ no vas a llamarme por
teléfono/ porque estás en bariloche, a 1600 km de acá/
no vas a gastar dos pesos en llamarme por teléfono (Marina
Alessio).
Un contraste curioso ofreció la poesía mexicana. Hay
una distancia menor en relación a la chilena, pero no posee
la estridencia, el look ni la impronta tan flaneur chilena, que le
da al poeta una condición de hechicero charlatán. Rodrigo
Flores era todo simpleza y, sin embargo, su poesía bordeaba
lo más experimental y lúdico que me ha tocado escuchar,
sin disfraces dark ni alharacas extravagancias. Una razón más
para entender por qué los poeta son, ante todo, escritores.
Evidencia tan sencilla pero que, a veces, con los prejuicios que recaen
sobre el mandato ontológico del ser poeta, transforman a éste
en un Cristo o Anti Cristo del Elqui que viene a exculpar al mundo
de sus males. No. Otro surco a saltar, sin duda, es esta imagen prejuiciosa
y llena de falsas poses en la cual el poeta posee una especie de código
ético personal. Curiosa y fatal influencia de los mitos bolañescos.
Resabios (una vez más) del peso biográfico de Neruda
y otros vates. Como sea, Rodrigo Flores es un pinche poeta de lo más
atrevido, pero que en Chile pasaría más bien por un
boy scout o suplementero de diarios. Cero pasta para la pose. Buena
para la escritura: .a qué no puedes comer solo una./ .lo mejor
de la guerra ahora en dvd./ .cómete dos./ .un freak de buenos
sentimientos asesina a un billetero beneficiando a los artesanos de
méxico./ .trágate una más./ .hemos ejecutado
a uno de los símbolos de la traición durante una fecha
inolvidable en el emporio de la hospitalidad./ .recomiéndaselo
a tus amigos. (Rodrigo Flores).
El poeta brasileño Paulo Fichtner es cuento aparte. En el
país de la samba y del balón, la poesía no es
precisamente la pasión de multitudes. La pequeña escena
a la que pertenece, sin embargo, abre posibles elementos de mixtura
con la música y otras artes. “Brasil es un país muy
musical”, señala, hasta donde le entiendo. “Hemos tratado de
mezclar poesía con música cosa de llegar más
a la comunidad, que ésta se interese por nuestro trabajo y
lo vean también a partir de la musicalidad”. Un poquitiño
de color al arte más cebollero de la palabra. Fichtner blandea
un disco en donde, aparte de música típica carioca,
aparecen poemas suyos recitados por él mismo. Y vaya que fue
notoria la vocación parlante del poetiño. Su aspecto
de perenne inocente, del que no mata ni una mosca y en ningún
colegio pasaría por el que escondió la mochila, desparecía
cuando se ganaba detrás del micrófono. Allí ningún
bafle aguantaba y Fichtner sacaba una energía sobrehumana que
te ponía los pelos de punta. Ni que estuviera relatando un
partido de su selección: Eu cuspi porque tu cuspite primero
– e com um dos pés joquei/ Terra na cara e no vestido. Terra
seca. / Ela figiu sem que me dissesse nada./ Calada o tempo todo,
tinha contudo e impressao de que era sempre (Paulo Fichtner).
Agrupo a Perú en una territorio colindante, pero paralelo,
al nuestro. A mi modo de ver, comparte una vocación poética
claramente destinada a mixtura entre oralidad y escritura. Doble conciencia
de la musicalidad poética como de las zonas de interferencia
y ruido blanco que ambas provocan. Se tratara o no simplemente del
número de habitantes (creo que la poesía peruana posee
territorios amplios y disonantes) –tratar de hacer generalizaciones
a partir de sus dos representantes, Roxana Crisólogo
y Elma Murrugarra– sería un suicidio. Como establecer
la ley de gravedad a partir de la caída de una sola manzana.
Debe ser por nuestros aislamientos congénitos y nuestra ocasional
ingenuidad. Pero los isleños de Chile generalizamos a partir
de una muestra ínfima. Debe ser por prejuicio o por la hospitalidad
tan huasa: “no se hagan una imagen errada de la poesía a partir
de un solo sujeto”, me dice Roxana, a propósito de otro poeta
peruano que causó estragos en una visita anterior. “Dentro
de Perú hay tanta poesía como aquí y sería
tonto creer que por uno todos están condenados a la hoguera”.
Entonces aquí va, sencillamente, una muestra: Por qué
este país/ sur/ norte/ oeste/ hila/ teje/ y se enreda/ Porque
este país/ al sur/ sin norte/ ni oeste/ hila cobre/ teje plata/
y en oro se enreda. (Elma Murrugarra).
Leandro Costas vino en representación de la poesía
uruguaya. Llego tarde al Encuentro por un problema de locomoción
que lo dejó varado en Mendoza. Bebió, rió, comió
y se fue, tan de improviso como vino, pero alcanzamos a escucharlo
y a compartir palabras cálidas y, a través de él,
visualizar algo de lo que puede estar escribiéndose en su país.
La poesía uruguaya debe sonar tanto hoy como la filosofía
chilena en Europa. Producto de exportación no tradicional,
quizá un diez por ciento de la población chilena sepa
que uno de sus fetiches de pergamino (Mario Benedetti) sea de esas
tierras. “La mala situación nacional ha influido en el paupérrimo
estado de la gestión cultural en el Uruguay”, señala
Leandro, “desde los poetas más jóvenes y de menor prestigio
hasta los más consagrados deben pagar sus propias publicaciones,
eso es una cuestión que a nadie asombra”. Sin quejas ni reclamos,
despacito por las piedras, a sus 28 años Costas posee ya tres
volúmenes, uno de los cuales El agua entre las manos
(pequeña edición facsimilar del 2003, que reza en la
contratapa "SERIE DECLARA DE INTERÉS MINISTERIAL POR EL
MINISTERIO DE EDUCACIÓN... Y DE INTERÉS MUNICIPAL POR
EL DEPARTAMENTO DE CULTURAL DE LA INTENDENCIA MUNICIPAL DE MOTEVIDEO",
casi un poema) posee un tono monocorde y sin contrapelos que, sin
embargo, producen un efecto de cadencia y decadencia paulatina de
la palabra, que resulta muy atractiva e interesante de analizar más
en detalle: las sospechas nacen de nuestras manos/ en el aire/ que
habitan/ ellas/ las mismas/ las manos en el aire/ nacen imposibles
de los crímenes que viven/ en nuestras manos/ en el aire/ en
la brillante falta que los crímenes habitan (Leandro Costas).
Ya que he tenido la desfachatez de hablar tanto de la poesía
de otros (aventurándome en juicios y propuestas que quizá
excedan mis capacidades de sismólogo brujo), creo que lo más
coherente es dejar la poesía chilena para que nuestros invitados
hablen y despotriquen. La invitación está hecha. Lo
cierto es que sin falsos aires de latinoamericanismo trasnochado,
nuestras fronteras láricas se han abierto a territorios aun
más vastos que nuestra larga y angosta faja de tierra: es quizá
hora de tomar aliento para romperla o sacárnosla (a fuerza
de viaje, e-mail y porfía), como un zapato chino que sin perder
su horma puede darnos, al menos, la libertad de movimientos.
Por otra parte, la poesía chilena encierra un misterio y fascinación
tal para el visitante que es sin duda preciso mucho más que
10 mil caracteres en una revista para ahondar en ella con precisión.
¿Epílogo? En el Bar La Nona II
Daniel deja a un lado el vaso de pisco sour. Mañana parte
a Valparaíso y, a su retorno, quedamos conformes con la idea
de que volveremos a vernos, para partir al florido desierto norteño:
Qué Poquita Fe. Antes de despedirnos, se aventura en algo:
“la poesía chilena, hombre, es como un grito ahogado. Parece
que ustedes lo dicen todo y tienen la desfachatez de hablar desde
la crudeza misma pero hay lo esencial, la crème de la crème,
esa se la están dejando muy guardadita, la crudeza misma se
la están guardando. No sé si es porque son muy tímidos,
muy isleños, no sé. Pero para sacar ese misterio quizá
tenga que pasar una buena temporada acá conociéndolos”.
Ni en tres vidas, Daniel. Ni en tres vidas.