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Lectura y pereza


Por Pedro Gandolfo

El Mercurio, 28 de agosto de 2004



En el preciso momento en que un libro nos muestra su máxima virtud,
allí también señala su insuficiencia.

"Acaso no hay en nuestra infancia días que hayamos vivido tan plenamente como aquellos que creímos dejar sin haberlos vivido, aquellos que pasamos leyendo un libro favorito". Así empieza Proust su ensayo sobre la lectura. La afirmación, escrita desde una aparente madurez y sabiduría, reivindica esos días que se fueron leyendo un libro (los más plenos) y que, sin embargo, en aquel momento parecieron perdidos.

La tensión entre lectura y vida, que el niño Proust resuelve a favor de ésta (y, por eso, lee culposamente), y que el ya adulto Proust, en cambio, parece resolver a favor de aquélla, lo acompañará, no obstante, siempre: a veces, la vida le resta horas para esa lectura esencial, retardada durante demasiado tiempo; a veces, es esta última la que se convierte en un enfermizo pasatiempo, que lo priva de los verdaderos goces de la amistad, del amor o del espíritu.

Siendo el autor francés un hombre que, finalmente, hizo de su vida una obra literaria, estuvo muy consciente de los beneficios de la lectura, pero, a su vez, de sus estrictas limitaciones: "La lectura se halla en el umbral de la vida espiritual; puede introducirnos en ella, pero no la constituye". ¿Cuál es ese umbral en el que se detiene? Allí donde "las conclusiones" (para el autor) se convierten en "incitaciones" (para el lector).

Los buenos libros, llevados a los límites de sus posibilidades, nos inducen a plantearles preguntas para las cuales no tienen respuestas; en verdad, más bien generan deseos, "al alzar parcialmente ante nosotros el velo de la fealdad y de la insignificancia que nos deja insensible ante el universo". Paradójicamente —señala Proust—, si la lectura es sana, cuando percibimos el máximo de belleza que un autor puede lograr, al mismo tiempo nos atrapa el sentimiento de que "todavía no nos han dicho nada", y de que, por ende, el final de su sabiduría ha de ser el comienzo de la nuestra. En el preciso momento en que un libro nos muestra su máxima virtud, allí también señala su insuficiencia.

Hay, con todo, una excepción: se dan ciertos casos patológicos, de depresión espiritual, para los cuales la lectura puede convertirse en una disciplina curativa: a través de repetidas incitaciones, lograría encauzar a una mente perezosa hacia la vida del espíritu.

La pereza consiste, en este caso, en la incapacidad para descender espontáneamente a las regiones profundas de sí mismo. Se vive, entonces, en la superficie, en completo olvido de lo que se es, en una suerte de pasividad, a merced de los goces y penalidades que excitan y envuelven. A menos que un impulso exterior lo venga a reintroducir, de cierto modo a la fuerza, en la vida del espíritu, donde encuentre súbitamente el poder de pensar por sí mismo y de crear.

Proust tiene la convicción, no obstante, de que el trabajo fecundo del espíritu sobre sí mismo sólo se logra en soledad. El auxilio del otro no puede provenir, por consiguiente, de la amistad o de la benévola conversación. Es en esa encrucijada donde la lectura jugaría un papel precioso: el buen libro se tiende hacia el que se hunde en la pereza; desde el exterior, aunque sin vulnerar su soledad.


 

 


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Lectura y pereza.
Por Pedro Gandolfo,
Fuente: El Mercurio,
28 de agosto de 2004.