En el preciso momento en que un libro nos muestra su máxima
virtud,
allí también señala su insuficiencia.
"Acaso no hay en nuestra infancia días que
hayamos vivido tan plenamente como aquellos que
creímos dejar sin haberlos vivido, aquellos que pasamos leyendo
un libro favorito". Así empieza
Proust su ensayo sobre la lectura. La afirmación, escrita desde
una aparente
madurez y sabiduría,
reivindica esos días que se fueron leyendo un libro (los más
plenos) y que, sin embargo, en aquel momento parecieron perdidos.
La tensión entre lectura y vida, que el niño
Proust resuelve a favor de ésta (y, por eso, lee culposamente),
y que el ya adulto Proust, en cambio, parece resolver a favor de aquélla,
lo acompañará, no obstante, siempre: a veces, la vida
le resta horas para esa lectura esencial, retardada durante demasiado
tiempo; a veces, es esta última la que se convierte en un enfermizo
pasatiempo, que lo priva de los verdaderos goces de la amistad, del
amor o del espíritu.
Siendo el autor francés un hombre que, finalmente,
hizo de su vida una obra literaria, estuvo muy consciente de los beneficios
de la lectura, pero, a su vez, de sus estrictas limitaciones: "La
lectura
se halla en el umbral de la vida espiritual; puede introducirnos en
ella, pero no la constituye". ¿Cuál
es ese umbral en el que se detiene? Allí donde "las conclusiones"
(para el autor) se convierten en "incitaciones" (para el
lector).
Los buenos libros, llevados a los límites de sus
posibilidades, nos inducen a plantearles preguntas para las cuales
no tienen respuestas; en verdad, más bien generan deseos, "al
alzar parcialmente ante nosotros el velo de la fealdad y de la insignificancia
que nos deja insensible ante el universo". Paradójicamente
—señala Proust—, si la lectura es sana, cuando percibimos el
máximo de belleza que un autor puede lograr, al mismo tiempo
nos atrapa el sentimiento de que "todavía no nos han dicho
nada", y de que, por ende, el final de su sabiduría ha
de ser el comienzo de la nuestra. En el preciso momento en que un
libro nos muestra su máxima virtud, allí también
señala su insuficiencia.
Hay, con todo, una excepción: se dan ciertos casos
patológicos, de depresión espiritual, para los cuales
la lectura puede convertirse en una disciplina curativa: a través
de repetidas incitaciones, lograría encauzar a una mente perezosa
hacia la vida del espíritu.
La pereza consiste, en este caso, en la incapacidad para
descender espontáneamente a las regiones profundas de sí
mismo. Se vive, entonces, en la superficie, en completo olvido de
lo que se es, en una
suerte de pasividad, a merced de los goces y penalidades que excitan
y envuelven. A menos que un impulso exterior lo venga a reintroducir,
de cierto modo a la fuerza, en la vida del espíritu, donde
encuentre súbitamente el poder de pensar por sí mismo
y de crear.
Proust tiene la convicción, no obstante, de que
el trabajo fecundo del espíritu sobre sí mismo sólo
se
logra en soledad. El auxilio del otro no puede provenir, por consiguiente,
de la amistad o de la benévola conversación. Es en esa
encrucijada donde la lectura jugaría un papel precioso: el
buen libro se tiende hacia el que se hunde en la pereza; desde el
exterior, aunque sin vulnerar su soledad.