Susuki blues, la poesía de Renato Sandoval
Por Pedro Granados
Entre el tráfago de una poesía -y por cierto una crítica-
políticamente correcta y otra encandilada con la banalidad
resulta cada día más difícil, en nuestro medio,
toparnos con una auténtica voluntad de estilo. Esto, para no
mencionar el sabotaje cultural más artero: un canon que pretende
durar hasta el infinito, en lo fundamental, abonando las sabandijas
cuya función es precisamente perpetuarlo. Hace rato que el
trabajo de Renato Sandoval (Lima, 1957) era uno de los más
interesantes
de su generación, pero con este libro -Susuki blues
(Lima: Lustra Editores, 2006)- su poesía es ahora, ya del todo,
una de las mejores del Perú y alrededores. A su pasión
por todo el diccionario y a su trajinar por el hipérbaton,
a manera de un soliloquio sordo y entrecortado, Sandoval gana en precisión
o, mejor dicho, pareciera perder en este libro todo escorzo superfluo,
toda voluta gratuita o meramente efectista. Enfrentarse, entablar
un diálogo con los maestros de la literatura del lejano oriente
-aquéllos que reconocen en la caligrafía su vocación
poética más acendrada- le ha obligado a ello. Es decir,
su lenguaje ha ganado en economía, su carpintería sintáctica
ha prescindido de arcos y remaches, y su imagen poética se
ha potenciado icónicamente. Esto, aparte de que el sujeto poético
no se nos oculta ya más como la liebre; por el contrario, manso,
permite ahora que el lector le pase una mano amiga y lo perciba, al
menos, en claroscuro. Porque éste, eso sí, continúa
siendo el color de toda esta obra poética: trastienda, espacio
pre-simbólico, bulto ciego de lo indeterminado. Aunque todo
esto felizmente salvado -ventilado u oreado- por el humor: "hoy/
las miasmas se agitan con fuerza/ bajo los pechos y en la espesura/
un puercoespín espía nuestras/ rencillas entre bostezos".
A la poesía de Suzuki blues no la define un deseo por
alcanzar algo; es, más bien, la develación paulatina
de aquello que se ha alcanzado. Sandoval siempre ha sido un poeta
henchido, sino, creemos, andaba en busca de la fórmula más
adecuada para no violentar su pudor, para no indilgarnos un ego hipertrofiado
más, una mitomanía porfiando en hacerse pública.
La táctica, por más lograda, y que anuncia un camino
nuevo para esta poesía ha sido, paradójicamente, la
secularización o desacralización paulatina del sujeto
poético; un pasar, digamos, de la opacidad feérica de
un José María Eguren -por lo demás algo reiterativa
y como voluntaria en los anteriores libros de Sandoval- a un reconocimiento
del cuerpo y la naturaleza acompañado, por ejemplo, de Javier
Sologuren, Jorge Eduardo Eielson, Dylan Thomas o, en el caso específico
de Susuki blues, la propia tradición poética
con la cual magistralmente dialoga. De manera simultánea a
como el sujeto poético se asume a sí mismo como un personaje
más de ficción -sin que esto menoscabe, en absoluto,
su singularidad o su riqueza- del mismo modo se nos aliviana. En otras
palabras, sacude ante nosotros lectores -como un animal incómodamente
empapado- toda gravedad o empaque prescindibles que son, en este caso,
nada menos que las de su identidad única o intransferible.
En lo básico, esto constituye la tarea a la que se ha avocado
Renato Sandoval en su último libro. Su esencialismo anterior,
efectivamente, se ha globalizado: ha transmutado en diferentes máscaras
y tonos; y al hacerlo, pensamos que en horabuena, su poesía
se ha vuelto también -de modo mucho más explícito-
estupenda literatura.