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Pedro Lemebel
Juego de máscaras


Por Álvaro Matus
Revista de Libros, Viernes 12 de agosto de 2005

En "Adiós mariquita linda", su nuevo libro de crónicas, el autor nacional muestra una faceta más íntima y menos sociológica. En esta entrevista despliega su mirada desenfadada y explica los giros que ha tenido su escritura.

Pedro Lemebel enfundado en sus pantalones de cuero, huyendo de un asaltante por Avenida Matta, dando gracias que no andaba con zapatos tacoaltos. O posando ante la cámara como si fuera una Frida Kahlo mapuche, con los ojos delineados y los bigotes intencionalmente remarcados. O vestido con blue jeans y bototos, como el típico mochilero, abrazando a esa sensual brasileña que conoció en Arequipa... Las imágenes podrían continuar desplegándose como si se tratara de un juego de máscaras, una fiesta en la que Lemebel se expone más que nunca, aunque también se protege con ese abanico de plumas que le sirve de escudo, rodeo, desvío.

Porque el autor de La esquina es mi corazón, Loco afán y del recién salido Adiós mariquita linda (Sudamericana) siempre se toma esas licencias propias de la imaginación y el sueño, de tal forma que el lector nunca tenga la certeza de que las cosas ocurrieron tal como las cuenta. Sin embargo, es probable que Adiós mariquita linda sea su libro más biográfico: verdadero es el tono, verdadera la carcajada, verdadero el desenfado. Hay historias de amor y abandono en primera persona, como la del recepcionista del hotel de Calama que, tras dejar a su novia y perder su reputación, le pide al escritor que se quede un día más. Cuando Lemebel le responde que no, el joven lo increpa: "Usted es un cobarde... Sabe, usted es pura literatura". Pero Lemebel, alérgico a cualquier "teatro nupcial", sigue su recorrido. Y así el libro avanza por otros derroteros: sus viajes a La Habana agrupados bajo el título "Todo azul tiene un color", el proyecto de novela "Chalaco amor" - 25 páginas donde recrea sus andanzas en Perú- , el diario-visual "Bésame otra vez forastero" y las tranquilas crónicas de "A flor de boca", donde el autor escribe una versión libre del origen de la momia del cerro El Plomo o reflexiona sobre la escritura de los pueblos originarios. "Quizás el mecanismo de la escritura es irreversible y la memoria alfabetizada es el triunfo de la cultura escrita representada por Pizarro, sobre la cultura oral de Atahualpa. Pero eso nos demuestra que leer y escribir son instrumentos de poder más que de conocimiento", escribe en la crónica "El abismo iletrado de unos sonidos".

Sentado frente a una taza de té con leche, en uno de los tantos cafés que proliferan en las cercanías del Parque Forestal, Lemebel habla de los viajes que inspiraron este libro, los giros que ha tenido su literatura y, claro, esa costumbre de mostrarse y esconderse a la manera de un camaleón. Un camaleón crónico.

- "Adiós mariquita linda" tiene un tono más privado. ¿Son tus crónicas más íntimas?
- Este libro, a mi juicio, intenta hacer un trazado erógeno a través de geografías físicas sociales y humanas. También podría ser un mapa obsceno de cierta intimidad realizada, quizás, pero también imaginada, magnificada. Yo trabajo con esa fantasmagoría dudosa que te produce recordar. Nada es textual, como lo recrea la letra o la crónica vagabunda en este caso.

- ¿Podría decirse que cambiaste el enfoque sociológico que predominaba en libros anteriores?
- En La esquina..., por ejemplo, aparecía el bloque donde vivía, pero tenía una lectura social más que íntima; aunque esa palabra yo la pongo bien entre comillas, porque es difícil para los pobres tener intimidad. Yo colgaba los calzones y todos se enteraban de lo que me había pasado la noche anterior. No en vano, el primer título de La esquina... era "Ojo gótico, ciudad paranoia", porque tenía esa ojeada caleidoscópica del panóptico de Foucault, de nervioso y temeroso observar. De alguna manera, Adiós... da cuenta de otro país.

- Y de otro escritor.
- Cuando dejé de publicar en "The Clinic", que en cierta forma comprimía o rigidizaba la escritura con su demanda quincenal, tuve tiempo para realizar un trabajo más literario con esos escritos. Creo que se nota en "Chalaco amor" o en "Eres mío niña". En realidad, yo quería dar una visión mía como escritor más emotiva, menos rabiosa, jugando las cartas del amor. A pérdida o a ganancia, no me importa. Yo creo que jugar es lo importante. Ahora, si bien lo narrativo vuelve al personaje más expuesto, por debajo van los desenfados, los fracasos sociales, las deudas de la democracia. Es evidente que ese ojo escritura, ese ojo pluma, que elige personajes y que deposita sus afectos en estos vagabundos urbanos, también tiene un ojo político: los elige para mostrar a través de ellos una realidad que les es adversa, como el chico que vende maní en las micros o el que llega del sur con la ilusión de conocer el puma del zoológico.

- Bueno, junto a la disminución de la rabia hay un aumento del humor. ¿Es una vena que tenías reprimida?
- Ahora me di el gusto de ironizar más y a veces expongo ese placer de manera obscena o extrema, pero yo siempre he actuado desacatadamente. Si yo no tuve que salir del clóset; nací fuera. Creo también que este libro tiene ese desenfado corporal que estaba presente en Las Yeguas del Apocalipsis, ese colectivo que formé en los 80 con Francisco Casas. Y bueno, el humor funciona porque el libro es una tomatera de principio a fin. La gente va a decir "este gallo estuvo curado todo el tiempo", porque es un gran carrete.

- ¿Crees que el humor te acercará a otro público, a un nuevo lector?
- No lo sé. Tampoco sé si será otra vena, como dijiste antes. Pienso que en cualquier momento mi crónica se revierte en sí misma, porque concibo la escritura como una traición con el autor. Deleuze dice que el traidor es el que se traiciona a sí mismo para ser otro. Entonces, yo creo que en mis próximos libros voy a hacer ese ejercicio extremo de transformar la escritura para no ver el mismo rostro desvencijado con que me encuentro todas las mañanas cuando me miro al espejo.

- ¿Tu oficio sería un juego de máscaras entonces?
- De alguna manera, sí. Chateando en mis noches de insomnio conocí a un chico de Mar del Plata. Le dije que me llamaba Selva Ramírez, que tenía 23 años, estudiaba periodismo y trabajaba de noche en un café. Después de mandarme imágenes suyas, me pidió que yo le mandara fotos. Bueno, lo tuve en el misterio como un mes, hasta que salió en Argentina, en el suplemento cultural del diario "Clarín", la misma foto que aparece en la portada de este libro. Le dije que comprara el diario, porque en la portada aparecía Selva Ramírez. Como a la hora el chico se conecta y me dice: "sabes Selva, aparece una mujer con una máscara". Lo encontré tan decidor, porque en el fondo él tampoco quería reconocer que Selva era Pedro. Por eso el juego de las máscaras me parece interesante como una ironía sobre el escritor o el personaje mismo que deambula por estas páginas.

- ¿No te cansa tener que ser siempre un personaje?
- No, porque tengo varios. Cada día me levanto con uno diferente, con otro Pedro, que tiene otras aspiraciones, sueños, utopías. La crónica de Miguel Bosé es un ejemplo: me pinto como india sioux para encontrarme con el conquistador, pero yo nunca habría pensado que iba a ver a Bosé de esa manera. Es que a veces yo funciono en contra mía, lo que me da otras posibilidades para ver lo que estoy haciendo en el ámbito cultural de este país, tan decaído, chato y reiterativo. A mí este país me aburre. Lo encuentro soberbio. Ahora que no tengo perro que me ladre he pensado irme fuera o al norte. A mí me gusta esa aridez, ese paganismo nortino que se emparenta con mi exótica forma de multiplicar mis afectos.

- ¿Crees que el "Gay town", como le dices al barrio que bordea el cerro Santa Lucía, es el reflejo de un país más abierto?
- Es un tema complejo. No me decido a llamar apertura a esta escenificación de lo gay en un país triunfalista como Chile. Generalmente, bajo estas aperturas hay otros segmentos que son ajusticiados. Se acepta el gay profesional, gay televisivo, gay farandulesco, gay de gimnasio; pero la loca triste, evidente y furiosa de la población sigue siendo estigmatizada. Lo que llamo en chunga "gay town" tiene que ver con la caricatura de "Sanhattan" o "Ñuñork", para referirme al arribismo del santiaguino que siempre se cree en otro lugar.

- Pero tú vives en este barrio.
- No, el Gay Town es del río al sur y yo soy del otro lado, de La Chimba. Vengo sólo a vitrinear. Lo que pasa es que no creo que tenga que haber un barrio gay. De hecho, a mí los lugares demasiado gays me dan un poco de alergia. A mí me gusta la cosa más contaminada, con mujeres, jóvenes y viejos. No sé por qué lo gay siempre tiene que ser joven. Esas son categorías conservadoras, un poco segregacionistas con las que nunca he estado de acuerdo. Creo que lo homosexual, hasta cierto punto, no existe; como tampoco la heterosexualidad. Para mí existe la sexualidad dispuesta a colorearse en cualquier corazón que le brinde la tibieza de su ala.

- ¿Piensas que el éxito de la novela de Simonetti demuestra que la literatura gay dejó de ser marginal?
- Creo que está bien que existan múltiples y variadas escrituras de temáticas homosexuales. Unas pueden ser más reflexivas que otras, pero el asunto es que no sea la moda la que produzca estos hitos. Yo, además, no creo que exista una literatura homosexual. Monsiváis habla de escrituras castigadas, lo que incluye otras minorías y otras sexualidades por aparecer, que se están expresando sobre todo en los jóvenes. Creo que el asunto homosexual ha vuelto a mutar, así como lo hizo en los 80 por el sida.

- ¿Y tú mutas también?
- Siempre. Es mi responsabilidad la transformación de mi voz, pasar de alondra a codorniz y de codorniz a golondrina.

- ¿Qué importancia le das tú al oído a la hora de escribir?
- Creo que los giros orales de estas crónicas atesoran el sonido o el crujido del corazón al recibir estas voces. Por ejemplo, la crónica de Calama se refiere a un juicio amoroso que me hace el chico del hotel, cuando me niego a quedarme. A mí me pareció brutal que me dijera que era pura literatura. ¿Cómo no recordar eso a la hora de escribirlo? A veces estos textos responden más a la memoria oral afectiva que al recuerdo letrado. Además, con mucho alcohol en el cuerpo, también las palabras se confunden con el tintinear de las copas y uno cree recordar algo que no se dijo. Porque también hay un dulce engaño en la evocación de esos momentos, que son tan frágiles, tan sutiles, tan difíciles de recuperar.

- Se sabe que ahora último rehúyes las invitaciones, pero aquí en el libro hay harto viaje.
- La parte de "Matancero errar" trata sobre mis viajes por Chile a través de las Ferias del Libro y conferencias que tuve que dar. Pero lo que ocurre es que yo no voy a lugares cuando no conozco a nadie. Nunca he ido a Europa, aunque ahora último me han invitado a España y Alemania, donde está traducido Tengo miedo torero. Creo que me cuesta relacionarme con la cultura europea y realizar el regreso, el mismo viaje que hizo Colón.

- Hay unas crónicas abiertamente reflexivas, donde confrontas el lenguaje de la América precolombina con el castellano o hablas de los petroglifos que están cerca de Illapel. ¿Por qué las incluiste?
- Sí, hablo sobre la grafía zoomorfa que dejaron los pueblos precolombinos, tanto los petroglifos de Cuz Cuz, en Illapel, como las ruinas de Chan Chan en Trujillo. Es otro alfabeto, más relacionado con lo sonoro. Por eso digo que son sonidos apresados en la piedra o el barro. Me interesa cómo esos registros fueron intervenidos, por ejemplo, por el trazo grafitero de los cabros que fueron a Perú. En esas crónicas está sugerida la agresión del turista. Ahí se ve cómo la escritura hispánica vuelve a hacer sangrar esos vestigios tan bellos e infantiles.

- ¿Fantaseas con escribir en esa lengua?
- Claro, me gustaría recuperar ese ventrilocuismo que tenían esos signos, de escribir en esas partituras. En un sentido, todo el libro está contagiado por esa ansiedad oral.

- En esa misma parte está quizá el texto más político, que es la carta donde le explicas a un niño boliviano cómo es el mar.
- Puede ser irresponsable, porque no tiene que ver con las políticas fronterizas, sino con el deseo de un niño que no conoce al Viejo Pascuero. Y por eso lo narro desde mi experiencia, cuando conocí por primera vez la planicie oceánica. Yo preguntaba cómo era el mar y me decían que era muy grande, como mil ríos o mil lagos. Pero a mí no se me armaba, hasta que lo comparé con el cielo, que es lo más grande que había visto. Por eso digo que ver el mar para un niño boliviano debe ser como tener el cielo a sus pies. Me gustaría que la emoción de ver el mar por primera vez la tuvieran todos los niños.

- Además de las tradicionales fotografías, incluyes dibujos hechos por ti. ¿Te costó decidirte a publicarlos?
- Precisamente estaba escribiendo esas travesías mochileras hacia Perú en dictadura cuando encontré estos dibujos en un cuaderno que usaba como diario de viaje. No podía creer que hubieran sobrevivido. Son del año 81, y no me parecieron tan malos. Le agregan al libro otra caligrafía, más ingenua quizás. Al editor le parecían algo gratuitos, pero mis libros también se dan el lujo de esa gratuidad.

- A propósito, Monsiváis dice que oscilas entre el exceso gratuito y el exceso necesario. ¿Cómo recibes ese comentario?
- Carlos Monsiváis siempre ha sido cariñoso y generoso en sus comentarios sobre mi escritura. Me parece que eso también implica una descripción de mis letras que linda con el desborde, gratuito o necesario. Da lo mismo, es como decir: toca esa canción otra vez, sólo por escucharla. ¿Te fijas que la pasión debe tener ese exceso, esa gratuidad pagana? De lo contrario estaríamos hablando de refinamientos metódicos, de afectos calculados, de una economía del querer.

- ¿Por qué "Chalaco amor" es proyecto de novela y no cuento largo o nouvelle?
- Es un guiño a la novela, porque creo que lo que sigue es jugármela de nuevo por ese género, aunque se pongan nerviosos los novelistas. "Chalaco amor" tiene un diseño acaracolado, de cómo me encuentro acá con un peruano en el 2004 y le cuento que conocí a otro peruano en el 81, que me llevó a conocer a otro... y así sucesivamente. Me pareció que podía explotarse más, sobre todo porque en esa crónica hay una experiencia con Simonne, la brasileña, que es la única que he tenido en mi vida cercana al romance amoroso con una mujer. Hay un triángulo que pudo haberse explotado más, aunque yo sé que nunca voy a escribir una novela de 300 páginas. Esas biblias me dan alergia.

- ¿Tiene sentido incluir un glosario donde explicas los términos que usas?
- Fue exclusivamente un requerimiento editorial, porque el libro va a salir en Argentina, México y España.

- Pero publicas en un diario sin ninguna aclaración y muchas expresiones se entienden en el contexto de la crónica.
- Estoy de acuerdo. Yo pienso que esos términos forman parte de la musicalidad de las palabras y que la globalización ha permeado todos estos localismos. Aquí entendemos lo que significa bancarse, por ejemplo. Si por los medios de comunicación se contagian estas palabras de coa. Además, creo que mis crónicas se entienden hasta la esquina de mi casa. De ahí para allá hay que entrar a explicar. No soy un producto de exportación tradicional.

 
 

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Pedro Lemebel: Juego de Máscaras.
Por Álvaro Matus.
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