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Extravío personal de Bruno Mendizábal

Por Pedro Granados

 

¿Cómo extrae el autor de la narración en primera persona, de su tedioso y agitado yo, el narrador veraz que cuente la historia que necesita ser contada?, se pregunta la famosa escritora y no menos cabal profesora de literatura, Vivian Gornick, en su libro escribir narrativa personal (Barcelona: Paidós, 2003), y enseguida pasa a responderse: “Leer [escribir] a partir de la propia necesidad de saber, limitada pero clarificada, concluí, era enseñarse a escribir… y a cómo enseñar a escribir.” (150). Sirva esta cita, creemos oportuna, para empezar a decir unas palabras acerca de la literatura de Bruno Mendizábal (Lima, 1958), en particular de su Extravío personal (Lima: internerds bucks & recors, 2007), libro que ahora reseñamos.

El volumen lo constituyen unas veinte breves viñetas con un marcado acento autobiográfico; o mejor diríamos de auto-ficción, para no ceñirnos a los hitos de nacimiento, niñez, adolescencia, etc., típicos de esta clase de textos. Sin embargo, pareciera que los recuerdos de este autor empiezan en la adolescencia o primera juventud y, de algún modo, jamás abandonan esta entrañable etapa de la vida. Lapso enmarcado, la mayoría de las anécdotas de este libro, por la década de los 80 en el Perú; aquélla donde el narrador-personaje, en el contexto de una guerra que poco a poco se hizo patente también en la capital de la república, era estudiante universitario, parroquiano de la bohemia del centro de Lima, hacía sus pininos en la poesía y pareciera andar más enchufado con el ajedrez que con el juego de las chicas:

Cuando fui adolescente, cambié mi afición al fútbol por el ajedrez. Entonces entré en el Club de Ajedrez Magdalena, donde ascendí hasta primera categoría, aunque no de golpe. Allí tuve varios amigos, uno de ellos con enorme talento para el juego, y que pronto llegó a empatar el primer puesto en el campeonato nacional. En el match de desempate perdió: siempre llegaba tarde porque paraba con su enamorada y, a veces, ni analizaba las partidas suspendidas. Una vez lo ayudé a analizar una suspendida que tenía ganada y la empató. Poco después dejó embarazada a la chica, tuvo que trabajar, se casó y se alejó del ajedrez. Desde ese entonces desconfío de las mujeres.

Conocido en el medio local por su poemario San Felipe Blues (2004), creemos que Bruno Mendizábal hizo suyos, desde un principio, los versos de Emilio Adolfo Westphalen que figuran ahora, de modo explícito y a manera de epígrafe, en Extravío personal: “No poseer sino/ Unos cuantos recuerdos:/ Todo lo que uno/ Pueda llevarse/ Cuando muere”. Como una especie de pacto de sangre con la persona misma de Luis Hernández Camarero (1941-1977); es decir, entre estos dos poetas -Mendizábal y el autor de Vox horrísona, verdadera obra de culto en el Perú sobre todo durante los 90-, se verifica una pasmosa simbiosis, pero que en absoluto resta mérito al libro que vamos reseñando. Por el contrario, refuerza la idea posmoderna de que no podemos escribir sobre nosotros mismos sino en diálogo, incluso implícito, con los otros. Tal como, por ejemplo, nos lo ilustra de modo admirable y anticipado un texto como “Borges y yo”: el desdoblamiento, en este caso, es vehículo indispensable para intentar la clarificación, alguna forma de ésta. Clarificación que a su modo también ensaya Bruno Mendizábal, siguiendo a Vivian Gornick, por su “propia necesidad de saber”:

En la época de Kloaka había un grupo que tocaba en los recitales: era Del pueblo del barrio. Ellos tenían un bajista alto, grueso, sin pelo, que caía fácilmente en gracia. Recuerdo una vez en el Wony cómo el pata trató de meterle la idea a una de las poetas presentes, profesora de inglés, que él era un auténtico gringo, y que si quería tener una conversación cabal con él tenía que ser en el idioma de Shakespeare. Una broma total: él vivía en La Victoria y nunca había salido del Perú, pero por su onda "alienada" y por su sombrero tejano, otra de las poetas del grupo le puso J.R., como el personaje de la telenovela gringa Dallas. El año 1983 asistí a una fiesta de cumpleaños del líder de Del pueblo. Estábamos en plena época new wave, pero la fiesta fue con luces sicodélicas y con un grupo: JR se había puesto una peluca y cantaba canciones de Sabbath, Purple, Grand Funk, etc. Lástima que perdí gran parte de la fiesta por estar en las correrías de la yerba, entrando y saliendo de la casa. Nunca más lo volví a ver, pero de cuando en cuando me llegan voces que me dicen que en algunas reuniones toma la guitarra y canta canciones de América, Cat Stevens y otros durante horas. Ojalá hubiera sido músico: me quedaría la satisfacción de haber alegrado a la gente con mis canciones.

Sin embargo, pensamos que estas viñetas suman al sustantivo Extravío (exceso, ingenuidad, alienación, entre otros posibles sentidos realistas o contextuales del término) también aquella impronta de raigambre borgeseana. En este caso específico sería: no escribo o recuerdo como un yo personal, sino tal como Luis Hernández Camarero (particularmente el de la “novela kitsch”, Una impecable soledad) lo hace; es decir, escribo desde una huella anterior y, de este modo, mi primera persona se contamina de ficción. Más aún, tratándose de las huellas de una obra como la del autor de Vox horrísona, nuestro yo se contamina de ficción hasta la enésima potencia ya que aquélla -en términos generales- no es otra cosa que un boutade total, un simulacro generalizado. Por lo tanto, este palimpsesto es aquello que, sin negar lo planteado por Gornick en su libro escribir narrativa personal, enriquece y permite ganar complejidad a lo que sólo sería, por más logrado que ello estuviere, bien sazonada memoria o entretenido cuadro de costumbres. La levedad de Extravío personal, lo mejor de su sutil encantamiento, viene de allí: mostrarse, ante un jugador alerta, como producto de una fervorosa y decantada imitación. No en vano, Bruno Mendizábal, es también un feliz iniciado del ajedrez como, vamos constatándolo, va siendo ya un maestro de ese otro arte afín que es la literatura:

El gran maestro Tigran Petrosian llamaba a sus partidas "mis viejos amigos". Recuerdo la primera partida oficial que jugué en el club; mi rival tendría la misma edad que yo, pero mucha más experiencia. Traté de imitar torpemente una partida de Capablanca, que leí en un libro que me regaló mi padre. En un momento dejé desprotegida una torre y mi rival la capturó. Estaba nervioso y me sentía avergonzado del mal juego desplegado, así que me fui inmediatamente después de que abandoné. Otra partida memorable fue en el torneo de aniversario del club. Otra vez con blancas. Mi apertura fue peón dama, formación Stonewall, también imitada de otro libro que me había regalado mi padre: una colección de partidas de Akiba Rubinstein. Como en la jugada doce hice un temerario sacrificio de alfil. Mi rival parecía defenderse con facilidad, pero poco a poco llevé varias piezas cerca de su enroque y un nuevo sacrificio decidió el juego. Curiosamente, al comenzar la partida creí que estaba con fiebre y esta sensación duró casi todo el juego, pero cuando gané me sentí súbitamente sano. Cosas del triunfo.

En consecuencia, creemos que conforme Bruno Mendizábal se haga cada vez más consciente de su propia escritura -y no sólo proceda intuitivamente- en lo personal quizá no andará menos extraviado; pero, y esto es siempre recomendable, como autor sabrá amagar toda suerte de inercia, obligatoriedad o confinamiento en temas y sensibilidades. Asumirá con plena soberanía, y para cada partida, la apertura o el sacrificio de la pieza que más le convenga. Pareciera que a su literatura lo aéreo -por no decir lo renuente a un discurso autoritario, con infalsificable cédula de identidad, e ingenuamente didáctico- le hubiera estado, desde un principio, inescrutablemente prometido.


 

 

 

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