Hitos
del erotismo en la poesía de Javier Sologuren
Por Pedro Granados
En Identidades 7 de Junio 2004
El reciente deceso de Javier
Sologuren señala un nuevo vacío en nuestra cultura.
Este breve homenaje destaca algunos rasgos determinantes de su poética,
una de las más altas de la poesía hispanoamericana,
acaso por su delicadez y erotismo. Sirvan estas líneas como
póstumo tributo a una vida consagrada con entereza a la literatura.
Javier Sologuren (Lima, 1921-2004), de quien
un crítico como Roberto Paoli puntualizara: "Non c'
é intenditore di poesía ispanoamericana che non lo collochi
fra i maggiore lirici attuali del continente" (1),
comenzó a publicar en 1944 (El morador) y sus poemas
fueron apareciendo en libros y diversas revistas casi hasta el final
de su fructífera vida (fue, además de poeta, profesor,
traductor
y editor). Al principio lo encandiló la estética neorromántica-barroca;
luego, asimiló el surrealismo hasta que en 1960 (Estancias)
define, siempre en el marco de su acendrado lirismo, una nueva poética
-con un lenguaje marcadamente simbolista- que quizá podríamos
tipificar como guilleniana o budista. Todo depende de si usamos sólo
el mirador hispano para ello o, muy cara también a este poeta,
una perspectiva cosmopolita -en este caso, el de su profundo interés
por el budismo zen japonés- para leer su poesía. En
Estancias se deja atrás una estética de la fuga
a "otro mundo" (a través del neoplatonismo o el sueño),
cuyo esquema podrían ser unos vectores que apuntan hacia lo
alto, y se adopta -de modo extraordinariamente logrado- un esquema
inmanentista. Es decir, el anhelo por "otro mundo" continúa,
pero esta vez ya no está en lo alto, en un mundo paralelo trascendental
o de ideas platónicas; sino que está aquí mismo,
tal como a través de unos versos de Yasunari Kawabata -los
cuales Sologuren toma como epígrafe para sus Folios del
enamorado y la muerte (1980)- lo podemos colegir: "aquella
blancura que habitaba las / profundidades del espejo / era la nieve".
Accedemos a este "nuevo mundo" mediante una experiencia
de satori, epifanía o anagnórisis, pero necesariamente
en nuestro mundo corriente y, de modo privilegiado, en el ámbito
de la naturaleza.
Por tanto, para el dibujo de esta nueva poética ya no son
pertinentes los vectores ni tampoco se trata de un esquema vertical
como el anterior; ahora se accede a "lo otro" o "al
otro" básicamente a través de un tipo de empatía
o de cierta mirada (de ahí la predominante fanopoeia de esta
obra). Invitarnos, posibilitar el acceso a esta experiencia, es uno
de los fines de Estancias y, en general, el de todo el oficio
de este singular poeta:
"Creo, por último, que la poesía revela la esencia
de la existencia del hombre, y es un prodigioso agente de descubrimiento
y recuperación de lo humano. Y eso me guía y me alegra
profundamente" (2).
En su producción posterior a la de la década de 1960
se dan atisbos -como su maestro Jorge Guillén, que pasó
a Clamor porque no quiso que lo identificaran sólo como
el poeta de Cántico- de una apertura a un corte más
realista en su poética; pero, creemos, indisolublemente ligada
siempre con aquello alcanzado en el poemario de 1960 (3).
Este inevitable marco previo no pretende sino situar adecuadamente
el motivo erótico, constante en nuestro poeta a partir de su
cultivo del tema amoroso (4).
Al respecto, distinguimos tres hitos (5):
"Toast" de La gruta de la sirena (1961), "Epitalamio"
de Folios de El enamorado y la Muerte (1980) y "Celebración"
de El amor y los cuerpos (1985). Cada uno de ellos desarrolla
una visión, a la vez distinta y complementaria del encuentro
amoroso con la mujer. En el primero de ellos, muy ligado aún
a Estancias, se recrean los tópicos renacentistas del
prestigio de lo rubio, de lo alto o aéreo o solar y del color
blanco. Todo es noble, inocente y platónico; así también
el amador y la amada en este poema, "Toast":
"La inquieta fronda rubia de tu
pelo
hace de mí un raptor;
hace de mí un gorrión
la derramada taza de tu pelo.
La colina irisada de tu pecho
hace de mí un pintor;
hace de mí un alción
la levantada ola de tu pecho.
Rebaño tibio bajo el sol tu cuerpo
hace de mí un pastor;
hace de mí un halcón
el apretado blanco de tu cuerpo".
Veinte años después, irrumpe en este paisaje idílico
una honda conciencia del transcurrir: Folios de El enamorado y
la Muerte. Dicotomías o contradicciones propias del barroco,
pensemos si no en aquel famosísimo "polvo serán,
mas polvo enamorado" de Francisco de Quevedo; nos hallamos, pues,
en pleno segundo hito del amor sologureniano, "Epitalamio":
"cuando nos cubran las altas yerbas
y ellos
los trémulos los dichosos
lleguen hasta nosotros
se calzarán de pronto
se medirán a ciegas
romperán las líneas del paisaje
y habrá deslumbramientos en el aire
giros lentos y cálidos
sobre entrecortados besos
nos crecerán entonces los recuerdos
se abrirán paso por la tierra
se arrastrarán por la yerba
se anudarán a sus cuerpos
memorias palpitantes
tal vez ellos
los dichosos los trémulos
se imaginen entonces peinados por
desmesurados
imprevistos resplandores
luces altas
desde la carretera".
Como bien podemos observar, en este canto de bodas -finalmente entre
los vivos (ellos) y los muertos (nosotros: "memorias palpitantes")-
se ha instalado, ante todo, una inquietante reflexión sobre
la memoria.
Es un poema de amor y erotismo atravesado íntimamente por
lo necrológico y, viceversa, un poema sobre la muerte vivificada
hasta el extremo por la juventud y el amor. Sea a la manera de un
Quevedo o, por ejemplo, de aquellas maravillosas historias japonesas
donde algún padre, fallecido muchos años atrás,
entona a través de una máscara su epitalamio ante la
inminente boda de su adorada hija; repetimos, sea que enfoquemos desde
una u otra tradición, lo cierto es que Sologuren instala en
la literatura peruana un refinamiento erótico sólo comparable,
quizá, con los matices de algunos poemas de José María
Eguren que rozan estos mismos temas. El autor de Vida continua
("Vida continua: poesía sin interrupción",
dice Jorge Guillén) ha sabido religar aquí, hacer las
nupcias, nada menos que entre la vida y la muerte.
El tercer hito sobre el que queremos llamar la atención lo
hallamos en el emblemático libro El amor y los cuerpos;
aunque aquí podamos toparnos con variados ejemplos, el texto
elegido reza arriba:
"para Ilia":
"cabalgo en los extremos
de la noche acaso
para mirarte mejor
acaso para no verte
incluye mi deleite
las fronteras
de tu mente
como
la presa tibia
entre los dientes
o la primera
sangre
en el reino
de las aves
piedras de luz negra
tus ojos tu pelo
y un secreto fuego
que
no me es ajeno
sobre nosotros
la cola de la zorra
inmóvil
en la arena
y el oscuro mar
soplando
su náusea fecunda"
("Celebración").
Ni un amante renacentista, tras "el apretado blanco de tu cuerpo",
ni el memorioso habitante de un hades pagano, ahora resultan evidentes
nuevas tensiones en la pasión: un tanto más encarnadas,
aunque no por esto -en la aparente llaneza del lenguaje de estos poemas-
carentes del complejo conceptismo e intertextualidad acostumbrados.
"Vamos vida mía alimenta esta lámpara de amor"
y "Amor, amor, como siempre, / quisiera cubrirte de flores y
de insultos" son los sendos epígrafes de este libro, atribuidos
a Apollinaire y Vincenzo Cardarelli, respectivamente. Tal como en
el título del primer poemario de Jorge Luis Borges, Fervor
de Buenos Aires, donde la elección de la preposición
"de" en vez de "por" ("Fervor por…")
introduce un perfil filosófico, caro al idealismo, donde el
sujeto poético sería el elemento pasivo y la ciudad
de Buenos Aires el agente; lo mismo en El amor y los cuerpos:
son fuerzas ajenas al yo y a la pareja humana ("los cuerpos")
las demiúrgicas ("el amor") que dirigen el tinglado
incluso de acciones aparentemente tan íntimas o privadas como
las del encuentro amoroso. Encuentro este último, asimismo,
siempre amenazado o amagado por la muerte: "sobre nosotros /
la cola de la zorra / inmóvil / en la arena"; pero también,
siempre, alentado por los arcanos de la existencia humana, por las
fuerzas aliadas al devenir de nuestra especie: "y el oscuro mar
/ soplando / su náusea fecunda" (6).
Sologuren enfoca, pues, los actos de los amantes no sólo en
tanto sujetos individuales, sino en lo que aquéllos tienen
también de remotos y universales. Por tanto, en este tercer
hito erótico tenemos la clara evidencia de que al amor y a
la muerte -juntos, no separados- estamos todos convocados y, necesariamente,
asumimos esto también todos de una manera común. El
amor y los cuerpos preside la toma de conciencia de esta cierta y,
no por esto, menos sutil democracia.
Pedro Granados es Poeta.
Doctor en Literatura por la Universidad de Boston (Estados Unidos).
Acaba de publicar Poéticas de César Vallejo.
Notas
(1)
Javier Sologuren, Vita continua. Poesie (1947-1987). Firenze:
Parenti, 1988a, página 7.
(2) Javier Sologuren, Folios de El
enamorado y la Muerte & El amor y los cuerpos. Lima: Seglusa/Colmillo
Blanco, 1988b, página 8.
(3) No estamos sino tratando de comprimir
al máximo algunas ideas centrales de nuestra tesis de bachiller
en humanidades: Estancias, síntesis de imágenes aéreas
en la poesía de Javier Sologuren, 1944-1960, Lima, PUCP, 1987.
(4) "El amor
es una vivencia que me ha acompañado siempre. No diré
que es un tema, porque al decir el tema del amor, creo que trivializamos
el amor. Al comienzo fue un sentimiento amoroso-idealista, después
más propiamente erótico, como se diría con los
pies en la tierra. Ya no hay un pudor de hablar del cuerpo. Ése
es ya el amor físico, ¿no?" (118), declara el poeta
en: Cesáreo Martínez, Desde la vigilia. Hablan los escritores
y pintores peruanos (Lima: Arte/ Reda, 1989).
(5) Todos posteriores a Estancias,
ya que, y en esto estamos de acuerdo con el autor, los de 1980 y 1985
coinciden con una "etapa que tal vez sea la de mi mayor definición
poética" (Sologuren 1988b: 7).
(6) Al respecto, en otro poema de El
amor y los cuerpos podemos leer: "en tu noche de flores / nado
a ciegas / el vaho de la especie / viola lunas lejanas / una luz cenital
/ los médanos desborda / un frío de cristal / súbito
me saja / ha tocado / el ósculo solar / las playas de tu vientre
/ brotan garras del mar".