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La perla suelta de Paula Ilabaca y la subversión al orden patriarcal

Por Patricia Espinosa H.
Instituto de Estética, PUC.

 

 

Desmembrado, un cuerpo descuartizado, trozos que una y otra vez emergen desde la convención de la dulzura, desde la intimidad sentimentaloide, debido a la posición de sujeto trazada por el orden masculino. Me refiero al paradigma que no deja de ubicar ese cuerpo, esa escritura en el sitio de lo subalterno. La mujer que escribe, será  declarada una imbécil que nada cómplice por los vericuetos de la  normativa del viril o, si juega a subvertirlos, será la vedette o la perra  ganosa por llamar la atención de la pequeña kermesse.

Pero también hay trozos de carne que emergen contracorriente, escrituras cuarteadas que se escapan a la barra del caño. Escrituras escapadas de la posibilidad de constituir un cuerpo literario femenino orgánico. Porque la fractura, el desvío, el descuartizamiento, se ha vuelto propuesta estética y política.

Es el orden transgredido lo que deviene en odio, es el ejercicio de la palabra desviada lo imperdonable, es la sujeto empoderada por su escritura, la que hace  trizas sus paradigmas de sumisión.  La escritura de Ilabaca, se desvía de un orden, que se nos impone desde siempre, mediante una suerte de inversión del cuento de hadas, enfrentándonos a una escritura sanguinolenta, babosa y rabiosa, tremendamente rabiosa al exponer la disociación del sujeto mujer, la diversidad de voces que habitan ese cuerpo y la figura materna como entidad represora.  Anteriormente, me refiero al volumen  La ciudad lucía, fueron un par de siameses llamados Lucía y el Ángel, atados y condenados al deseo y a la bulla: un torbellino de voces habitando un cuerpo nombrado Lucía que contiene al Ángel y un Ángel que contiene a Lucía.

Ahora en este nuevo volumen, nuevamente una mujer, la disociación y las bullas;  las voces que interfieren la unicidad del sujeto acosado, además, por las yeguas y la figura del amo.

Paula Ilabaca construye una escena riesgosa, porque no es fácil abordar ideológicamente un sujeto mujer sin aproximarse a sus prácticas de cotidianeidad y dependencia. Hay un narrador o tal vez narradora que nos aproxima a una mujer y su territorio de espanto y descalabro. Esta escritura expone, constata el dolor de la sumisión,  al mismo tiempo que realiza el montaje de su propia toma de conciencia.

El deseo nos vuelve sujetos, al igual que la posesión del discurso: deseo y discurso/escritura, son el lugar que habita esta sujeto enfrentada al que denomina "eunuco", "mi amo" abordado a partir de un trozo: su miembro. Es el pene lo que la perturba y desquicia. Un pene, un trozo, un cuerpo cuarteado -esta vez por la palabra de la mujer- que metonimicamente alude al poder del viril. La escritura se enfoca en el pene, como símbolo del poder del amo y se aboca a tematizar su ausencia y presencia.

Y es ahora cuando se confirma el riesgo de esta escritura. El texto dice así: "No estoy enamorada. Una yegua no se enamora." (25) para luego señalar: "el maquillaje que pocas veces uso, para que no se vea el rostro de la enfermedad, el rostro del amor. No estoy enamorada no lo estoy, ya no me enamoro; una yegua no puede estarlo. Entonces pienso en mi amor, en mi señor" (25).  Asume el  amor como una enfermedad y declara que ama y no ama. La operación doble, la conjunción de lo contradictorio, el asumir su condición sometida y de "yegua". Una yegua en diversos países latinoamericanos es una mujer tonta o grosera; la semántica vernácula convoca, además, su violencia, promiscuidad sexual, su desenfado, su carácter confrontacional. Es decir, aquella que sale del formato damisela, virginal, dominable. La sujeto que habla en primera persona, asume a su dominador como amo, señor, amado; pero también da cuenta de su degradación: traidor, desleal y eunuco, constatando una masculinidad trizada: "Cuando el instrumento suyo se volvió flácido y no había cómo empinarlo"(28).

Este lugar que la escritura asume, es el lugar del peligro. Podríamos decir que hay despecho porque a él no se le paraba. Podríamos decir que es la ausencia de pene el revés de la trama discursiva. Sí, al amo no se le paraba y es así como el texto fractura su condición de sujeto poderoso, es así como se devela la caída de la matriz masculina que trepana el deseo de la mujer que la lleva, al mismo tiempo, al odio y la nostalgia. Deseo enfermo, deseo pervertido, constatación del amar y no amar. Un devenir del deseo que asume y se opone al orden patriarcal inscrito como  "normalidad" y que al igual que el amo: ama y destruye. Es la normatividad del poder masculino, "el amo y el eunuco, que son lo mismo"(33), aquello que la mujer habrá de desmontar mediante la constatación del ejercicio de tal poder; constatación que opera, incluso, cuando el cuerpo del poder sea una ausencia y ella, hecha pedazos, asegure: "nunca más dejaré que me encadenen al amor" (29).

Las huellas del cuento de hadas, del folletín, del bolero, se nos asoman como un posible marco incrustado en la palabra en torno a este amor que enferma. Es el género que también opera como ley para la escritura de mujer o, más bien, femenina. La mujer y su escritura, son el territorio colonizado y aún cuando no haya un pasado edificante se avecinará un proceso de refundación. Desde la mutilación emerge ahora un nombre para esta mujer: "la suelta" y dice: "que tiene una homóloga, que es ella misma, que es otra, que son todas, que le sigue los berrinches y las formas que adopta para agarrarse a los que le tincan, para deshacerse de ellos: la perla" (33).

La mujer/la suelta/la perla: la unificación y la disociación. Tres que también pueden ser una. La perla "hace como que no, como que no le pasa nada" mientras la suelta "se va en diarreas" (44). La suelta y la perla habitando el cuerpo de la mujer: tiñoso, con los ojos resecos de tanto llorar.  La suelta, es la abertura, pero también lo fragmentado, aquello desvinculado de un sistema, de un orden; en el lenguaje chileno, suelta nos trae a la mujer desatada, des-atada, suelta para copular, para involucrarse sexualmente con él/la que venga. La soltura es marca de desviación, de puterío, de vagina abierta.  La suelta vive en el deseo, ama el "descuadre", la irregularidad, por tanto desecha la forma, la organicidad y: "espera y espera. Y cuando alguien aparece, ataca. Porque así es la suelta. Cuando algo se le mete en la entrepierna no para hasta que se lo saca y lo vuelve a poner." (42).  La suelta transgrede su pasividad, y articula su entrepierna; ya no hay otro, que maneje su deseo, su cuerpo es un territorio bajo control y espera: "con los sentidos bien abiertos. Con todo bien abierto" (45). La apertura asociada a la espera es otro de los rasgos de autonomía que la mujer experimenta. La cerrazón ante el abandono da lugar a la apertura del cuerpo, un cuerpo dispuesto al  diálogo al igual que las voces de la suelta y la perla, que no cesan de hablar mientras "todo comienza a mojarse" (46).

En este tránsito, la figura del rey no desaparece, porque la ley siempre estará ahí. ¿De qué otra modo puede haber transgresión? La presencia del orden fálico la lleva a la negación y a la vez al perdón; hasta que llega el momento de la sanidad de la suelta, cuando la perla se niega al rey (56). Es el momento en que la suelta consigue lo que desea: "el desprecio del eunuco" (57). Llega la luz y lo placentero, mientras la perla enmudece en manos del joyero y la suelta le ofrece la boca, para que el amo entre y salga. La boca y el pene, la boca y la falta, la oralidad y el poder que coloniza esa boca, intentando  armar el collar y unificar esas voces dispersas. 

¿Qué es esto me pregunto? un ciclo maldito, una escena de desprendimiento y devuelta a la sujeción. El poder no ceja, retorna y retorna, simula su abandono y parece imposible eliminarlo. Así la suelta dice: "no sabía hacer otra cosa", "aterida de tanto llorar" (70); enclaustrada en el reglamento del poder materializado en la perla. Porque es ésta, el territorio de la entrega, el símbolo del ceder, del dejarse coger o agarrar por el joyero obstinado en pulirla hasta volverla "regular" (72), hasta acabarla del todo. Amordazada y vuelta una joya, la perla asume transitoriamente su valor exhibitivo; ha sido pulimentada y puesta en orden, tranquilita está la perla por ahora.

La perla cae, una y otra vez, pero hay una posible salida. La perla da a luz a una nueva mujer concebida por la suelta. Emerge así esta otra: la linda, corajuda, desafiante, osada, bella, concreta, patuda, voraz en lograr materializar sus deseos. Esta nueva perla "sabe lo que quiere" (79). La suelta engendró a la perla y la suelta con la perla engendran a la nueva perla una nueva mujer devenida de una relación lésbica. La  nueva perla, empoderada, dueña de sí, fragmentada de un posible collar hilado por el poder masculino, probablemente corte la secuencialidad del dominio.

Este poema-relato que trata del amor y el desamor condenados por un putrefacto determinismo de dominio cultural, encuentra una salida en lo probable, en lo incierto. Escritura que nos remite a prácticas de vida que se unen a nuestras teorizaciones. La radicalidad de este volumen es apostar por la expulsión de lo masculino como símbolo del poder; una propuesta de avanzada, en el marco de una época tremendamente neoconservadora, donde la aceptación de la mujer por lo general, no es más que un simulacro. Especialmente en los circuitos literarios nacionales, misógenos hasta decir basta, donde solo se obtiene el ingreso si complaces el imaginario del poder, obviamente masculino. La toma de conciencia de lo femenino, deriva en armar un territorio donde el poder masculino sea transgredido mediante la reinvención de un lugar donde la falta desaparezca. Ya no falta lo masculino ni su poder y su reemplazo no es la aparición de una dominatrix. El cuerpo culturalmente construido se liberará no hacia su pasado "natural" -la heterosexualidad- sino hacia un futuro abierto de posibilidades culturales. "Masculino" y "femenino", "hombre" y "mujer" constituyen categorías políticas instauradas por la heterosexualidad que este libro de Paula Ilabaca, como máquina de guerra, pone en entredicho al exponer el devenir de la categoría lésbica como un territorio de construcción de sujeto desde la multiplicidad y no desde la unicidad, asumiendo que el cuerpo de la mujer ha sido sexuado mediante el ejercicio del poder masculino y que siempre cabe la posibilidad de revertir tal ley. 


 

 

 

 

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