Ojo
de loca no se equivoca
Siga
participando
Por
Pedro Lemebel
La
Nación Domingo, Domingo 15 de abril de 2007
¿Qué
flaco que estás?, me decía alguien por teléfono. Y yo contestando:
que sí, un poco, menos panza sin copete. Es que estás más
delgado, insistían en el Metro, en la feria me daban naranjas; para las
defensas. Me llegaron recetas orientales, chamánicas, yaganas, naturistas
de baños con caca de mosca verde al amanecer. También gárgaras
con flores de pellín. No está todo perdido, insistían
chilenos suecos desde el exilio. Hay que hacer un acto solidario, me sugerían
amigos del PC. Y al parecer, nadie quería escuchar las explicaciones de
que todo era por un texto imaginario.
Y todo empezó la semana anterior.
En el apuro por llenar este espacio, me decidí a reponer una crónica
añeja sobre un enfermo de sida que le pide una joya a Liz Taylor para su
tratamiento. Como en Semana Santa no se trabaja, solamente le hice algunas correcciones
técnicas sobre el VIH, como que ahora nadie habla de AZT, sino de triterapia,
además de otros afeites estéticos, y salió publicada con
un lindo dibujo descriptivo.
Y la verdad, al comienzo, no entendía
por qué en todas partes me despedían con miradas compasivas. ¿Ya
escribió su último libro? ¿Cuándo sale el próximo?,
me paraban en la calle, interrogándome: ¿Como ha estado?, y yo diciendo:
Bueno, uno nunca está tan bien. Un poco de tos por el cambio de estación.
Pero una tos parecida se llevó a un amigo como usted. Y las locas sabemos
que la gente siempre tiene un amigo parecido, alegre, artista, igualito a ti.
Pero cuando la loca simpática tiene sida es otra cosa, oscura mariposa.
Entonces biografía y ficción se confunden en un abrazo ondulante.
Por una semana fui portador de sida. Siete días de cargar el escapulario
y escuchar el consejo callejero que me hiciera por milésima vez el examen.
Yo caminaba por las calles y no faltaba la loca que de una vereda a otra gritaba:
Cuídate, Lemebel. ¿Y de qué?, pensaba yo. ¿Qué
flaco que estás?, me decía alguien por teléfono. Y yo contestando:
que sí, un poco, menos panza sin copete. Pero es que estás más
delgado, insistían en el Metro, en la feria de mi barrio, me daban naranjas;
un juguito en la mañana para las defensas, me entregaba cariñosa
mi casera. Por mail me llegaron recetas orientales, chamánicas, yaganas,
naturistas de baños con caca de mosca verde al amanecer. También
gárgaras con flores de pellín, me recomendaba una amiga de Temuco.
No está todo perdido, insistían chilenos suecos desde el exilio.
Hay que hacer un acto solidario, me sugerían amigos del PC. Y al parecer,
nadie quería escuchar las explicaciones de que todo era por un texto imaginario.
No me creían, insistiendo que la depre era lo peor. En la esquina de mi
antiguo barrio una mujer me entregó unas hierbas, susurrando en mi oído:
en ayunas, tres veces a la semana, cura hasta el cáncer. El miércoles,
al pasar por una vitrina, me encontré tan flaco y pensé que no era
sólo por la crónica, que tal vez había algo de cierto en
esa delgadez repentina. Y sin pensarlo me fui a hacer el examen de urgencia. La
enfermera, con guantes de látex, etiquetó el tubo de sangre como
veneno de víbora. Mañana está el resultado, dijo amable.
Cuídese, agregó antes de salir. ¿De qué?, le contesté,
si no me pican ni los zancudos. Además hace siglos que no tengo mambo.
Pero a veces uno tiene el bicho de antes, comentó una loca portadora desde
la fila. Y tratando de hermanarse conmigo, me aconsejó: mira, Pedrín,
el sida puede darle un sentido a tu vida, tendrías las garantías
médicas que tenemos las portadoras. Es casi como volver a nacer, ¿cachái?
Me trataba de convencer riendo con su único diente.
Con tanta preocupación,
pensé que mi destino estaba trazado por la caca negra de la plaga cachera.
Y todo por una crónica, le dije a mi amigo Parra, que se acordaba del texto
y me sugirió escribir esta segunda parte. Pero igual anda a buscar el examen,
ordenó con el ceño fruncido. Entonces, al igual que “el enfermo
imaginario”, comencé a sentir los síntomas de ese embarazo virulento.
Me dio colitis amarga, fiebre al rojo y deliraba por las noches haciendo mi testamento.
Supe en una semana lo que es ser portador y conocí esa piedad siniestra
que acompaña todo comentario al pasar. También pensé que
la crónica era eso, parece cierta, puede ser cierta, pero no siempre es
verdad. No sé si me explico, le dije a Parra, que contestó: mejor
escríbelo. Puede ser un teorema sobre la crónica y el sida. La verdad
y la ficción en un eterno tornasol. Pero la verdad, amigo, es que yo no
tengo sida, le respondí exaltado. No sé, Pedro, además tú
has escrito tanto sobre el tema, que tanto va el cántaro al agua…
Y
casi arrastrándome partí al consultorio y me puse en la fila junto
a los que esperaban atención. ¿De qué es su examen?, gritó
una enfermera con vozarrón de servicio sanitario. Del sida, dije más
fuerte desafiante. Y la fila abrió los ojos y moviendo la cabeza escuché
que decían: Es el escritor, esta enfermedad los pone así. Aquí
está su examen, cantó la enfermera con el sobre en alto. ¿Lo
quiere ver?, repica con las pestañas crespas con alicate. No, por favor,
no lo resistiría. Ábralo usted si es tan amable, le supliqué
en espera de lo peor. Ella, como en un concurso de la tele o en la entrega de
los Oscar, despegó el sobre con calma teatral, y arremangándose
las pestañas dijo, maligna, para toda la fila expectante: Siga concursando,
don Pedro. Siga participando.