Prolegómenos
Corría el mes de agosto de 1988 en El Escorial.
Nos encontrábamos gozando de una beca al Primer Curso de Verano
de la Universidad Complutense de Madrid. En un recinto abarrotado,
de iniciados y de público en general, se asistía a algo
así como a una sucesión en el trono o al cambio de posta
en alguna final de prueba olímpica. Incómodamente embutido
en una silla de ruedas, hallábase en lo alto del prosenio el
poeta Rafael Alberti; también la figura con aire adolescente
de Luis García Montero. El poeta mayor, pues, cedía
los lauros, monitoreaba, empleaba sus buenos oficios -no sabríamos
cómo precisarlo- a favor de uno joven (andaluz como el autor
de Marinero en tierra) e importante gestor de lo que llegaría
a denominarse -un poco más tarde-"poesía de la
experiencia".
Después de los discursos de orden y la lectura de algunos
poemas de Alberti, le tocó el turno al granadino. Aunque en
ese entonces no conocíamos su obra, fuimos testigos incrédulos
de lo bien que se pagaba en España el fácil recurso
a la eufonía, y del montaje oportunista de cierta prensa capitalina.
Parecía que -en tanto Alberti y García Montero representan,
más bien, de algún modo lo rural o la tradición
inmediata española- Madrid estaba decidida a consagrar esta
poética de nítidos visos canónicos (folklóricos)
y conservadores. A este evento, entonces, podría ya haberlo
ilustrado muy bien el título del ensayo de Miguel d'Ors, En
busca del público perdido (1994); como los de la "experiencia",
otro poeta descreído de la vanguardia y de la poesía
latinoamericana en general. Obviamente, la mira para el disparo -el
tiro de gracia, más bien- estaba dirigida directamente contra
los "culturalistas" o "autonomistas de la obra de arte"
del 70', cónclave de poetas agrupados sobre todo en la célebre
antología de José María Castellet, Nueve novísimos
poetas españoles (1970). Es decir, para el público
congregado aquella tarde en El Escorial no debían bastar ni
las monocordes colecciones de archivos y vocabularios que, acaso,
podrían describir las obras de un Jaime Siles, Guillermo Carnero
o Antonio Colinas. Se quería ahora ser sincero, directo y sentimental,
aunque ello no conllevara aventura personal o riesgo vital alguno
asomando entre las líneas de aquella poesía de circunstancias.
Sin embargo, esto es válido sólo por un lado; por el
otro, el blanco de aquella sorprendente consagración de García
Montero, era -podríamos denominarlo así- el control
del desborde de raigambre popular: mass media, personajes excéntricos,
costumbres alternativas, lenguaje crítico y altamente politizado
que para entonces ya se había filtrado en la poesía
española; incluso -aunque de modo no orgánico- en la
antología de Luis Antonio de Villena, Postnovísimos
(1986). En realidad, esta última obra es un documento importante
de lo que se gestaba en aquella época, un intento de abrir
la puerta del mundo ilustrado o "culterano" a los registros
de la vida cotidiana contemporánea, juvenil, y los mass
media.
Desde esta perspectiva, pues, podemos percatarnos del doble fuego
al blanco, artístico e ideológico, que la consagración
poética de García Montero representaba y, sin duda,
del carácter hondamente reaccionario de su propuesta. Su objetivo
no era - quizá como sí fue, por ejemplo, el de la antología
de Víctor Pozanco, Nueve poetas del resurgimiento (Barcelona:
Ámbito, 1976)- contraponer "a la pretención de
especificidad poética propia de los novísimos, una poesía
de relación, entornal" (Fanny Rubio y José Luis
Falcó, Poesía española contemporánea,
1939-1980, Madrid: Alhambra, 1984, p. 82). Más bien, aunque
aquí se enfoque a García Montero en su papel de crítico
(no menos versificador o declamador), señala con acierto el
Colectivo Alicia Bajo Cero(1):
"La escritura concreta de Felipe Benítez
Reyes [y de Luis García Montero] apuntaría, en fin
[…] hacia la difusión ideologica de mensajes de signo narcisista,
indiferentistas, totalitario e idealista y, en consecuencia, hacia
toda una ideología conservadora de la aceptación que,
interesadamente, es perfectamente aceptable y solidaria con el discurso
politico institucional de la afirmación ensimismada del sujeto
y de la no-tensión, de la conformidad acrítica [paradójicamente
autodenominada progresista] con el mundo en que se instala"
("A propósito
de Poesía (1979-87) de Felipe Benítez Reyes"
[www.nodo50.org/mlrs/Biblioteca/Alicia], p.51)
La poesía de la "experiencia" no es, pues, sólo
un período artístico-ideológico del pasado y
ahora alegremente superado. Sería interesante investigar cómo
-con sus propios matices- se expresa esta misma ideología conservadora
de los 80' en los países latinoamericanos, y en su relación
editorial con España. Al menos en el caso de Perú y
República Dominicana, por ejemplo, dicho paralelo puede resultar
muy productivo. Investigar cómo dialoga la poesía de
la "experiencia" con sus pares: "del pensamiento"
(República Dominicana) o simplemente de la tradición
o del canon literario occidental en el Perú. Describir sus
relaciones con el periodismo, las editoriales, otras instituciones
y, claro, con un público particular. Como botón de muestra
tenemos la publicación, por parte de Visor a finales del 2002,
de la poesía y ensayos completos de José Marmol, el
más importante propulsor de la "poesía del pensamiento"
entre sus pares dominicanos; y, tampoco hace mucho, el peruano Eduardo
Chirinos, de obra militantemente conservadora, ganó un premio
que buscaba -de modo expreso- poesía imnovadora y que convocaron
la editorial Lengua de trapo y la Casa de América de Madrid.
Pero volviendo a nuestro testimonio, y para añadirle complejidad
al panorama, en aquel I Curso de Verano de la Universidad Complutense
también se reivindicó, muy merecidamente, la obra de
uno de los fundadores del Postismo: Carlos Edmundo de Ory. Recordamos
que en aquella ocasión -una vez que la charla se abrió
a los asistentes- le preguntamos (en realidad sólo para complacer
a Fanny Rubio que había sido una de nuestra profesoras y que
en esa oportunidad se hallaba entre los panelistas) por su lector
ideal; el poeta nos respondió: -"los delfines". El
público, como es obvio, premió su ocurrencia con prolongados
aplausos; Fanny Rubio nos reconoció entre la multitud y, al
menos ella, nos congratuló con la mirada; pero a alguna fascista
-nunca faltan, incluso en los recitales de poesía- le divirtió
enormemente, en toda la cara, que nuestro acento sudamericano o nosotros
mismos (nuestra persona en su totalidad) quedáramos apabullados
por respuesta tan ingeniosa. Mas Ory, por supuesto, no es un Alberti
-con lo que nos gustan los versos de la paloma equivocada- ni, menos,
es un García Montero. De cara a la poesía que escriben
ahora mismo los más jóvenes, creemos que su obra -como
la de Vallejo, de un vanguardismo no deshumanizado y con sentido del
humor- junto con la de Luis Cernuda y Jaime Gil de Biedma son las
más gravitantes en todo el ámbito de la poesía
española. No son los polos, entonces, y por lo tanto las simplificaciones
didácticas las que se perpetúan; sí, las personas
-complejas y contradictorias- que saben aproximársenos en sus
poemas. No son, por lo tanto -y hablando sólo de España-,
ni los consabidos pregones de José Hierro ni los tics de Octavio
Paz, clonados por José Angel Valente, los caminos a seguir.
Ni uno ni otro merecen darle cuerpo a ninguna de nuestras desconcertadas
almas.
Es necesario, pensamos, que el lector se percate de una vez por todas
del rol finalmente nefasto de la obra del mexicano. Como muy bien
señala Ricardo Piglia(2):
"la crisis de los intelectuales como
voceros, la figura dominante del especialista y del técnico,
del periodista como ideólogo, ha desplazado por completo
la tradición del poeta como vocero de la tribu […] Quizá
ahora que en este sentido la literatura ha muerto, se pueda por
fin, escribir. La muerte de Octavio Paz podría entenderse
como la muerte del último que intentó conservar una
función que la sociedad había perdido y la conservó
a cambio de perderlo todo, a cambio de excluir la literatura para
conservar la figura pública del escritor como ideólogo
[…] Y fue el primer intelectual de nuevo tipo, digamos, el primero
que se dedicó sistemáticamente, no a crear focos de
discusión alternativos y contrapúblicos, sino a reproducir,
a legitimar y a "modernizar" los temas y las cuestiones
que querían imponer el Estado y que preocupaban a la cultura
dominante"
(Crítica y ficción,
Buenos Aires: Seix Barral, 2000, p.193-94).
De este modo, resulta por lo menos curioso (aunque este tema lo conservamos
para un ensayo posterior), percatarnos que la Galaxia Paz es la que
realmente ha elaborado la tan difundida Las ínsulas extrañas.
Antología de la poesía en lengua española (1950-2000)
(Madrid: Galaxia Gutemberg/ Círculo de Lectores, 2002). Para
comprobarlo no tenemos más que revisar la obra y antecedentes
de los antologadores. De los cuatro de este apocalipsis, tres son
absolutamente paceanos: Blanca Varela, de la que Paz fue mentor poético
y cuyo narcisimo no ha rebasado al del mexicano; Eduardo Milán,
por muchos años principal colaborador ideológico de
Vuelta, revista creada y dirigida por Paz; y José Angel
Valente, otro aprovechado discípulo del autor de El arco
y la lira. Del crítico-poeta barthesiano Andrés
Sánchez-Robayna poco tenemos que decir, salvo que solamente
el fervor por su propia obra supera a su interés por la poesía
de Góngora (en la que Robayna es un experto) y también
por la del escritor mexicano. En este sentido, es loable y lúcido
el gesto de Carlos Sahagún al haberse negado a figurar entre
aquellas "ínsulas extrañas". Y al reparar
en otras ausencias -para no referirnos a alguna de las absurdas inclusiones-,
¿cómo Raúl Gómez Jattin, poeta grande,
podría calzar semejante zapatillica de ballet?, ¿por
qué Alejandra Pizarnik, inventora del ascensor, tendría
que subir los fatigosos escalones de Blanca Varela?
Antología
Proponemos ahora una muestra de la última poesía española
escrita en castellano. A esta delimitación -o limitación,
según como se le mire- agregaríamos el hecho de que
nos hemos basado, a su vez, en otras antologías. En este caso
son tres: la de Basilio Rodríguez Cañada, Milenio.
Ultimísima poesía española (Madrid: Celeste/
Sial, 1999), la de José Luis García Martín, La
generación del 99. Antología crítica de la joven
poesía española (Oviedo-Asturias: Clarín,
1999) y la de Juan Cano Ballesta, Poesía española
reciente (1980-2000) (Madrid: Cátedra, 2001). Juntas, sin
contar a los autores que se repiten, las tres reunen a 121 poetas,
cuyas fechas de nacimiento van de 1950 (Ana Rosetti) a 1977 (Yolanda
Castaño) y donde está representada, además, gran
parte de la geografía de España.
De ellas, es obvio que la de Cano Ballesta es la menos arriesgada,
incluye a dos indiscutibles como son Ana Rosetti y Blanca Andreu;
mas, básicamente representa a cierto sector de la generación
del 80', al identificado con la "poesía de la experiencia"
o de la "nueva sentimentalidad". Y, en este sentido, ni
Carlos Marzal (Valencia, 1961) ni el mismo Felipe Benítez Reyes
(Cadiz, 1960), quizá sus más decorosos representantes,
se salvan. Aquella estética no es sino, como sostiene con lucidez
Jorge Rodríguez Padrón al hablar de la reciente poesía
española, machacona retórica narrativa de los sentimientos
y de la moral ("Las vanguardias tardías en España."
En Las vanguardias tardías en la poesía Hispanoamericana.
Luis Sáinz de Medrano (ed.) Roma:Bulzoni,1993, pp. 331-44).
Por su parte, en lo que respecta a la antología de Rodríguez
Cañada, podemos percibir que -aunque éste no sea el
caso de María Antonia Ortega (Madrid, 1954)- existe mayor aventura
en la propuesta al incluir autores más jóvenes. Sin
embargo, también es cierto que constatamos mucha influencia
de la poesía de los 80'; no sólo en los poemas, sino
-a manera de un canto alternado- también en las notas críticas
introductorias a la obra de cada autor. De esta manera, Luis García
Montero presenta a la granadina Marga Blanco Samos (1973); Leopoldo
de Luis al madrileño Ignacio Elguero (1964); Jesús Hilario
Tundidor al también madrileño Javier Fernández
Aracama (1970), autor de uno de los mejores -por breve- poemas de
toda la colección: "No. Miento. Tengo miedo"; Miguel
d'Ors al paulista Eduardo García (1965), y la lista podría
continuar. Mas, para intentar también ser justos -y creemos
que no por simple
coincidencia- los versos de los poetas más valiosos en esta
antología van antecedidos, asimismo, por notas críticas
sencillas y lúcidas. Por ejemplo, cuando Florencio Martínez
Ruiz escribe su carilla sobre Antonio Moreno Figueras (Madrid, 1965),
quizá el poeta más completo entre los 121 de las tres
antologías:
"Sólo la fauna indiscriminada
en que se ha convertido el panorama de la poesía española
de hoy obtura la deslumbrante transmisión de una voz que,
en mi opinión, se erige como una de las más proféticas
de este fin de milenio".
Otro ejemplo valioso es el de Clara Janés comentando los versos
de María Antonia Ortega:
"su voz es siempre amorosa y alerta,
casi sorprendida de las palabras que enuncia".
Precisamente, es este carácter de "inevitabilidad"
del lenguaje el rasgo
que le otorga interés a la poesía de Ortega la cual,
de otra manera, estaría ya subsumida en la obra de otras poetas,
en particular en la de sus contemporáneas Ana Rosetti o Blanca
Andreu. Por último, otro afortunado texto crítico que
revela a otro poeta interesante podría ser el de Selena Millares
presentando a Niall Binns (Londres, 1965), nos dice la crítica:
"Binns sabe del hechizo pero pasa de
largo, desdeñoso de los cantos de sirena que (di)secan las
palabras. Y rinde el debido tributo a sus mayores -desde Parra o
Girondo hasta muy lejos, Cátulo o Aristófanes".
Agregaríamos, nomás, que al cultivo de la antipoesía
-gesto actual ante la literatura, y en general ante el arte, tan contemporáneo
y universal- no se le debe contraponer el de la hondura; sea la del
performance sobre el blanco de la página o, incluso, la de
la más abierta frivolidad (Andy Warhol, por ejemplo, anhelaba
saberse profundamente frívolo). Creemos que sin esta pauta
de aventura íntima, finalmente de generosidad para el lector,
el arte de la antipoesía -que aparentemente expresa el egoismo
en estado puro- paradójicamente no funciona; se vuelve penosa
enumeración de nuestra rutina, más que anunciado desengaño,
y fallido humor; en una frase, se vuelve mera tecnología. En
este sentido, la actual antipoesía española es, curiosamente,
equivalente al cada vez más extendido neobarroco de la poesía
latinoamericana (muy especialmente el masificado del Río de
la Plata). Sin capacidad metamorfoseante en sus imágenes -precisamente
por falta de hondura-, el neobarroco, tal como aquella mala antipoesía,
es sólo una lista invertebrada de inhibiciones.
Mas, debemos saludar la antipoesía de Binns y la de algunos
otros jóvenes poetas de los 90'; muy en especial la de José
Martín Molina (Madrid, 1971), por su acendrado hedonismo y
excelente sentido del humor. La antipoesía de ambos autores,
a su modo diferentes y complementarias entre sí, nos permite
reparar, tal como César Vallejo nos lo enseñó,
en que el hábito no hace a la poesía ni, mucho menos,
al poeta. Es decir, nos permite mantener abiertas las ventanas, de
saludable aire fresco, en la irrespirable capilla de yuppies en que
pareciera iba a convertirse toda la poesía española
a manos de los del negocio de la "experiencia".
Lo mismo -aunque su obra no figure en ninguna de las tres antologías,
pero sí en el Colectivo Alicia Bajo Cero, y sea una de las
más relevantes aquí- vale decir de la obra de Jorge
Riechmann (1962). Su poesía política, obsesionada con
renunciar al "centro", quiere ser amiga de la del autor
de Trilce; mas, de un César Vallejo encerrado tras los
barrotes de cierta lectura tópica: la denuncia de la injusticia
y el reclamo de un orden social nuevo; cuando éste es sólo
uno de los ingredientes de la poesía del peruano, los otros
son su insondable inteligencia y su generoso (humanísimo) sentido
del humor. Ingredientes, estos últimos, intimamente fundidos
con el anterior, pero que lamentablemente no percibimos en la escritura
de Riechmann:
"Unos pocos hacen la historia:
los más la sufren:
¿A ti qué te parece:
podemos desuncirnos de esta noria?"
(27 maneras de responder a un golpe).
Por otro lado, pasando
a la tercera y última antología consultada, la de José
Luis García Martín, resaltan -como zarzas en un sembrío
de coliflores- las obras de Jesús Aguado (Madrid, 1961) y Angela
Valley (Ciudad Real, 1964). Creemos no equivocarnos cuando consideramos
a estos poetas, junto a Antonio Moreno Figueras, los mejores poetas
españoles nacidos en los años 60. La capacidad fabuladora
de Jesús Aguado es extraordinaria, asimismo, la soltura con
que maneja un lenguaje conceptista muy apropiado a aquélla:
"La poesía es el modo más
perfecto inventado hasta ahora de hacerle justicia a la complejidad
del mundo y de la existencia. En eso se parece al deseo, que es
una chocolatina con siete vidas, que es un cuerpo que, al margen
de la postura que adopte y de dónde venga la luz, siempre
proyecta una sombra con forma de gato, que es un arañazo
al vacío, ese matón al servicio de los dioses y los
psicoanalistas"
Por su parte, en Angela Valley, cuya obra recién empieza a
aparecer en libros en 1995, son conmovedores -a la altura de la emoción
que requieren estos tiempos- esa especie de orfandad humana a la que
nunca abandona la reflexión inteligente. De este modo, dicha
orfandad, en su misma fragilidad y ambigüedad, se transforma
en algo indoblegable, acaso en fortaleza:
"Ya no sé de otra luz que
la que nace de su [nombre,
ya no añoro el sexo ni el amor,
ni leer a los filósofos:
sentada a la orilla del mar, espero
simplemente a la profundidad del cielo.
Mientras haya vino,
¿qué me importa el vacío?,
¿qué me importa la noche?"
Aunque con un rasgo algo más romántico, la poesía
de Valley se inscribe en lo que con fortuna denominamos ya post-feminismo
que, en términos sencillos, entendemos como un no cargar las
tintas en el fundamentalismo, en este caso, el del género,
y tratar de religarnos los hombres y las mujeres y los objetos y lo
aún desconocido. En otras palabra, relativizar la pesadez angustiosa
que tiene el femismo en otras latitudes (a causa de responder a específicas
sociedades, procesos históricos y símbolos culturales)
y que en el ámbito hispano ha sido, muchas veces, torpemente
imitado o, cuando no, oportunistamente asumido. Por ejemplo, las poetas
más valiosas del Perú actual -Magdalena Chocano, Rosella
Di Paolo e Isabel Sabogal- concurren en ese mismo territorio; tal
como lo que también observábamos en la poesía
de su contemporánea española María Antonia Ortega,
prefieren permanecer receptivas a lo más hondo de sí
mismas, disponibles a la palabra "inevitable".
Conclusión
Después de este somero análisis de la poesía
del fin de siglo española, bien podemos colegir que aún
está vigente el lastre de la "poesía de la experiencia".
Por este motivo, la mayoría de los poetas que figuran en las
tres antologías son virtualmente intercambiables entre sí.
Asimismo, este yo poético general mal podría revelar
signos de futuridad; aquella es más bien una poesía
terriblemente vieja y que, a veces, se apoya en un nacionalismo intrascendente.
Sin embargo, no podríamos tildarla de banal en la intención
que la inspira, pero sí en el producto que elabora. Dicha estética
de la "experiencia" se filtra incluso en la obra de los
poetas del 90' que practican la antipoesía. Pensamos que es
urgente una autocrítica en este sentido.
Por otro lado, en medio del monocorde panorama general, también
hemos podido toparnos con muy agradables sorpresas. Comprobar, por
ejemplo, que excelentes poetas como Angela Valley, Jesús Aguayo
o Antonio Moreno Figueras comparten los mismos sobresaltos de sus
pares latinoamericanos: ¿cómo persistir en ensayar una
voz personal en medio de tanto espejismo de mercado? u otra también
pertinente y, quizá, más agobiante en Latinoamérica:
¿cómo sobrevivir sin perder el sentido del humor, sin
que la política mate en nosotros lo mágico? Obviamente,
en nuestra época hipercrítica nadie, mucho menos los
poetas, quisieran que los tomen por ingenuos en política; mas,
tampoco, creemos sea obligatorio tener que pensar y expresarnos siempre
como si fuésemos ministros del interior. Sin embargo, a aquellas
didácticas y, por lo tanto, simplificadoras preguntas nos responde
de forma mucho mejor el poema "Esperanza", del último
de los poetas nombrados:
"Derrocado el corazón,
intento salvarme de la tragedia.
Hago como si no estuviera muerto".
Notas:
1. Grupo literario valenciano que se expresa a través
de la revista electrónica Lunas Rojas, tiene una editorial
y, asimismo, mantiene una biblioteca en la red. Sus íconos
literarios van de Mario Benedetti a Kiko Veneno; también Nicanor
Parra y Roque Dalton aunque, la verdad, en ninguno de sus poemas -ni,
menos, en sus ensayos- percibimos siquiera algo del humor desequilibrante
del chileno o del salvadoreño. Es, digámoslo así,
básicamente un grupo intelectual -incluso a la hora de escribir
poesía-; pero tiene el merito de propiciar el necesario debate
de ideas en una España muy autocomplaciente con su literatura
"oficial" y, también, tímida aún respecto
al centralismo de todo tipo que representa Madrid. Las personas adscritas
a este grupo practican, por lo general, una poesía cercana
al social-realismo, a cierto naturalismo tipo Zola y, en el mejor
de los casos, a un intentar aplicar las lecciones del distanciamiento
crítico aprendidas en un autor como Bertold Brecht.
2. Piglia es un crítico y novelista argentino
que ha logrado fundir dos tradiciones culturales y epistemológicas
muy distintas. La anglosajona, pragmática, que entiende que
la verdad sólo tiene un valor de uso; es decir, es un producto
deshechable más. La otra es la humanística, propia de
la tradición hispana, que entiende, por ejemplo, que hay una
verdad escondida en lo que leemos y con esfuerzo debemos sacar a la
luz. Del primer aspecto de su crítica deriva su idea de que
la literatura es un combate: ¿la verdad para quién?;
y, por ende, el aspecto político y del poder implícitos
en aquella lucha. El segundo aspecto epistemológico y cultural
se revela en cuanto Piglia postula que el crítico -convirtiendolo
así en un detective o en un aventurero- es el que busca desentrañar
un "secreto" ya que "la realidad está tejida
de ficciones". Hemos introducido este comentario porque creeemos
que lo que ha hecho Piglia es muy pertinente para evaluar en profundidad
nuestra actual poesía hispánica. Dados los tiempos que
corren, creemos que el futuro de ésta también está
en saber congregar -de algún modo, ya que no existe uno solamente-
ambas tradiciones culturales; mas no solamente en la epidermis, es
decir, en el léxico y las referencias más o menos exóticas
o globalizadas. Probablemente los poetas que hacen esto último
estén hubicados sólo en una de las dos tradiciones:
en la hispana y tratando vanamente de ampliar o "modernizar"
sus contextos, o abiertamente en la otra, la anglosajona, con lo nos
hallamos ante curiosas caricaturas del original. No, no se trata de
nada de esto en Piglia. Su obra es, más bien, prueba de que
es posible fundir ambas maneras de conocer, de situarse en el mundo,
sin que esto implique ausencia de conflicto personal ni, tampoco,
se trate de un mero eclecticismo cultural (al modo del voceado, pero
realmente inexistente, multiculturalismo norteamericano). En síntesis,
nos hallamos ante una nueva forma, muy contemporánea, de pensamiento
crítico (y poético); un modo, cabe esperar, más
rico y productivo de estar a la intemperie.