En la Lima de los años setenta alguien inquirió a un
ciudadano, de cuyo nombre no nos acordamos, sobre cuál era
el poeta peruano más importante. Por aquel entonces la respuesta
era obvia, todo el mundo hubiera coincidido en el seudónimo
que sirvió a Rafael de la Fuente Benavides para legarnos su
extraordinaria poesía: Martín Adán. Mas, creemos
que por probo y pedagógico -y no por ignorante-, aquel ciudadano
respondió: "No sé cuál es el poeta vivo
más importante del Perú, pero si cuál es el más
vivo: Winston Orillo". Autor éste que por justicia poética
está absolutamente olvidado hoy en día, pero que en
su momento fue nítido contrapunto en la comparsa de los poetas
peruanos del 60, fundamentalmente del Pavarotti de aquella época,
Antonio Cisneros. Orillo llegó a figurar incluso en antologías
continentales e historias de la literatura hispanoamericana tales
como en la del desprevenido Enrique Anderson Imbert.
Sirva este párrafo introductorio para remarcar
algo que parece inevitable en los avatares de cualquier promoción
literaria: están los poetas -que siempre son poquísimos-
y están los animadores culturales, profesores, gacetilleros
o políticos camaleónicos que fungen de poetas por un
lapso más o menos largo hasta que su mismo oportunismo los
traiciona, pero que algunas veces ejercen -queriéndolo o no-
una tarea de difusión de autores que son más interesantes
y que a la larga serán más perdurables. No ha sido otra
la función en la literatura peruana -salvando evidentes distancias
de generación y relieve de la obra- de, por ejemplo, José
Santos Chocano, primer y auténtico propagandista indirecto
de la poesía peruana moderna a nivel continental; Alberto Hidalgo,
cuyos desplantes llegaron a codearlo a su hora con Borges y Huidobro;
Manuel Scorza -de reconocida, aunque polémica, labor editorial-,
cuyo oportunismo poético lo lanzó a ganar numerosos
premios internacionales y a figurar ahora mismo, por ejemplo entre
mucha gente educada del Brasil, al lado de César Vallejo y
el propio Chocano; Antonio Cisneros, cuyo prestigio ganado con su
obra de
principios de los años 60 -e inflado por lo que en esa época
constituía el premio Casa de las Américas- le permite
ejercer incluso hoy de cacique en la -aunque ya transformada por aluviones
sociales que han convertido a Lima en una La Paz con mar- auténtica
poesía de Miraflores; Jorge Pimentel, cuyo performance
filicida (típico de los 70', o al menos de Hora Zero) siempre
superó al de su hermano, pero no a los versos de al mismo tiempo
su maestro, Antonio Cisneros; hasta, y por ahorro de tinta nos detenemos
aquí, algunos ubicuos ejecutivos literarios con dólares,
instructores en arribismo cultural y aligerados poetas, como es el
caso conspicuo de Miguel Angel Zapata, verdadero polizón de
la generación peruana de los 80.
Sin embargo, en esta comunicación queremos ponernos
un poco serios y no detenernos gratuitamente en el chiste. Repetimos,
el fenómeno que indicamos siempre ha existido en la historia
literaria y probablemente siempre existirá(1)
; sólo que por estos años -y sin necesidad de ganar
mayor perspectiva- se ha tornado evidente. Claro, este fenómeno
no es exclusivo de los que vamos denominando "Los poetas más
vivos del Perú"; semejantes casos de auto-promoción,
fabricación editorial, influencia partidaria, coima, simple
miopía o nacionalismo militante lo percibimos por doquier.
Baste, por ejemplo, escuchar a un premio nacional vitalicio -y remunerado-
como Raúl Zurita; la verdad es que cuando le ponemos oídos
lo primero que nos preguntamos es por quién lo fabricó
y quién permite todavía se siga difundiendo tantísimo
ruido y tantísimo ego. Otro caso -aunque me vayan a caer encima
sus hinchas ya que este señor parece realmente muy buena persona-
sería el de Juan Gelman, cuya ternura -cuando enternece y no
sólo mueve nuestra filantropía- la encontramos absolutamente
lograda ya y sin mácula en la obra de César
Vallejo. Obviamente, algo similar ocurre con el cantautor sureño
Mario Benedetti que, curiosamente -en un encuentro de escritores celebrado
en 1967 en México- provocó en José María
Arguedas "la impresión de estar revestido o insuflado
de una seguridad levemente despectiva hacia los que no pensaban exactamente
igual que él" (García 22); dado el caso, nosotros
preferiríamos ir directamente donde el cantor, Gardel, o el
músico, Piazzola.
Mas, para que a priori no se nos juzgue de puros,
debemos puntualizar que todo el entorno de nuestra poesía en
español -y no sólo el gremio de los que podríamos
denominar poetas "éticos"- atraviesa una profunda
crisis. Tal es el caso del tan extendido, últimamente entre
nosotros, neobarroco (verbigracia, en la antología Medusario
de Kozer/ Sefamí/ Echavarren). Ante la sombra de Trilce,
para no remontarnos a la poesía de Luis de Góngora,
aquél resulta mera tecnología; es más, intento
parnasiano, racionalista y policial al inhibir una franca apertura
de la sensibilidad hacia el mundo exterior. Sin capacidad metamorfoseante,
el neobarroco -salvo quizá alguna rarísima excepción:
los textos del propio Roberto Echavarren, también el teórico
de aquella antología- es en sus versos sólo una lista
invertebrada de inhibiciones. Otro tanto, aunque nos hallemos en el
polo opuesto, podríamos decir de los amaneramientos de la nueva
sentimentalidad o de la poesía de la experiencia
que no son -en general, y tal como sostiene con lucidez Jorge Rodríguez
Padrón al hablar de la reciente poesía española-
sino machacona retórica narrativa de los sentimientos y de
la moral (344); esto sin mencionar a los "agudos teorizadores;
pero nunca creadores de lenguaje" (339).
Retomando el caso del Perú -y tal como nos lo ilustra,
por ejemplo, el ninguneo, ostracismo y marginación absoluta
con que se trata a dos de sus buenos jóvenes poetas: Gaspare
Alagna:
En el itinerario de un reino
olvidado en el fondo de tu frente
en tu memoria de cactus que araño ahora
al silencio de las piedras
al flujo de las olas
a mis ojos de arena hundidos en la espuma (13)(2).
e Isabel Sabogal:
Pero hay una princesa
Que sueña con el alba escondida tras la noche,
Que sueña con la lluvia escondida tras el alba,
Que sueña con sí misma escondida tras la lluvia,
Que sueña con su cuerpo escondido tras el fondo de sus
sueños" (20) (3).
A estas alturas quizá vale la pena considerar la necesidad
de revisar si es cierta o no la creencia de que es un país
en que abunda la poesía. Paradigmáticamente, es probable
sea cierto lo que Pablo Guevara apunta de su generación:
Yo creo que la generación del 50 enseñó a
hacer poemas buenos, pero dejó de hacer los poemas que hicieron
los poetas anteriores a ella. Es decir, dejó de hacer poemas
como Adán, como Westphalen, como Moro o como Vallejo.
En otras palabras, y ahora lo argumentamos nosotros, ni la obra de
Jorge Eduardo Eielson ni, mucho menos, la de Blanca Varela -sólo
para citar a los poetas peruanos actualmente más mentados-
constituyen en lo fundamental un aporte creativo. Con el paso del
tiempo, del primero quizá sólo quede una pequeña
colección de los años 50, Noche oscura del cuerpo.
Los ultra-perfeccionismos de sus primeros poemarios no pasan de ser
finalmente sino ejercicios académicos; el relajamiento de los
años 60 no pasa de ser precisamente eso: relajamiento técnico
de la versificación tradicional en aras de adaptarse al verso
libre o a la composición por campos que casi todo el mundo
practicaba en aquella época. Más aún, incluso
su Noche oscura del cuerpo es mero boceto o escorzo, por ejemplo,
frente a ese lienzo -con los claroscuros de Rembrant- de la condición
humana contemporánea que es la poesía de Eugenio Montale,
autor en que abreva Eielson. Otro tanto cabe decir de los versos de
Blanca Varela, orfebre diligente, pero demasiado tímida creativamente
como para deshacerse de los moldes de Octavio Paz:
que no fue otra cosa que un periodista [...] un excelente divulgador
de teorías y de hipótesis que entendía mal
y transmitía bien (Piglia 12).
La poesía de la peruana hace recordar y añorar siempre
a la de su coetánea Alejandra Pizarnik, entre nosotros los
latinoamericanos, auténtica hurgadora de su nombre y de su
borrosa imagen ante el espejo, además de pedagoga -a través
de la radical lección de su
verso desnudo y económico- frente a los excesos retóricos
y encandilamientos conceptuales de las oleadas surrealizantes que
periódicamente invaden nuestro territorio.
Probablemente de la generación poética de los años
50 en el Perú no quede a la larga sino la obra de Javier Sologuren.
Poeta que ha ido cultivando su arte hacia el interior de sí
mismo y, paradójicamente, hacia una paulatina despersonalización.
Despojamiento, refinamiento y profundización -los de Sologuren-
contrarios a los cambios de piel, más bien superficiales, de
Eielson; y aventura poética e intelectual de mayor ambición
y matices que los del recurrente narcisismo de Varela. Creemos que
con estos ases el poeta peruano le gana la partida al que al principio
de su recorrido fuera uno de sus claros maestros, nos referimos a
Jorge Guillén. Pero Sologuren, lo mismo
que el poeta español -por ejemplo, en el paso que va de Cántico
a Clamor-, no ha podido superar el pequeño formato,
el escaso aliento de sus versos para perfilados proyectos de envergadura
mayor, ni ha sabido arriesgarse -para ganar otros partidos, y no sólo
los de fútbol- a jugar al filo del reglamento, es decir, dentro
y fuera del canon literario.
Poeta opuesto a Javier Sologuren, y el menor de la generación
del 50, es Pablo Guevara que, muy a su modo dada la condición
casi oral de su literatura por muchos años, también
ya trascendió. No sólo en lo que hizo después
la generación siguiente (aquello de yuxtaponer -en el espacio
abierto de la página- ideas, imágenes y cautos sentimientos),
particularmente Antonio Cisneros y Rodolfo Hinostroza, sino sobre
todo al permitir su obra percatarnos de lo que aquélla no hizo.
A diferencia de Guevara, mucho más arriesgado e intuitivo en
la fabricación de sus versos, los poetas del 60 cultivan -unos
más que otros- un arte programático. Programáticamente
hispanizante (Marco Martos), ora erótico o comprometido; paundeano
(Cisneros); afrancesado y latinizante (Hinostroza); machadeano (el
precoz y prometedor Javier Heraud); borgeseana-paceanamente especulativo
(Julio Ortega). Su auténtico heredero, aunque en una versión
mucho más desahogada o suelta, es Luis Hernández Camarero.
En sus obras, ambos dan cuenta de un cosmopolitismo más bien
idealizado que real, como llevado al cuadrado, frente al carácter
testimonial o realista o culturalista que asume aquél en la
poesía de la mayoría de los poetas de la década
del sesenta. Pero mientras esta dimensión irrealista del cosmopolitismo
-clave ya para entender la literatura de aquella época y más
aún la globalizada de nuestros días- le sirve a Guevara
como un elemento o personaje más de su ambicioso set poético
(cotidiano-histórico-mítico), en Hernández -muy
a semejanza de José María Eguren y de los poetas modernistas-
le permite evadirse del mundo que lo rodea y así salvaguardar
la atmósfera lúdica, gozosa o encantada de sus versos.
A ambos poetas los une además, y nos referimos en estricto
a sus poemas publicados, una sensación de que al leerlos asistimos
a un taller y nunca a una obra acabada. En este sentido han sido muy
consecuentes consigo mismos, no creer en el poema perfecto sino en
la obra en proceso; valoran más el impulso indagatorio (Guevara)
o la inteligente sonrisa ante la vida (Hernández) que el daguerrotipo
de la fórmula o las estrecheses de las convenciones literarias
y vitales. Frente a la poesía de Luis Hernández Camarero
toda la sociología de barrio que siguió después
-generación del 70, y la algo más enrarecida de grupos
como Kloaka en los 80- es equiparable al juicio perspicaz que le merece
a Américo Ferrari la obra de Alejo Carpentier:
lo único que yo veo de épico en sus novelas histórico-etnológicas
es una imperturbable carencia de sentido del humor.
De toda aquella sociología sólo se salva En los
extramuros del mundo de
Enrique Verástegui, dicho sea de paso, otro aprovechado alumno
guevareano; y se salva porque en este poemario su escritura -mucho
más corporal que letrada- aún no ha envejecido. Este
es un caso opuesto al de la muchacha de provincias peruana, también
de los años 70, que se vino a vivir no a un Chagall -como reza
el título del libro de la española Blanca Andreu- sino
a unos cuantos libros de psicología franceses; el cuerpo de
Carmen Ollé -programático protagonista de su poemas-
no le pertenece a ella, sino sobre todo a aquellos libros.
Otro tanto ocurre con Carlos Germán Belli, poeta de monótona
queja y de renovado archivo de versificación tradicional por
registro; pero tan meticulosamente antiguo, tan profesionalmente diríamos,
que allí mismo estriba su limitación. La poesía
de Belli se difunde o difundía muy bien en el ambiente académico
norteamericano precisamente por aquel corto alcance, por su condición
de souvenir cultural. Heredero directo de este poeta neobarroco del
50, pero sin el encanto y la hondura de aquél de la generación
del 30 (Martín Adán), es Mirko Lauer en el 60 -como
es bien conocido- minucioso fabricante de mariposas/ de plomo. Frente
a este poeta, Antonio Cillóniz tiene mucha más frescura,
aunque comparte con Belli cierta condición monotemática.
Un digno heredero de Martín Adán quizá podríamos
encontrarlo recién al borde de los 80 (¿habría
que admitir una promoción del 75?), nos referimos a Carlos
López Degregori -auténtico Dorian Gray o Hannibal, interpretado
por Anthony Hopkins, en sus mejores versos-, hoy por hoy uno de los
poetas más interesantes del Perú junto con -aunque sólo
por tres o cuatro poemas de sus dos libros hasta ahora publicados-
otra martinadaniana, Magdalena Chocano. Lo que pasa con esta poeta
es que muchas veces su capacidad especulativa le hace perder frescura
a su dicción, lo que no ocurre en sus textos más logrados:
atmósfera feérica junto a una sutil visión intelectual
y ambiguo erotismo; además, el mejor formato de sus versos
no es el epigramático porque precisamente allí acentúa
lo especulativo, en este sentido a esta poeta aún le falta
adecuar el aliento (no sólo entendido como voz sino también
como espíritu) a su marco mejor. Otra interesante poeta de
los 80 podría ser Rosella di Paolo, a su modo opuesta y complementaria
a Magdalena Chocano, mas cuando su fervor por las palabras -atento
a la mística de San Juan de la Cruz- le sirva también
para pensar y no sólo para sentir. Sin embargo, en sus páginas
mejores, la obra de ambas poetas y la de Isabel Sabogal demuestra,
a buena hora para el Perú, una equivalente zozobra, y un mismo
anhelo al que no podemos arropar a priori con las marcas de uno u
otro género.
Mas hablando del 75-80, un poeta-linguista que prometía, y
que de alguna manera sigue prometiendo aunque halla alcanzado ya la
media centuria, es Mario Montalbetti. Más que una síntesis
de emoción e intelecto (Benjamin diría intuición
y pensamiento), la suya es una poesía donde ambos aspectos
no se resuelven en una unidad y andan como un matrimonio mal avenido;
después de un inicial periodo versolibrista cisnereano pasó
al rigor de los silogismos de motivo oriental y ahora se ha hecho
algo más entrañable, pero aquella incompatibilidad de
caracteres -que observábamos desde sus poemas iniciales- lamentablemente
continúa. Por otro lado, aunque un tanto algo mayor que nuestro
poeta-lingüista, la obra de Luis La Hoz -en sus páginas
logradas- es precisamente lo opuesto a la de Montalbetti. Ante todo
no pretende ser una aventura intelectual y, sin embargo, digamos que
la cumple, pero a través de imágenes de lo cotidiano,
decoroso trabajo artesanal con el verso y sensibilidad; de ninguna
manera buscando de antemano que el lector nos perciba listos. Ahora,
el término medio entre ambos poetas, aunque trayéndonos
otro imaginario cultural y distinto escenario social, son los poemas
del voceado José Watanabe. Su zozobra a ratos llega a convencernos
y su sutil ironía -en un grado mayor de destilación
que la de Antonio Cisneros- nos brinda prueba fehaciente de su capacidad
de juicio. Mas lo de término medio también alude a una
falta de clarificación en Watanabe de su propia propuesta poética.
Una vez leído pareciera que no tuviera nada que proponernos;
su poesía remeda una vibración sutil, aunque sin transfondo
aparente. Sin duda, esto puede ser ya en sí mismo un destacable
valor estético, y posiblemente sea la marca peculiar de este
poeta -mezcla curiosa de criollismo y tao-, pero permítasenos
quedar aún inconformes con su trabajo. E indignados con el
de sus imitadores que -sobre todo en la generación limeña
de los 90- abundan; bola de muchachos que a tono con nuestros tiempos
postmodernos o globalizados cultivan el tono menor -diríamos
ínfimo- de la mente, del lenguaje y de la pasión. A
la soledad y desconcierto -cuando no al horror que provocan estos
tiempos- creen responderles con su cansancio, aburrimiento o discreto
vaho en coro ante el espejo.
Obviamente, la existencia de esta casi historia de la poesía
peruana contemporánea -que vamos reseñando- se la debemos
fundamentalmente a la labor de los críticos. Finos críticos
son, por ejemplo, Américo Ferrari y Julio Ortega. El segundo
más activo que el primero, pero también un poco más
sesgado en sus gustos hacia la poesía que practican, podríamos
denominarlo así, los "ilustrados"; sociedad distinguida
que -en el caso del Perú, y a semejanza de lo que significaba
el Palais Concert en época de Abraham Valdelomar- parecería
ubicarse hasta hace muy poco en la librería "El Virrey"
(Lauer, Montalbetti) y ahora, en más apretado petit comité
todavía, en la librería "Mosca Azul" (Lauer
y el reciente receñista multiglósico Abelardo Oquendo).
Mas aquellos dos críticos son sin duda, y a pesar de todo,
los más matizados ideológicamente y los que han ejercido
su tarea con imaginación y fervor. Este no es el caso de otros
críticos, tal como el del desaparecido Antonio Cornejo Polar(4),
casi negado para leer poesía, y menos aún el de su hermano,
Jorge Cornejo Polar. Ambos constituyen un tipo de críticos,
ya que su práctica ilustra la de muchos otros, que
trafican cómodamente con un ganado ya previamente amansado,
listo para ser marcado con el hierro de las simpatías políticas
o simplemente con la rúbrica de lo habitual. La crítica
en el Perú actual sin duda existe, reflejo de ella es su poesía.
Sin embargo, a pesar de todo este panorama aparentemente negativo,
la poesía del Perú posee una extraordinaria ventaja,
actual y virtual, por lo menos en el concierto hispano. No sólo
cuenta con una generación excelente que es la del 30 -de la
que deberían los jóvenes poetas nuevamente partir-,
sino que cuenta además con José María Eguren
y, sobre todo, con el ejemplo extraordinario de César Vallejo;
autores -aunque este tema, dada su envergadura, es ya motivo para
otro ensayo- a los que hasta hoy no se les ha leído o estudiado
de modo suficiente. En otras palabras, la poesía peruana cuenta
con el poder -nítido, por ejemplo, en la leyenda de los hermanos
Ayar, la poesía de Vallejo o en muchas páginas de las
novelas de José María Arguedas y de los cuentos de Julio
Ramón Ribeyro- para literalmente volver materiales las palabras.
Precisamente, tratando nosotros de explicarnos esta capacidad materializante
de los poemas del autor de Trilce, Lezama Lima quizá
esté en lo cierto cuando dice que
En ninguna cultura como la incaica la fabulación adquirió
tal fuerza de realidad (122).
Ahora, esto no quiere decir que estemos proponiendo un neo-indigenismo,
ni mucho menos (5), aunque este mismo
autor señale:
La historia política cultural americana, en su dimensión
de expresividad, aún con más razones que en el mundo
occidental, hay que apreciarla como una totalidad. En el americano
que quiera adquirir un sentido morfológico de una integración,
tiene que partir de ese punto en que aún es viviente la cultura
incaica (75).
Nosotros únicamente estamos subrayando una ventaja. El Perú
es un país con una cultura ancestral (veinte mil años
desde los vestigios del hombre de Lauricocha así nos lo demuestran)
y, por tanto, tiene mucho que hacer recordar, enseñar e inspirar
con una densa luz a sus poetas.
Respecto a otras latitudes -incluso en la propia Latinoamérica,
en cuanto al heterogéneo proceso de modernización que
experimentaron estos países- el Perú ha sido tildado,
probablemente con muy justa razón, de país "inmóvil"
o de "movilidad menor" (Rama 109-110); nosotros matizaríamos:
pero con profundísimas raíces (aspecto mítico-cultural
que a Rama se le escapa por aperar éste con una mentalidad
típicamente urbana y secularizada). Esta condición no
hace al Perú inmune a la historia, menos a la de la hora actual
cuyos despojos -los propios cuerpos de sus sufridos habitantes- no
permite que nos engañemos ni que nos hagamos demasiadas ilusiones
respecto a nuestro futuro socio-económico, pero le brinda a
los poetas la posibilidad de un uso muy particular de la memoria,
una promesa de poder -tal como consta en la rica tradición
cosmogónica precolombina y en algunos cantos de raigambre quechua
de ahora mismo- materializar la fabulación. En contrapunto
a neobarrosos, surrealizantes, engolosinados de la experiencia,
intelectualoides de la escritura -más o menos venales- o simplemente
coro de cansados vates, la poesía peruana tiene la posibilidad,
nada desdeñable, de ir más acá o allá
de la literatura y darle vida: como para traernos una flor hacia los
labios o un justo bocado a la boca.
Personalmente, tal como Michael Foucault, soñamos
con el intelectual destructor de evidencias y universalismos [...]
el que se desplaza incesantemente y no sabe a ciencia cierta dónde
estará ni qué pensará mañana [...] el
que contribuya allí por donde pasa a plantear la pregunta
de si la revolución vale la pena (y qué revolución
y qué esfuerzo es el que vale) teniendo en cuenta que a esa
pregunta sólo podrán responder quienes acepten arriesgar
su vida por hacerla (164).
O, de un modo menos romántico y más concreto, podríamos
decir que no nos interesa pasar volando por sobre los textos; primero
por creer aún en el placer de la lectura y, segundo, porque
proceder de otra manera nos lleva a imperdonables simplificaciones
y acomodos burdos de los textos a determinadas teorías de agenda.
Esto sin que postulemos, en modo alguno, la autonomía del texto
ni la especificidad de la literatura. Creemos que es una extendida
conquista contemporánea o postmoderna entender -y en esto somos
militantes, mas no fundamentalistas- que el marco mayor de la literatura
no es observar el lugar que ocupa la realidad en la ficción,
sino la que ocupa ésta en la realidad.
* * *
Obras citadas:
- Alagna, Gaspare: 1989 Memorias
de un dios herido. Lima: Colmillo Blanco.
- Ferrari, Américo: 2002 La imbricación de
la expresión poética en la obra narrativa de José
María Arguedas y Juan Rulfo. Agulha [www.agulha.cjb.net],
No 24.
- Foucault, Michel: 1981 Un diálogo sobre el poder.
Miguel Morey (trad.). Madrid: Alianza Editorial.
- García, Raquel (ed.): 2000 Las cartas de José
María Arguedas a Angel Rama. Fornix, No 2, 9-28.
- Granados, Pedro: 1996 Memorias de las manos. El Comercio
(Perú), 14 Jul, C2.
- Guevara, Pablo: 2002 Poesía de choque http://estacionpoetica.perucultural.org.pe/epguevara.shtml]
- Lezama Lima, José: 1969 La expresión americana.
Santiago de Chile: Editorial Universitaria.
- Piglia, Ricardo: 2001 Conversación en Princeton.
Azoteas, No 1, 8-18.
- Rama, Angel: 1985 Las máscaras democráticas
del modernismo. Montevideo: Arca Editorial.
- Rodríguez Padrón, Jorge: 1993 "Las
vanguardias tardías en España" en Las vanguardias
tardías en la poesía Hispanoamericana. Luis Sáinz
de Medrano (ed.). Roma: Bulzoni, 331-344.
- Sabogal, Isabel: 1988 Requiebros vanos. Lima: Ignacio
Prado Pastor, Editor.
Notas:
(1).
Para ser más precisos y menos metahistóricos quizá
podríamos rastrear dicho fenómeno, tal como con acertados
ejemplos nos lo documenta Angel Rama, desde el "'cambalache'
intelectual de la sociedad mercantil y democrática del siglo
XIX que Nietzche describió y detestó y que tanto Europa
como América Latina vieron perfectamente representado en la
sociedad norteamericana posterior a la Guerra de Secesión"
(132). Situación que -también lo señala Rama
en la misma página- si bien propició el éxito
continental de Ariel de José Enrique Rodó, asimismo
es cierto que tuvo, por ejemplo en Rubén Darío, un crítico
a esta unilateral e interesada postura: "observaba [Darío]
los mismos efectos deletéreos de la modernización en
las sociedades latinoamericanas, no aceptaba el cómodo aristocratismo
hispánico que veía los defectos de los otros pero no
los propios de quienes tenían 'sangre del Cid y de Carulla'
y, sobre todo, porque reconocía las enormes creaciones que
esos Estados Unidos utilitarios ya habían proporcionado".
Ahora, en lo que compete a nuestro tiempo actual de formidables indigencias,
nosotros agregaríamos que a su sombra y coacción se
ha desarrollado en nuestros países un tipo de escritor -poetas
o críticos-extremadamente oficiante de un arribismo que se
confunde literalmente con la sobreviviencia; esta es la hora del espíritu
del ganapán, repleto de deudas y compromisos con lo que --sea
un periódico, una cátedra o una revista cultural- le
permite comer.
(2) . Siete
años después de la fecha de publicación de su
libro (1989), lapso que voluntariamente Alagna se tomó antes
de animarse a ponerlo en circulación, le hicimos una reseña.
Aquí, entre otros asuntos, señalábamos que Memorias
de un dios herido era un auténtico oasis en medio de la
retórica cisnereana imperante, y agregábamos: "Libro
que no pacta con la elocuencia, ni rehuye la ya de por sí honda
y frágil intimidad, ni cae en el pueril erotismo característicos
-entre las honrosas excepciones dos o tres libros escritos por mujeres-
de los últimos 25 años del quehacer poético en
el Perú" (Granados C2).
(3). De Requiebros
vanos cabe puntualizar lo que dice Javier Sologuren en el breve
prólogo al libro: "Es en el amor y la muerte, hontanares
que jamás cesan, donde abreva su verso imbuido de una pureza
adolescente y abierto a relampagueos visionarios". Afines en
el espíritu y semejantes en calidad, agregaríamos, a
los del joven y malogrado poeta Javier Heraud. Pureza (autenticidad),
capacidad de visión y tino de una muchacha que, aunque sea
también lo femenino un tema visible en su obra, acierta en
no tratar de escribir de modo fundamentalista, sino que nos habla
del "amor y la muerte" que es común a todos. Entre
las otras poetas de su generación -la del 80, y salvo probablemente
Rosella di Paolo- Sabogal es una de las pocas poetas mujeres que no
ha intelectualizado oportunistamente su poesía, que no la ha
transformado en un discurso -cada vez menos rentable, incluso en su
fortín, la academia norteamericana- de género.
(4) Quizá
el representante más importante del Perú -desde la Universidad
de San Marcos en Lima, pasando por la de Pittsburg, hasta llegar a
Berkeley University- de los estudios literarios neo-historicistas.
Es obvio que esta clase de estudios para nadie son novedad ahora,
pero en el Perú -a través, por ejemplo, de la Revista
de Crítica Literaria Latinoamericana- constituyeron una
alternativa frente a aquellos sosos, extemporáneamente hispanizantes
o, dirían los de San Marcos, inmanentistas por ideológicamente
reaccionarios de, por ejemplo, una revista como Lexis de la Pontificia
Universidad Católica en Lima. Antonio Cornejo Polar ha dejado
una verdadera pléyade de seguidores o discípulos, por
lo general con las mismas dificultades que él para leer poesía.
En lo fundamental parten del supuesto de que hay que sacar a la literatura
del medio; es decir, tal como lúcidamente lo plantea Ricardo
Piglia: "Tienden, desde posiciones que se suponen progresistas,
a sacar a la literatura del juego y a convertirla en un síntoma
más de una serie de documentos sociales que circulan con el
mismo estatuto que la literatura" (12). No se percatan, observa
el mismo crítico argentino, que "esta sociedad no inventaría
la literatura si no la hubiera encontrado hecha. No se le hubiera
ocurrido a la sociedad capitalista inventar una práctica tan
privada, tan improductiva desde el punto de vista social, tan difícil
de valorar desde el punto de vista económico […] El arte sería
contrario a esa lógica de la racionalidad capitalista. Y, por
lo tanto, la muerte de la literatura sería algo a lo cual esta
sociedad aspira" (11). Ergo, así como no se es necesariamente
progresista porque en nuestro discurso empleemos categorías
críticas, tampoco practicar el neo-historicismo o el post-colonialismo
nos exhime de ser, desde el punto de vista de Piglia, quizá
hondamente reaccionarios.
(5) Autores
valiosos de la poesía si no indígena, al menos sí
de corte popular -es decir, necesariamente "chola" o "zamba"
en el Perú- y post-arguediana, son Cesáreo Martínez,
en los 70, cuya prematura muerte lo encontró quizá escribiendo
sus mejores poemas; y Fredy Roncaya -en los 80, con Canto de pájaro-
que ahora mismo practica una poesía multilingue (quechua-española-inglesa)
y es un olvidado más en el ámbito de la miope y oficial
crítica literaria peruana.