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Ojo de loca no se equivoca
Qué pena que no me duela tu nombre ahora


Por Pedro Lemebel
La Nación. Domingo 31 de julio de 2005

Y qué sabe uno si se ha enamorado o fue pura ilusión. Qué sabe uno del amor si lo único que conoció fueron sobajeos y manotazos desesperados bajo los puentes. Por eso, arremango los años y retrocedo al jodido ayer; más bien, voy deshilando ciertos milagros que aún no puedo entender ni olvidar. Y a veces, en el momento urgido de escribir estos garabatos, echo mano al corazón. Y se me viene de golpe la tarde aquella de los años ’80 cuando mi amiga Cecilia llamó para contarme que le había llegado un arrendatario, un chico más bello que el sol, un pendex de 20 abriles ligeros que había aterrizado en Santiago para estudiar en un instituto audiovisual. Te va a encantar, Peter. Te vas a enamorar, lo tienes que conocer. Y allí estaba yo tocando el timbre en el departamento de la Ceci que, por entonces, vivía en un segundo piso casi esquina de Vicuña Mackenna con Irarrázaval. Ahí estaba yo haciéndome el desinteresado esperando conocer esa maravilla de inquilino. Todavía no llega de clases, dijo mi amiga. Pero siéntate y tomamos once mientras aparece. Y al campanear la llave en la cerradura, yo puse cara de indiferencia. Pero al abrirse la puerta entró como un milagro aquel moreno de largo pelo sombrío con cara de virgen apache. Tiene cara de diosa india, dije mirándolo con curiosidad. ¿Qué onda?, preguntó el chico poniendo ojos de susto. Y allí empezó todo. Ahí nos pusimos a chacharear como locos de música, cine, política, arte y cuanta huevá se nos venía a la cabeza. Pasa a mi pieza para mostrarte unas fotos que me tomaron, a ver si te gustan, dijo bajito mientras la Cecilia recogía las migas de la mesa. Y qué fotos ni qué nada, si lo único que yo quería era estar junto al nene mirando su boca de clavel mojado que salpicaba besos. Entonces, fui hasta la ventana de su habitación, que daba a Vicuña Mackenna, y mirando el brilloso asfalto del invierno pregunté: ¿Cuándo es tu cumpleaños? Faltan sólo 20 días, contestó interrogando con párvula emoción: ¿Me vai a regalar algo?, agregó curioso. Mira, acércate a la ventana, dije empañando el frío vidrio con mi tibio aliento. Y luego con el dedo dibujé un corazón en el cristal, hablando luego con voz de terciopelo azul: El día de tu cumpleaños, exactamente a las 12 de la noche, observa a través de este dibujo la calle de allá abajo. Y me despedí de él, robándole una foto suya que escondí sigiloso en mi bolsillo. Y 20 días después, justo a la medianoche, completamente desnudo y en medio de Vicuña Mackenna con su foto pegada en mi pecho, ahí estaba la loca enamorada en medio de un gran corazón dibujado con neoprén que encendí como molotov cardíaca. Allí estaba la loca chiflada de amor como barricada bajo su ventana en medio del estampido de las micros y autos bocineando detenidos por esa tarjeta de fuego humano. Quedó tal escándalo, tal cagada con los vecinos que se asomaban a las ventanas sin entender que pasaba, con los choferes de micro que amenazaban con sacarme la cresta si no me movía de allí, con mi amiga Cecilia que trataba de dar explicaciones diciendo que no era una protesta, con el chico que se puso pálido tras la ventana y corrió escaleras abajo llevando una frazada para cubrir mi desnudez, con su carita emocionada y sus ojos llorosos diciéndome: la cagaste, Pedro, nunca nadie me había regalado algo así. ¿Esto es una performance? Algo así, más bien un regalo de cumpleaños solamente, murmuré tiritando mientras me empinaba un copete para calentar el cuerpo. Aquella fue su noche y resultó inolvidable; por eso, agradecido, me abrazó lagrimeando y esperamos el amanecer brindando por sus verdes años. Después de aquello, los vecinos reclamaron tanto que al final mi amiga Cecilia tuvo que cambiarse de casa y despedir al guapo arrendatario. Ella nunca me dijo nada, pero le cagué su hábitat con mi desenfrenada pasión. De ahí vino el amor con su violenta frescura. No podíamos despegarnos ni un solo momento. Mandó al carajo a su bella novia, que siempre después de coger, cuando él se fumaba un cigarro mirando el techo, preguntona insistía: ¿Estái pensando en el Pedro? No la soporté más, me dijo, contándome que la mina picada se puso a pololear con un cadete de la Escuela Militar. Y este güevón me fue a buscar al instituto con una pistola y me llevó a hacerme el examen del sida. ¿Cachái, Pedro, lo que he pasado por ti? Por eso te amo, susurré con la voz lluviosa. Por eso pasaron los años y seguí amándote de lejos con la boca llena de océanos. Por eso también te fuiste a Manhatan, donde no te alcanzara mi mala fama. El invierno se acaba, hoy descubrí el fogonazo de los aromos en mi ventana, una gota de rocío borra el corazón en el vidrio. Ya no te quiero como entonces, más bien ya no te quiero. Desde Nueva York, un mail me cuenta que regresas, justo ahora cuando me están brotando plumas migratorias para partir.

 
 

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Qué pena que no me duela tu nombre ahora.
Pedro Lemebel.
Fuente: La Nación.
Domingo 31 de Julio de 2005.