La lectora minusválida
o
¿Podré leer alguna vez a Héctor Hernández Montecinos?
Presentación
de Segunda mano (Lima, Zignos, 2007)
Por
Paula Ilabaca Núñez
Asesíname. Asesíname. Tan freak tan freak tan freak y tan popular,
quiero ser. Cuando viniste a mí, cerré la puerta pero abrí, asesíname
asesíname. Fiesta de farsantes en la espuma social, invitame a pasar.
Asesíname. Asesíname. Chico dandy, rey farsante, diferente igual,
del suburbio que se escapa. Asesíname. Asesíname. Deja atrás el gris
cemento, flash, neón luces del centro, seducido, cae en la trampa.
Asesíname. Asesíname. tan freak, tan freak, tan freak y tan popular
quiero ser, psicodélica alborada con amantes entrenados preguntándome
en silencio en que ciudad estaré. Yo me quiero morir. No aguanto más
estar aquí. Asesíname, asesíname. Asesíname, asesíname. Yo me quiero
morir. No aguanto más estar aquí. Asesíname, asesíname. Asesíname,
asesíname.
I
Estas palabras podrían ser una declaración de amor. O podrían ser
el reencuentro de dos corazones viejos, manchados, arqueados, pero
vivos. Mi corazón y tu corazón. Unidos en el patio de la poesía chilena.
Sanguinolentos. Expuestos. Pero eso no importa demasiado. Encumbremos
un volantín, salgamos a pasear. Tomemos un helado en el parque. Hagamos
una performance. Yo compro los huesos esta vez. Tú trae el maquillaje.
Escribamos. Vivamos. Hablemos raro. Escupámoslos. No nos gustan. Somos
nosotros. Nadie más. El resto es vanidad. Sin embargo, me falta
una parte de mi cuerpo. Me falta desde que me dejaste para irte a
otro país. Digamos que esa parte es una mano. Digamos que con esa
parte yo no te toco. O pensemos que es uno de mis ojos. Ese que no
te lee. Ese que maldice. El que se inunda cada vez que te escucha
decir esos poemas, esas bellas canciones que escribes desde que te
conozco; o mejor digamos: balbuceos con los que construiste tu propia
caverna, desde la que escribes y tocas, todo lo que no te toca.
II
La complejidad del soporte de mi lectura, de mi lectura trunca, manca,
retorcida, parapléjica, tiene que ver con la cercanía hermosa y terrible
que me une al autor. Es inevitable. Es problemático. Leo los poemas
de Héctor, sus textos y no los veo con claridad. No puedo separar
la obra del autor. Leo sus poemas y me aquejan dudas, interrogantes,
me producen palpitaciones, sintomatizo, huyo, me desespero. Tengo
recuerdos. Padezco el pasado. Me rondan situaciones antojadizas. Me
río. Me río mucho, sobre todo de su capricho, de su forma de reproducir
por escrito la experiencia. Recuerdo conversaciones, fiestas,
conchazos. Me pregunto, me pregunto, me pregunto. Conozco muchos secretos
sobre sus libros, no todos por supuesto, pero muchos. Conozco el porqué
de muchos títulos, citas a escondidas, situaciones descritas. Es complicado
para mí, entonces, el no hablar desde mi lugar, desde mi sitio
como su hermana gemela, desde mi lugar como espectadora de cada una
de sus nuevas amistades que aparecen por todo Chile y Latinoamérica.
Amistades que he visto nacer y diluirse con el mismo impacto y la
misma detonadora sorpresa. Amistades que he visto perpetuarse y a
las cuales me he sumado, dichosa. Amistades que he visto desaparecer
después de un trasnoche de géneros dislocados, desafortunados y erráticos.
Y hablo de la amistad, pues me considero una de las amigas más antiguas
de Hernández Montecinos; amiga desde sus comienzos literarios. Entonces
quisiera hacer presente y recalcar mi esfuerzo y mi rigurosidad crítica
hacia mi querido Héctor, a secas, simplemente, pues hemos estado juntos
en las situaciones más insólitas en las que el autor desaparece y
solo queda el niño tremendo y desordenado que es mi mejor amigo, mi
editor y mi soporte en los múltiples devaneos personales y en relación
al oficio de la escritura que todo escritor padece.
III
En “Segunda mano” (Lima, Zignos, 2007) nos encontramos frente a
los hits de la poesía de Héctor Hernández Montecinos. Poemas
tensos, tersos, rabiosos, conflictuados y ariscos de su primera juventud,
cito: “Esto es perritud y lo sabemos Esta es la condición que nos
enorgullece Este es el perraje que compartimos con los de hocico por
labio y palabra” (p. 84). O cuando dice: “DEJÉ MI CIUDAD en veinte
años de resistencia/ con pocos dormidores en la redonda/ y no me amaron/
yo tampoco los amé” (p. 56); así como también: “hago el contacto como
la carne y su fuerza/ (p. 59). Y, el posicionamiento de su voz en
el escenario nacional y, por qué no decirlo, su manera de apelar al
ánimo de ese lector que lo sigue, que lo lee, que lo observa: “Tú
me miras escribir y no tengo idea de lo que pasa por tu cabeza Me
dices que lo que estoy haciendo es absolutamente inútil Para mí nada
es nuevo Pervertir a la juventud/he allí/la misión de quien escribe”.
(p. 29). Siguiendo con la idea anterior, ese lector apasionado que
lee y relee la obra de Hernández Montecinos, que se busca ahí, en
la anécdota, en la metáfora rabiosa y húmeda, en el no decir.
Este volumen reúne, además, los poemas más iluminados, tensos aún,
pero de una belleza distinta, una belleza pacífica, letárgica: “Escribo
esto entonces con la duda y la certeza/ de que no es ni esto ni aquello/
Es un sueño que se continúa escribiendo/ desde la primera noche de
la humanidad”. (p. 113). O bien cuando dice: “Todo lo que no existió
debe aparecer/ porque esa es la tentación de quien escribe/ crear
unos ojos para dejar de ver lo ya visto” (p. 117). Esto no significa
que el autor desconozca a su antepasado niño-poeta, su crecimiento
voraz, o que desconozca las mil páginas (¿o más?) de escritura que
en ese entonces el niño-poeta trazó, manipuló, sementó, urdió
y acompasó en el principio de todos estos años. Y esto es porque nuestro
autor se ha dedicado a construir, a crear, a crear y crear, a escribir
hasta desaparecer. A utilizar la página en blanco como el sitio
de la lucha, el espacio de la pertenencia, el tráfico, la búsqueda
de lo propio; o bien como un cuerpo que se esconde y a la vez se ofrece
al tatuaje, a la marca que el autor dejará en él. Cito: “lo mío es
el movimiento/ ciclos de agua-sangre/ que buscan/ liberarse/ desde
el metarrelato de la/ identidad/ y su/ desaparición subliminal/ en
el gesto sobre el cuerpo/ en/ blanco” (p. 33). Lo cual no es otra
cosa que una desaparición en la que se instala, en la que se ubica
como gestor de la nueva epifanía de los cuerpos poéticos disímiles,
aunque posean un soporte en común, el casi- padre, casi-hermano, casi-fratricida
de la muchachada escritora guacha que este país ha tenido que soportar.
Y premiar. No olvidemos que detrás de la poesía de Hernández Montecinos,
a ratos rebelde, a ratos queer, a ratos insolente, hay premios
y reconocimientos por parte del Estado; o mejor dicho, el Estado ha
premiado esta diferencia (lo digo en relación a los diversos reconocimientos
por parte del Fondo del Libro y la Lectura).
Aunar la obra de Hernández Montecinos es reunir un poco más de mil
páginas de textos que transitan entre la poesía, la novela y el ensayo,
sin que uno de éstos sea más importante que otro, y sin que el tránsito
mencionado sea evidente y fácilmente comprensible. Es esta desazón,
esta incomprensión, la que me interesa de la obra de este autor; la
desazón que mantiene al lector intrigado e indefenso hasta el final
de cada libro, de cada poema y de cada lectura a la que el lector,
convertido en oyente, asiste. Es en el punto anterior, entonces, en
el cual pienso en el libro, como objeto, en su concepción más básica
y simple: como transmisor cultural. Si así fuera, ¿que tipo de cultura
nos transmite Hernández Montecinos? ¿Hacia qué apunta? Y en términos
ultra mínimos ¿cuál es su mensaje? ¿Quiénes son sus lectores ideales?
¿Academicistas? ¿Lectores-teóricos? ¿Podría existir y ser leído cada
libro de Hernández Montecinos por todos los chilenos y, más aún y
siguiendo el movimiento de su obra, lectores hispanoamericanos? Y
si no fuera de esta manera ¿importaría demasiado?
La lectura de su obra, posee la inevitable dicotomía que se le presenta
al lector, a la lectora: dejarse llevar por la escritura decididamente
impresionante de Hernández Montecinos, o bien, intentar leer algo
más en cada una de las partes del texto, de las pistas que entrega,
las alusiones al campo literario chileno, sumadas a los guiños críticos
y teóricos que se plantean en el libro. Su discurso amoroso decididamente
andrógino, homosexual, interferido, intervenido, cito: “Te encuentro
en la calle y te digo que hace años nuestro amor fue el más grande
de los amores de Chile y que vivimos la mitad de ese tiempo en una
juerga nocturna capital Yo te digo mi nombre y te digo todos los nombres
pero tú dices no recordar mi olor a árbol (…) Digo tantas cosas y
sonríes al ver cómo me desespero y me agarro la cabeza y me miras
con ternura y rabia como un padre miraría a su hijo más estúpido”
(p.52), los géneros invertidos, pasados por alto; el continuo traspaso
del umbral, una y otra vez, cito: “Escucho voces a lo lejos
no soy yo quien habla porque estoy completamente solo Y me siento
en el fondo también como un muchacho herido de alegría oyendo a las
gentes bramar y a la cordillera en su larga meditación Esta noche
no quiero llegar a casa quiero que dure lo que dura una bomba en caer
al suelo y destruirlo todo Esta noche no quiero llegar a casa quiero
que dure lo que dura una ficción en volverse dudosa Esta noche no
quiero llegar a casa quiero que dure lo que demora la flor de boca
de dragón en desaparecer ella y al mismo tiempo hundirme yo” (p. 107);
esa voz que se traspasa y se penetra a sí misma, que se busca interminablemente,
que se nombra en una infinidad de vocablos hermosos y extraños.
Finalmente, el lector se encuentra de frente a esta obra, la recorre
como si fuera un cuerpo, se salta las partes que no quiere mirar,
que no lo seducen; partes, fragmentos que pueden ser leídos más tarde
o en otra oportunidad, pues este libro no exige una lectura rígida
ni convencional; el ojo del lector puede ir y venir, acabar, mirar
y no mirar, saltar, pasar por alto, acabar, saltar, pasar por alto.
Y ahí está el autor, omnipresente, en cada figura negra que dibuja,
en cada letra, grafema, en cada trazado de su lápiz que no vemos,
pero que imaginamos escribir, cito: “Te escondes porque sientes
miedo Quisieras que nadie te viera Pero lo que es invisible es porque
ha olvidado el recuerdo de la visibilidad O porque ha olvidado cómo
se escribe Y tú no has olvidado nada de lo que vendrá Por eso mismo
te escondes Y cada hora que pasa eres más tú Dime ¿qué estás viendo
que tanto te aterra?” (p. 74) Surgen entonces, mis preguntas de
lectora minusválida, la manca, la ciega, la que no camina ya: ¿estoy
aterrada? ¿Qué es lo que acabo de ver? ¿Estoy escondida? ¿Te estoy
mirando? ¿Cómo pasan las horas en tu libro? ¿Podré leerte? ¿Qué es
lo que veo entre las humedades de tus textos? ¿Qué son esas capas?
¿Qué otra cosa podría estar viendo si no es a ti? Y en ese
momento me respondes, cito: “A eso está llamado el poema/ a sobrevivir
cuando esté en contra/ hacer de la tragedia el paraíso” (p. 117).
IV
Estoy en silencio ahora. Asesíname. Di conmigo: La vanguardia
es así, mi capricho es ley. Di todo lo que no te parece, todo
lo que me toca, lo que nos toca, lo que no te tocó a ti, pero a mí
sí; lo que yo no he tocado, y tú sí. Lo que hemos compartido y hemos
amado; lo que tú sabes, lo que yo sé. Esto es así. Te declaro mi amor.
Asesíname. Chico dandy. Rey farsante. Te declaro mi amor. Asesíname.
Estoy en silencio ahora. Entonces tú me dices: “No hay silencio Mucho
aire No hay silencio” (p. 66).
Fotografía:
Héctor González