Poeta con página web, el nombre de José Watanabe
es uno –sino el más asiduo– de los requeridos por la prensa
–ahora tanto nacional como internacional– para ilustrar lo que sucede
actualmente con la poesía peruana. Sin embargo, comentarios
periodísticos al vuelo y algunas elocuentes entrevistas es
lo que, fundamentalmente, hasta ahora tenemos sobre la obra poética
de este autor nacido y criado en un campamento rural costeño
hasta casi bordear
la adolescencia.
Su primer libro se tituló Álbum de Familia (1971)
y le valió el Premio "Poeta Joven del Perú"
–compartido con Antonio Cillóniz. En palabras de José
Güich Rodríguez(1):
“Los textos incluidos en esta colección fueron escritos a
fines de la turbulenta década de 1960. Esa agitación
exterior contrasta con el universo generado por el poeta en torno
de los años infantiles, transcurridos en Laredo, pueblo norteño
donde recalara su padre, inmigrante que llegó al Perú
en 1912; además, aquí mismo, con la parsimonia que lo
caracteriza, el poeta declara: ‘El libro se inserta en una tradición
de larga data. Me refiero a las Canciones de Hogar que aparecen
en la última sección de Los Heraldos Negros,
de Vallejo, o a poemas como ‘El Hermano Ausente en la Cena Pascual’
y ‘Tristitia’, de Valdelomar. Mi intención fue rescatar el
mundo de la infancia, de la intimidad hogareña con sus grandezas
y tragedias.”
Luego, después de dieciocho años, vino El huso de
la palabra (1989); mas, a partir de este libro, ha ido publicando
con regularidad: Historia natural (1994), Cosas del cuerpo
(1999) y, recientemente, Habitó entre nosotros (2002).
Si su primer poemario fue escrito “a fines de la turbulenta década
de los 60” –y, como el mismo poeta declarara, bajo la sombra acogedora
del hogar de César Vallejo–, la saga de libros que va de 1989
al 2002, como enseguida pasaremos a analizar, tendrán –aparte
del autor de Trilce– del recientemente fallecido Javier Sologuren
(poeta de la generación del 50) y también de algunos
de sus contemporáneos: Luis Hernández Camarero o Roque
Dalton, mas, no sin conflicto, sobre todo de la vedette miraflorina
de aquella época, Antonio Cisneros.
De alguna manera toda la poesía de José Watanabe, aunque
con variada fortuna, es asimismo una polémica en sordina con
aquel precoz y afamado ganador del Premio Casa de las Américas.
Consciente Watanabe de que –respecto a la poesía urbana (Hora
Zero) y cosmopolita (“británico modo”) predominante– él
traía otro imaginario cultural y distinto escenario social,
le cupo también, para incorporar estas nuevas variables, intentar
encontrar un lenguaje distinto. En general, convincente zozobra y
una sutil ironía, en un grado de destilación mayor que
la de Antonio Cisneros, es finalmente lo que halló. Sin embargo,
pensamos que el de Laredo es un poeta –semejante a las actuaciones
de la selección peruana de fútbol– de logros alternados.
Quisiéramos pensar que su último libro, Habitó
entre nosotros, es anuncio, ejercicio o ensayo de otro más
logrado; tal como Historia natural lo fue respecto a Cosas
del cuerpo. Aunque debemos ir por partes.
Desconfiado o escéptico como su pueblo, confiesa ser en un
libro de entrevistas que desafortunadamente no tenemos a mano(2)
Watanabe es, ante todo, un poetade vocación mimética;
como los clásicos, quisiera que las palabras sean autosuficientes,
que éstas nombren a las cosas con plenitud. A manera de broma
antes señalábamos –porque debemos sumar a esta estética,
digamos, de la caligrafía, la vida casi novelesca del yo poético–
que esta obra era una “mezcla curiosa de criollismo y Tao”(3).
Y nos referíamos allí al Tao no de una manera caprichosa
ya que, por lo menos desde El huso de la palabra, Watanabe
está atento a lo mismo que Javier Sologuren, donde, especialmente
a partir de su libro Estancias (1960):
“Se deja atrás una estética de la fuga a “otro mundo”
(a través del neoplatonismo o el sueño), cuyo esquema
podrían ser unos vectores que apuntan hacia lo alto, y se adopta
–de modo extraordinariamente logrado– un esquema inmanentista. Es
decir, el anhelo por “otro mundo” continúa, pero esta vez ya
no está en lo alto, en un mundo paralelo trascendental o de
ideas platónicas; sino que está aquí mismo, tal
como a través de unos versos de Yasunari Kawabata –los cuales
Sologuren toma como epígrafe para sus Folios del enamorado
y la muerte (1980)– lo podemos colegir: “aquella blancura que
habitaba las/profundidades del espejo/ era la nieve”. Accedemos
a este “nuevo mundo” a través de una experiencia de satori,
epifanía o anagnórisis, pero necesariamente en nuestro
mundo corriente y, de modo privilegiado, en el ámbito de la
naturaleza”.(4)
Así pues estos discretos, aunque profundos vasos comunicantes,
son los que unen a estos dos poetas peruanos: un mismo interés
por el budismo zen japonés, revelado a Watanabe por su padre
desde la infancia –a través de la lectura viva de traducciones
de haikus– y conquistado paulatinamente en los libros por el inolvidable
autor de Vida continua. Ejemplos de esta opción –por
lo demás, puntualizada al máximo por el propio poeta(5)–
saltan a la vista en El huso de la palabra: “Las palabras no
nos reflejan como los espejos, así exactamente,/ pero quisiera./
Escribo con una pregunta obsesiva en las orejas:/ ¿Es esta
la palabra exacta o es el amague de otra/ que viene/ no más
bella sino más especular?” (‘Los versos que tarjo’). Mas, también
constituye parte sustancial de su arte poética posterior; por
ejemplo en Historia natural, libro irregular y descuidado -plagado
de muletillas comparativas y lugares comunes(6)
–cuyo único interés radica, probablemente, en seguir
comunicándonos aquella clase de atisbos metapoéticos:
“[En el contexto de la guerra sucia en el Perú de esos años]
Bajo el puente de Chosica el río se embalsa/ y es de sangre,/
pero la sangre no me es creída./ Los poetas hablan en lengua
figurada, dicen./ Y yo porfío: No es el reflejo del cielo crepuscular,
bermejo,/ en el agua que hace de espejo/ …/ Yo escribo y mi estilo
es mi represión. En el horror/ sólo me permito este
poema silencioso” [‘El grito (Edvard Munch)’] .
Pasando ahora a Cosas del cuerpo –con el de 1988, aunque no
sin altibajos(7)– hasta ahora
al libro más logrado por el polifacético escritor norteño
(aparte de poeta es dramaturgo y guionista cinematográfico),
la dialéctica entre testimonio y estampa, entre narración
e instantánea fotográfica prosigue; nos topamos con
verdaderos hallazgos en las pinceladas, surgidos de la cantera de
la cultura popular: “Mi cuerpo no es mucho. Soy/ una palada de órganos
enterrados en la arena” (‘El lenguado’); “Hay que ser cabra/ para
vivir/ en esta maraña punzante. Hay que tener lengua/ de cabra/
para separar con resignación pasto/ de espinas/ y engordar”
(‘En el bosque de espinos’); “En este mundo pétreo/ nadie se
alegrará con mi despertar. Estaré yo solo/ y me tocaré/
y si mi cuerpo sigue siendo la parte blanda de la montaña/
sabré/ que aún no soy la montaña” (‘Animal de
invierno’); “La señorita Esther H. era mi maestra rural./ Ella
dilató por primera vez la nariz/ de mi corazón/ …/ En
la escuela rural sabíamos poco/ pero sospechábamos mucho”
(‘Canción’); y así, podríamos ilustrar con más
ejemplos.
Mas, junto de este acendramiento de la escritura –vinculado directamente
con El huso de la palabra y no, como cabría suponer
por ciertas afinidades temáticas, con Historia natural-
tenemos, asimismo, un torpe y oportunista buceo en lo femenino. A
la manera de Vallejo (“hembra es el alma de la ausente/ y hembra es
el alma mía” o “Niños, si tardo”), Watanabe nos dice:
“Mi útero de humo/ sale por la chimenea y se disuelve como
nimbo/ en este cielo que nunca tiene violencias./ Una violencia de
cielo me hubiera consolado más” (‘Cielo de hospital’); “Ayer/
me acerqué por tus espaldas/ y deslicé mis manos/ bajo
tus axilas/ hasta tocar tus senos. De pronto/ sentí/ el temblor
de una restitución:/ si yo hubiera tenido tetas/ serían/
como las tuyas” (‘El baño’). En realidad, y no sólo
en este subirse al tren de la literatura de género, en el arduo
trabajo de nuestro poeta –corrige muchísimo, declara– podemos
constatar reflejarse repetidamente lo que él teme, aquello
de un lector “desconfiado de las muchas astucias de los pobrecitos
poetas”. Watanabe es, ante todo, un buen ingeniero de la media (de
los medios de comunicación, se entiende). Poeta de nuevo cuño,
también resulta constatable aquello de que “En la escuela rural
sabíamos poco/ pero sospechábamos mucho”; es decir,
su nivel de reflexión teórica (en el poema) es, pues,
el de la pura sospecha, un enorme y aburrido lugar común. Esto,
precisamente, es lo que contribuye a los desniveles retóricos
de su discurso; a veces, de un populismo asentado con té jazmín
que ni a él mismo convence.
Pero, en Cosas del cuerpo, también se vuelve religioso
o esta temática pareciera perturbarlo: “Pronto se acabará
esta noche con su estrella compasiva/ en la ventana/ y tampoco hoy
sabrás/ si el ojo que viaja por tus confines/ es el ojo de
Dios que observa maravillado/ a cada órgano/ haciendo incansablemente
y todavía lo suyo/ o si es el indiferente pero acucioso ojo
de la nada” (‘El ojo’); de aquí estamos a un paso de Habitó
entre nosotros. Sin embargo, creemos que en este último poemario
de Watanabe –incluso pasando por alto cosas como “Yo grité
en el desierto/ que vuestros pecados eran como puercos” (‘El bautismo’),
“Vino el mal y calzó perfectamente/ en mí/ como una
perversa lucidez” (‘El endemoniado’) o “Entre ellos viniste a recogerte
como una grave montaña” (‘Oración en Getsemaní’)–,
salvo contados aciertos en la caracterización de sus personajes
(de algún modo seguimos en el ancho campo de la descripción),
no aporta absolutamente nada en cuanto a su poética habitual
(“curiosa mezcla de criollismo y Tao”). Es decir, sus bondades no
calzan necesariamente con lo que dice, hasta ahora, la crítica
de gacetilla:
“Habitó entre nosotros, su nuevo poemario, tiene como tema
la vida de Cristo. Pero no es libro religioso ni converso, sino un
texto que busca intersecar dos imágenes de Jesús: la
iconográfica (este libro partió como una serie de poemas
dedicados a pinturas clásicas donde el tema religioso cristiano
remitía siempre al Mesías) y la histórica. De
la unión de esas dos realidades se vislumbra una tercera, sintética,
que es aquella a la que Watanabe aspira: el Cristo artístico,
un personaje que sirve de pretexto para la creación y la reflexión
poética”.(8)
Como no puede existir auténtica creación sin un gesto
original de reflexión poética, lamentamos decir que
este libro de José Watanabe, semejante a la película
de Mel Gibson, queda en lo puramente decorativo y efectista. Son rescatables,
eso sí, algunos poemas enteros (‘El mercader’, ‘La última
cena’, ‘La crucifixión’) y, también, partes espléndidas
de otros: “Cúrame,/ pero no totalmente,/ déjame un pelo
de demonio en la mirada” (‘El endemoniado’), “Yo vi: la cólera/
es una rara belleza cuando enciende a un animal/ tan albo” (‘El mercader’),
“Vean:/ el cuerpo solo se impone sobre nosotros,/ no necesita ninguna
otra grandeza” (‘El descendimiento’).
Con suma facilidad para la fabulación y para la elocuencia,
pensamos sin embargo que a Watanabe le tocaría –para salir
de este, al menos en apariencia, callejón sin salida que constituye
su último libro– ensayar nuevamente con los haikus; pero, y
esto creemos lo podrá hacer muy bien, conectados esta vez a
una epifanía auténticamente involuntaria: gracia indiferente
a los compromisos, desconectada de íconos y efemérides.
Lo que aprendió en Laredo –sobre todo, la desconfianza o escepticismo
de su gente– es, catalizándolo con otras lecturas, formas de
vivir y alguna meditación, capaz de aplicarse a la gran ciudad,
a cualquier comunidad humana sobre el planeta. “Las trampas de la
fe”, así reza el título de nuestro breve ensayo, no
alude sino a tratar de llamar la atención en esto: no bastan
a la poesía ni el populismo ni el refrenamiento; sí,
la máxima avidez, entendida necesariamente como osada aventura
intelectual y díscolo deseo.
Notas
1-“Biografía de la carne”. Caretas, 7 de Diciembre,
1998 - N° 1547.
2- Cesáreo Martínez, Desde la vigilia.
Hablan los escritores y pintores peruanos (Lima: Arte/ Reda, 1989).
3- Pedro Granados “Los Poetas Vivos y más Vivos
del Perú (y de otras latitudes)”. Crítica, revista cultural
de la Universidad Autónoma de Puebla, México, 0ctubre
– Noviembre 2002 Nº 95.
4- Pedro Granados, “Hitos del amor en la poesía
de Javier Sologuren”, Identidades (El Peruano), 7/ 6/ 2004.
5- Por ejemplo en “Elogio del refrenamiento”. Artículo
publicado en el número 117 de la revista Quehacer.
6- Como muestra un botón: “Tiendo a la noche/
La noche profunda es silenciosa y robusta/ como una madre de faldón
amplio” (‘A la noche’); aunque, un poco a la manera del distanciamiento
irónico de un Roque Dalton , también en este mismo poema
trate de relativizar o justificar el descuido de sus versos: “Yo siempre
supongo un lector duro y severo, desconfiado/ de las muchas astucias/
de los pobrecitos poetas”.
7- De la misma prosapia que el poemario anterior,
ejemplo: “Pero hay días que no tienes carne ni vegetales/ sino
arena en la lengua. Te explicas: tal vez has comido una sequedad inicial,
insidiosa, de pecho, y nunca/ se acaba, el desierto/ nunca se acaba”
(‘Restaurante vegetariano’).
8- En Sin plumas, comentarios de libros por Iván
Thays. [http://www.sinplumas.blogspot.com].