Cronista de los márgenes,
símbolo del activismo gay y la resistencia contra la dictadura
pinochetista, el artista visual y escritor chileno Pedro Lemebel
es un autor no muy difundido pero ya central en el mundo cultural
latinoamericano. Esta semana visita Buenos Aires y Ñ lo entrevistó
antes de su llegada. Además opina el ensayista mexicano Carlos
Monsiváis.
Pedro Lemebel es una leyenda viviente. Y también una
de las "rarezas" mayores —porque su obra es relativamente
poco conocida aún y porque su "rareza", en tanto
escritura, es excelente, sustancial— de la literatura latinoamericana
de estos tiempos. La imagen que fue llegando (al principio en cuentagotas,
últimamente cada vez más fluida) de este escritor y
artista visual chileno es la de un creador excéntrico. Un agitador
furioso. Un rebelde lírico, travesti y militante que enfrentó
la dictadura pinochetista a fuerza de ejercer su diferencia (política
y sexual, ética y estética) y aún hoy arremete
con sus libros contra las ideas conservadoras y todavía hegemónicas
sobre lo normal, lo deseable, lo visible, lo que quisiéramos
creer —y revelar— de nosotros mismos.
Todo eso es cierto, pero hay más. Al menos desde mediados
de los años 80, cuando dejó de dar clases de arte en
un secundario estatal y creó junto a Francisco Casas el
colectivo de arte las Yeguas del Apocalipsis, y más
tarde se dedicó de lleno a la escritura, Lemebel ocupa un lugar
único, a la vez marginal y céntrico en su país
("el mejor poeta de mi generación", dijo de él
el novelista Roberto Bolaño). Y desde allí irradia
su furor crítico, su escritura torrencial, más allá
de las fronteras. Así lo demuestra, por caso, el hecho de que
la influyente ensayista Jean Franco lo incluyera ya en 1994, junto
a Carlos Monsiváis y Edgardo Rodríguez Juliá,
entre los más destacados cronistas-testigos de la región.
Ocurre que Lemebel es un prosista filoso e insobornable. Sus crónicas
—amalgama de literatura y periodismo— revelan un oído muy fino
para el habla de la calle y un humor burlón para encontrar
el adjetivo apropiado (la "casita flacuchenta", los "templos
homo-dance"), el vocativo perfecto ("Quizá se puso
Loba Lamar por el cochambre mojado de su piel oscura, por el luche
aceituno de su pellejo estrujado por los marineros"). En conjunto,
esos textos mixtos son otra prueba del interés de Lemebel por
fugarse de las posiciones cómodas, instituidas, y fluir con
libertad entre las identidades y los géneros. Además,
en ellos se muestra especialmente atento a no cortejar a las cofradías
bienpensantes (basta ver el Manifiesto que leyó en Santiago
de Chile en 1986 y que se publica en estas páginas).
En los próximos días, Lemebel llegará a Buenos
Aires a brindar tres conferencias: una especie de retrospectiva de
casi dos décadas de intervenciones provocadoras. También
viene a saludar la salida (tardía reedición local) de
La esquina es mi corazón, que editará Interzona.
Y a preparar el terreno para la llegada de Zanjón de la
Aguada, su último libro de crónicas que se publicó
el año pasado en Chile y todavía no tiene fecha de salida
en la Argentina.
Poco antes de viajar desde Santiago, Lemebel comentó a Ñ
que este nuevo volumen tenía una intención fundamentalmente
social y política, "un sondeo a los lugares maltratados
por la soberbia neoliberal chilena". Y que no hay casi relatos
del mundo homosexual: "Casi no lleva puchero trolo; apenas una
crónica que evidencia el reconocimiento a las locas sureñas
o nortinas que acogen a los conscriptos en sus largos y ociosos domingos
lejos de casa. El resto son girones desteñidos de mi social
popular, homenajes a mujeres 'duras de matar', políticas, amas
de casa, barristas, chilocas rojas que dejaron su huella indeleble
(no invisible) en el calendario del poder".
Cuando se publicó en Chile, el año pasado, el libro
estuvo varias semanas en los rankings de más vendidos y, según
las palabras del propio autor, "fue más pirateado que
el Condorito". Si bien sabe que ese reconocimiento es merecido,
Lemebel es un cíclope con ojo de sospecha y entonces desconfía:
"no se puede desconocer que hay una calentura mercantil por estos
temas", dice, como para no conceder nada, ni siquiera a sí
mismo.
- Usted enseñaba arte en un liceo. ¿En qué
momento decidió que quería escribir; que ésa
era su forma natural de expresión?
- Lo decidí cuando me pagaron la primer crónica
que publiqué en la revista Página Abierta, a
fines de la dictadura. Para los pobres, esto de escribir no tiene
que ver con la inspiración azul de la letra volada: más
bien lo define e impulsa el estruje de la supervivencia. No creo en
una forma natural de la expresión. No nací con una estrella
en la frente, como dice Violeta Parra.
- Antes y después, ¿por qué elige hacer performance,
radio, video, etcétera? ¿Hay una decisión política
detrás de la elección de cada material?
- Para mí siempre hay una decisión política que
detona la puesta en escena de mis irrupciones en el campo cultural.
Es más, los géneros —escritura, visualidad, activismo—
se contaminan de acuerdo a la pulsión de mis afectos y resentimientos.
Por otro lado, lo performativo de mi trayectoria político-
cultural existió siempre, lo coliza (de "loca", homosexual,
en Chile) se me notaba desde el satélite. Siempre fui un cuerpo
notorio en su deseante sexualidad transversal. Nunca salí del
closet, en mi casa humilde no había ni ropero. La palabra performance,
cuyo significado desconocía, la entendí como un pasaje
a Nueva York: a la larga el tiempo me dio la razón.
- ¿Le costó pasar de la crónica —un género
en que se mueve extraordinariamente bien— a la novela? ¿Intentó
escribir poesía?
- Mira: la novela Tengo miedo torero fue un desafío, un ejercicio
de provocación frente al protagonismo mesiánico de los
novelistas machos. Y me resultó, ni trascendental ni como proyecto
de mundo, apenas una balada guerrillera y romanticona como un eco
trasnochado de la obra de Puig. Nunca escribí poesía,
en Chile era un género colonizado por las próstatas
locales, y aunque Bolaño dijo que yo era el mejor poeta de
mi generación sin ser poeta, su noble intención me significó
la envidia de los faunos líricos nacionales.
- Muchas veces ha denunciado que la tradición literaria
chilena es machista, misógina, homofóbica. Ahora, ¿no
es un fenómeno latinoamericano? ¿Cómo se vive
esa realidad en el Chile de hoy?
—Cuando se habla de homofobia, literaria o no, me parece poco grato:
te podría contestar que todas las
fobias se dan la mano. Al final los nacionalismos se colorean de intolerancia
en odios comunes. Aunque en ciertas latitudes como en México
y Brasil se agudiza la intolerancia criminal contra las diferencias
sexuales. Con respecto a Chile, la catedral literaria se yergue sobre
las plumas del closet; a mí me aceptan con una risa torcida,
debe ser porque la crónica marucha no compite con los géneros
sacralizados por el canon literario. Me toleran con una náusea
educada, se refieren a mí como "ese refinado escribidor
de manos tan blancas".
- ¿No ha cambiado eso un poco en los últimos años?
Pienso en la influencia decisiva de su propia escritura, pero también
la del colombiano Fernando Vallejo, o en otro sentido la poeta argentina
Diana Bellessi?
- Tanto como que cambió no me parece, aunque estos textos que
mencionas tuvieron mayor difusión y académicos recorridos.
Ahora las vocales mestizas, trolas, callejeras, cuneteras entran a
la academia por la puerta del servicio y ponen su culo sucio en el
salón letrado. También no se puede desconocer que hay
una calentura mercantil por estos temas, donde cierta morbosidad de
lo políticamente correcto mete su espéculo curioso.
Uno no deja de ser un polizón en la nave de las letras, pero
hay que entrar y salir sin que se sepa por dónde y cuidar que
no suenen las alarmas.
- ¿Se reconoce en este sentido parte de una tradición,
una "familia", un sistema literario?
- Mira: a mí nunca me gustaron los pesebres navideños,
yo no tenía personaje en ese bautismo, quizá el cuarto
Rey mago que llegó años después, tan tarde que
el niño ya tenía barba. También podría
haber sido el buitre que no fue invitado a la fiesta, pero se las
ingenió para camuflarse de paloma. Pero me preguntabas sobre
mi inscripción en la familia literaria. Inevitablemente en
esta rancia parentad soy como una tía o madrina bastarda, un
forastero sin referentes en lo que toca a mis relaciones con otros
escritos. Quizá Carlos Monsiváis y Néstor Perlongher
son primas lejanas con las que he tenido una afectiva y compinche
correspondencia.
- Tiempo atrás comentó que en su escritura dominaba
la rabia, que quería temperar mejor esas furias para contruir
otro corpus de escritura: ¿qué le gustaría escribir
si pudiera temperarlas?
- Cuando digo temperarlas, también estoy diciendo calentarlas
a fuego lento, la rabia es la tinta de mi escritura, pero no la rabia
hidrofóbica del hombre perro, puede ser una rabia con pena,
rabia con cuentas pendientes en el tema Detenidos-Desaparecidos, una
rabia macerada y en espera de su pronta ebullición. Sigo pensando
que lo mejor que he escrito es La esquina es mi corazón,
que ahora publicará en Argentina una editorial independiente.
Me gustaría escribir una nueva versión de este libro,
un regreso a esa crónica emplumada de espinas, tal vez menos
barroca, más bien "al pan, pan y al vino, vino".
- Dijo una vez que no le interesaba desarrollar el amor en sus
relatos. Sin embargo, hay en su escritura una distancia no irónica,
sino sentimental con sus retratados; como si al escribir sobre las
travestis, las locas de barrio, las mujeres maltratadas, los resistentes
a la dictadura, estuviera protegiendo a sus criaturas. ¿Es
así? ¿Con qué ánimo afectivo aborda sus
personajes?
- Sí, es una buena descripción del lado tierno de mi
triple filo. Son tardíos homenajes, abrazos y besuqueos en
la cicatriz de la memoria, pero también hay una insistencia
urgente en la dignificación de estos temas. No es sólo
literatura entendida como decorado amoroso, más bien, como
dice Beatriz Preciado, de visita por estos sures, "dinamitar"
las trabas de su hipócrita inclusión.
Poeta de los bajofondos
Cronista de las intemperies, a lo largo de sus libros Lemebel se
sumerge en territorios geográficos, estéticos e ideológicos
donde pocos se atreven. Así, por ejemplo, en La esquina
es mi corazón denuncia tanto la hipocresía de la
noción de "milagro chileno" —un milagro para pocos
montado sobre la miseria de los más— como el uso de los censos
y las estadísticas en Chile: "una radiografía al
intestino flaco chileno expuesta en su mejor perfil neoliberal, como
ortopedia de desarrollo".
Y en Loco afán aborda el más sufrido grupo entre
los homosexuales: el de los travestis pobres, con su glamour desarrapado
("el plumaje raído de las locas torcidas"), al tiempo
que critica con dureza "el modelo importado del status gay",
que tranza con el poder, no lo confronta en pos de obtener un casillero
honorable en los formularios oficiales.
- Es interesante su crítica al modelo de gay que se acomoda
al poder, el homosexual que "acuña su emancipación
a la sombra del capitalismo victorioso". ¿Alguna vez pensó
que ser gay o ser travesti podían ser en sí mismas formas
de resistencia?
- Te aclaro que lo gay no es sinónimo de travesti, marica,
trolo, camiona, marimacho o transgénero. Estos últimos
flujos del desbande sexual aparecen encintados como multitudes "queer"
(raras) después de que lo gay obtuvo su conservador reconocimiento.
Quizá son estas categorías las que pueden alterar el
itinerario de los azahares gay tan cómodos en el status de
la legalización. Nunca fui tan ingenuo ni tan iluso como para
jactarme de que la elección erótica me convertía
en la condesa de la resistencia, siempre supe que existía la
homosexualidad fascista y burguesa ahorcada en la corbata de su auto-represión.
- ¿Cómo ve el lugar de las mujeres, los homosexuales,
los travestis, en el campo cultural y sobre todo literario latinoamericano?
En la mayoría de los casos, se los sigue considerando "freaks",
excepciones, curiosidades...
- Pienso que inevitablemente estos caldos venéreos son difíciles
de digerir para la institucionalidad literaria, sobre todo cuando
estos discursos categorizados de freak van más allá
de sus reivindicaciones habituales. Quiero decir que mientras los
maricas poeticemos la maricada está todo bien, en su lugar,
en el rincón que le asigna la democracia oficial. Pero cuando
se opina sobre etnias, aborto, derechos reproductivos, libertad de
culto o políticas económicas, la licencia freak queda
cancelada.
- ¿Qué está escribiendo ahora?
- Un libro de crónicas titulado Bésame otra vez forastero,
que en la Argentina editará el sello Mondadori. Es un ramillete
de escritos amorosos sobre los inmigrantes peruanos, argentinos, ecuatorianos
que llegan a Santiago atraídos por el resplandor neoliberal.
Y para no reiterar la caricatura de vieja pederasta, también
le lleva el enamoramiento por una mujer, alguna persona mayor y un
perrito callejero falto de cariño.
- Carlos Monsiváis escribió que la suya es una literatura
"de la ira reinvidicatoria". ¿Es la literatura un
arma política que pueda oponerse a la realidad y crear una
realidad nueva?
- Algo de eso ocurre con ciertos libros, lentamente: a la larga algunos
discursos sedimentan transformaciones. Aunque la biblioteca de Alejandría
nunca fue un efectivo polvorín. No basta con la letra ni con
rezar. Hay que potenciar otras formas de activismo desmantelador.
Hay que pensar que en Latinoamérica la escritura se introdujo
a sangre y fuego, y ese residuo de violencia aún se resiste
a ser leído con letrada domesticación.
- ¿En qué quedó hoy toda esa fuerza de oposición
que tuvieron las Yeguas del Apocalipsis?
- La irrupción de ese colectivo de arte en el que yo participé,
hoy en día se puede reconocer en nuevas emergencias de la militancia
minoritaria. Guardo un afecto especial por ese activismo, algo ingenuo,
algo romántico, pero de batallante visibilidad.
- ¿Le preocupa que la conversión de Lemebel en una
marca, un nombre de moda, le quite eficacia política a sus
palabras?
- Siempre es una sospechosa preocupación aparecer en la portada
de este suplemento. Inevitablemente mi rostro impreso en estas páginas,
mira hacia el ayer, el patiparreo mochilero y traficante de mis años
de anónimo inmigrante vendiendo chucherías bajo el obelisco,
recién llegado Alfonsín. Esa memoria no se complace
con la categoría de marca y menos, de nombre fashion. De alguna
manera, este protagonismo escritural puede cambiar, uno nunca sabe,
y puedo volver a codearme con los piratas y rostros morochos que despliegan
su comercio gitano en esas plazas de europeo arrabal.
Así escribe:
"Zanjón de la Aguada"
Actualmente, cuando los alcaldes hacen alarde en sus campañas
con nuevos métodos policiales para prevenir asaltos y
choreos. En estos tiempos donde la delincuencia perdió
su aventura romántica de quitarle al rico para darle
al más pobre, al estilo Robin Hood o Jesse James, quizá
porque los protagonistas del robo social son apenas unos mocosos
que arrancan la jubilación a los abuelos cuando salen
del banco. Más bien parecen lauchas ladronas, quitándoles
bicicletas a los cabros chicos y mochilas a los escolares, ni
parecidos a los chicos malos de antaño, los choros rapiña
de Zanjón, que novelaban su vida transgrediendo la brutal
desigualdad económica que retrataba sin color la radiografía
humana de aquel desnutrido paisaje.
Ahora, cuando la pobreza disfrazada por la ropa americana ya
no quiere llamarse pueblo y prefiere ocultarse bajo la globabilidad
del término "gente", más plural, más
despolitizada en las encuestas que suman electrodomésticos
para evaluar la repartija del gasto social en las capas de menos
ingresos. Y todo es así, para un mejor vivir están
las líneas de crédito que permiten soñar
en colores, mirando el catálogo endeudado de un bienestar
a plazo. Para mejor pasar estos tiempos, mejor rematar neuronas
como espectador de la pantalla donde el jet-set piojo se abanica
con remuneraciones millonarias, pasándolo regio, mascando
una aceituna en el desfile de modas con su ocio fashion, sacándole
la lengua a la teleaudiencia sonámbula y roticuaja que
pone una olla sobre el aparato de tevé para recibir la
gotera que cae del techo, que suena como monedas, que en su
tintineo reiterado se confunde con el campanilleo de las alhajas
que los personajes top hacen sonar en la pantalla. Pero al apagar
el aparato, la gotera de la pobreza sigue sonando.
Fragmento de "Zanjón de la aguada", en el
libro homónimo que editó Seix Barral en Chile
y aun no llegó al país.
|
Lemebel básico
Santiago de Chile, 1955. ARTISTA VISUAL Y ESCRITOR
Antes de ser el autor de algunas de las crónicas más
valientes, barrocas y lentejueladas (para usar uno de sus increíbles
adjetivos) de América latina, Pedro Lemebel se llamaba Pedro
Mardones y enseñaba arte en un secundario. En 1982 ganó
el Concurso nacional de cuento Javier Carrera y en 1986 publicó
su primer libro de relatos, "Los incontables". Poco después
adoptó su apellido materno "como un gesto de alianza con
lo femenino" —explicó en una entrevista más tarde—
y "para abandonar la estabilidad de la institución cuentera
y poder aventurarme en la bastardía del subgénero crónica".
En 1987 creó con Francisco Casas el colectivo "Yeguas
del Apocalipis", donde cruzaba performance, video y fotografía.
Como cronista, publicó "La esquina es mi corazón"
(1995), "Loco afán" (1996), "De perlas y cicatrices"
(1997), con textos escritos para la radio, y "Zanjón de
la Aguada" (2003). Debutó en 2002 como novelista con "Tengo
miedo torero".
Calendario Lemebel
Esta semana, Pedro Lemebel hará tres actividades públicas
en Buenos Aires:
Miércoles 18 a las 18.30 en el Malba (Av. Figueroa Alcorta
3415).
Viernes 20 a las 19 en la Facultad de Filosofía y Letras de
la UBA (Puán 480).
Sábado 21 a las 17.30, en el Centro Cultural Konex (Av. Córdoba
1235; retirar entradas una hora antes).
En las tres oportunidades, lo presentará Florencia Preatoni.
Además, en las próximas semanas la editorial Interzona
publicará "La esquina es mi corazón" (que
no llegó al país en su momento).